sábado, 16 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 35






—¿Adónde me llevas?


Aparte del modo indiferente con que había sacado al policía inconsciente de su camioneta o del modo en que seguía apuntándole el estómago con la pistola mientras conducía, Horacio Norwood volvía a ser el intelectual encantador que ella había conocido siempre.


—Vamos a la universidad, por supuesto. Hay un problema con un estudiante que tengo que resolver.


—¿Te refieres a Pedro?


—Es muy joven para ti, Paula. No te conviene —levantó la pistola y le acarició la barbilla con ella—. Te hará daño como te lo hizo Simon —sonrió—. Y yo no quiero que vuelvas a sufrir.


Paula tomó aire por la nariz y lo soltó por la boca en un esfuerzo por mantener la calma. Tenía que conseguir que no dejara de hablar; ésa era la estrategia que usaba con pacientes agresivos.


Pedro no me ha hecho daño.


—Te lo hará.


—¿Por qué quieres hacérmelo tú?


—Yo no quiero —metió el coche por Volver Boulevard—. Yo intento cuidar de ti. Siempre he querido cuidar de ti, pero tú no me has dejado.


—¿Y tú llamas cuidar de mí a asustarme con esos mensajes espantosos? ¿O a volver a meter a Simon en mi vida y alentarlo a ocupar mi lugar en la universidad?


—Sabía que te resultaría difícil volver a ver a Simon y trabajar con él. Y sabía que querrías proteger a toda costa a tu hijita. Yo sólo quería que te refugiaras en mí. ¡Hace tanto tiempo que te quiero! —la miró con ojos fatigados—. Sólo quería que me necesitaras.


—Has sido mi amigo desde siempre. Siempre te he necesitado.



—¡Pero nunca me has querido! —gritó él—. Te enamoraste de Simon, no de mí. Tenías que haberte enamorado de mí.


Paula se encogió en su asiento, abrazada a su vientre. 


Mantenía los ojos clavados en la pistola.


—¿Puedes apuntarla en otra dirección? También es tu hija. Y no creo que quieras hacerle daño.


Horacio llevó ambas manos al volante, pero mantuvo la pistola bien aferrada.


—Jamás habrías adivinado que yo era el padre, ¿verdad? Tú deseabas un niño y yo te lo habría dado. Me habría casado contigo y te habría dado ese niño.


—¿Cómo conseguiste que me dieran tu esperma y no ningún otro?


—Chantajeé a Washburn.


—¿Cómo?


Horacio se echó a reír.


—Esta noche tienes muchas preguntas. Como ese novio tuyo.


—¿Qué vas a hacer con Pedro?


Él volvió a reír.


—Ya lo verás. Ese niño bonito se cree que lo tiene todo para las mujeres —volvió a apuntarla con la pistola y ella se encogió—. Aquella noche tenía que haberte rescatado yo. Haber logrado tu gratitud. Pero no, tuvo que aparecer él y darles una paliza a mis chicos.


—¿Tú dijiste a Daniel y los otros que me atacaran?


—Que te atacaran no, que te amenazaran. Tu niño bonito fue el que hizo que todo se volviera violento.


—Me protegía. Siempre me ha protegido.


Horacio apretó los labios.


—Cuento con eso.


—¿Qué quieres decir?


Él la miró a los ojos.


—No tardará en seguir el rastro. El policía, Wahsburn, No ha sido difícil convencerlo de que se metiera la pistola en la boca. Alfonso verá la sangre y mi ficha. Sabrá que has estado allí.


¿Qué podía hacer ella para arreglar eso y avisar a Pedro?


Porque no tenía duda de que acudiría en su rescate. Pero esa vez su fuerza y su empeño en hacer lo correcto no bastarían para salvarla. Ni para salvarlo a él. Esa vez las consecuencias serían mortíferas.


Horacio metió la camioneta en el aparcamiento de la facultad y apagó las luces y el motor.


—Cuando me ha llamado Washburn para decir que le remordía la conciencia por el trato que hicimos y que te iba a contar la verdad, se me ha ocurrido esto para quitarme de en medio a ese niñato.


—Si crees que me voy a enamorar de ti después de esto…


—¡Tú eres la madre de mi hijo! —chilló él. Se inclinó sobre el asiento y la empujó contra la puerta—. Si no podemos estar juntos, tú no estarás con ella —susurró—. Y como el decano Jeffers conoce tu relación ilícita, el ascenso será para mí. Yo lo tendré todo y tú nada. Nada, ni a ese niño bonito que te ha arruinado la vida.


Paula respiraba con fuerza. El corazón le latía con violencia en el pecho.


—Haré lo que quieras —dijo—, pero no le hagas daño a mi hijita.


—Nuestra hijita —corrigió él. Pero las palabras de ella parecieron apaciguarlo. Abrió la puerta y la empujó fuera del coche, pero sujetándola por el brazo para evitar que cayera.


Luego tiró de ella hacia su clase. A montar el cebo en la trampa que llevaría a Pedro allí.


La trampa que lo mataría.


—¿No puedes ir más deprisa?




No hay comentarios.:

Publicar un comentario