miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 10




En su último año de instituto. Paula empezó a trabajar para los Chaves. la familia más rica de Lanier. Georgia. Su árbol genealógico se remontaba hasta las primeras inscripciones del registro y Marta Chaves se enorgullecía de llevar su casa tal y como lo habían hecho los antepasados de su marido.


Aunque habían contratado a Paula para trabajar dos tardes a la semana y los sábados, su horario se amplió cuando una de las sirvientas dejó el trabajo. A Paula no le importaba trabajar horas extra. Aunque le gustaban sus clases, rechazaba la vida social del instituto. Le había gustado en el colegio, incluso había formado parte del equipo de atletismo.


Pero cuando su cuerpo empezó a cambiar, su vida también lo hizo. En su primer año de instituto, subió dos tallas de sujetador. Paula medía un metro sesenta y dos y era de constitución pequeña, casi frágil; eso provocó que el cambio se notara aún más. De repente, los chicos empezaron a tratarla de otra manera. Ella odiaba la mirada de sus ojos y las risitas que oía en los pasillos. Pero lo peor de todo eran los motes que le ponían y los comentarios sugerentes que hacían al verla pasar. Un día, llegó a clase de biología y vio uno de esos motes tallado en su pupitre.


Salió de clase y llamó a su madre para que fuera a buscarla, alegando dolor de estómago. Pasó el resto de la tarde en la cama, encogida y humillada.


—¿Qué te ocurre, cielo? —le preguntó su madre cuando entró a ver cómo estaba—. ¿Algo va mal?


—Odio el colegio, mamá —contestó Paula con los ojos llenos de lágrimas—. No quiero volver.


—Es por lo cambios de tu cuerpo —adivinó su madre—. ¿Me equivoco?


—Es horrible —dijo Paula, mordiéndose el labio.


—Nena —Sara Williams tomó la mano de su hija y la apretó entre las suyas—, sencillamente te has desarrollado antes que otras chicas. ¿Sabes cuántas mujeres desearían tener tu tipo?


—No soy una mujer. Y los chicos se ríen de mí.


—Eso es porque son inmaduros y no saben lo que hacen —apuntó su madre, apretando los labios.


—Por favor, no me obligues a volver.


—Paula —la voz de su madre tenía un deje de añoranza, como si pudiera paliar el sufrimiento de su hija con un chasquido de los dedos. Pero no podía, y ambas lo sabían—, no será así siempre. Cuanto más mayor seas, mejor irán las cosas. Te lo prometo.


En cierto modo, había tenido razón. Pauls utilizaba ropa que la ayudaba a ocultar su cuerpo, como blusas y sudaderas amplias. Nunca llevaba nada que enfatizase sus senos. Los motes se acabaron. Pero los chicos seguían interesados en una cosa. Después de unas cuantas citas y de que intentaran toquetearla, decidió que eso no era lo suyo.


Se concentró en su trabajo escolar y su nota media era la más alta de la clase. Pasaba el tiempo libre pintando; sobre todo retratos y escenas cotidianas de la vida en el pueblo.


Adoraba el misterio de un lienzo vacío, de un espacio blanco en el cual podía capturar un instante en el tiempo.


Empezó a trabajar para los Chaves a mediados del último curso, y aunque dormía menos horas, agradecía el dinero extra. Acababan de aceptarla en la universidad estatal de Georgia. Ir a la universidad era importante para ella. Nadie de su familia lo había hecho antes y sus padres contaban con que fuera la primera en hacerlo. Pero no sobraba el dinero. Su padre llevaba veinte años trabajando en un astillero y su madre, además de trabajar en el supermercado local, hacía arreglos de costura. Paula quería colaborar en el pago de su matrícula y hacía tantas horas extra como podía.


Una tarde la señora Chaves le pidió que limpiara el polvo en la biblioteca. Era una habitación forrada con paneles de madera y lámparas que invitaban a la lectura; Paula podría haber pasado semanas allí dentro. Limpió con cuidado los marcos de las fotografías que había sobre las mesitas redondas. Una de ellas le llamó la atención. Era un joven de cabello negro y piel morena, que le sonreía y cuyos ojos denotaban confianza en sí mismo. El único hijo de los Chaves, Jorge. Había oído hablar de él a su hermano mayor. Jorge Chaves era un icono local, el niño rico que había ido a un internado y se marchó de allí después de la universidad.


Paula frotó el cristal de la fotografía y volvió a dejarla en la mesa. Contemplando el atractivo rostro, se preguntó si visitaba la casa alguna vez.


Desde ese día, pensó en él varias veces. En clase, mientras el profesor hablaba. Por la noche, cuando apagaba la lámpara y se tumbaba en la cama. Se preguntaba cómo sería salir con alguien más mayor y maduro, distinto de los chicos del colegio.


Jorge Chaves siguió rondándole el pensamiento, aunque no lo conocía y era diez años mayor que ella.


El martes siguiente, desechó la idea de dejar de pensar en él. Estaba en la cocina ayudando a Mary, una mujer mayor que llevaba años trabajando para los Chaves y ésta le dio una sorpresa.


—Esta semana hay que hacer limpieza extra —dijo Mary—. La señora Chaves dice que Jorge vendrá el fin de semana. El sábado por la noche dará una cena en su honor. Me ha pedido que te preguntara si podías quedarte hasta tarde.


Paula dejó caer la bandeja que tenía en la mano.


—Perdón —dijo, agachándose para recogerla, contenta de que no se hubiera roto—. Estaré encantada.


—Jorge siempre ha tenido ese efecto en las chicas —Mary le lanzó una mirada picara y sonrió.


Fue la semana más lenta de la vida de Paula. Parecía que el fin de semana no llegaba nunca. El sábado por la tarde, se arregló cuidadosamente. Después, se miró al espejo y decidió que parecía más mayor, algo más sofisticada.


Paula llegó a casa de los Chaves hecha un manojo de nervios. Cada vez que se abría la puerta de la cocina, se le contraía el estómago.


A la hora de servir los postres, Paula siguió a Mary al comedor. Las conversaciones se entremezclaban alrededor de la mesa para doce personas. Estaba tan nerviosa, que no se atrevió a levantar la vista del carrito camarera.


—¿Puedes poner una de éstas en cada cuenco? —le pidió Mary, entregándole unas cucharillas de plata.


—Claro —respondió ella, alzando la cabeza y viéndolo por primera vez. A su derecha se sentaba una chica morena, que reía por algo que le había susurrado al oído. Paula no podía dejar de mirarlo. Era tan guapo como en la foto. 


Incluso más. Y la chica era alta y estaba deslumbrante con su vestido de cocktail negro sin hombros.


Paula se estaba dando la vuelta cuando él alzó la cabeza y captó su mirada. Ella se sonrojó y sintió un rubor extenderse por todo su cuerpo. Él tardó varios segundos en apartar la mirada, y habría jurado que vio una chispa de interés en sus risueños ojos azules.


Fue hacia la mesa y colocó las cucharillas en cada cuenco, sintiendo que sus ojos la seguían. Encogida de timidez, no se atrevió a mirarlo de nuevo.


Unos minutos después, huyó a la cocina. Una vez allí, mojó una toalla de papel con agua fría y la presionó contra sus mejillas. Había pasado la semana fantaseando sobre alguien a quien sólo conocía por foto. Y después de verlo en carne y hueso, con una chica enamorada al lado, sentía… ¿Qué? Decepción. Por muy ridículo que fuera admitirlo.


—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Mary cuando regresó a la cocina unos minutos después.


—¿El qué? —inquirió ella, sin dejar de restregar una cacerola en el fregadero.


—El joven Jorge, por supuesto.


—Ah. Es muy guapo.


—Y, como siempre, ha traído una chica nueva —Mary movió la cabeza—. No creo que se asiente nunca. Está demasiado ocupado probando.


Era más de la una para cuando acabaron de fregar y recogerlo todo.


—Bueno, ya está —dijo Mary, secándose las manos en el delantal—. Ahora vete a casa. ¿Irás bien sola?


—Sí, desde luego —le aseguró Paula.


—¿Vendrás mañana a las once?


—De acuerdo —contestó ella saliendo de la cocina. Subió al viejo coche verde de su madre y encendió el motor. Un horrible chirrido resonó como un tiro.


Lo intentó de nuevo, pero el ruido fue aún peor. Oyó un golpecito en la ventanilla y Paula dio un bote, llevándose una mano al cuello. Jorge se asomó, sonriente. A ella se le desbocó el corazón.


—¿Te importa que pruebe? —lo oyó preguntar a través del cristal.


No era exactamente el encuentro que ella había imaginado. Pero agradecida por su ayuda, asintió y salió del coche. Él se sentó al volante.


—No creo que vaya a arrancar —dijo él, tras dos intentos que obtuvieron el mismo resultado.


—Creo que tienes razón —dijo ella, obligándose a mirarlo. Él sonreía relajado y vio una mancha de carmín en el cuello de su camisa. Por lo visto, acababa de volver de llevar a su cita a casa.


—Creo que no nos han presentado —dijo él—. Soy Jorge Chaves.


—Paula Williams.


—Paula. Me encantará llevarte a casa. Puedes dejar el coche aquí esta noche.


Ella sintió un estremecimiento al pensarlo, pero no quería que se sintiera obligado.


—Puedo llamar a un taxi.


—No es problema.


—Si estás seguro de que no te importa… —dijo ella, tras un leve titubeo.


—En absoluto —él esbozó una sonrisa, idéntica a la del hombre de la foto con quien ella había fantaseado toda la semana.



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