jueves, 14 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 27




Un edificio alto, blanco y gris, apareció de pronto al doblar una esquina. Pedro entró en el aparcamiento al tiempo que Paula combatía otra contracción.


—¿Dónde estamos? —preguntó, intentando usar la respiración que había aprendido en las clases de preparto.


Pedro paró el motor.


—En el Hospital Universitario.


Se desabrochó el cinturón y se inclinó para hacer lo mismo con el de ella. Tomó su bolso del suelo y se lo puso en las rodillas. Salió del vehículo, le dio la vuelta y abrió la puerta de ella.


Paula lo empujó.


—No, Pedro. No puedes entrar conmigo. Déjame en la puerta; estaré bien.


—No pienso dejarte. Me aseguraré de que te vea un médico.


Paula le golpeó las manos para impedir que la tomara en brazos. Le tiró de la manga.


—No puedes quedarte conmigo. Todo el mundo pensará que eres el padre.


Los ojos de él echaban chispas.


—¿Y tan horrible te parece esa posibilidad que no quieres que nadie lo piense?


Paula le golpeó el pecho con un puño débil.


—¡Tú eres alumno mío!


Pedro se inclinó por encima de ella y abrió la guantera del coche. La mujer vio la pistola en su funda.


—¡Oh, Dios mío!


Intentó salir del coche, pero llegó otra contracción y la mantuvo en su sitio. Estuvo a punto de llorar de miedo y de dolor.


—¡Pedro, no me hagas nada!


—¿Hacerte? —él cerró la guantera de golpe—. ¡Maldita sea, Paula, soy policía!


Se enderezó y le puso una placa delante de la cara. Una placa brillante de cobre metida en una funda de cuero negro.



Paula estaba tan atónita que no podía pensar ni protestar.


—Soy policía —repitió él. Se metió la placa al bolsillo y cerró la guantera con la pistola dentro—. El agente Pedro Alfonso. No me llamo Tanner. Del Departamento de Policía de Kansas City. Trabajo de incógnito en la universidad, tengo veintiocho años, no veintidós, y puedes estar segura de que no pienso dejarte lidiar con esto sola.


La tomó en brazos y la llevó hasta una silla de ruedas que un celador había sacado a la puerta. Luego le agarró la mano y entró con ella en el edificio.



****



Pedro ponderaba en qué medida había sido un error enamorarse de Paula Chaves. Acababa de cometer una equivocación de novato y el teniente Cutler aprovecharía la oportunidad para castigarlo por ella. Había estropeado su misión por su relación con una civil y había arruinado su tapadera. Había confesado que era policía en la entrada de uno de los hospitales más grandes de la ciudad.


Porque Paula era demasiado testaruda para aceptar su ayuda.


Y él la quería demasiado para verla sufrir a causa de ello.


Ahora ella descansaba en una zona con cortinas cerca de Urgencias. La doctora había declarado que eran contracciones falsas, aunque Pedro no había visto nada de falso en el dolor que había soportado Paula.


Se acercó al cubículo donde estaba ella hablando con la doctora y vio que el color había vuelto a sus mejillas.


—Este tipo de contracciones no son raras, sobre todo cuando se tiene la presión arterial alta —decía esta última—. Juliana —dijo a una enfermera—, prepare los papeles. La profesora Chaves puede irse en cuanto estén.


—Sí, doctora —dijo la enfermera con suavidad—. Volveré en unos minutos, señor… Tanner.


Pedro suspiró. Las cuñadas podían ser muy graciosas. 


Confió en que Juliana Dalton Alfonso, la esposa de Marcos, mantuviera su identidad en secreto por el momento, pero sabía que recibiría muchas llamadas de curiosidad por parte de la familia.


—El tratamiento es sencillo —decía la doctora en ese momento—. La presión arterial le ha subido por algo, tiene que estar tranquila y bien alimentada. Creo que mañana podrá reanudar su actividad normal. La niña está bien. Esas contracciones son una molestia para la madre, pero no para la niña.


—Gracias, doctora —dijo Paula. En cuanto se quedaron solos, se incorporó—. Me alegro de que me hayas traído —murmuró.


Pero no parecía contenta.


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—Con falsa alarma o sin ella, quería decirte la verdad, pero antes no podía y ahora no debería haberlo hecho.


—¿Por qué?


—Porque no es decisión mía. La idea de ser policía secreta es que nadie sepa quién eres. Nadie. Cuando termine el caso, estaré encantado de hablar con el decano o con quien sea y explicar lo que hacía. No quiero que mi trabajo te arruine el tuyo.



—Puede que mi trabajo no valga tantas molestias.


—No digas eso. Te he visto en clase y sé cómo ayudas a la gente. Y eso es también lo que intento hacer yo. Nuestros métodos pueden ser distintos, pero nuestras metas son las mismas. Los dos queremos mejorar la vida de la gente.



Paula guardó silencio. De pronto sollozó.


—¿Pedro?


Él le tomó la mano y se arrodilló al lado de la cama.


—Estoy aquí.


Los ojos de ella estaban llenos de lágrimas.


—¡Tenía tanto miedo!


Pedro le apartó un mechón de pelo de la frente.


—Lo sé. Yo también.


Los dedos de ella apretaron su mano.


—No puedo perder a la niña. Es lo único que tengo.


—No la perderás.


Siguió acariciándole la frente con ternura hasta que relajó el rostro y cerró los ojos. Acercó un taburete sin soltarle la mano y se sentó a observarla.


Varios minutos más tarde, ella abrió los ojos.


—¿De verdad eres policía?


—De verdad. Pero no puedes decírselo a nadie.


—Creo que la enfermera lo sabe.


—Es Juliana. De pequeños éramos vecinos, ahora es la mujer de mi hermano Marcos.


—¿Marcos? ¿El Marcos que conocí yo?


—Sí —sonrió Pedro—. Será discreto y es muy listo a la hora de buscar pistas, aunque yo no soy imparcial, claro.


—Claro —ella guardó silencio un momento—. ¿Hay algún otro secreto que quieras contarme?


—No, creo que la información básica ya está.


Paula lo miró con curiosidad.


—¿Tu trabajo es peligroso? Me refiero a tu misión en la universidad.


Pedro le acarició la palma con el pulgar.


—Sé cuidarme. Y hay amigos que me vigilan las espaldas.


—No me has contestado.


Pedro suspiró.


—Sí, trabajar de incógnito puede ser peligroso. Si te descubren.


—¿Te matarían si te descubren?


—Creo que esta gente sí.


—Pues no dejes que te descubran.


Él se echó a reír.


—No está en mi lista de opciones.


Ella seguía muy seria.



—¿De verdad tienes veintiocho años?


—Sí, pero mi rostro infantil me permite hacerme pasar por alguien más joven.


—Sigo siendo nueve años más vieja que tú.


—Soy adulto, Paula.


Ella bostezó y cerró los ojos.


—¿Te resulta fácil mentir? —preguntó—. A mi marido se le daba muy bien mentir.


—Una cosa es que se te dé bien y otra que te guste —le acarició el pelo—. A mí me hubiera gustado poder decirte la verdad desde el principio.


—A mí también.




miércoles, 13 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 26




—¿Tienes hambre?


Paula, que tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, negó con la cabeza.


—No puedes invitarme a cenar.


A lo mejor no era una invitación, sólo una pregunta retórica.


La mujer abrió un ojo y sonrió. Estaba demasiado cansada para discutir. La visita de la tarde a la mansión Washburn la había dejado exhausta física y mentalmente.


—Tengo una idea. Paro en un sitio y compro algo. Tú puedes calentar tu parte más tarde.


Paula tenía que admitir que la sugerencia era bastante práctica. Un hombre tan grande como él, seguramente, necesitaría comer con tanta frecuencia como ella.


—De acuerdo —asintió.


Volvió a recostarse en el asiento y dejó que el estrés abandonara poco a poco su cuerpo.


Había sido un día larguísimo. Había pasado horas hablando con Lucia, convenciéndola de que el rechazo de Kevin se debía a su dependencia de las drogas. Había hablado también largo y tendido con Andres Washburn, un padre desesperado y un médico que conocía la adicción de su hijo pero no había podido ayudarlo. Sabía que el hospital les recomendaría, tanto a Kevin como a él, programas de desintoxicación y grupos de apoyo.


Y aunque seguía pensando que Lucia y Kevin eran demasiado jóvenes para ser padres, confiaba en que la nueva vida que estaban creando pudiera servirle de motivación a Kevin para arreglar su vida.


La tarde había sido también agotadora para su hija, ya que Ana llevaba más de una hora profundamente dormida. Sabía que debía comer por ella, pero las dos estaban agotadas.


Pedro buscó una emisora con música suave en la radio y ella se quedó dormida.


Se despertó con un respingo. Un dolor agudo le contraía el abdomen.


—¿Paula?


Algo cálido y reconfortante le cubrió el muslo izquierdo. Abrió los ojos, reconoció la mano de Pedro e intentó orientarse.


—¿Dónde estamos?



—Cerca de Volver Boulevard; vamos hacia el este —apartó un instante la vista de la carretera para mirarla—. ¿Te encuentras bien? Estás tan blanca como un fantasma. ¿Has tenido otra pesadilla?


—Creo que no. No he dormido lo suficiente.


—A lo mejor se ha movido la niña —sugirió él.


Tal vez. Pero las patadas y puñetazos de la niña eran suaves como besos de mariposa comparados con…


—¡Ayyy! —Paula sintió otra contracción y se agarró el estómago.


Pedro le apretó la pierna.


—¿Te has hecho daño cuando te has caído?


Paula negó con la cabeza. Ese golpe había sido en la espalda.


—Esto es dentro —dijo.


Se desabrochó el cinturón y frotó el vientre con la mano, intentando aplacar la tensión que había en él. Sintió que los músculos se expandían y contraían bajo su mano en el instante en que atacó otra contracción.


—¡Oh, Dios mío!


—¿Qué pasa?


Paula se dobló y volvió a enderezarse en su esfuerzo por buscar una postura para reducir el dolor. Cuando pasó la contracción, respiró hondo.


—Creo que estoy de parto.


Pedro agarraba con fuerza el volante.


—¿Has roto aguas? Mi cuñada dijo que a ella le pasó eso.


—No. Son contracciones. Aquí abajo.


—¿Estás segura?


—Creo que sí —respiró con miedo—.Pedro, me falta un mes.


—Te llevo al hospital.


—Sí. Debería llamar a mi tocóloga.


Buscó el bolso con el teléfono, pero otra contracción le apretó el vientre. Volvió a sentarse, apoyó la espalda en el asiento y rezó por la vida de su niña.


—Respira —la voz de Pedro sonaba tan asustada como la suya—. Vamos, respira a través de la contracción.


Guando remitió el dolor, pudo pensar con claridad. Aquello no debería estar pasando.


—No.


—Mira, yo no soy un experto en esto pero sé que hay que respirar bien.


—Quiero decir que tú no puedes llevarme al hospital.


Pedro estiró la mano y le apretó la pierna.


—No sé dónde está tu médico, así que te llevo a las Urgencias más cercanas que pueda encontrar.


—No —ella le clavó los dedos en la mano para que la mirara—. No puedes llevarme tú.


—Eso son tonterías —se soltó de ella y pisó el acelerador—. Estás sufriendo y me importa un bledo lo que nadie piense en este momento.


—Pero a mí me importa.


—Tú ahora tienes que pensar en la niña. Todo lo demás se puede ir a la porra.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 25





Desde el exterior, la mansión Wahburn era un testimonio de las clases altas y de varias generaciones con dinero.


Pero el interior podía haber sido cualquier callejón donde se reunieran borrachos y drogadictos.


Y eso a pesar de que el sitio estaba lleno de muebles de diseño y antigüedades caras. Pero cualquier lugar podía perder su elegancia cuando alguien empezaba a rajar cojines y obras de arte y a romper espejos.


—¡Dios mío, parece una zona de guerra! —Paula observó la destrucción en el vestíbulo de mármol blanco y negro. Un candelabro yacía roto en medio del suelo y el cristal de sus numerosas bombillas lo cubría todo—. ¿Dónde está la gente?


Pedro y ella habían entrado después de empujar la puerta porque nadie había acudido a su llamada.


—Si tenemos suerte, será el día libre de la doncella —dijo él—. Si no…



—Ni se te ocurra pensarlo —no le costaba mucho imaginar al loco que había hecho aquello atacando a una persona—. ¿Lucia?


—¡Kevin!


Un golpe fuerte y un grito ronco los llevaron hasta el comedor. Lucia estaba en un extremo de la enorme mesa de caoba en la que cabían al menos veinte personas. Se sostenía el vientre con las manos y lloraba.


Kevin estaba de pie en el centro de la mesa y gritaba con aire triunfal al ver los trozos de cristal que antes habían sido un espejo colocado encima de la chimenea de piedra.


—¡Toma eso, hijo de perra! —agitó un candelabro largo de bronce en el puño—. No quiero volver a verte en mi vida.


—¿Lucia? —preguntó Paula con voz suave, para no llamar la atención de Kevin.


—¿Doctora Chaves? —la chica la miró y corrió a echarse en sus brazos—. Está furioso. ¿Por qué está tan furioso?


Paula abrazó a Lucia.


—¿Estás bien?


La chica, agotada por el llanto, apenas podía levantar los hombros del cuerpo de ella.


—Kevin no me ha hecho nada, pero no deja de romper cosas.


—¡Te odio! —gritó Kevin a su imagen en la superficie pulida de la mesa. La golpeó con el candelabro con tal fuerza que las paredes y el suelo temblaron.


Pedro puso una mano en el hombro de Paula.


—Voy a llamar a la policía y a una ambulancia.


—Antes déjame hablar con él.


—De eso nada. Ese chico está descontrolado.


Lucia sollozó y miró a Pedro.


—¿Quién es?


—Un amigo mío —repuso Paula—. Se llama Pedro.


—También soy amigo de Kevin —musitó él con gentileza.


—Nunca me ha hablado de ti —dijo Lucia.


Pedro miraba a su alrededor tomando buena nota de lo que los rodeaba.


—Apuesto a que Kevin ya no habla mucho de nada, ¿verdad?


—No —Lucia miró a Paula—. Desde que perdimos el niño, no.


Kevin volvió a golpear la mesa.


Pedro lo miró.


—Seguramente fue eso lo que lo llevó a las drogas. Es difícil lidiar con la tragedia cuando eres un adicto.


Paula se volvió hacia él.


—¿Cómo de bien conoces a Kevin?


—Sólo desde hace un par de días. Pero conozco a los chicos como él.


—¿Los chicos como él? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Y cómo sabes que es un adicto?


—Porque esta mañana lo he visto comprar anfetamina y creo que ya se la ha fumado. Y a juzgar por su reacción, o la droga estaba muy adulterada o ha estado al borde de una sobredosis.


—¿Kevin? —Lucia se echó a llorar con más fuerza.


—¿Quieres callarte? —preguntó Paula a Pedro—. Quizá yo pueda ayudarle. Veré si puedo convencerlo de que deje el candelabro y luego podemos llamar a la policía.


Pedro tenía los brazos en jarras.


—Si yo me voy de aquí, vosotras venís conmigo.


Lucia tiró a Paula de la manga.


—¿Puede alguien ayudar a Kevin, por favor?


Pedro y Paula la miraron. Él fue el primero en ceder. Apretó los labios.


—Inténtalo, pero ten cuidado. Yo llevaré a Lucia a mi coche y volveré. Sólo estaré fuera un minuto. No dejaré que me vea, pero estaré ahí, detrás de ese arco. ¿Entendido?


Paula asintió.


—No te acerques mucho. Un minuto —le recordó él.


Rodeó a Lucia con el brazo y la sacó del comedor. Paula se quitó los guantes y se secó las manos sudorosas en el abrigo. Tenía que conseguir que Kevin hablara. Si podía hacerle hablar, podría tranquilizarlo.


Se acercó a la mesa.


—Hola, Kevin. Soy la doctora Chaves.


Él la miró con ojos que no parecían enfocar bien.


—Mi padre también es doctor. Yo soy un fracasado.


—Eso no es lo que me han dicho, Kevin.


Paula habló durante diez minutos. Sabía que Pedro estaba cerca apoyándola, protegiéndola.


Kevin gritaba y murmuraba. Pero entre una cosa y otra, ella fue reuniendo información. Kevin era un joven desgraciado que no estaba a la altura de las expectativas de su padre. No hacía amigos fácilmente y le gustaba escribir poesía, pero su padre quería que estudiara medicina. El chico había renunciado a la batalla por estar limpio y sobrio.


Y se culpaba del aborto de Lucia.


Kevin se sentó en la mesa con las piernas cruzadas. Paula sacó una silla y se sentó también. No quería que la viera a un nivel superior.


—¿Por qué dices eso? —preguntó.


El chico empezaba a bajar de su espiral maníaca, aunque sus pupilas dilatadas indicaban que la anfetamina controlaba todavía su cuerpo.


—No hice al niño lo bastante fuerte. Era débil, como yo.


—¿Qué quieres decir?


—No vivió.



—Pero tú estás vivo.


—Y no se me da muy bien. Quiero ser mejor.


Su alma sensible conmovía a Paula. Aquello no era un problema pequeño que ella pudiera arreglar en unos minutos, pero sí podía alejarlo de su autodestrucción actual, impedir que hiciera daño a nadie.


—Me alegro de que hables conmigo —dijo—. Me gusta saber…


Hubo un portazo en la puerta de entrada.


—¿Qué pasa aquí? —preguntó una voz profunda y culta.


Kevin movió la cabeza hacia el sonido.


—Papá está en casa.


¿Papá?


Paula sintió una oleada de pánico y apretó los puños. Los escondió en el regazo para no transferir su tensión a Kevin.


Oyó los pasos de Pedro acercándose a la puerta de entrada.


—Señor, necesito que se quede aquí conmigo.


—Esta es mi casa e iré donde quiera. Y quiero que alguien me diga lo que ocurre aquí. ¿Nos han robado? —Paula reconoció la voz de Andres Washburn—. ¿Kevin?


Kevin se puso en pie y agitó el candelabro a modo de bate de béisbol.


—¡Te odio!


Golpeó la mesa con fuerza y astilló la madera. Paula empujó su silla hacia atrás y se levantó justo en el momento en que la mesa se derrumbaba y Kevin caía al suelo.


—¡Paula!


La joven se volvió al oír la voz de Pedro cargada de miedo.


—¡No! —advirtió—. No entres. Se pondrá más frenético.


—¿Paula?


Pedro entró en la estancia con una expresión fiera, pero se detuvo al ver que ella extendía las manos en un gesto de súplica.


—Estoy bien.


Los ojos de él se movieron hacia la izquierda, un segundo antes de que el crujido de madera rota detrás de ella le hiciera volverse. Kevin se había incorporado y agitaba el candelabro.


—Me has mentido.


Paula negó con la cabeza.


—No es cierto.


Kevin levantó el candelabro. Paula se agachó. Tropezó con la silla y cayó al suelo. El candelabro pasó por encima de su cabeza con el rugido de un misil.


Pedro saltó por el aire y se abalanzó sobre Kevin. Paula se volvió, vio un barullo de brazos y piernas y oyó una ristra de gritos y maldiciones. En pocos segundos Pedro tenía a Kevin clavado boca abajo en el suelo.


—¡Oh, Dios mío! ¡Kevin!



El doctor Andres Washburn entró en la estancia, echó un vistazo a su alrededor, miró a su hijo y se transformó en una figura pálida y encorvada, que había envejecido de repente más allá de sus sesenta y tantos años.


Paula, que se compadecía de él, se sentó en el suelo y apretó los dientes al sentir un dolor repentino en la parte baja de la espalda.


Pedro, por su parte, no tenía tiempo para compasiones.


—¡Ayúdela! —ordenó.


El doctor Washburn pareció verla por primera vez. Parpadeó y se acercó a ayudarla.


—¿Paula?



—Estoy bien.


La ayudó a sentarse en la silla. Lucia entró corriendo, se arrodilló al lado de la silla y la abrazó.


—¿Podemos llamar ya a la policía? —preguntó Pedro, que seguía sosteniendo a Kevin contra el suelo.


Paula, que estaba decepcionada y más preocupada por el dolor en la espalda de lo que quería admitir, asintió con la cabeza.