El regocijo lo acompañó todo el viaje hasta el otro lado del Atlántico. Pedro aterrizó en Florencia a mediodía, un viernes.
Desde un teléfono público, llamó a Kevin para preguntarle cómo estaba Lola. Pedro no le había dicho a su amigo adónde iba, pero Kevin lo conocía lo bastante para saber que tenía algo que ver con Paula. Kevin le aseguró que Lola estaba bien, jugando con los niños en el jardín.
Hasta que no puso los pies en las calles de la vieja ciudad, Pedro no fue consciente de la magnitud de su empresa. Encontrar a una persona que no quería ser encontrada, en una población de cuatrocientos mil habitantes, no sería fácil.
Pasó los tres días siguientes paseando por las calles de Florencia, hasta que empezó a sentirse como un hombre poseído. Pasaba horas sentado en una pequeña cafetería de la zona comercial, bebiendo café cargado, con un libro en el regazo. El corazón se le paraba cada vez que veía a una mujer rubia.
Estaba allí, la percibía, por extraño que sonara.
Al cuarto día se levantó al amanecer. Se puso pantalones cortos y una camiseta y salió a correr. La ciudad estaba empezando a despertarse; los tenderos barrían las aceras de sus negocios y algunos motoristas circulaban con rapidez por las calles vacías.
Pedro corría a tope; sus pies golpeaban la acera con tanta fuerza que sus rodillas iban a resentirse. Pero era la única forma de librarse de la frustración que, poco a poco, iba reemplazando a su esperanza.
Giró a la derecha y tomó una calle cuyos comercios tardarían una horas en abrir. Eran tiendas dirigidas sobre todo a turistas que tenían dinero que gastar. Los escaparates exhibían álbumes de fotos con tapas de cuero, abrigos y zapatos de última moda.
A mitad de la calle, vio algo de reojo que le llamó la atención.
Paró y dio marcha atrás.
En la esquina de un escaparate había dos macetas pintadas de colores brillantes que le resultaban muy familiares. Se le aceleró el corazón. Eran como los que Paula vendía a la tienda de Atlanta.
Paula.
Estaba allí.
Se sentó en el alféizar de la ventana, inclinó la cabeza hacia las piernas y esperó a que su respiración se tranquilizara.
Estaba allí.
Miró su reloj. La tienda tardaría dos horas en abrir. Esperaría
El dueño de la tienda llegó a las nueve menos diez. Para entonces, Pedro casi había desgastado las suelas de sus zapatillas deportivas paseando calle arriba, calle abajo.
El hombre le sonrió, abrió la puerta y le indicó que entrara.
Pedro se obligó a dar una vuelta por la tienda antes de volver al escaparate.
—Perdone.
—¿Sí?
—Esas macetas. Me gustaría comprarlas.
—¿Bonitas, verdad?
Pedro asintió.
—¿Tiene más?
—No, ésas son las únicas.
—¿Va a recibir más?
—El viernes, creo.
—¿Están hechas aquí?
—Sí, pero por una americana. Muy guapa —añadió el hombre con una sonrisa.
—¿Sabe a qué hora del viernes? —preguntó Pedro con voz tranquila—. No sé cuántos días más me quedaré.
—Suele venir por la mañana. Venga usted alrededor del mediodía.
—Gracias —dijo Pedro—. Gracias.
****
A Pedro, esos dos días se le hicieron más largos que una vida. Visitó la Galería de los Uffizi y el Duomo, recorrió todas las calles de Florencia y salió a correr dos veces al día para quemar energías.
Cuando por fin llegó el viernes, salió de casa a las siete, regresó a la tienda y se sentó en la cafetería que había al otro lado de la calle. Faltaban dos horas para que abrieran, pero no iba a correr el riesgo de que se le escapara. Era su única oportunidad; quizá no tuviera otra.
Exactamente a las nueve menos diez, el dueño llegó y abrió la puerta. Una mujer que paseaba a un perrito se detuvo a charlar con él mientras barría la acera. Unos minutos después se alejó.
En la hora siguiente, siete clientes entraron y salieron.
Pedro pidió más café. Cuando miró de nuevo, había un coche pequeño parado ante la tienda, con el maletero abierto. Una mujer con un sombrero de paja hablaba con el dueño, que sonreía y asentía.
Pedro se inclinó a un lado para ver mejor el coche. Del maletero sobresalía el colorido borde de una maceta pintada.
Dejó la taza demasiado rápido y el platillo rebotó sobre la mesa. Un par de clientes lo miraron con curiosidad. Pedro los ignoró y, sorteando mesas y sillas, corrió afuera sin perder de vista a la mujer.
Cruzó la calle, un taxi estuvo a punto de atropellarlo y el conductor tocó el claxon, indignado. Cuando llegó a la otra acera, se obligó a andar. Le temblaban las manos.
—Paula —musitó, con un hilo de voz.
Ella se dio la vuelta y su expresión risueña se volvió adusta e inexpresiva.
No era Paula.
Esa mujer tenía más edad y el cabello que asomaba bajo el sombrero era castaño rojizo. Era muy atractiva, como había dicho el dueño de la tienda. Pero no era Paula.
—Disculpe —dijo Pedro—. Pensé que era… otra persona.
La mujer se llevó una mano al corazón, empezó a decir algo, pero no parecía encontrar palabras.
—Está bien, no importa.
—Esta es la bonita mujer que me trae las macetas —dijo el tendero, Sorprendido por el intercambio—. Este caballero compró las dos últimas —le explicó a la mujer—. Le gustaría comprar más.
—Sí —dijo Pedro—. Para regalar.
—Ah —ella se aclaró la garganta—. Que amable. Lo agradezco mucho.
La decepción golpeó a Pedro como un martillo. Había estado seguro de que eran obra de ella. Tal vez la fuerza de su deseo lo había llevado a equivocarse. Empezó a pensar que quizá sí había ido demasiado lejos.
La mujer fue al coche y sacó una de las macetas. Él la siguió.
—Déjeme ayudarla.
Al quitarle la maceta, vio sus manos. Temblaban. Alzó la vista. Los ojos de ella reflejaban la misma desazón que había visto tantas veces en el pasado.
No era Paula.
Pero sabía dónde estaba Paula.
Celina los había recogido a la mañana siguiente, a las nueve. George y Santy iban en el asiento de atrás, tan erguidos como podían para mirar por las ventanas del pequeño coche de Celina.
—Hice un par de llamadas anoche y descubrí que a un par de kilómetros de San Gimignano hay un hombre que hace macetas de terracota —dijo Celina—. Si son lo que buscas, podrás comprarle algunas.
—¿Cómo podré agradecerte todo esto? —Paula seguía asombrándose por la generosidad de Celina.
—Convirtiéndote en la persona que quieres ser. Alguien hizo lo mismo por mí. Ayudándote, estoy pagando ese favor. Tal vez algún día tú hagas lo mismo por otra persona.
Era algo que no había imaginado nunca, pero incluso eso le parecía factible en un día desbordante de posibilidades.
Llegaron a casa del hombre unos veinte minutos después.
Cuando salió a recibirlas, llevaba puesto un ancho sombrero de paja, que daba sombra a su rostro curtido.
Celina le habló en italiano, y Paula entendió muy pocas palabras. Él las guió a la parte posterior de la casa y el pequeño taller en el que fabricaba sus macetas. Señaló un pasillo en el que estaban apiladas por tipos.
—Dice que elijas las que quieras.
—Gracias —Paula le hizo un gesto con la cabeza al hombre y recorrió el pasillo, descubriendo varios modelos que le gustaban. Eligió cuatro de ellos—. ¿Puedes preguntarle cuánto cuestan éstas?
Celina le hizo la pregunta en italiano y tradujo la respuesta a Paula, que escuchó y asintió.
—Me llevaré dos de cada modelo.
El hombre embaló las macetas y las colocó en el maletero de Celina. Mientras se alejaban de allí, Paula empezó a sentir por primera vez que estaba recuperando el control de su vida y que sería ella quien la dirigiese en adelante.
Era una sensación maravillosa.
****
Habían pasado seis semanas y tras varios intentos seguía enfrentándose a un callejón sin salida.
Había hablado con la maestra de Santy y con el párroco de la iglesia a la que asistía Paula. Había hablado con su peluquera y con los dependientes de las tiendas en las que solía comprar. También había vuelto al Centro de Jardinería; a Arthur Hughes pareció afectarle mucho la desaparición de Paula y resultó obvio que no sabía nada al respecto.
Pedro incluso había obtenido el apellido de soltera de Paula, gracias a un documento que había firmado con Jorge. Tras numerosas búsquedas en Internet, había localizado a sus padres y llamado a su casa; pero sólo averiguó que hacía mucho tiempo que no veían a Paula.
Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
Desde que se despidió de Webster & Asociados, Pedro había estado trabajando en casa, realizando todo tipo de reparaciones que mantenían sus manos ocupadas, aunque no su mente. Lola estaba encantaba con que pasara tanto tiempo en casa. Le costaba creer cuánto había cambiado. Había pasado de encogerse al ver a un desconocido a ladrar al cartero, y paseaba por la casa con seguridad, como si supiera que ya no tenía nada que temer.
Pedro se preguntaba si Paula había adquirido la misma confianza en su nueva vida.
Una tarde, conducía por la calle Piedmond cuando vio la biblioteca en la que ella había entrado la vez que la siguió.
Era una posibilidad remota, pero se merecía un intento. A esas alturas, ninguna pista era despreciable.
Aparcó y entró en la biblioteca, fresca y silencio. Subió a la primera planta, en busca del mostrador de reformación. La encargada era una mujer de unos sesenta años, con cabello gris, muy ahuecado. Llegara unas gafas ovaladas de marco metálico, casi en la punta de la nariz. Lo miró por encima del marco. En la solapa de su chaqueta roja llevaba una etiqueta con su nombre: señora Olinger.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó.
—Eso espero —metió la mano en el bolsillo y sacó una foto de Paula con Jorge en un acto benéfico, que había encontrado en un artículo de periódico, en la web—. Me preguntaba si ha visto alguna vez a esta mujer.
La señora Olinger contempló la foto y empezó a negar con la cabeza; después miró de nuevo.
—No, no la reconozco.
—¿Está segura?
—Sí.
—¿Trabaja aquí alguna otra persona a la que pudiera preguntar?
Sin contestar, la mujer se levantó y desapareció tras una puerta marcada como Privado. Unos minutos después, otra mujer se acercó al mostrador, con las cejas arqueadas.
—¿Puedo ayudarlo en algo?
—Me gustaría saber si ha visto a esta mujer por aquí —le dio la foto. Ella la miró un momento y se la devolvió.
—¿Lo pregunta por alguna razón concreta?
—Intento encontrarla. Ha… desaparecido.
—Oh —abrió los ojos con sorpresa—. ¿Y usted quién es?
—Un amigo. Pedro Alfonso.
—Lo siento —dijo ella tras observarlo un momento—. No puedo ayudarlo.
—¿Está segura? —la esperanza que había empezado a brotar en su corazón se derrumbó.
Ella titubeó y después asintió con decisión.
—Gracias de todos modos —dijo Pedro. Se dio la vuelta y fue hacia el ascensor. Pulsó el botón, echó la cabeza y suspiró. Quizá había llegado el momento de rendirse, de dejarlo. De olvidarla.
—Señor Alfonso—la bibliotecaria se acercó a él. con una mano en el cuello de la blusa—. Espere. En general, no soy partidaria de dar información sobre la gente sin su consentimiento. Pero parece usted buen hombre. Sí la recuerdo. Me hizo algunas preguntas.
—¿Sobre qué? —a él se le aceleró el pulso.
—Búsqueda de mapas en Internet. Quería un mapa de Florencia —dijo la mujer—. Florencia, Italia.
****
El piso de Lorena estaba en uno de los mejores enclaves de New Haven, no muy lejos del campus de la Universidad de Yale.
Vivía sola. Compartir piso era un aburrimiento. Lo había probado un par de veces y decidido que no merecía la pena, a pesar de que su padre se quejaba del exorbitante alquiler mensual que tenía que pagar. Pero lo pagaba.
Eran casi las ocho y estaba cansada. Se dejó caer en el sofá de cuero y encendió la televisión. Repetían un episodio de una vieja teleserie y pasó al canal siguiente. Debía de ser un documental sobre animales, porque un par de cachorros de jaguar rodaban por el suelo, jugando y mordisqueándose.
Sonó el timbre de la puerta. Ella miró su reloj de pulsera, no esperaba a nadie.
Fue a la puerta y miró por la mirilla. Su corazón se aceleró.
—Jorge. Vete.
—Nena, déjame entrar. Necesito hablar contigo.
Ella se pasó la mano por el pelo.
—Dudo que tengas algo que decirme.
—Mucho, si me dejas.
Lorena no había hablado con él desde que regresaron de República Dominicana.
—No quiero verte —dijo—. No deberías haber venido aquí.
—No aceptas mis llamadas. ¿Qué otra opción tenía?
—Vete.
—Lorena. Te echo de menos.
Ella se rodeó el cuerpo con los brazos, la vieja atracción luchaba contra su sentido común. Loca. Sólo una loca volvería a empezar. Pero él era una droga. Estando lejos tenía voluntad para resistirse. Pero sabiendo que él estaba al otro lado de la puerta, a su alcance, la tentación era demasiado grande.
Se puso una mano en la mejilla, hacía tiempo que los cardenales habían desaparecido. Cerró los ojos un momento, quitó la cadena y lo dejó entrar
Esas primeras semanas en Certaldo fueron casi demasiado perfectas.
Paula se sentía como si Santy y ella hubieran sido sacados de su vida anterior y, ligeros como plumas, estuvieran volviendo lentamente a la tierra en la colinas de la Toscana.
Paula comprendía que Celina se sintiera segura en ese valle rodeado de colinas; parecía que la tierra se hubiera alzado para protegerlas en su abrazo. Estaban a salvo allí. A salvo.
A Paula le asustaba la facilidad con la que esas palabras invadían sus pensamientos, más cada día que pasaba.
Era como si estuviera de pie en el centro de una larga carretera. A un lado estaba el pánico de que Jorge consiguiera encontrarlas. Al otro, la paz y de la seguridad y una vida tranquila, en la que Santy y ella daban largos paseos con su almuerzo en bolsas de papel, y le contaba cuentos por la noche, hasta que se dormía acurrucado en sus brazos. Eran cosas sencillas pero de una riqueza inimaginable para Paula.
Celina conocía a alguien que podía proporcionarles documentos con una nueva identidad. Habían utilizado sus pasaportes para llegar a Italia, pero Celina le había aconsejado que no volviera a hacerlo allí. En cuanto tuvieran documentos, Paula pensaba matricular a Santy en el colegio.
Celina tenía un ordenador portátil y Paula envió un correo electrónico, cuyo origen era imposible de descubrir, a la dirección que le había pedido a su madre que crease. Breve y sencillo, simplemente para hacerle saber que estaban bien.
Los principios debían tener una segunda fase, y para Paula eso implicaba encontrar una forma de mantenerse. El dinero que había conseguido llevar consigo no duraría para siempre. De hecho, le asustaba cuánto había gastado ya.
Planteó el tema a Celina una cálida tarde de marzo. Celina se había ofrecido a ayudarla a limpiar una zona del jardín trasero para hacer un huerto. Estaban retirando piedras y echándolas en una carretilla que había llevado Celina esa mañana.
—Tengo que encontrar la manera de ganar algo de dinero —dijo Paula, acercando la carretilla al borde del área que habían elegido.
—¿Qué hacías antes?
—Nunca trabajé después de casarme.
—Yo tampoco. Mi marido no lo permitía.
Paula asintió; el comentario reflejaba su pasado, como había ocurrido varias veces esas últimas semanas. Su amistad era poco común, el vínculo entre ellas fue inmediato y profundo.
Habían librado una batalla similar, y entendían las cicatrices que compartían y las que las diferenciaban como poca gente sería capaz de hacer.
—Hay algo que hacía… —titubeó—. Pero seguramente aquí no funcionaría.
—¿Qué era? —Celina se estiró, se quitó un guante cuero y lo sacudió para sacar la tierra del interior.
—Pintaba maceteros y los vendía a un almacén de jardinería de lujo.
—¿Cómo se vendían?
—El dueño estaba contento.
—Entonces, ¿por qué no ibas a poder hacerlo aquí?
—No sé —Paula encogió los hombros—. Yo…
—¿Macetas de terracota?
—Sí.
—Pues de eso no falta. ¿Qué más necesitarías?
—Pinceles, pinturas, sombra tostada para envejecer.
—Todo eso deberíamos poder encontrarlo en San Gimignano. ¿Crees que estás preparada para aventurarte un poco?
Pensarlo hizo que a Paula se le revolviera el estómago. Sólo se había alejado de la casa dos veces desde su llegada. Una para devolver el coche de alquiler, la otra hacía una semana, cuando Santy y ella habían acompañado a Celina al mercado.
Celina las había invitado a acompañarla en varias excursiones: a San Gimignano y a Certaldo Alto, dos pueblos cercanos que, según los describía Celina, parecían fascinantes.
—Paula, sé cómo te sientes —dijo Celina—. Es aterrador pensar en volver ahí fuera. En arriesgar la seguridad que habéis encontrado aquí. Sólo tú puedes decidir cuándo estarás preparada, pero cuando lo hagas, dímelo.
Paula asintió, con un nudo de emoción en la garganta. Miró a Santy que, al otro lado del jardín, jugaba a tirarle palos a George. Su cara estaba relajada y sonriente como pocas veces lo había estado en su corta vida. Quizá había llegado el momento.
El teléfono de Ramiro sonó treinta segundos después de que Alfonso abandonara su oficina. Lo descolgó, cansino.
—¿Sí?
—El señor Chaves en la línea tres.
Podía retrasar la llamada. Diablos, podía irse a Tahití y dejar todo el asunto atrás. Por desgracia, era demasiado tarde para eso. Pulsó el botón y se dispuso a utilizar su mejor voz de abogado, agradable y modulada.
—Jorge.
—Quiero que esto se arregle. Quiero saber dónde está y quiero recuperar a mi hijo.
Al cuerno los preliminares. Ramiro dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla y se apretó la sien derecha con el pulgar, como si así pudiera evitar el súbito dolor que amenazaba con taladrar su cráneo.
—¿Qué quieres que haga?
—Haz que sigan a Alfonso. No quiero que haga un movimiento sin que yo sepa adonde va. ¿Está claro?
—Entendido —de alguna manera, Ramiro consiguió inyectar una nota de confianza en su respuesta, como si no estuviera empapando en sudor la camisa italiana que llevaba puesta.
Colgó el teléfono, sintiéndose casi a punto de vomitar.
Deseaba intensamente no haber subido al tren de lujo de Chaves. No haberse puesto nunca en la situación de tener que lavar sus trapos sucios.
Sacó una llave de la cartera y abrió un cajón lateral del escritorio. Sacó un montón de archivos y encontró la tarjeta que había guardado allí, con el teléfono de un detective. La miró con fijeza un momento, después alzó el teléfono y marcó.
****
Poco después de medianoche, Pedro condujo de vuelta al centro y tomó el ascensor que llevaba a las oficinas de W&A.
Por suerte, Ramiro aún no lo había declarado persona non grata al vigilante nocturno, que lo saludó con una sonrisa amistosa. Su llave de la puerta principal seguía funcionando.
Cerró la puerta a su espalda y fue al despacho de Ramiro.
Cualquier información que hubiera sobre Chaves, S.A. estaría allí.
Detrás del sillón de Ramiro había un archivador de caoba.
Los cajones estaban cerrados con llave. Pasó una mano por los laterales, buscando una llave. No la encontró y revisó todos los cajones del escritorio, sin éxito. Pasó la mano por debajo del escritorio y después por debajo del sillón de cuero.
Bingo.
Había una pequeña caja oculta llaves sujeta a una de las patas de metal. Dentro había varias llaves pequeñas. Las fue probando hasta que una encajó en la cerradura del archivador y lo abrió.
Volvió a poner la caja de llaves en su sitio. Pasó las carpetas hasta que llegó a la «C». Allí encontró la de «Chaves, Jorge». Era casi una biblioteca.
Pedro echó un vistazo a su reloj, después revisó los archivos rápidamente. Un nombre captó su atención: Ella Fralin. Sacó el documento y hojeó las páginas. Al final había un contrato. Igual que el que había estado utilizando para preparar la respuesta a la demanda que había presentado contra Chaves, S.A. Pero había diferencias; no tuvo que leer mucho para darse cuenta de eso.
Ramiro tenía una fotocopiadora personal en una esquina del despacho. Pedro la encendió, esperó a que se calentara e hizo una copia de las páginas pertinentes. Regresó al archivador y volvió a poner la carpeta en su sitio.
—Hoy sí que está aquí tarde, señor Alfonso —dijo un bedel desde la puerta, con el tubo de la aspiradora en la mano.
—Sí. Acabo de encontrar lo que estaba buscando —respondió Pedro. Rodeó el escritorio, pasó delante del hombre y salió al pasillo.
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No se acostó esa noche, sino que la pasó sentado a la mesa de la cocina, con un cuaderno de notas delante de él. Lola estaba a sus pies, con la cabeza en las patas, mirándolo. Él sentía como si estuviera empezando con menos que una pizarra en blanco. Paula podía estar en cualquier parte del mundo. Literalmente.
Quizá estaba loco por pensar que podía encontrarla. Por pensar que ella desearía que la encontrase.
Pero Pedro estaba seguro de que Jorge agotaría hasta el último centavo de su cuantiosa fortuna para encontrarla. La mirada que había visto en sus ojos esa mañana lo decía todo.
Empezó a hacer una lista de todos los detalles que recordaba sobre Paula Chaves.