En otras circunstancias, Pedro habría admirado la precisión y la destreza al volante de A.J. Rodríguez, que recorría las calles de Kansas City a más de ciento veinte kilómetros por hora.
Pero ese día no.
—Paula me necesita.
—Los refuerzos vienen cinco minutos detrás, amigo. No nos interesa llegar demasiado pronto.
—Nos interesa llegar antes de que le haga algo.
Si no se lo había hecho ya.
Cuando Daniel Brown le dijo, en la sala de interrogatorios, que trabajaba para Horacio Norwood, todas las piezas encajaron en su sitio. Un profesor de estudios criminales que conocía los entresijos del trabajo policial, que tenía acceso a cientos de estudiantes necesitados de dinero o que querían drogas. Había montado un imperio construido con la sangre y la muerte de inocentes como Billy Matthews y Kevin Washburn.
Norwood quería que Daniel contratara a Pedro, contratara al policía, para meterlo en el juego y poder vigilarlo.
Su hermano Marcos había sido el primero en llegar a casa de Washburn. A él no le parecía un suicidio, a juzgar por la posición del arma. Y Marcos le había hablado de la carpeta.
De 93579.
De Papá.
Horacio Norwood estaba utilizando a Paula para acabar con él.
Y estaría dispuesto a hacerles daño a ella o a su hija con tal de acabar con él.
—Ya casi estamos —A.J. miró las pistolas que llevaba a ambos lados de la cintura.
Pedro revisó la suya. Llevaba más municiones en el bolsillo y una navaja en la bota. Además, se había puesto un chaleco antibalas.
A.J. lo miró al entrar en el aparcamiento.
—¿Estás seguro de que la ha traído aquí?
—Segurísimo. Aquí es el rey. Es el dueño de estos chicos. Está en la lista para vicedecano —sonrió sin humor—. Quiere que me acerque a él como estudiante. Alguien inferior en edad y en posición.
A.J. cerró el coche.
—¿Sabe que quieres arrancarle el corazón?
—Si le hace algo a Paula, me arrancará él el mío.
****
—¡Horacio, no lo hagas! ¡Por favor, no lo hagas!
Paula retorcía las muñecas contra la soga que la ataba al pupitre de la segunda fila.
El aula estaba a oscuras. Horacio estaba allí en alguna parte. Ella lo oía respirar, pero él no hablaba.
Había dicho que se colocaría de modo que pudiera disparar a la puerta sin problemas. A la puerta y a ella.
Ana se movía en su vientre. Parecía estar sentada justo encima de la vejiga y Paula estaba muy incómoda.
Pero apenas notaba la presión. Pedro iba a buscarla.
Y Horacio lo estaba esperando.
—¿Adónde me llevas?
Aparte del modo indiferente con que había sacado al policía inconsciente de su camioneta o del modo en que seguía apuntándole el estómago con la pistola mientras conducía, Horacio Norwood volvía a ser el intelectual encantador que ella había conocido siempre.
—Vamos a la universidad, por supuesto. Hay un problema con un estudiante que tengo que resolver.
—¿Te refieres a Pedro?
—Es muy joven para ti, Paula. No te conviene —levantó la pistola y le acarició la barbilla con ella—. Te hará daño como te lo hizo Simon —sonrió—. Y yo no quiero que vuelvas a sufrir.
Paula tomó aire por la nariz y lo soltó por la boca en un esfuerzo por mantener la calma. Tenía que conseguir que no dejara de hablar; ésa era la estrategia que usaba con pacientes agresivos.
—Pedro no me ha hecho daño.
—Te lo hará.
—¿Por qué quieres hacérmelo tú?
—Yo no quiero —metió el coche por Volver Boulevard—. Yo intento cuidar de ti. Siempre he querido cuidar de ti, pero tú no me has dejado.
—¿Y tú llamas cuidar de mí a asustarme con esos mensajes espantosos? ¿O a volver a meter a Simon en mi vida y alentarlo a ocupar mi lugar en la universidad?
—Sabía que te resultaría difícil volver a ver a Simon y trabajar con él. Y sabía que querrías proteger a toda costa a tu hijita. Yo sólo quería que te refugiaras en mí. ¡Hace tanto tiempo que te quiero! —la miró con ojos fatigados—. Sólo quería que me necesitaras.
—Has sido mi amigo desde siempre. Siempre te he necesitado.
—¡Pero nunca me has querido! —gritó él—. Te enamoraste de Simon, no de mí. Tenías que haberte enamorado de mí.
Paula se encogió en su asiento, abrazada a su vientre.
Mantenía los ojos clavados en la pistola.
—¿Puedes apuntarla en otra dirección? También es tu hija. Y no creo que quieras hacerle daño.
Horacio llevó ambas manos al volante, pero mantuvo la pistola bien aferrada.
—Jamás habrías adivinado que yo era el padre, ¿verdad? Tú deseabas un niño y yo te lo habría dado. Me habría casado contigo y te habría dado ese niño.
—¿Cómo conseguiste que me dieran tu esperma y no ningún otro?
—Chantajeé a Washburn.
—¿Cómo?
Horacio se echó a reír.
—Esta noche tienes muchas preguntas. Como ese novio tuyo.
—¿Qué vas a hacer con Pedro?
Él volvió a reír.
—Ya lo verás. Ese niño bonito se cree que lo tiene todo para las mujeres —volvió a apuntarla con la pistola y ella se encogió—. Aquella noche tenía que haberte rescatado yo. Haber logrado tu gratitud. Pero no, tuvo que aparecer él y darles una paliza a mis chicos.
—¿Tú dijiste a Daniel y los otros que me atacaran?
—Que te atacaran no, que te amenazaran. Tu niño bonito fue el que hizo que todo se volviera violento.
—Me protegía. Siempre me ha protegido.
Horacio apretó los labios.
—Cuento con eso.
—¿Qué quieres decir?
Él la miró a los ojos.
—No tardará en seguir el rastro. El policía, Wahsburn, No ha sido difícil convencerlo de que se metiera la pistola en la boca. Alfonso verá la sangre y mi ficha. Sabrá que has estado allí.
¿Qué podía hacer ella para arreglar eso y avisar a Pedro?
Porque no tenía duda de que acudiría en su rescate. Pero esa vez su fuerza y su empeño en hacer lo correcto no bastarían para salvarla. Ni para salvarlo a él. Esa vez las consecuencias serían mortíferas.
Horacio metió la camioneta en el aparcamiento de la facultad y apagó las luces y el motor.
—Cuando me ha llamado Washburn para decir que le remordía la conciencia por el trato que hicimos y que te iba a contar la verdad, se me ha ocurrido esto para quitarme de en medio a ese niñato.
—Si crees que me voy a enamorar de ti después de esto…
—¡Tú eres la madre de mi hijo! —chilló él. Se inclinó sobre el asiento y la empujó contra la puerta—. Si no podemos estar juntos, tú no estarás con ella —susurró—. Y como el decano Jeffers conoce tu relación ilícita, el ascenso será para mí. Yo lo tendré todo y tú nada. Nada, ni a ese niño bonito que te ha arruinado la vida.
Paula respiraba con fuerza. El corazón le latía con violencia en el pecho.
—Haré lo que quieras —dijo—, pero no le hagas daño a mi hijita.
—Nuestra hijita —corrigió él. Pero las palabras de ella parecieron apaciguarlo. Abrió la puerta y la empujó fuera del coche, pero sujetándola por el brazo para evitar que cayera.
Luego tiró de ella hacia su clase. A montar el cebo en la trampa que llevaría a Pedro allí.
La trampa que lo mataría.
—¿No puedes ir más deprisa?
—¿Doctor Washburn?
Paula abrió la puerta y llamó una vez más con los nudillos.
—¿Doctor Washburn? Soy Paula Chaves.
En el vestíbulo no había luz, pero entraba la suficiente del porche para ver que los cristales rotos y el metal seguían en el suelo.
La mujer saludó con la mano al policía que la había llevado allí y entró en la casa.
—¿Doctor Washburn?
Se guió por la luz de fuera y se deslizó por el pasillo, Cuando llegó a las escaleras, otra luz más brillante llamó su atención.
Sonrió aliviada. Tenía que ser el estudio.
Se acercó al umbral y parpadeó para adaptar sus ojos a la luz.
Vio el cabello blanco de Andres Washburn y sonrió.
—¡Ah!, está aquí. Como no respondía, empezaba a preocuparme —se quedó paralizada a mitad de camino de la mesa—. ¡Oh, Dios mío!
Corrió al escritorio y rodeó al hombre sentado en la silla para asegurarse de que no había visto mal.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Andres Washburn yacía recostado en la silla como si se hubiera dormido, pero la sangre que salía de su boca y manchaba el respaldo de la silla a la altura de la cabeza indicaba que estaba muerto.
En la mano sostenía una pistola. Paula acercó dos dedos temblorosos al cuello de él y comprobó que todavía estaba caliente.
Se limpió los dedos en el abrigo y buscó automáticamente un teléfono, pero de inmediato pensó que sería mejor avisar al policía que esperaba fuera. Se volvió y golpeó algo con el pie, algo que había caído de la otra mano de Andres Washburn.
Una carpeta de la Clínica Washburn. Aunque sabía que no debería tocar nada hasta que llegara la policía, no pudo evitar agacharse para ver mejor.
En la portada de la carpeta había un número: 93579.
Aquello era lo que había prometido decirle Andres. Iba a revelarle la identidad del padre.
¿Tan horrible era el secreto que había preferido quitarse la vida a decírselo? ¿O el suicidio había sido obra de su depresión y le había dejado aquella información adrede?
Paula abrió la carpeta.
—No.
Miró al muerto, frustrada por no poder hacerle preguntas.
Aquello no tenía sentido.
Tomó la carpeta y se incorporó. La dejó en la mesa y miró la foto a la luz para comprobar que no se había equivocado.
93579. El padre de su hijita era…
—Horacio Norwood.
Levantó la cabeza al oír la voz en el umbral.
—¡Horacio? —vio la pistola que llevaba en la mano—. ¿Qué haces?
Él sonrió. Su rostro, en otro tiempo atractivo, la miraba ahora con una expresión de odio que Paula no había visto nunca.
Que no hubiera querido ver nunca.
—Me llevo lo que es mío.
—Decir esto me destroza la úlcera, pero… —el teniente Cutler hizo una pausa para mostrar hasta qué punto le dolía aquello— buen trabajo, Alfonso.
Miró casi sonriente el caos ordenado de los técnicos de laboratorio, agentes de uniforme y policías de paisano que hacían fotos, catalogaban y guardaban todo lo que pudiera usarse como evidencia en la Clínica Washburn—. Imagínate, un laboratorio de anfetamina oculto dentro de una clínica de lujo para hacer niños.
El elogio del teniente había tardado mucho en llegar, pero Pedro no creía merecerlo todavía.
—Ethan Cross está preparando órdenes de arresto para todos los estudiantes de la lista de donantes. Puede que no todos sean camellos, pero se interrogará a todos.
Un hombre alto y fuerte, que llevaba el uniforme azul del Departamento de Bomberos de Kansas City y mostraba un aire familiar con Pedro, se acercó a darle una palmada en el hombro.
—La Unidad de Materiales Peligrosos lo ha cargado todo. Ya pueden entrar en el laboratorio.
—Gracias.
El teniente Cutler empezó a dar órdenes a sus hombres para que pasaran al laboratorio.
—Tienen suerte de que el sitio no les haya explotado en la cara.
Lautaro Alfonso solía trabajar como investigador de incendios provocados, pero cuando Marcos le había dicho que la tapadera de Pedro se había visto comprometida por el tal Papá, su tercer hermano se había presentado como enlace con el Departamento de Bomberos. Pedro suponía que el resto del clan Alfonso se había movilizado de forma semejante.
Sonrió.
—No tienes que hacerme de niñera.
—Lo sé.
Lautaro, ocho años mayor que Pedro, siempre había dado una imagen de madurez y responsabilidad. En los últimos meses parecía también triste, pero no era hombre que hablara de sus cosas. Al menos hasta que estaba dispuesto a hacerlo.
—Básicamente sólo quería verte. No sabíamos nada de ti. Mamá no se creyó ni por un momento que estuvieras en un seminario en Jeff City.
—Pues dile que estoy bien.
Lautaro movió la cabeza.
—¿Algo más concreto?
—Dile —quizá sería mejor no hablar de ello para no gafarlo—. Dile que he conocido a alguien. Que quiero que conozca a una amiga mía embarazada. ¿Crees que le importará?
—¿Tú has tenido algo que ver con el embarazo?
—¡Ojalá! Pero no.
Lautaro sonrió.
—Sabes que a mamá le encantan los niños.
—Todavía no es algo seguro —aclaró Pedro.
Su hermano le dio una palmada en el hombro.
—No diré ni una palabra. Tú haz lo que tengas que hacer. Sabes que te apoyaremos en todo.
—Gracias.
Los hermanos se estrecharon la mano.
—Estaré por aquí, pero voy a comprobar que todo está bien en el camión antes de que salgan.
Pedro sacó su móvil y marcó el número de Paula. Todavía tenían que detener al mandamás del grupo de traficantes.
Tal vez fuera el doctor Andres Washburn en persona. Quizá por eso se sentía tan culpable por la adicción de su hijo.
El teléfono sonó y sonó.
Por supuesto, la policía pretendía interrogar a todos los chicos e incluso ofrecerles tratos de favor a cambio de que denunciaran a su jefe.
Pedro también tomaría parte en los interrogatorios, ya que aquél había sido su caso desde el principio y era el que más tenía que ganar si atrapaban al jefe.
Pero antes quería hablar con Paula. Frunció el ceño.
El teléfono de ella siguió sonando hasta que saltó el contestador. ¿Dónde narices se había metido?
Pedro quería casarse con ella. Paula se frotó el estómago mientras esperaba que reposara su infusión de hierbas.
—¿Qué vamos a hacer, pequeña?
¿Podría olvidar el pasado y creer en el futuro? ¿En una relación a largo plazo con Pedro?
Él había dicho que le probaría su amor, pero ¿qué más podía hacer? Había arriesgado su vida por ella, le había hecho el amor de un modo maravilloso, había tratado a su hijita con mucha ternura. Había abierto su corazón y le había dicho lo que había en él.
Era ella la que tenía algo que probar.
Se sentó en una silla de la cocina, atónita y avergonzada al darse cuenta de que lo único que la separaba de la felicidad era su miedo. Era ella la que tenía una actitud inmadura sobre la posibilidad de una relación con Pedro Alfonso. Era ella la que se negaba a ver la sabiduría de seguir a su corazón en lugar de a su cabeza.
Se tocó el vientre.
—¿Y qué podemos hacer para probarle nuestro amor? —susurró.
En ese momento sonó el teléfono.
—Doctora Chaves.
—¡Qué pena, doctora! —dijo la voz ronca y diabólica de Papá—. ¿No entendiste mi mensaje? Yo estaba contigo en el hospital cuando casi pierdes a mi hijo.
—¿Quién es? —preguntó Paula con rabia—. ¿Por qué me hace esto?
—Crees que puedes jugar con ese niño bonito con mi niño en medio de los dos. Pero eso no volverá a ocurrir.
—¡Basta!
—Sé que es policía.
Paula se quedó paralizada.
—Es verdad. Lo sé.
—¿Cómo?
—Yo estaba allí cuando te lo dijo.
¿Con ella en el hospital? Paula cerró los ojos e intentó recordar todos los rostros que había visto ese día, pero había estado con dolores y mucho miedo. Y se le escapaban los detalles.
—¿Qué quiere?
—Lo que he querido siempre —soltó una risita ronca—. Quiero lo que es mío.
Colgó el teléfono. Y el silencio golpeó a Paula como si tuviera un tambor dentro de la cabeza.
Tenía que pensar. Tenía que hacer algo. ¿Cuál era el número de Pedro? Vació el contenido de su bolso en la mesa, pero no tenía el número de Pedro. Nunca lo había necesitado.
Marcó el número de la tarjeta que le había dado Marcos Alfonso.
—Aquí Alfonso.
—¿Marcos Alfonso? —preguntó ella, aunque reconocía su voz.
—Al habla.
—Soy Paula Chaves. Acaba de llamarme Papá y no sé qué hacer. Pero creo que Pedro está en apuros.
****
Pedro tenía razón. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes.
La visita de Marcos Alfonso había sido breve y, a pesar de que le había asegurado que Pedro estaba advertido y ella bien protegida, no estaba tranquila.
Tenía que hacer algo. No podía seguir paseando por la sala como una pantera enjaulada.
Sacó su agenda y el teléfono móvil y se sentó a llamar a algunos de sus pacientes.
—Hola, Lucia. ¿Cómo te encuentras?
—Un poco mejor. Mañana tengo una cita con una ginecóloga para que me diga seguro si estoy embarazada. Creo que no debí decírselo a Kevin hasta que estuviera segura.
—Lo que le hizo perder el control fueron las drogas. Espera y díselo otra vez cuando salga de la clínica de desintoxicación. Y luego venís a verme los dos juntos.
—Eso me gustaría.
Charlaron un rato más antes de colgar. Kevin Washburn no podía recibir llamadas en su primera semana en el centro, así que Paula buscó el número de su padre. Cuando descolgaron el teléfono, se encontró con un silencio.
—¿Doctor Washburn?
—Andres Washburn al habla —la voz del médico, antes exuberante, parecía débil y cansada.
—Paula Chaves. Llamaba para ver cómo se encuentra hoy.
—Usted intentó salvar a mi hijo, ¿verdad?
—Lo intenté. Me hubiera gustado haber podido hacer más.
Andres hizo una pausa.
—A mí también.
—¿Quiere hablar de ello?
—Sí —su voz adquirió un tono casi esperanzado—. Sí, me gustaría mucho. Pero no por teléfono. ¿Puede venir a mi casa?
—¿Ahora?
El atardecer empezaba a transformar el brillo resplandeciente de un día soleado de invierno en las sombras grises de una noche sin luna.
—Si puede, sí. La puerta no está cerrada con llave. Llame con los nudillos y entre. Estaré en mi estudio.
¿Y qué hacía con el policía que la vigilaba fuera?
¿Y con el consejo de Pedro de que no saliera de allí?
—¿Paula? Por favor —la voz de él adoptó un tono de disculpa—. Hay algo de lo que quiero hablarte.
—¿De Kevin?
—De tu hijo.