miércoles, 13 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 26
—¿Tienes hambre?
Paula, que tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, negó con la cabeza.
—No puedes invitarme a cenar.
A lo mejor no era una invitación, sólo una pregunta retórica.
La mujer abrió un ojo y sonrió. Estaba demasiado cansada para discutir. La visita de la tarde a la mansión Washburn la había dejado exhausta física y mentalmente.
—Tengo una idea. Paro en un sitio y compro algo. Tú puedes calentar tu parte más tarde.
Paula tenía que admitir que la sugerencia era bastante práctica. Un hombre tan grande como él, seguramente, necesitaría comer con tanta frecuencia como ella.
—De acuerdo —asintió.
Volvió a recostarse en el asiento y dejó que el estrés abandonara poco a poco su cuerpo.
Había sido un día larguísimo. Había pasado horas hablando con Lucia, convenciéndola de que el rechazo de Kevin se debía a su dependencia de las drogas. Había hablado también largo y tendido con Andres Washburn, un padre desesperado y un médico que conocía la adicción de su hijo pero no había podido ayudarlo. Sabía que el hospital les recomendaría, tanto a Kevin como a él, programas de desintoxicación y grupos de apoyo.
Y aunque seguía pensando que Lucia y Kevin eran demasiado jóvenes para ser padres, confiaba en que la nueva vida que estaban creando pudiera servirle de motivación a Kevin para arreglar su vida.
La tarde había sido también agotadora para su hija, ya que Ana llevaba más de una hora profundamente dormida. Sabía que debía comer por ella, pero las dos estaban agotadas.
Pedro buscó una emisora con música suave en la radio y ella se quedó dormida.
Se despertó con un respingo. Un dolor agudo le contraía el abdomen.
—¿Paula?
Algo cálido y reconfortante le cubrió el muslo izquierdo. Abrió los ojos, reconoció la mano de Pedro e intentó orientarse.
—¿Dónde estamos?
—Cerca de Volver Boulevard; vamos hacia el este —apartó un instante la vista de la carretera para mirarla—. ¿Te encuentras bien? Estás tan blanca como un fantasma. ¿Has tenido otra pesadilla?
—Creo que no. No he dormido lo suficiente.
—A lo mejor se ha movido la niña —sugirió él.
Tal vez. Pero las patadas y puñetazos de la niña eran suaves como besos de mariposa comparados con…
—¡Ayyy! —Paula sintió otra contracción y se agarró el estómago.
Pedro le apretó la pierna.
—¿Te has hecho daño cuando te has caído?
Paula negó con la cabeza. Ese golpe había sido en la espalda.
—Esto es dentro —dijo.
Se desabrochó el cinturón y frotó el vientre con la mano, intentando aplacar la tensión que había en él. Sintió que los músculos se expandían y contraían bajo su mano en el instante en que atacó otra contracción.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa?
Paula se dobló y volvió a enderezarse en su esfuerzo por buscar una postura para reducir el dolor. Cuando pasó la contracción, respiró hondo.
—Creo que estoy de parto.
Pedro agarraba con fuerza el volante.
—¿Has roto aguas? Mi cuñada dijo que a ella le pasó eso.
—No. Son contracciones. Aquí abajo.
—¿Estás segura?
—Creo que sí —respiró con miedo—.Pedro, me falta un mes.
—Te llevo al hospital.
—Sí. Debería llamar a mi tocóloga.
Buscó el bolso con el teléfono, pero otra contracción le apretó el vientre. Volvió a sentarse, apoyó la espalda en el asiento y rezó por la vida de su niña.
—Respira —la voz de Pedro sonaba tan asustada como la suya—. Vamos, respira a través de la contracción.
Guando remitió el dolor, pudo pensar con claridad. Aquello no debería estar pasando.
—No.
—Mira, yo no soy un experto en esto pero sé que hay que respirar bien.
—Quiero decir que tú no puedes llevarme al hospital.
Pedro estiró la mano y le apretó la pierna.
—No sé dónde está tu médico, así que te llevo a las Urgencias más cercanas que pueda encontrar.
—No —ella le clavó los dedos en la mano para que la mirara—. No puedes llevarme tú.
—Eso son tonterías —se soltó de ella y pisó el acelerador—. Estás sufriendo y me importa un bledo lo que nadie piense en este momento.
—Pero a mí me importa.
—Tú ahora tienes que pensar en la niña. Todo lo demás se puede ir a la porra.
PRINCIPIANTE: CAPITULO 25
Desde el exterior, la mansión Wahburn era un testimonio de las clases altas y de varias generaciones con dinero.
Pero el interior podía haber sido cualquier callejón donde se reunieran borrachos y drogadictos.
Y eso a pesar de que el sitio estaba lleno de muebles de diseño y antigüedades caras. Pero cualquier lugar podía perder su elegancia cuando alguien empezaba a rajar cojines y obras de arte y a romper espejos.
—¡Dios mío, parece una zona de guerra! —Paula observó la destrucción en el vestíbulo de mármol blanco y negro. Un candelabro yacía roto en medio del suelo y el cristal de sus numerosas bombillas lo cubría todo—. ¿Dónde está la gente?
Pedro y ella habían entrado después de empujar la puerta porque nadie había acudido a su llamada.
—Si tenemos suerte, será el día libre de la doncella —dijo él—. Si no…
—Ni se te ocurra pensarlo —no le costaba mucho imaginar al loco que había hecho aquello atacando a una persona—. ¿Lucia?
—¡Kevin!
Un golpe fuerte y un grito ronco los llevaron hasta el comedor. Lucia estaba en un extremo de la enorme mesa de caoba en la que cabían al menos veinte personas. Se sostenía el vientre con las manos y lloraba.
Kevin estaba de pie en el centro de la mesa y gritaba con aire triunfal al ver los trozos de cristal que antes habían sido un espejo colocado encima de la chimenea de piedra.
—¡Toma eso, hijo de perra! —agitó un candelabro largo de bronce en el puño—. No quiero volver a verte en mi vida.
—¿Lucia? —preguntó Paula con voz suave, para no llamar la atención de Kevin.
—¿Doctora Chaves? —la chica la miró y corrió a echarse en sus brazos—. Está furioso. ¿Por qué está tan furioso?
Paula abrazó a Lucia.
—¿Estás bien?
La chica, agotada por el llanto, apenas podía levantar los hombros del cuerpo de ella.
—Kevin no me ha hecho nada, pero no deja de romper cosas.
—¡Te odio! —gritó Kevin a su imagen en la superficie pulida de la mesa. La golpeó con el candelabro con tal fuerza que las paredes y el suelo temblaron.
Pedro puso una mano en el hombro de Paula.
—Voy a llamar a la policía y a una ambulancia.
—Antes déjame hablar con él.
—De eso nada. Ese chico está descontrolado.
Lucia sollozó y miró a Pedro.
—¿Quién es?
—Un amigo mío —repuso Paula—. Se llama Pedro.
—También soy amigo de Kevin —musitó él con gentileza.
—Nunca me ha hablado de ti —dijo Lucia.
Pedro miraba a su alrededor tomando buena nota de lo que los rodeaba.
—Apuesto a que Kevin ya no habla mucho de nada, ¿verdad?
—No —Lucia miró a Paula—. Desde que perdimos el niño, no.
Kevin volvió a golpear la mesa.
Pedro lo miró.
—Seguramente fue eso lo que lo llevó a las drogas. Es difícil lidiar con la tragedia cuando eres un adicto.
Paula se volvió hacia él.
—¿Cómo de bien conoces a Kevin?
—Sólo desde hace un par de días. Pero conozco a los chicos como él.
—¿Los chicos como él? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Y cómo sabes que es un adicto?
—Porque esta mañana lo he visto comprar anfetamina y creo que ya se la ha fumado. Y a juzgar por su reacción, o la droga estaba muy adulterada o ha estado al borde de una sobredosis.
—¿Kevin? —Lucia se echó a llorar con más fuerza.
—¿Quieres callarte? —preguntó Paula a Pedro—. Quizá yo pueda ayudarle. Veré si puedo convencerlo de que deje el candelabro y luego podemos llamar a la policía.
Pedro tenía los brazos en jarras.
—Si yo me voy de aquí, vosotras venís conmigo.
Lucia tiró a Paula de la manga.
—¿Puede alguien ayudar a Kevin, por favor?
Pedro y Paula la miraron. Él fue el primero en ceder. Apretó los labios.
—Inténtalo, pero ten cuidado. Yo llevaré a Lucia a mi coche y volveré. Sólo estaré fuera un minuto. No dejaré que me vea, pero estaré ahí, detrás de ese arco. ¿Entendido?
Paula asintió.
—No te acerques mucho. Un minuto —le recordó él.
Rodeó a Lucia con el brazo y la sacó del comedor. Paula se quitó los guantes y se secó las manos sudorosas en el abrigo. Tenía que conseguir que Kevin hablara. Si podía hacerle hablar, podría tranquilizarlo.
Se acercó a la mesa.
—Hola, Kevin. Soy la doctora Chaves.
Él la miró con ojos que no parecían enfocar bien.
—Mi padre también es doctor. Yo soy un fracasado.
—Eso no es lo que me han dicho, Kevin.
Paula habló durante diez minutos. Sabía que Pedro estaba cerca apoyándola, protegiéndola.
Kevin gritaba y murmuraba. Pero entre una cosa y otra, ella fue reuniendo información. Kevin era un joven desgraciado que no estaba a la altura de las expectativas de su padre. No hacía amigos fácilmente y le gustaba escribir poesía, pero su padre quería que estudiara medicina. El chico había renunciado a la batalla por estar limpio y sobrio.
Y se culpaba del aborto de Lucia.
Kevin se sentó en la mesa con las piernas cruzadas. Paula sacó una silla y se sentó también. No quería que la viera a un nivel superior.
—¿Por qué dices eso? —preguntó.
El chico empezaba a bajar de su espiral maníaca, aunque sus pupilas dilatadas indicaban que la anfetamina controlaba todavía su cuerpo.
—No hice al niño lo bastante fuerte. Era débil, como yo.
—¿Qué quieres decir?
—No vivió.
—Pero tú estás vivo.
—Y no se me da muy bien. Quiero ser mejor.
Su alma sensible conmovía a Paula. Aquello no era un problema pequeño que ella pudiera arreglar en unos minutos, pero sí podía alejarlo de su autodestrucción actual, impedir que hiciera daño a nadie.
—Me alegro de que hables conmigo —dijo—. Me gusta saber…
Hubo un portazo en la puerta de entrada.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó una voz profunda y culta.
Kevin movió la cabeza hacia el sonido.
—Papá está en casa.
¿Papá?
Paula sintió una oleada de pánico y apretó los puños. Los escondió en el regazo para no transferir su tensión a Kevin.
Oyó los pasos de Pedro acercándose a la puerta de entrada.
—Señor, necesito que se quede aquí conmigo.
—Esta es mi casa e iré donde quiera. Y quiero que alguien me diga lo que ocurre aquí. ¿Nos han robado? —Paula reconoció la voz de Andres Washburn—. ¿Kevin?
Kevin se puso en pie y agitó el candelabro a modo de bate de béisbol.
—¡Te odio!
Golpeó la mesa con fuerza y astilló la madera. Paula empujó su silla hacia atrás y se levantó justo en el momento en que la mesa se derrumbaba y Kevin caía al suelo.
—¡Paula!
La joven se volvió al oír la voz de Pedro cargada de miedo.
—¡No! —advirtió—. No entres. Se pondrá más frenético.
—¿Paula?
Pedro entró en la estancia con una expresión fiera, pero se detuvo al ver que ella extendía las manos en un gesto de súplica.
—Estoy bien.
Los ojos de él se movieron hacia la izquierda, un segundo antes de que el crujido de madera rota detrás de ella le hiciera volverse. Kevin se había incorporado y agitaba el candelabro.
—Me has mentido.
Paula negó con la cabeza.
—No es cierto.
Kevin levantó el candelabro. Paula se agachó. Tropezó con la silla y cayó al suelo. El candelabro pasó por encima de su cabeza con el rugido de un misil.
Pedro saltó por el aire y se abalanzó sobre Kevin. Paula se volvió, vio un barullo de brazos y piernas y oyó una ristra de gritos y maldiciones. En pocos segundos Pedro tenía a Kevin clavado boca abajo en el suelo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Kevin!
El doctor Andres Washburn entró en la estancia, echó un vistazo a su alrededor, miró a su hijo y se transformó en una figura pálida y encorvada, que había envejecido de repente más allá de sus sesenta y tantos años.
Paula, que se compadecía de él, se sentó en el suelo y apretó los dientes al sentir un dolor repentino en la parte baja de la espalda.
Pedro, por su parte, no tenía tiempo para compasiones.
—¡Ayúdela! —ordenó.
El doctor Washburn pareció verla por primera vez. Parpadeó y se acercó a ayudarla.
—¿Paula?
—Estoy bien.
La ayudó a sentarse en la silla. Lucia entró corriendo, se arrodilló al lado de la silla y la abrazó.
—¿Podemos llamar ya a la policía? —preguntó Pedro, que seguía sosteniendo a Kevin contra el suelo.
Paula, que estaba decepcionada y más preocupada por el dolor en la espalda de lo que quería admitir, asintió con la cabeza.
PRINCIPIANTE: CAPITULO 24
Las tres y cuarenta y cinco.
—¿Dónde estás, Paula?
Pedro tamborileó con los dedos en el volante de su coche.
Daniel Brown quería que la convenciera de que olvidara el tema del trabajo plagiado y le permitiera volver a su clase, pero Pedro sabía que no era fácil convencer a Paula de nada. Miró de nuevo el reloj: las 3:48.
Se asomó por el parabrisas para intentar ver si la luz de su despacho seguía encendida, pero con el sol de la tarde reflejándose en los cristales de su ventana era imposible saberlo.
Le daría un par de minutos más y entraría a buscarla.
Y ya que no iba a hacer otra cosa en los dos minutos siguientes, decidió aprovechar para llamar a A.J.
—Rodríguez
Pedro se echó a reír.
—Eres igual de antipático por el día que por la noche.
—Es el estrés de hacerte de niñera, Alfonso. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Sabes algo de mi hermano Marcos?
El experto forense que había examinado el piso de Paula la noche anterior era el segundo de sus hermanos. Al igual que A.J., Marcos también le había advertido del riesgo de mezclar su vida personal con un trabajo encubierto, pero Pedro no había hecho caso a ninguno de los dos.
Paula no tenía familia, sólo lo tenía a él.
—Marcos no tiene aún un informe completo, pero dice que la sustancia roja del muñeco era sangre de la de teatro —dijo A.J.—. Se puede comprar en cualquier tienda de disfraces o la pueden haber sacado del Departamento de Teatro de la universidad.
—Bueno, entonces podría ser cualquiera.
—La nota estaba limpia, sin huellas dactilares. Pero dice que está impresa en un papel de calidad, seguramente en la oficina de alguien con dinero.
Sólo un experto del detalle como Marcos habría podido encontrar una pista como aquélla.
—Preguntaré a Paula si conoce actores de clase alta.
—Pues se mueve con gente rica.
—¿A qué te refieres?
—Tu profesora es paciente de la Clínica de Fertilidad Washburn. Quizá el perseguidor pueda ser alguien de allí.
—¿Cuántas probabilidades crees tú que hay de conseguir una orden judicial para ver los archivos de la clínica?
—¿Cuántas probabilidades hay de que te centres en el caso de la anfetamina?
Pedro suspiró pesadamente.
—No te preocupes, tengo claras mis prioridades. Para tu información, esta noche a las nueve tengo una cita con un chico llamado Daniel Brown en la discoteca Thunderbird —dio la dirección a A.J.—. Dice que quiere reclutarme, cree que tengo un talento natural como guardaespaldas.
—Llegaré media hora antes que tú —le aseguró A.J.—. Iré con Ethan Cross. Es otro inspector familiarizado con este tipo de trabajos.
—Lo conozco. Es amigo de Marcos.
—Bien. Así nos reconocerás.
—De acuerdo —Pedro vio un gorro rojo familiar. Al fin—. Ha surgido algo. Tengo que dejarte.
Cuando guardaba el teléfono en el bolsillo, se dio cuenta de que Paula no iba andando, sino que corría. O por lo menos, se apresuraba todo lo que podía apresurarse una mujer embarazada de ocho meses con un teléfono móvil pegado al oído. Pedro abrió la puerta para salir a su encuentro, pero ella le hizo señas de que entrara en el coche y corrió hacia allí.
Pedro se inclinó para abrirle la puerta del acompañante.
—¿Qué ocurre? —vio que respiraba con fuerza, como asustado—. ¿Qué pasa?
—No, Lucia —dijo ella por teléfono—. No te acerques a él si puedes evitarlo.
—¿Paula?
Ella se volvió a mirarlo y Pedro pudo ver que sus ojos expresaban preocupación, no miedo.
—Voy para allá —Paula cerró el teléfono y se abrochó el cinturón—. Una alumna mía… la chica de ayer… —se llevó una mano al pecho para recuperar el aliento—. Lucia Holcomb. Ha ido a decirle a su novio que está embarazada y dice que él está como loco. Tengo miedo de que le haga algo.
—Pues llama a la policía.
Paula negó con la cabeza.
—Ella está en un estadio muy vulnerable. Si se llevan a su novio sin que alcancen antes una resolución, puede intentar suicidarse. ¿Quieres llevarme allí?
Pedro sabía que no podía negarse.
—¿Dónde está?
—Es en Mission Hills —era uno de los barrios ricos de la ciudad—. Yo te indicaré.
Pedro sacó el coche del aparcamiento.
—¿Cómo se llama el novio?
—Kevin Washburn.
Pedro lanzó un juramento y pisó el acelerador.
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