Un edificio alto, blanco y gris, apareció de pronto al doblar una esquina. Pedro entró en el aparcamiento al tiempo que Paula combatía otra contracción.
—¿Dónde estamos? —preguntó, intentando usar la respiración que había aprendido en las clases de preparto.
Pedro paró el motor.
—En el Hospital Universitario.
Se desabrochó el cinturón y se inclinó para hacer lo mismo con el de ella. Tomó su bolso del suelo y se lo puso en las rodillas. Salió del vehículo, le dio la vuelta y abrió la puerta de ella.
Paula lo empujó.
—No, Pedro. No puedes entrar conmigo. Déjame en la puerta; estaré bien.
—No pienso dejarte. Me aseguraré de que te vea un médico.
Paula le golpeó las manos para impedir que la tomara en brazos. Le tiró de la manga.
—No puedes quedarte conmigo. Todo el mundo pensará que eres el padre.
Los ojos de él echaban chispas.
—¿Y tan horrible te parece esa posibilidad que no quieres que nadie lo piense?
Paula le golpeó el pecho con un puño débil.
—¡Tú eres alumno mío!
Pedro se inclinó por encima de ella y abrió la guantera del coche. La mujer vio la pistola en su funda.
—¡Oh, Dios mío!
Intentó salir del coche, pero llegó otra contracción y la mantuvo en su sitio. Estuvo a punto de llorar de miedo y de dolor.
—¡Pedro, no me hagas nada!
—¿Hacerte? —él cerró la guantera de golpe—. ¡Maldita sea, Paula, soy policía!
Se enderezó y le puso una placa delante de la cara. Una placa brillante de cobre metida en una funda de cuero negro.
Paula estaba tan atónita que no podía pensar ni protestar.
—Soy policía —repitió él. Se metió la placa al bolsillo y cerró la guantera con la pistola dentro—. El agente Pedro Alfonso. No me llamo Tanner. Del Departamento de Policía de Kansas City. Trabajo de incógnito en la universidad, tengo veintiocho años, no veintidós, y puedes estar segura de que no pienso dejarte lidiar con esto sola.
La tomó en brazos y la llevó hasta una silla de ruedas que un celador había sacado a la puerta. Luego le agarró la mano y entró con ella en el edificio.
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Pedro ponderaba en qué medida había sido un error enamorarse de Paula Chaves. Acababa de cometer una equivocación de novato y el teniente Cutler aprovecharía la oportunidad para castigarlo por ella. Había estropeado su misión por su relación con una civil y había arruinado su tapadera. Había confesado que era policía en la entrada de uno de los hospitales más grandes de la ciudad.
Porque Paula era demasiado testaruda para aceptar su ayuda.
Y él la quería demasiado para verla sufrir a causa de ello.
Ahora ella descansaba en una zona con cortinas cerca de Urgencias. La doctora había declarado que eran contracciones falsas, aunque Pedro no había visto nada de falso en el dolor que había soportado Paula.
Se acercó al cubículo donde estaba ella hablando con la doctora y vio que el color había vuelto a sus mejillas.
—Este tipo de contracciones no son raras, sobre todo cuando se tiene la presión arterial alta —decía esta última—. Juliana —dijo a una enfermera—, prepare los papeles. La profesora Chaves puede irse en cuanto estén.
—Sí, doctora —dijo la enfermera con suavidad—. Volveré en unos minutos, señor… Tanner.
Pedro suspiró. Las cuñadas podían ser muy graciosas.
Confió en que Juliana Dalton Alfonso, la esposa de Marcos, mantuviera su identidad en secreto por el momento, pero sabía que recibiría muchas llamadas de curiosidad por parte de la familia.
—El tratamiento es sencillo —decía la doctora en ese momento—. La presión arterial le ha subido por algo, tiene que estar tranquila y bien alimentada. Creo que mañana podrá reanudar su actividad normal. La niña está bien. Esas contracciones son una molestia para la madre, pero no para la niña.
—Gracias, doctora —dijo Paula. En cuanto se quedaron solos, se incorporó—. Me alegro de que me hayas traído —murmuró.
Pero no parecía contenta.
Pedro se metió las manos en los bolsillos.
—Con falsa alarma o sin ella, quería decirte la verdad, pero antes no podía y ahora no debería haberlo hecho.
—¿Por qué?
—Porque no es decisión mía. La idea de ser policía secreta es que nadie sepa quién eres. Nadie. Cuando termine el caso, estaré encantado de hablar con el decano o con quien sea y explicar lo que hacía. No quiero que mi trabajo te arruine el tuyo.
—Puede que mi trabajo no valga tantas molestias.
—No digas eso. Te he visto en clase y sé cómo ayudas a la gente. Y eso es también lo que intento hacer yo. Nuestros métodos pueden ser distintos, pero nuestras metas son las mismas. Los dos queremos mejorar la vida de la gente.
Paula guardó silencio. De pronto sollozó.
—¿Pedro?
Él le tomó la mano y se arrodilló al lado de la cama.
—Estoy aquí.
Los ojos de ella estaban llenos de lágrimas.
—¡Tenía tanto miedo!
Pedro le apartó un mechón de pelo de la frente.
—Lo sé. Yo también.
Los dedos de ella apretaron su mano.
—No puedo perder a la niña. Es lo único que tengo.
—No la perderás.
Siguió acariciándole la frente con ternura hasta que relajó el rostro y cerró los ojos. Acercó un taburete sin soltarle la mano y se sentó a observarla.
Varios minutos más tarde, ella abrió los ojos.
—¿De verdad eres policía?
—De verdad. Pero no puedes decírselo a nadie.
—Creo que la enfermera lo sabe.
—Es Juliana. De pequeños éramos vecinos, ahora es la mujer de mi hermano Marcos.
—¿Marcos? ¿El Marcos que conocí yo?
—Sí —sonrió Pedro—. Será discreto y es muy listo a la hora de buscar pistas, aunque yo no soy imparcial, claro.
—Claro —ella guardó silencio un momento—. ¿Hay algún otro secreto que quieras contarme?
—No, creo que la información básica ya está.
Paula lo miró con curiosidad.
—¿Tu trabajo es peligroso? Me refiero a tu misión en la universidad.
Pedro le acarició la palma con el pulgar.
—Sé cuidarme. Y hay amigos que me vigilan las espaldas.
—No me has contestado.
Pedro suspiró.
—Sí, trabajar de incógnito puede ser peligroso. Si te descubren.
—¿Te matarían si te descubren?
—Creo que esta gente sí.
—Pues no dejes que te descubran.
Él se echó a reír.
—No está en mi lista de opciones.
Ella seguía muy seria.
—¿De verdad tienes veintiocho años?
—Sí, pero mi rostro infantil me permite hacerme pasar por alguien más joven.
—Sigo siendo nueve años más vieja que tú.
—Soy adulto, Paula.
Ella bostezó y cerró los ojos.
—¿Te resulta fácil mentir? —preguntó—. A mi marido se le daba muy bien mentir.
—Una cosa es que se te dé bien y otra que te guste —le acarició el pelo—. A mí me hubiera gustado poder decirte la verdad desde el principio.
—A mí también.
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