viernes, 29 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 36






Celina los había recogido a la mañana siguiente, a las nueve. George y Santy iban en el asiento de atrás, tan erguidos como podían para mirar por las ventanas del pequeño coche de Celina.


—Hice un par de llamadas anoche y descubrí que a un par de kilómetros de San Gimignano hay un hombre que hace macetas de terracota —dijo Celina—. Si son lo que buscas, podrás comprarle algunas.


—¿Cómo podré agradecerte todo esto? —Paula seguía asombrándose por la generosidad de Celina.


—Convirtiéndote en la persona que quieres ser. Alguien hizo lo mismo por mí. Ayudándote, estoy pagando ese favor. Tal vez algún día tú hagas lo mismo por otra persona.


Era algo que no había imaginado nunca, pero incluso eso le parecía factible en un día desbordante de posibilidades.


Llegaron a casa del hombre unos veinte minutos después. 


Cuando salió a recibirlas, llevaba puesto un ancho sombrero de paja, que daba sombra a su rostro curtido.


Celina le habló en italiano, y Paula entendió muy pocas palabras. Él las guió a la parte posterior de la casa y el pequeño taller en el que fabricaba sus macetas. Señaló un pasillo en el que estaban apiladas por tipos.


—Dice que elijas las que quieras.


—Gracias —Paula le hizo un gesto con la cabeza al hombre y recorrió el pasillo, descubriendo varios modelos que le gustaban. Eligió cuatro de ellos—. ¿Puedes preguntarle cuánto cuestan éstas?


Celina le hizo la pregunta en italiano y tradujo la respuesta a Paula, que escuchó y asintió.


—Me llevaré dos de cada modelo.


El hombre embaló las macetas y las colocó en el maletero de Celina. Mientras se alejaban de allí, Paula empezó a sentir por primera vez que estaba recuperando el control de su vida y que sería ella quien la dirigiese en adelante.


Era una sensación maravillosa.



****


Habían pasado seis semanas y tras varios intentos seguía enfrentándose a un callejón sin salida.


Había hablado con la maestra de Santy y con el párroco de la iglesia a la que asistía Paula. Había hablado con su peluquera y con los dependientes de las tiendas en las que solía comprar. También había vuelto al Centro de Jardinería; a Arthur Hughes pareció afectarle mucho la desaparición de Paula y resultó obvio que no sabía nada al respecto. 


Pedro incluso había obtenido el apellido de soltera de Paula, gracias a un documento que había firmado con Jorge. Tras numerosas búsquedas en Internet, había localizado a sus padres y llamado a su casa; pero sólo averiguó que hacía mucho tiempo que no veían a Paula.


Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.


Desde que se despidió de Webster & Asociados, Pedro había estado trabajando en casa, realizando todo tipo de reparaciones que mantenían sus manos ocupadas, aunque no su mente. Lola estaba encantaba con que pasara tanto tiempo en casa. Le costaba creer cuánto había cambiado. Había pasado de encogerse al ver a un desconocido a ladrar al cartero, y paseaba por la casa con seguridad, como si supiera que ya no tenía nada que temer.


Pedro se preguntaba si Paula había adquirido la misma confianza en su nueva vida.


Una tarde, conducía por la calle Piedmond cuando vio la biblioteca en la que ella había entrado la vez que la siguió. 


Era una posibilidad remota, pero se merecía un intento. A esas alturas, ninguna pista era despreciable.


Aparcó y entró en la biblioteca, fresca y silencio. Subió a la primera planta, en busca del mostrador de reformación. La encargada era una mujer de unos sesenta años, con cabello gris, muy ahuecado. Llegara unas gafas ovaladas de marco metálico, casi en la punta de la nariz. Lo miró por encima del marco. En la solapa de su chaqueta roja llevaba una etiqueta con su nombre: señora Olinger.


—¿Puedo ayudarlo? —preguntó.


—Eso espero —metió la mano en el bolsillo y sacó una foto de Paula con Jorge en un acto benéfico, que había encontrado en un artículo de periódico, en la web—. Me preguntaba si ha visto alguna vez a esta mujer.


La señora Olinger contempló la foto y empezó a negar con la cabeza; después miró de nuevo.


—No, no la reconozco.


—¿Está segura?


—Sí.


—¿Trabaja aquí alguna otra persona a la que pudiera preguntar?


Sin contestar, la mujer se levantó y desapareció tras una puerta marcada como Privado. Unos minutos después, otra mujer se acercó al mostrador, con las cejas arqueadas.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


—Me gustaría saber si ha visto a esta mujer por aquí —le dio la foto. Ella la miró un momento y se la devolvió.


—¿Lo pregunta por alguna razón concreta?


—Intento encontrarla. Ha… desaparecido.


—Oh —abrió los ojos con sorpresa—. ¿Y usted quién es?


—Un amigo. Pedro Alfonso.


—Lo siento —dijo ella tras observarlo un momento—. No puedo ayudarlo.


—¿Está segura? —la esperanza que había empezado a brotar en su corazón se derrumbó.


Ella titubeó y después asintió con decisión.


—Gracias de todos modos —dijo Pedro. Se dio la vuelta y fue hacia el ascensor. Pulsó el botón, echó la cabeza y suspiró. Quizá había llegado el momento de rendirse, de dejarlo. De olvidarla.


—Señor Alfonso—la bibliotecaria se acercó a él. con una mano en el cuello de la blusa—. Espere. En general, no soy partidaria de dar información sobre la gente sin su consentimiento. Pero parece usted buen hombre. Sí la recuerdo. Me hizo algunas preguntas.


—¿Sobre qué? —a él se le aceleró el pulso.


—Búsqueda de mapas en Internet. Quería un mapa de Florencia —dijo la mujer—. Florencia, Italia.



****


El piso de Lorena estaba en uno de los mejores enclaves de New Haven, no muy lejos del campus de la Universidad de Yale.


Vivía sola. Compartir piso era un aburrimiento. Lo había probado un par de veces y decidido que no merecía la pena, a pesar de que su padre se quejaba del exorbitante alquiler mensual que tenía que pagar. Pero lo pagaba.


Eran casi las ocho y estaba cansada. Se dejó caer en el sofá de cuero y encendió la televisión. Repetían un episodio de una vieja teleserie y pasó al canal siguiente. Debía de ser un documental sobre animales, porque un par de cachorros de jaguar rodaban por el suelo, jugando y mordisqueándose.


Sonó el timbre de la puerta. Ella miró su reloj de pulsera, no esperaba a nadie.


Fue a la puerta y miró por la mirilla. Su corazón se aceleró.


—Jorge. Vete.


—Nena, déjame entrar. Necesito hablar contigo. 


Ella se pasó la mano por el pelo.


—Dudo que tengas algo que decirme.


—Mucho, si me dejas.


Lorena no había hablado con él desde que regresaron de República Dominicana.


—No quiero verte —dijo—. No deberías haber venido aquí.


—No aceptas mis llamadas. ¿Qué otra opción tenía?


—Vete.


—Lorena. Te echo de menos.


Ella se rodeó el cuerpo con los brazos, la vieja atracción luchaba contra su sentido común. Loca. Sólo una loca volvería a empezar. Pero él era una droga. Estando lejos tenía voluntad para resistirse. Pero sabiendo que él estaba al otro lado de la puerta, a su alcance, la tentación era demasiado grande.


Se puso una mano en la mejilla, hacía tiempo que los cardenales habían desaparecido. Cerró los ojos un momento, quitó la cadena y lo dejó entrar






jueves, 28 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 35




Esas primeras semanas en Certaldo fueron casi demasiado perfectas.


Paula se sentía como si Santy y ella hubieran sido sacados de su vida anterior y, ligeros como plumas, estuvieran volviendo lentamente a la tierra en la colinas de la Toscana.


Paula comprendía que Celina se sintiera segura en ese valle rodeado de colinas; parecía que la tierra se hubiera alzado para protegerlas en su abrazo. Estaban a salvo allí. A salvo. 


A Paula le asustaba la facilidad con la que esas palabras invadían sus pensamientos, más cada día que pasaba.


Era como si estuviera de pie en el centro de una larga carretera. A un lado estaba el pánico de que Jorge consiguiera encontrarlas. Al otro, la paz y de la seguridad y una vida tranquila, en la que Santy y ella daban largos paseos con su almuerzo en bolsas de papel, y le contaba cuentos por la noche, hasta que se dormía acurrucado en sus brazos. Eran cosas sencillas pero de una riqueza inimaginable para Paula.


Celina conocía a alguien que podía proporcionarles documentos con una nueva identidad. Habían utilizado sus pasaportes para llegar a Italia, pero Celina le había aconsejado que no volviera a hacerlo allí. En cuanto tuvieran documentos, Paula pensaba matricular a Santy en el colegio.


Celina tenía un ordenador portátil y Paula envió un correo electrónico, cuyo origen era imposible de descubrir, a la dirección que le había pedido a su madre que crease. Breve y sencillo, simplemente para hacerle saber que estaban bien.


Los principios debían tener una segunda fase, y para Paula eso implicaba encontrar una forma de mantenerse. El dinero que había conseguido llevar consigo no duraría para siempre. De hecho, le asustaba cuánto había gastado ya.


Planteó el tema a Celina una cálida tarde de marzo. Celina se había ofrecido a ayudarla a limpiar una zona del jardín trasero para hacer un huerto. Estaban retirando piedras y echándolas en una carretilla que había llevado Celina esa mañana.


—Tengo que encontrar la manera de ganar algo de dinero —dijo Paula, acercando la carretilla al borde del área que habían elegido.


—¿Qué hacías antes?


—Nunca trabajé después de casarme.


—Yo tampoco. Mi marido no lo permitía.


Paula asintió; el comentario reflejaba su pasado, como había ocurrido varias veces esas últimas semanas. Su amistad era poco común, el vínculo entre ellas fue inmediato y profundo. 


Habían librado una batalla similar, y entendían las cicatrices que compartían y las que las diferenciaban como poca gente sería capaz de hacer.


—Hay algo que hacía… —titubeó—. Pero seguramente aquí no funcionaría.


—¿Qué era? —Celina se estiró, se quitó un guante cuero y lo sacudió para sacar la tierra del interior.


—Pintaba maceteros y los vendía a un almacén de jardinería de lujo.


—¿Cómo se vendían?


—El dueño estaba contento.


—Entonces, ¿por qué no ibas a poder hacerlo aquí?


—No sé —Paula encogió los hombros—. Yo…


—¿Macetas de terracota?


—Sí.


—Pues de eso no falta. ¿Qué más necesitarías?


—Pinceles, pinturas, sombra tostada para envejecer.


—Todo eso deberíamos poder encontrarlo en San Gimignano. ¿Crees que estás preparada para aventurarte un poco?


Pensarlo hizo que a Paula se le revolviera el estómago. Sólo se había alejado de la casa dos veces desde su llegada. Una para devolver el coche de alquiler, la otra hacía una semana, cuando Santy y ella habían acompañado a Celina al mercado.


Celina las había invitado a acompañarla en varias excursiones: a San Gimignano y a Certaldo Alto, dos pueblos cercanos que, según los describía Celina, parecían fascinantes.


—Paula, sé cómo te sientes —dijo Celina—. Es aterrador pensar en volver ahí fuera. En arriesgar la seguridad que habéis encontrado aquí. Sólo tú puedes decidir cuándo estarás preparada, pero cuando lo hagas, dímelo.


Paula asintió, con un nudo de emoción en la garganta. Miró a Santy que, al otro lado del jardín, jugaba a tirarle palos a George. Su cara estaba relajada y sonriente como pocas veces lo había estado en su corta vida. Quizá había llegado el momento.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 34




El teléfono de Ramiro sonó treinta segundos después de que Alfonso abandonara su oficina. Lo descolgó, cansino.


—¿Sí?


—El señor Chaves en la línea tres.


Podía retrasar la llamada. Diablos, podía irse a Tahití y dejar todo el asunto atrás. Por desgracia, era demasiado tarde para eso. Pulsó el botón y se dispuso a utilizar su mejor voz de abogado, agradable y modulada.


—Jorge.


—Quiero que esto se arregle. Quiero saber dónde está y quiero recuperar a mi hijo.


Al cuerno los preliminares. Ramiro dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla y se apretó la sien derecha con el pulgar, como si así pudiera evitar el súbito dolor que amenazaba con taladrar su cráneo.


—¿Qué quieres que haga?


—Haz que sigan a Alfonso. No quiero que haga un movimiento sin que yo sepa adonde va. ¿Está claro?


—Entendido —de alguna manera, Ramiro consiguió inyectar una nota de confianza en su respuesta, como si no estuviera empapando en sudor la camisa italiana que llevaba puesta.


Colgó el teléfono, sintiéndose casi a punto de vomitar. 


Deseaba intensamente no haber subido al tren de lujo de Chaves. No haberse puesto nunca en la situación de tener que lavar sus trapos sucios.


Sacó una llave de la cartera y abrió un cajón lateral del escritorio. Sacó un montón de archivos y encontró la tarjeta que había guardado allí, con el teléfono de un detective. La miró con fijeza un momento, después alzó el teléfono y marcó.



****


Poco después de medianoche, Pedro condujo de vuelta al centro y tomó el ascensor que llevaba a las oficinas de W&A. 


Por suerte, Ramiro aún no lo había declarado persona non grata al vigilante nocturno, que lo saludó con una sonrisa amistosa. Su llave de la puerta principal seguía funcionando. 


Cerró la puerta a su espalda y fue al despacho de Ramiro. 


Cualquier información que hubiera sobre Chaves, S.A. estaría allí.


Detrás del sillón de Ramiro había un archivador de caoba. 


Los cajones estaban cerrados con llave. Pasó una mano por los laterales, buscando una llave. No la encontró y revisó todos los cajones del escritorio, sin éxito. Pasó la mano por debajo del escritorio y después por debajo del sillón de cuero.


Bingo.


Había una pequeña caja oculta llaves sujeta a una de las patas de metal. Dentro había varias llaves pequeñas. Las fue probando hasta que una encajó en la cerradura del archivador y lo abrió.


Volvió a poner la caja de llaves en su sitio. Pasó las carpetas hasta que llegó a la «C». Allí encontró la de «Chaves, Jorge». Era casi una biblioteca.


Pedro echó un vistazo a su reloj, después revisó los archivos rápidamente. Un nombre captó su atención: Ella Fralin. Sacó el documento y hojeó las páginas. Al final había un contrato. Igual que el que había estado utilizando para preparar la respuesta a la demanda que había presentado contra Chaves, S.A. Pero había diferencias; no tuvo que leer mucho para darse cuenta de eso.


Ramiro tenía una fotocopiadora personal en una esquina del despacho. Pedro la encendió, esperó a que se calentara e hizo una copia de las páginas pertinentes. Regresó al archivador y volvió a poner la carpeta en su sitio.


—Hoy sí que está aquí tarde, señor Alfonso —dijo un bedel desde la puerta, con el tubo de la aspiradora en la mano.


—Sí. Acabo de encontrar lo que estaba buscando —respondió Pedro. Rodeó el escritorio, pasó delante del hombre y salió al pasillo.



****


No se acostó esa noche, sino que la pasó sentado a la mesa de la cocina, con un cuaderno de notas delante de él. Lola estaba a sus pies, con la cabeza en las patas, mirándolo. Él sentía como si estuviera empezando con menos que una pizarra en blanco. Paula podía estar en cualquier parte del mundo. Literalmente.


Quizá estaba loco por pensar que podía encontrarla. Por pensar que ella desearía que la encontrase.


Pero Pedro estaba seguro de que Jorge agotaría hasta el último centavo de su cuantiosa fortuna para encontrarla. La mirada que había visto en sus ojos esa mañana lo decía todo.


Empezó a hacer una lista de todos los detalles que recordaba sobre Paula Chaves.







LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 33





Había estado en la piscina. Ya era casi mediodía y Jorge le había dicho que se reuniría con ella más de una hora antes.


Impaciente, había decidido volver a ver qué lo retenía. Le había prometido que tendría muy poco trabajo durante el viaje, y que podrían pasar mucho tiempo juntos. Pretendía que cumpliera esa promesa.


Las cortinas estaban echadas y él estaba sentado en una silla junto a la ventana, con una mano sobre el teléfono. Ella tragó aire al ver la expresión de su rostro. Sintió un extraño cosquilleo en el estómago.


—Eh —dijo—. Pensé que ibas a bajar.


Él no contestó y ella se sintió nerviosa, insegura. Vio algo amenazador en su postura cuando él se levantó y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa redonda.


Se planteó marcharse, pero desechó el impulso como una tontería. Hacía menos de dos horas habían hecho el amor sobre la cama que seguía sin hacer; de esa manera brusca y apasionada que le hacía pensar que nunca encontraría otro hombre como él.


—¿Qué ocurre, Jorge? —cruzó la habitación y apoyó la mano en el centro de su espalda.


Pasaron unos segundos hasta que él contestó.


—Ha llamado tu padre. Parece que nadie sabe dónde está Paula.


—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, arrugando la frente, pero esperanzada.


—Quiero decir que se ha ido. Me ha dejado.


—Pero ¿cómo sabes…?


—Lo sé.


Lorena titubeó. Mordisqueándose el labio inferior, siguió masajeándole la espalda con la mano. Pensó en no decir nada, pero llevaba mucho tiempo callando. Quizá ésa fuera la oportunidad que había esperado.


—No puedo decir que eso me entristezca.


Él giró en redondo. El golpe llegó tan rápido que la pilló desprevenida. El dorso de su mano la golpeó en la mandíbula, volviéndole la cabeza hacia el lado. Oyó un crujido y, por un instante, atónita e incrédula, se preguntó si le había roto el cuello.


Sus labios formaron una «O» de sorpresa. Tropezó y calló sobre la cama, bocabajo. Las sábanas aún olían al sexo que habían compartido.


Se quedó allí, desconcertada.


Lo oyó cruzar la habitación, abrir la puerta y salir sin decir una palabra.


Cuando por fin se levantó, lo hizo con cuidado.


Fue al cuarto de baño, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio.


Al verse en el espejo, perdió el aliento.


El lado izquierdo de su cara daba la impresión de estar lleno de aire, deformado, grotesco.


Miró el cardenal con una especie de incredulidad distanciada de sí misma. Y se preguntó qué habría opinado su padre de eso.



****


Eran poco más de las seis y Pedro estaba a punto de finalizar una conversación de treinta minutos con otro de esos clientes de Ramiro de los que nadie quería hacerse cargo.


Jorge Chaves entró en el despacho y cerró la puerta.


—Cuelga —dijo.


—Disculpa, te llamaré después, Hank —Pedro colgó el teléfono, apartó su silla y se levantó—. ¿Puedo ayudarte en algo, Jorge?


—Dímelo tú —contestó con voz profunda, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Puedes?


Habría sido imposible no captar el tono amenazador de su voz.


—Tengo la sensación de que supones que debería saber de lo que estamos hablando.


Jorge cruzó la habitación y agarró el borde del escritorio con ambas manos, tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos. Se inclinó hacia él, poniendo su rostro a sólo un palmo del de Pedro.


—¿Dónde está mi esposa?


La pregunta sonó de lo más normal, poco más alta que un susurro.


—¿Cómo iba a saberlo yo?


—Ah, yo creo que lo sabes.


—No tengo ni idea de adonde quieres llegar, pero vas muy mal encaminado.


—¿Ah, sí? —Jorge se apartó, con ojos fríos.


—Sí, desde luego.


—Harías bien en mantenerte alejado de ella, Alfonso.


—¿Eso es una amenaza? —Pedro sostuvo su mirada.


—Llámalo como quieras. Pero si alguna vez descubro que has tenido algo que ver con la desaparición de Paula, serás tú quien desee desaparecer —Jorge se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Se detuvo y, sin mirar atrás, añadió—: La encontraré. No lo dudes. Se ha llevado a mi hijo. De ninguna manera va a salirse con la suya.


Los pasos de Jorge se alejaron por el pasillo. El miedo que Pedro sentía por Paula se avivó, como una llama con una súbita corriente de aire.


Fue a la ventana y esperó hasta ver a Jorge dirigirse hacia el aparcamiento que había al otro extremo del bloque. 


Salió de su despacho y fue directo al de Ramiro. No se molestó en llamar a la puerta.


—Cierra la puerta, ¿quieres? —Ramiro no pareció sorprendido por la aparición de Pedro.


Pedro cerró, se dio la vuelta y metió las manos en los bolsillos del pantalón.


—Dime una cosa. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo?


Ramiro abrió un cajón del escritorio y sacó un puro.


—¿Quieres uno? —ofreció.


—No.


Ramiro cortó la punta, le acercó un mechero y, seguidamente, inhaló con fuerza y soltó un par de volutas de humo al aire.


—Aprendí hace mucho tiempo que había cosas en este mundo que podía cambiar. Y otras que no.


—¿Y cómo encaja ahí encubrir a un cliente que maltrata a su esposa?


—En las cosas que no puedo cambiar —soltó otra bocanada de humo y miró a Pedro—. ¿No es por eso por lo que dejaste la oficina del fiscal? ¿Por qué descubriste que había algunas cosas en el mundo que no podías cambiar?


—Sí. Antes de comprender que tu mundo estaba formado por la misma clase de rufianes. La única diferencia es que llevan trajes de Armani y pagan tus gastos.


Las palabras hicieron blanco. El rostro de Ramiro se endureció. Golpeó la punta del puro en el cenicero de cristal que había junto al teléfono.


—Lo que tú digas —rezongó.


—¿Cómo podías mirarla a la cara sabiendo lo que sabes?


Ramiro soltó una áspera risotada.


—Vamos, Pedro. ¿No crees que si se quedaba, tenía sus razones para hacerlo? Nunca le ha faltado de nada.


—¿Ésa es tu justificación? —Pedro miró fijamente al otro abogado—. ¿Cómo puedes aceptar dinero de un hombre que mantiene a su esposa aprisionada en su propia vida?


—No sabes de lo que estás hablando.


—Oh, yo creo que sí. Estaría dispuesto a apostar que hubo un tiempo en el que eras un hombre decente. Ramiro. Cuando incluso te imaginabas encerrando a tipos como Chaves. La primera vez que desviaste la vista hacia otro lado, te destrozó por dentro, ¿verdad? Pero la siguiente fue más fácil. Y la siguiente, más aún. Y ahora te has convencido a ti mismo de que no importa. Pero sí importa. Limpiaré mi escritorio antes de marcharme.


—Alfonso, espera… —Ramiro se había puesto pálido.


Pedro salió sin mirar atrás, una súbita certeza le hacía apresurar el paso. Sin duda, Jorge Chaves acabaría encontrando a Paula. Los tipos como Chaves nunca se rendían. Y, de pronto, tenía algo muy claro. Él tenía que encontrarla antes