Santy esperó hasta que su madre saliera del dormitorio y cerrase la puerta para abrir los ojos. Había estado mucho rato allí sentada, sin decir nada, acariciándole el pelo.
Él había cerrado los ojos para que creyese que se había dormido. Si los hubiera abierto, se habría puesto a llorar otra vez. No quería que ella lo viese llorar. Además, no quería ver los feos cardenales morados que tenía en el cuello. Su mami tenía la cara más bonita del mundo, y odiaba a su padre por pegarle.
Juntó las palmas de las manos sobre el pecho. Apretó los párpados y susurró las palabras que ella le había enseñado cuando era pequeño. Solía pedirle a Dios que cuidara del abuelo y la abuela Williams. Y a veces deseaba tener un hermano o una hermana para poder acurrucarse a su lado en la oscuridad cuando estuviera asustado, en vez de hacerlo solo. Pero después se sentía culpable, porque no quería que su hermanito o hermanita tuviera miedo todo el tiempo.
Esa noche no pidió esas cosas. «Querido Dios: por favor, cuida de mamá. No dejes que papá le haga más daño. Por favor, hazme fuerte para que pueda cuidar de ella. Y por favor, que sea rápido, porque tengo miedo de que pronto le haga mucho más daño. Por favor, Dios. Amén».
Santy apoyó el rostro en la almohada y se acurrucó. No quería llorar. Le había pedido a Dios que lo hiciera fuerte.
Pero las lágrimas llegaron aun así, porque pasaría mucho tiempo hasta que fuera lo bastante grande para cuidar de ella.
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El día de Año Nuevo, Pedro se gastó la asombrosa cantidad de cuatrocientos cuarenta y siete dólares en la tienda de mascotas de un centro comercial.
Collar. Correa. Cacharros para el agua y la comida. Pienso. Comida de lata. Cama. Y todo tipo de artículos para jugar: pelotas, huesos de goma…
Una agradable mujer lo había llamado desde la clínica a media mañana para decirle que podía recoger a su perra.
Pedro había pasado toda su vida adulta evitando cualquier clase de compromiso. El compromiso implicaba ser responsable de algo o de alguien. Y no estar a la altura inevitablemente suponía fallarle a alguien. Mucho tiempo atrás se había jurado no volver a ponerse en esa situación.
Y lo había evitado hasta la fecha.
Sin embargo allí estaba. Su perra.
Pasó media hora en la sala de espera hasta que un joven con una bata blanca salió a saludarlo.
—Hola —le ofreció la mano—. Soy el doctor Earnest. La doctora Filmore me ha informado de todo lo que hizo con… —miró la ficha—. ¿Tiene nombre?
—No.
—Su perra. En fin, la pierna trasera sí esta fracturada. Las costillas no. Lo más preocupante es que se niega a comer y a beber. Le hemos puesto suero y la sacamos de la jaula para intentar animarla, pero nada.
—¿Qué sugiere?
—Paciencia, ¿no? —suspiró—. Los animales que han pasado por lo que ha debido de pasar ella, a veces tardan mucho en volver a confiar. Si llegan a hacerlo.
—Tal vez debería dejarla aquí unos días —sugirió Pedro, asaltado por la duda.
—Esto es sólo una clínica de urgencias. No estamos preparados para eso. Puede pagar en recepción, iré a por ella.
Pedro hizo lo que le pedían. Dos minutos después, apareció el doctor Earnest. Dos pasos detrás de él estaba la perra, con una correa de plástico azul. Se le encogió el corazón. La perra estaba tan pegada al suelo como era posible, con el rabo entre las piernas y las orejas pegadas al cráneo.
—Buena suerte —el doctor Earnest entregó la correa a Pedro—. Llévela a su veterinario habitual en una semana, para que revisen la pata.
—Gracias.
—No espere un milagro de un día para otro. Yo diría que lo ha pasado muy mal.
—Sí —Pedro miró los ojos asustados de la perra—. Sospecho que sí.
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Paula estaba sentada a la mesa de la cocina, tomando sorbitos de una taza de café templado. Esa mañana no tenía sabor, ni atractivo. A través de la ventana, observó a Santy trepar por el árbol del jardín, rama a rama, hasta que llegó a la casa de madera en la que pasaba demasiado tiempo.
Pero ella no podía protestar por eso; sabía que prefería estar allí a estar en casa.
Oyó pasos en el vestíbulo y se le tensó el estómago. Apretó el asa de la taza de café y se obligó a mirar el periódico que tenía ante sí.
Jorge sacó un vaso del armario y se sentó frente a ella. Se sirvió zumo y hojeó una sección del periódico. Ella no lo miró.
—¿Estás bien? —preguntó él con voz neutra, como si estuviera pidiendo el parte meteorológico del día.
—Perfectamente —replicó ella, también neutra. Así era siempre. Una cauta preocupación al día siguiente. La vuelta a la normalidad. Ella se puso en pie con una mueca de dolor.
Apretó los labios y fue al fregadero a enjuagar su taza de café.
Jorge hojeó el periódico, después lo cerró abruptamente y apartó su silla de la mesa.
—Deja el castigo del silencio, ¿de acuerdo? —dijo, con tono irritado—. Siento lo que ocurrió anoche.
Ella se aferró al borde del fregadero y cerró los ojos, luchando contra una oleada de furia tan intensa que estaba a punto de ahogarla. Lo sentía. Y eso lo arreglaba todo.
Sentirlo era suficiente.
—No quiero hablar de ello —musitó con voz queda.
—Vamos a olvidarlo, ¿vale? —dijo él, acercándose y haciéndole darse la vuelta.
Se obligó a mirarlo y al ver el reproche de su mirada, apenas pudo contener el grito que surgía de su interior. Él desvió la mirada.
—Sabes que nada de esto ocurriría si no encontraras siempre la forma de pincharme.
La audacia de sus palabras hizo que perdiera el poco control que había recuperado durante toda una noche en vela. Su culpa. Siempre, su culpa.
Se agarró a la encimera. Tenía que mantener la calma. Tenía un plan. No podía arriesgarlo todo hablando en ese momento.
—Olvídalo, ¿quieres? —dijo con voz suave.
—Creo que será lo mejor —dijo él, alzando su barbilla con la mano—. Santiago. Le gustará el colegio, ya verás. Comprenderás que tengo razón.
—Puede —Paula se tensó.
—Cuando tenía su edad, habría dado cualquier cosa por salir de mi casa —dijo él. Su voz sonó distante, perdida en los recuerdos—. Marcharme afuera a estudiar fue lo mejor que podía ocurrirme.
—¿Por qué? —dijo ella, incapaz de detenerse—. Porque tu padre trataba a tu madre como tú me tratas a mí, ¿no?
Él abrió los ojos con sorpresa. Su rostro se ensombreció. La miró fijamente un segundo.
—Eso era distinto. Yo no soy como mi padre. Él era…
—¿Qué, Jorge? —preguntó ella rápidamente. Era la primera vez que mencionaba el entorno en el que había crecido él; un entorno que, por lo que Paula sabía, no había cambiado. Durante años, Jorge había puesto excusas para no ir a Lanier de visita. Pero las raras veces que sus padres iban a Atlanta, Paula los veía con ojos muy distintos de los de la chica ingenua que había trabajado en casa de los Chaves. Y aunque no había ninguna respuesta que pudiera cambiar esa existencia maldita que hacían pasar por vida en común, deseaba oír una.
Pero él se apartó y volvió a la mesa.
—Diferente —repitió. Se puso el periódico bajo el brazo—. Voy a la oficina. Volveré después.
Paula se quedó parada donde estaba largo rato. Después se obligó a moverse, a llenar el lavavajillas, limpiar la encimera y guardar los cereales de Santy en el armario. Cada tarea era una forma de consumir los segundos, minutos y horas que llevarían al día siguiente y al paso que daría para cambiar su vida, y la vida de su hijo.