miércoles, 13 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 25





Desde el exterior, la mansión Wahburn era un testimonio de las clases altas y de varias generaciones con dinero.


Pero el interior podía haber sido cualquier callejón donde se reunieran borrachos y drogadictos.


Y eso a pesar de que el sitio estaba lleno de muebles de diseño y antigüedades caras. Pero cualquier lugar podía perder su elegancia cuando alguien empezaba a rajar cojines y obras de arte y a romper espejos.


—¡Dios mío, parece una zona de guerra! —Paula observó la destrucción en el vestíbulo de mármol blanco y negro. Un candelabro yacía roto en medio del suelo y el cristal de sus numerosas bombillas lo cubría todo—. ¿Dónde está la gente?


Pedro y ella habían entrado después de empujar la puerta porque nadie había acudido a su llamada.


—Si tenemos suerte, será el día libre de la doncella —dijo él—. Si no…



—Ni se te ocurra pensarlo —no le costaba mucho imaginar al loco que había hecho aquello atacando a una persona—. ¿Lucia?


—¡Kevin!


Un golpe fuerte y un grito ronco los llevaron hasta el comedor. Lucia estaba en un extremo de la enorme mesa de caoba en la que cabían al menos veinte personas. Se sostenía el vientre con las manos y lloraba.


Kevin estaba de pie en el centro de la mesa y gritaba con aire triunfal al ver los trozos de cristal que antes habían sido un espejo colocado encima de la chimenea de piedra.


—¡Toma eso, hijo de perra! —agitó un candelabro largo de bronce en el puño—. No quiero volver a verte en mi vida.


—¿Lucia? —preguntó Paula con voz suave, para no llamar la atención de Kevin.


—¿Doctora Chaves? —la chica la miró y corrió a echarse en sus brazos—. Está furioso. ¿Por qué está tan furioso?


Paula abrazó a Lucia.


—¿Estás bien?


La chica, agotada por el llanto, apenas podía levantar los hombros del cuerpo de ella.


—Kevin no me ha hecho nada, pero no deja de romper cosas.


—¡Te odio! —gritó Kevin a su imagen en la superficie pulida de la mesa. La golpeó con el candelabro con tal fuerza que las paredes y el suelo temblaron.


Pedro puso una mano en el hombro de Paula.


—Voy a llamar a la policía y a una ambulancia.


—Antes déjame hablar con él.


—De eso nada. Ese chico está descontrolado.


Lucia sollozó y miró a Pedro.


—¿Quién es?


—Un amigo mío —repuso Paula—. Se llama Pedro.


—También soy amigo de Kevin —musitó él con gentileza.


—Nunca me ha hablado de ti —dijo Lucia.


Pedro miraba a su alrededor tomando buena nota de lo que los rodeaba.


—Apuesto a que Kevin ya no habla mucho de nada, ¿verdad?


—No —Lucia miró a Paula—. Desde que perdimos el niño, no.


Kevin volvió a golpear la mesa.


Pedro lo miró.


—Seguramente fue eso lo que lo llevó a las drogas. Es difícil lidiar con la tragedia cuando eres un adicto.


Paula se volvió hacia él.


—¿Cómo de bien conoces a Kevin?


—Sólo desde hace un par de días. Pero conozco a los chicos como él.


—¿Los chicos como él? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Y cómo sabes que es un adicto?


—Porque esta mañana lo he visto comprar anfetamina y creo que ya se la ha fumado. Y a juzgar por su reacción, o la droga estaba muy adulterada o ha estado al borde de una sobredosis.


—¿Kevin? —Lucia se echó a llorar con más fuerza.


—¿Quieres callarte? —preguntó Paula a Pedro—. Quizá yo pueda ayudarle. Veré si puedo convencerlo de que deje el candelabro y luego podemos llamar a la policía.


Pedro tenía los brazos en jarras.


—Si yo me voy de aquí, vosotras venís conmigo.


Lucia tiró a Paula de la manga.


—¿Puede alguien ayudar a Kevin, por favor?


Pedro y Paula la miraron. Él fue el primero en ceder. Apretó los labios.


—Inténtalo, pero ten cuidado. Yo llevaré a Lucia a mi coche y volveré. Sólo estaré fuera un minuto. No dejaré que me vea, pero estaré ahí, detrás de ese arco. ¿Entendido?


Paula asintió.


—No te acerques mucho. Un minuto —le recordó él.


Rodeó a Lucia con el brazo y la sacó del comedor. Paula se quitó los guantes y se secó las manos sudorosas en el abrigo. Tenía que conseguir que Kevin hablara. Si podía hacerle hablar, podría tranquilizarlo.


Se acercó a la mesa.


—Hola, Kevin. Soy la doctora Chaves.


Él la miró con ojos que no parecían enfocar bien.


—Mi padre también es doctor. Yo soy un fracasado.


—Eso no es lo que me han dicho, Kevin.


Paula habló durante diez minutos. Sabía que Pedro estaba cerca apoyándola, protegiéndola.


Kevin gritaba y murmuraba. Pero entre una cosa y otra, ella fue reuniendo información. Kevin era un joven desgraciado que no estaba a la altura de las expectativas de su padre. No hacía amigos fácilmente y le gustaba escribir poesía, pero su padre quería que estudiara medicina. El chico había renunciado a la batalla por estar limpio y sobrio.


Y se culpaba del aborto de Lucia.


Kevin se sentó en la mesa con las piernas cruzadas. Paula sacó una silla y se sentó también. No quería que la viera a un nivel superior.


—¿Por qué dices eso? —preguntó.


El chico empezaba a bajar de su espiral maníaca, aunque sus pupilas dilatadas indicaban que la anfetamina controlaba todavía su cuerpo.


—No hice al niño lo bastante fuerte. Era débil, como yo.


—¿Qué quieres decir?


—No vivió.



—Pero tú estás vivo.


—Y no se me da muy bien. Quiero ser mejor.


Su alma sensible conmovía a Paula. Aquello no era un problema pequeño que ella pudiera arreglar en unos minutos, pero sí podía alejarlo de su autodestrucción actual, impedir que hiciera daño a nadie.


—Me alegro de que hables conmigo —dijo—. Me gusta saber…


Hubo un portazo en la puerta de entrada.


—¿Qué pasa aquí? —preguntó una voz profunda y culta.


Kevin movió la cabeza hacia el sonido.


—Papá está en casa.


¿Papá?


Paula sintió una oleada de pánico y apretó los puños. Los escondió en el regazo para no transferir su tensión a Kevin.


Oyó los pasos de Pedro acercándose a la puerta de entrada.


—Señor, necesito que se quede aquí conmigo.


—Esta es mi casa e iré donde quiera. Y quiero que alguien me diga lo que ocurre aquí. ¿Nos han robado? —Paula reconoció la voz de Andres Washburn—. ¿Kevin?


Kevin se puso en pie y agitó el candelabro a modo de bate de béisbol.


—¡Te odio!


Golpeó la mesa con fuerza y astilló la madera. Paula empujó su silla hacia atrás y se levantó justo en el momento en que la mesa se derrumbaba y Kevin caía al suelo.


—¡Paula!


La joven se volvió al oír la voz de Pedro cargada de miedo.


—¡No! —advirtió—. No entres. Se pondrá más frenético.


—¿Paula?


Pedro entró en la estancia con una expresión fiera, pero se detuvo al ver que ella extendía las manos en un gesto de súplica.


—Estoy bien.


Los ojos de él se movieron hacia la izquierda, un segundo antes de que el crujido de madera rota detrás de ella le hiciera volverse. Kevin se había incorporado y agitaba el candelabro.


—Me has mentido.


Paula negó con la cabeza.


—No es cierto.


Kevin levantó el candelabro. Paula se agachó. Tropezó con la silla y cayó al suelo. El candelabro pasó por encima de su cabeza con el rugido de un misil.


Pedro saltó por el aire y se abalanzó sobre Kevin. Paula se volvió, vio un barullo de brazos y piernas y oyó una ristra de gritos y maldiciones. En pocos segundos Pedro tenía a Kevin clavado boca abajo en el suelo.


—¡Oh, Dios mío! ¡Kevin!



El doctor Andres Washburn entró en la estancia, echó un vistazo a su alrededor, miró a su hijo y se transformó en una figura pálida y encorvada, que había envejecido de repente más allá de sus sesenta y tantos años.


Paula, que se compadecía de él, se sentó en el suelo y apretó los dientes al sentir un dolor repentino en la parte baja de la espalda.


Pedro, por su parte, no tenía tiempo para compasiones.


—¡Ayúdela! —ordenó.


El doctor Washburn pareció verla por primera vez. Parpadeó y se acercó a ayudarla.


—¿Paula?



—Estoy bien.


La ayudó a sentarse en la silla. Lucia entró corriendo, se arrodilló al lado de la silla y la abrazó.


—¿Podemos llamar ya a la policía? —preguntó Pedro, que seguía sosteniendo a Kevin contra el suelo.


Paula, que estaba decepcionada y más preocupada por el dolor en la espalda de lo que quería admitir, asintió con la cabeza.




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