miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 11




La casa de Paula estaba al otro lado del pueblo, a unos veinticinco minutos de distancia. Por una vez, Paula se alegró de ella. Estar sentada en el BMW de Chaves, con la radio sonando de fondo, era como un sueño. El cuero del asiento era como mantequilla contra su piel, y por el techo abierto se veía el cielo tachonado de estrellas.


—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mis padres? —preguntó él cuando salió a la carretera.


—Unos cuantos meses.


—Pensé que debías de haber empezado después de la última vez que estuve en casa. Me acordaría de ti.


Esas palabras hicieron que se le acelerara el pulso. Sería una tontería darles importancia, pero la sonrisa de él le hizo pensar que eran un cumplido.


—Tu madre es muy agradable —dijo ella.


—Sí, lo es —confirmó el. Su sonrisa se desvaneció súbitamente—. ¿Vas a la universidad?


—Al instituto. Último curso —le contestó, halagada.


—Nunca lo habría dicho —comentó él, reduciendo la velocidad al llegar a un cruce.


El comentario agradó a Paula, que sonrió.


—Vives en Atlanta, ¿no?


—Sí, llevo un negocio de mi padre allí.


—¿Te gusta? Atlanta, quiero decir.


—Sí. Es una ciudad fantástica. Hay muchas cosas que hacer.


Ella no quería decirle que nunca había estado, aunque sólo estaba a cuatro horas. Su familia no había viajado mucho. A sus padres no les gustaba alejarse del hogar.


Charlaron todo el camino. Ella le dijo dónde girar cuando llegaron a su casa. Él detuvo el coche ante la entrada y apagó las luces del coche.


—Muchas gracias por traerme.


—Ha sido un placer.


Paula deseó tener una razón para retrasarse. Ninguno de los chicos con los que había salido se parecía a ese hombre seguro y de pelo oscuro.


—¿Tienes novio, Paula?


—Nadie en especial.


—Eso me sorprende.


—Iré a la universidad el año que viene —ella se encogió de hombros—. Y trabajo a tiempo parcial. No tengo tiempo para mucho más.


—Eso es inteligente de tu parte, de momento.


Paula se alegró de que no hubiera nadie por allí. Tenía la sensación de que si se giraba hacia él, la besaría. Pero no tuvo valor para hacerlo.


—Gracias de nuevo, Jorge —nerviosa por la corriente eléctrica que sentía entre ellos, bajó la vista.


—De nada —replicó él. poniendo la mano sobre el volante.


—Le diré a mi padre que vaya mañana a echar un vistazo al coche.


—¿Vendrás con él?


—Sí. Empiezo a trabajar a las once.


—Bien. Entonces, ¿te veré en el almuerzo?


—Supongo —sonrió ella.


La mañana siguiente el padre de Paula la llevó a trabajar y llamó a una grúa para que recogiera el coche de su madre. 


Los Chaves volvieron de la iglesia poco antes de las doce y media. Paula sintió mariposas en el estómago al oír sus voces en la entrada.


Sintió un escalofrío de excitación al pensar que vería a Jorge de nuevo.


Siguió a Mary al comedor, con humeantes cuencos de puré de patatas y maíz cremoso. Lo vio de inmediato, sentado a la cabecera de la mesa. La misma jovencita morena estaba a su lado. A Paula se le cayó el alma a los pies.


Intentó no mirarlo de nuevo y se concentró en colocar la comida en la mesa, deseando acabar para escapar de vuelta a la cocina. Una vez allí, se refrescó el rostro con agua del grifo.


Eran más de las tres cuando la puerta de la cocina se abrió de repente. Ella estaba limpiando las encimeras y alzó la cabeza. Jorge estaba en el umbral y no pudo negar que le alegraba verlo.


—Hola —saludó.


—¿Te han arreglado el coche?


—Mi padre tuvo que llamar a una grúa.


—¿Entonces necesitas que te lleve a casa?


—Lo llamaré cuando acabe aquí.


—Me encantará llevarte. Además, me pillará de camino. Volveré a Atlanta dentro de un rato.


Paula titubeó, recordando las palabras de Mary. 


Seguramente la mujer tenía razón; aun así, aceptó.


—Si estás seguro de que no es demasiada molestia.


—Ninguna molestia. Iré arriba a hacer el equipaje. ¿Cuánto tiempo tardarás?


—Unos veinte minutos, creo.


—Vale, nos veremos aquí.


Paula llamó a su madre y le dijo que no hacía falta que fueran a buscarla.


Jorge regresó justo veinte minutos después.


—Ya me he despedido de mis padres, así que si estás lista…


—Lo estoy —ella alcanzó el suéter que había colgado en un gancho, detrás de la puerta.


—Espera, deja que te ayude —le sujetó el suéter mientras metía los brazos dentro. Sus manos rozaron sus hombros y ella sintió chispas eléctricas.


—Gracias —dijo, sin atreverse a mirarlo. No quería que notara su excitación.


—¿Tienes que volver a casa ahora mismo? —preguntó él cuando ya estaban en el coche.


—No de inmediato —replicó ella, sorprendida.


—¿Te apetece dar un paseo por el parque?


—Claro. Me encantaría.


Jorge paró en un 7-Eleven y regresó con dos latas de coca-cola y una bolsa de patatas fritas.


—No es un picnic —dijo—, pero es lo mejor que puedo ofrecer con tan poco aviso.


Ella rió, pensando que era maravilloso que se le hubiera ocurrido.


Aparcaron en la calle que había junto a la entrada al parque. Jorge le abrió la puerta y sacó una manta del maletero. 


Cuando llegaron junto al estanque, extendió la manta, colocó las latas y las patatas en una esquina y le indicó que se acomodara. Ella se sentó y dobló las rodillas hasta el pecho.


—¿Por qué haces eso? —preguntó él, sentándose y arrancando una brizna de hierba.


—¿El qué?


—Ocultarte.


—No sé a qué te refieres —respondió Paula, evitando sus ojos.


—A la ropa que llevas. A cómo encojes los hombros. A cómo te estás escondiendo tras tus rodillas.


Con el rostro ardiendo, ella mantuvo la mirada fija en la hierba.


—Eres preciosa, Paula —dijo—. No hay por qué avergonzarse de eso.


Se quedaron allí un par de horas, hablando sobre el trabajo de él y las esperanzas de futuro de ella. A pesar de la diferencia de edad, compartían muchos intereses, como la buena literatura y el arte.


No la besó ese día, pero ella supo que deseaba hacerlo. La llevó a casa poco antes de las seis y ella odió que llegara el fin del día, pues probablemente no volvería a verlo.


—Gracias, Jorge —dijo, cuando llegaron a su casa—. Por traerme. Y por la tarde.


—De nada —dijo él, observándola con ojos interesados. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su cartera. Le dio una tarjeta de empresa—. Si alguna vez necesitas algo…


—Gracias. Que tengas buen viaje —salió del coche y corrió hacia su casa.



****


Durante la semana siguiente, miró la tarjeta todas las noches antes de acostarse. Se debatía entre escribirle o no, pero después de rechazar la idea cinco veces decidió que no había nada malo en enviarle una nota de agradecimiento.


Compró una caja de tarjetas ilustradas con el dibujo de un estanque y unos patos junto al agua. Decidió escribir una nota breve.



Querido Jorge:
Sólo quería agradecerte que me llevaras a casa el sábado por la noche y el picnic del domingo. Disfruté mucho con nuestra conversación.
Paula Williams


Dudó mucho antes de enviarla, pero al final se obligó a echarla en el buzón.


Recibió una respuesta cuatro días después.



Paula:
Iré a casa el fin de semana que viene. Si no tienes que trabajar el sábado por la noche, me encantaría invitarte a cenar. Si te apetece, llámame al número que aparece en la tarjeta que te di.
Jorge


Paula leyó la nota tres veces para convencerse de que era real.


Corrió a su habitación y sacó la tarjeta del joyero en el que la había escondido. Bajó a la cocina y llamó desde el teléfono de la cocina.


Esa tarde, fue a la salita de estar en donde la señora Chaves estaba tomando el té y llamó a la puerta.


—Perdone, señora Chaves


—¿Sí, Paula?


—¿Podría hablar con usted un momento?


—Claro. Entra —dejó la taza en la mesa e hizo un gesto a Paula para que se sentara—. ¿Qué querías?


—Me preguntaba si podría tomarme libre el sábado que viene por la noche.


—Un joven, supongo —la señora Chaves sonrió—. Con lo bonita que eres, me sorprende que no necesites librar todos los sábados por la noche. Por supuesto que sí.


—Gracias, señora Chaves —Paula sonrió con alivio. Se preguntó qué pensaría la mujer si supiera que iba a cenar con su hijo y sintió una punzada de culpabilidad por no decírselo. Pero tal vez fuera Jorge quien debía hacerlo.


—De nada —la señora Chaves alcanzó la tetera y rellenó su taza—. Has trabajado muy bien para nosotros. Espero que sepas que te lo agradecemos —se inclinó hacia delante para dejar la tetera en la bandeja. El cuello de su vestido resbaló hacia un lado, revelando un cardenal negruzco en su hombro izquierdo. Tenía un aspecto horrible; era el peor cardenal que Paula había visto en su vida.


—Señora Chaves —preguntó, sin pensarlo—. ¿Qué le ha ocurrido?


La mujer dio un respingo y dejó caer la taza en el platillo. 


Con la mano libre, recolocó el vestido y su expresión se volvió inescrutable.


—Resbalé en los escalones de la terraza el otro día y caí sobre el hombro. Me hice un cardenal horrible.


—Oh —musitó Paula—. ¿Está bien?


—Muy bien, querida. He tenido caídas peores que ésta —dijo—. Bueno, si eso es todo, imagino que Mary debe de estar preguntándose dónde estás.


—Sí, señora —Paula regresó a la cocina. No volvió a pensar en el incidente hasta esa noche, ya en la cama. No había razón para no creer a la señora Chaves, pero su actitud había sido extraña, como si intentase ocultar algo. Pensó en el señor Chaves, las pocas veces que se había cruzado con él tenía el rostro tormentoso, como si estuviera airado por algo.


Por un instante, se preguntó si el señor Chaves tenía algo que ver con ese cardenal. Pero era una locura. Jorge Chaves era un miembro respetado de la comunidad. Y la señora Chaves no parecía el tipo de mujer que soportaría algo así.


Paula dejó el tema y pensó en su próxima cena con Jorge.


Un error que viviría para lamentar.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario