sábado, 16 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 34
—¿Doctor Washburn?
Paula abrió la puerta y llamó una vez más con los nudillos.
—¿Doctor Washburn? Soy Paula Chaves.
En el vestíbulo no había luz, pero entraba la suficiente del porche para ver que los cristales rotos y el metal seguían en el suelo.
La mujer saludó con la mano al policía que la había llevado allí y entró en la casa.
—¿Doctor Washburn?
Se guió por la luz de fuera y se deslizó por el pasillo, Cuando llegó a las escaleras, otra luz más brillante llamó su atención.
Sonrió aliviada. Tenía que ser el estudio.
Se acercó al umbral y parpadeó para adaptar sus ojos a la luz.
Vio el cabello blanco de Andres Washburn y sonrió.
—¡Ah!, está aquí. Como no respondía, empezaba a preocuparme —se quedó paralizada a mitad de camino de la mesa—. ¡Oh, Dios mío!
Corrió al escritorio y rodeó al hombre sentado en la silla para asegurarse de que no había visto mal.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Andres Washburn yacía recostado en la silla como si se hubiera dormido, pero la sangre que salía de su boca y manchaba el respaldo de la silla a la altura de la cabeza indicaba que estaba muerto.
En la mano sostenía una pistola. Paula acercó dos dedos temblorosos al cuello de él y comprobó que todavía estaba caliente.
Se limpió los dedos en el abrigo y buscó automáticamente un teléfono, pero de inmediato pensó que sería mejor avisar al policía que esperaba fuera. Se volvió y golpeó algo con el pie, algo que había caído de la otra mano de Andres Washburn.
Una carpeta de la Clínica Washburn. Aunque sabía que no debería tocar nada hasta que llegara la policía, no pudo evitar agacharse para ver mejor.
En la portada de la carpeta había un número: 93579.
Aquello era lo que había prometido decirle Andres. Iba a revelarle la identidad del padre.
¿Tan horrible era el secreto que había preferido quitarse la vida a decírselo? ¿O el suicidio había sido obra de su depresión y le había dejado aquella información adrede?
Paula abrió la carpeta.
—No.
Miró al muerto, frustrada por no poder hacerle preguntas.
Aquello no tenía sentido.
Tomó la carpeta y se incorporó. La dejó en la mesa y miró la foto a la luz para comprobar que no se había equivocado.
93579. El padre de su hijita era…
—Horacio Norwood.
Levantó la cabeza al oír la voz en el umbral.
—¡Horacio? —vio la pistola que llevaba en la mano—. ¿Qué haces?
Él sonrió. Su rostro, en otro tiempo atractivo, la miraba ahora con una expresión de odio que Paula no había visto nunca.
Que no hubiera querido ver nunca.
—Me llevo lo que es mío.
PRINCIPIANTE: CAPITULO 33
—Decir esto me destroza la úlcera, pero… —el teniente Cutler hizo una pausa para mostrar hasta qué punto le dolía aquello— buen trabajo, Alfonso.
Miró casi sonriente el caos ordenado de los técnicos de laboratorio, agentes de uniforme y policías de paisano que hacían fotos, catalogaban y guardaban todo lo que pudiera usarse como evidencia en la Clínica Washburn—. Imagínate, un laboratorio de anfetamina oculto dentro de una clínica de lujo para hacer niños.
El elogio del teniente había tardado mucho en llegar, pero Pedro no creía merecerlo todavía.
—Ethan Cross está preparando órdenes de arresto para todos los estudiantes de la lista de donantes. Puede que no todos sean camellos, pero se interrogará a todos.
Un hombre alto y fuerte, que llevaba el uniforme azul del Departamento de Bomberos de Kansas City y mostraba un aire familiar con Pedro, se acercó a darle una palmada en el hombro.
—La Unidad de Materiales Peligrosos lo ha cargado todo. Ya pueden entrar en el laboratorio.
—Gracias.
El teniente Cutler empezó a dar órdenes a sus hombres para que pasaran al laboratorio.
—Tienen suerte de que el sitio no les haya explotado en la cara.
Lautaro Alfonso solía trabajar como investigador de incendios provocados, pero cuando Marcos le había dicho que la tapadera de Pedro se había visto comprometida por el tal Papá, su tercer hermano se había presentado como enlace con el Departamento de Bomberos. Pedro suponía que el resto del clan Alfonso se había movilizado de forma semejante.
Sonrió.
—No tienes que hacerme de niñera.
—Lo sé.
Lautaro, ocho años mayor que Pedro, siempre había dado una imagen de madurez y responsabilidad. En los últimos meses parecía también triste, pero no era hombre que hablara de sus cosas. Al menos hasta que estaba dispuesto a hacerlo.
—Básicamente sólo quería verte. No sabíamos nada de ti. Mamá no se creyó ni por un momento que estuvieras en un seminario en Jeff City.
—Pues dile que estoy bien.
Lautaro movió la cabeza.
—¿Algo más concreto?
—Dile —quizá sería mejor no hablar de ello para no gafarlo—. Dile que he conocido a alguien. Que quiero que conozca a una amiga mía embarazada. ¿Crees que le importará?
—¿Tú has tenido algo que ver con el embarazo?
—¡Ojalá! Pero no.
Lautaro sonrió.
—Sabes que a mamá le encantan los niños.
—Todavía no es algo seguro —aclaró Pedro.
Su hermano le dio una palmada en el hombro.
—No diré ni una palabra. Tú haz lo que tengas que hacer. Sabes que te apoyaremos en todo.
—Gracias.
Los hermanos se estrecharon la mano.
—Estaré por aquí, pero voy a comprobar que todo está bien en el camión antes de que salgan.
Pedro sacó su móvil y marcó el número de Paula. Todavía tenían que detener al mandamás del grupo de traficantes.
Tal vez fuera el doctor Andres Washburn en persona. Quizá por eso se sentía tan culpable por la adicción de su hijo.
El teléfono sonó y sonó.
Por supuesto, la policía pretendía interrogar a todos los chicos e incluso ofrecerles tratos de favor a cambio de que denunciaran a su jefe.
Pedro también tomaría parte en los interrogatorios, ya que aquél había sido su caso desde el principio y era el que más tenía que ganar si atrapaban al jefe.
Pero antes quería hablar con Paula. Frunció el ceño.
El teléfono de ella siguió sonando hasta que saltó el contestador. ¿Dónde narices se había metido?
viernes, 15 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 32
Pedro quería casarse con ella. Paula se frotó el estómago mientras esperaba que reposara su infusión de hierbas.
—¿Qué vamos a hacer, pequeña?
¿Podría olvidar el pasado y creer en el futuro? ¿En una relación a largo plazo con Pedro?
Él había dicho que le probaría su amor, pero ¿qué más podía hacer? Había arriesgado su vida por ella, le había hecho el amor de un modo maravilloso, había tratado a su hijita con mucha ternura. Había abierto su corazón y le había dicho lo que había en él.
Era ella la que tenía algo que probar.
Se sentó en una silla de la cocina, atónita y avergonzada al darse cuenta de que lo único que la separaba de la felicidad era su miedo. Era ella la que tenía una actitud inmadura sobre la posibilidad de una relación con Pedro Alfonso. Era ella la que se negaba a ver la sabiduría de seguir a su corazón en lugar de a su cabeza.
Se tocó el vientre.
—¿Y qué podemos hacer para probarle nuestro amor? —susurró.
En ese momento sonó el teléfono.
—Doctora Chaves.
—¡Qué pena, doctora! —dijo la voz ronca y diabólica de Papá—. ¿No entendiste mi mensaje? Yo estaba contigo en el hospital cuando casi pierdes a mi hijo.
—¿Quién es? —preguntó Paula con rabia—. ¿Por qué me hace esto?
—Crees que puedes jugar con ese niño bonito con mi niño en medio de los dos. Pero eso no volverá a ocurrir.
—¡Basta!
—Sé que es policía.
Paula se quedó paralizada.
—Es verdad. Lo sé.
—¿Cómo?
—Yo estaba allí cuando te lo dijo.
¿Con ella en el hospital? Paula cerró los ojos e intentó recordar todos los rostros que había visto ese día, pero había estado con dolores y mucho miedo. Y se le escapaban los detalles.
—¿Qué quiere?
—Lo que he querido siempre —soltó una risita ronca—. Quiero lo que es mío.
Colgó el teléfono. Y el silencio golpeó a Paula como si tuviera un tambor dentro de la cabeza.
Tenía que pensar. Tenía que hacer algo. ¿Cuál era el número de Pedro? Vació el contenido de su bolso en la mesa, pero no tenía el número de Pedro. Nunca lo había necesitado.
Marcó el número de la tarjeta que le había dado Marcos Alfonso.
—Aquí Alfonso.
—¿Marcos Alfonso? —preguntó ella, aunque reconocía su voz.
—Al habla.
—Soy Paula Chaves. Acaba de llamarme Papá y no sé qué hacer. Pero creo que Pedro está en apuros.
****
Pedro tenía razón. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes.
La visita de Marcos Alfonso había sido breve y, a pesar de que le había asegurado que Pedro estaba advertido y ella bien protegida, no estaba tranquila.
Tenía que hacer algo. No podía seguir paseando por la sala como una pantera enjaulada.
Sacó su agenda y el teléfono móvil y se sentó a llamar a algunos de sus pacientes.
—Hola, Lucia. ¿Cómo te encuentras?
—Un poco mejor. Mañana tengo una cita con una ginecóloga para que me diga seguro si estoy embarazada. Creo que no debí decírselo a Kevin hasta que estuviera segura.
—Lo que le hizo perder el control fueron las drogas. Espera y díselo otra vez cuando salga de la clínica de desintoxicación. Y luego venís a verme los dos juntos.
—Eso me gustaría.
Charlaron un rato más antes de colgar. Kevin Washburn no podía recibir llamadas en su primera semana en el centro, así que Paula buscó el número de su padre. Cuando descolgaron el teléfono, se encontró con un silencio.
—¿Doctor Washburn?
—Andres Washburn al habla —la voz del médico, antes exuberante, parecía débil y cansada.
—Paula Chaves. Llamaba para ver cómo se encuentra hoy.
—Usted intentó salvar a mi hijo, ¿verdad?
—Lo intenté. Me hubiera gustado haber podido hacer más.
Andres hizo una pausa.
—A mí también.
—¿Quiere hablar de ello?
—Sí —su voz adquirió un tono casi esperanzado—. Sí, me gustaría mucho. Pero no por teléfono. ¿Puede venir a mi casa?
—¿Ahora?
El atardecer empezaba a transformar el brillo resplandeciente de un día soleado de invierno en las sombras grises de una noche sin luna.
—Si puede, sí. La puerta no está cerrada con llave. Llame con los nudillos y entre. Estaré en mi estudio.
¿Y qué hacía con el policía que la vigilaba fuera?
¿Y con el consejo de Pedro de que no saliera de allí?
—¿Paula? Por favor —la voz de él adoptó un tono de disculpa—. Hay algo de lo que quiero hablarte.
—¿De Kevin?
—De tu hijo.
PRINCIPIANTE: CAPITULO 31
—¿Por qué no podemos ir a la Clínica Washburn y descubrir si uno de los números de la lista es el 93579? —Paula movía las manos con vehemencia—. En el despacho de Horacio sí te colaste para ver la lista.
Estaba sentada en el otro extremo del sofá, apoyada en un montón de cojines y con las piernas en el regazo de él. Pedro movió la cabeza y siguió frotándole los pies.
—Vamos, cálmate. Recuerda tu presión arterial.
—Mi presión arterial se va a subir por las nubes si no encuentro algunas respuestas.
Pedro subió la caricia hasta la rodilla de ella. Tenía que decirle algo para tranquilizarla.
—Daniel Brown me dio la idea de buscar proyectos de investigación con conejillos de indias. Como él era mi única pista, he buscado los proyectos en los que participa él. En el centro de investigación me remitieron al despacho de Norwood. Brown Y el siguiente paso lógico es ir a la Clínica Washburn, verdad?
Pedro dejó las manos quietas.
—No podemos. Un amigo está revisando en este momento la lista de nombres para ver si hay alguien con antecedentes. Si vamos ahora a la clínica, alguien podría ponerse en guardia y empezar a cubrir sus huellas. Y estoy demasiado cerca para correr ese riesgo.
—Pero yo podría descubrir quién es Papá.
—Lo sé —él tendió una mano y le apartó el pelo de la sien—. Pero lo descubriremos, te lo prometo.
Paula cubrió la mano de él con la suya y la apretó contra la mejilla, lo que le hizo concebir esperanzas de que quizá empezaba a confiar en él.
—Tu madre te educó bien —giró la cabeza y le besó la palma—. Esperaré —hizo una pausa—. Pero no mucho.
Pedro se echó a reír.
—Ya sé que la paciencia no es tu mejor virtud —se inclinó y la besó en la boca—. Eres una mujer de acción.
—Y tú un pesado.
—Sí, eso es cierto —la besó de nuevo.
Sonó el teléfono móvil en el bolsillo del abrigo y Pedro lanzó una maldición y fue hasta el perchero.
—Aquí Pedro.
—¿Ocupado? —preguntó la voz de A.J.
Pedro lanzó un gruñido.
—¿Tienes algo para mí?
—Casi todos los nombres de la lista tienen algún antecedente. No muchos, la mayoría por posesión de drogas o posesión con intención de vender.
—¿Y Norwood está limpio?
—Sí. Si sabe lo que hacen esos chicos, aquí no hay nada que lo pruebe.
—¿Y cuál es el próximo paso? ¿Una orden de registro de la clínica? Podrían fabricar fácilmente anfetamina en uno de sus laboratorios.
—Pediré la orden —repuso A.J.—. Hay demasiados sospechosos relacionados con la clínica, estoy seguro de que el juez la concederá.
—¿Se lo dices tú a Cutler o lo hago yo?
A.J. se echó a reír.
—Tú eres su niño bonito. Dejaré que te lleves la gloria.
Pedro miró a Paula; no le gustaba la idea de tener que dejarla tan pronto.
—Bien. Hablaré con Cutler y prepararé el registro. Tú consigue la orden judicial.
—Hecho. Ten cuidado.
—Siempre.
Cerró el teléfono y buscó la placa en el bolsillo del abrigo. La guardó en el bolsillo delantero de los vaqueros y sacó su pistola.
Como siempre, la revisó a conciencia y la devolvió a la funda. Se la puso al costado y ató la cinta de cuero negro a través del hombro.
—¿Adónde vas que necesitas llevarte la pistola?
Se acercó a Paula.
—Cuando no trabajo de incógnito, la llevo todos los días —le tomó las manos y la incorporó hacia él. Ella le echó los brazos al cuello y lo estrechó con fuerza—. No pasa nada, éste es mi trabajo. Estoy entrenado para eso. Desde niño, siempre he querido ser policía, como mi primo y mis hermanos. Todo irá bien.
—Para mí es difícil —los labios de ella rozaron su cuello—. Sé que eres un hombre adulto y no un crío, pero me cuesta pensar en ti como en mi igual. Porque eso significa que podemos tener una relación de verdad.
Pedro la besó en la cabeza.
—A mí no me importaría.
Ella bajó las manos por el pecho de él y jugueteó con los botones de su camisa.
—También significa invertir mi corazón en algo que puede que no dure.
Pedro le tomó las manos para parar el movimiento nervioso de los dedos.
—¿Por mi trabajo?
—No. Bueno, me preocupa el peligro, pero…
Pedro suspiró.
—¿Porque soy nueve años más joven que tú?
Paula lo miró a los ojos.
—Dentro de veinte años, cuando yo me acerque a los sesenta, tú estarás todavía en lo mejor de la vida. Eres muy guapo. Eres divertido y valiente. Te van a querer muchas mujeres.
—¿Pero tú no?
—Pedro…
—Yo no soy tu ex marido. No puedes juzgarme a mí por sus acciones.
—Son las únicas que conozco —ella se apartó y se abrazó el vientre, protegiendo a la niña y a sí misma del dolor que esperaba conocer un día.
—Tú trabajas en la universidad —dijo él con sarcasmo—. A lo mejor es hora de que aprendas algo nuevo.
Pero en ese momento no tenía tiempo. La Clínica Washburn esperaba. Tiró de la mano de Paula y, a pesar de sus protestas, la llevó hasta la ventana.
—Tengo que irme, pero esta conversación no está terminada.
—Tengo que ser sincera contigo sobre lo que siento.
—Yo también —abrió la cortina y se colocó detrás de ella. La abrazó por la cintura—. ¿Ves esa camioneta verde? Es uno de los hombres del teniente Cutler, mi superior en la Unidad de Drogas. Él te protegerá en mi ausencia. Tú no te muevas de aquí, descansa y piensa en lo mucho que te quiero.
—Pedro.
—Te lo demostraré aunque sea lo último que haga, Paula —pasó el otro brazo por encima de los pechos de ella y la volvió un poco para besarla en la sien—. Quiero casarme contigo. Quiero que tu hijita sea mi hijita —la estrechó con fuerza y luego le dio la vuelta y la besó en la boca—. No te muevas de aquí.
La dejó en la ventana y se acercó a la puerta. Se puso la cazadora y cerró la cremallera para ocultar la pistola.
—Volveré —dijo—. Siempre volveré a tu lado.
Cerró la puerta tras de sí y rezó para que ella quisiera que volviera.
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