miércoles, 6 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 2




Dra. Chaves.
Estoy vigilando.
Quiero lo que es mío.
El niño que llevas dentro me pertenece.
Cuídalo bien.
Papá.


La doctora Paula Chaves miró el trozo de papel que tenía en la mano mientras por su cabeza pasaban imágenes de todos los chicos con los que había salido durante el instituto y la universidad. Por supuesto, ninguno podía ser el padre. Se había casado a los veinticinco años y, a diferencia de su esposo, ella sí había sido fiel. Y desde el divorcio, dos años atrás, no había sentido ganas de intimar tanto con un hombre.


O quizá era que ya no se fiaba de los hombres.


En cualquier caso, aquel anónimo era una broma cruel. No había un padre propiamente dicho, ningún hombre que pudiera reclamar el milagro que crecía en su interior.


—¡Imbécil! —arrugó la nota escrita a máquina que había encontrado sujeta con el limpiaparabrisas y la metió en el bolsillo del abrigo. Seguramente era sólo una broma estúpida y de mal gusto, pero no pudo evitar inspeccionar el suelo gris y los edificios de cemento que la rodeaban para ver si la observaba alguien.


Aunque por el momento había dejado de nevar, aquella mañana de febrero transportaba todavía la humedad fría de un invierno en Missouri. Los estudiantes y profesores corrían a sus clases de las diez desde el aparcamiento o los transportes públicos con la cabeza baja y envueltos en gorros y bufandas.


No vio a nadie que le llamara la atención.


Movió la cabeza. Sin duda sería un estudiante descontento.


Abrió la puerta del coche y se inclinó a sacar el montón de exámenes que había dejado dentro del Buick. Se enderezó y cerró el coche con cuidado.


Apoyó la mano enguantada en el techo del vehículo y un escalofrío repentino, que no tenía nada que ver con la temperatura, bajó por su columna. Se volvió a mirar más allá del aparcamiento de Holmes Street, hacia el corazón de Kansas City.


Alguien la observaba.


—Contrólate, Paula —se riñó a sí misma.


Se frotó el vientre y el bebé dio una patada contra su mano. 


Paula sonrió y respiró hondo para aliviar la tensión.


No había ningún padre en sus vidas.


Por lo que a ella respectaba, el padre de su hija era el número 93579. Un hombre de pelo castaño, de raza blanca, con historial de buena salud, coeficiente intelectual alto y al que le gustaban la música clásica y el baloncesto.


El pelo oscuro y los gustos intelectuales eran para que hicieran juego con los de ella. El historial de buena salud era para evitar la necesidad de contactar en un futuro con el donante del esperma que había elegido en la clínica de fertilidad Washburn.


Había pagado mucho dinero para asegurarse el anonimato. 


Aquella estúpida nota no significaba nada. La niña era suya y de nadie más.


No era así como ella había pensado siempre tener familia.


Pero era lo que había y punto.





PRINCIPIANTE: CAPITULO 1





Pedro Alfonso se agachó detrás de un montón de cajas en el viejo almacén y examinó las sombras en busca de alguna indicación de movimiento mientras escuchaba la conversación tensa que sonaba en el transmisor que llevaba dentro del oído.


Su pantalón negro y la chaqueta del uniforme se fusionaban con la noche. Las únicas señales que podían traicionar su presencia eran la placa de bronce que llevaba clavada encima del corazón y el bulto de la pistola de acero que sostenía con las manos enguantadas.


—Me dijiste que podías hacer la entrega —decía A.J. Rodríguez, antiguo compañero de Mauro, el hermano mayor de Pedro. Llevaba tres semanas haciéndose pasar por un traficante de drogas que quería ampliar su negocio a la zona de la Cuarta Comisaría—. Y ahora que vengo con los brazos y el maletín abiertos, ¿me quieres quitar veinte bolsas?


—Es arriesgado confiar mucho en vecinos nuevos —gruñó la voz dañada por las drogas de Randall Pittmon.


Aquel hombre había estado en la cárcel muchas veces, pero Pedro quería que ésa fuera la definitiva. Esa vez no habría tratos ni retirada de cargos. El caso estaba muy claro.


O lo estaría en cuanto Randall pusiera las cartas sobre la mesa. Cartas llenas de anfetamina lista para venderse en la calle. Cristales preparados para fumarse, derretirse o inyectarse. La misma droga que se había llevado, un mes atrás, a uno de los chicos que entrenaba Pedro en el gimnasio local.


Reprimió un bufido de impaciencia y cambió de postura. El suelo de cemento le helaba el trasero y aquel tipo quería ponerse a filosofar. Giró la barbilla hacia el micrófono que llevaba prendido en el hombro y susurró:
—Midler.


—¿Alguien más cree que este tipo quiere ganar tiempo?


—Silencio, Alfonso—dijo la voz del teniente Cutler.


Pedro asintió con la cabeza y fijó la vista en la oscuridad, intentando averiguar la posición de los demás agentes asignados a apoyar a A.J. Nadie. Nada. Estaba atrapado como una rata en el fondo de un agujero cenagoso, esperando ciegamente a que atacara el depredador. Sólo podía escuchar y esperar la orden de Cutler.


Un día, pronto, llegaría a inspector y podría llevar el mando en casos como aquél. A sus veintiocho años, estaba más que preparado. Había pasado el examen, era licenciado universitario y tenía experiencia.


Sólo necesitaba un apellido distinto.


En su calidad de hermano pequeño de una larga lista de defensores de la ley y el orden, tenía una reputación legendaria que defender. Y aunque se sentía orgulloso de los logros de su familia, no era fácil estar a la altura. No podía ser un agente más, tenía que ser mejor que nadie para llegar a inspector en la Comisaría Cuarta.


Tenía que calcular muy bien la distancia entre aceptar órdenes y correr riesgos, y demostrar que era el mejor.


A.J. intentaba forzar a Randall a decidirse.


—Mi oferta no seguirá en pie mucho más tiempo. Si tienes la mercancía, bien. Si no, me llevaré el negocio a otra parte.


Pedro se colocó en cuclillas, manteniéndose siempre escondido detrás de las cajas. Aventuró un susurro, casi con los labios pegados al micrófono.


—Teniente.


No hizo caso de la maldición de su jefe y comunicó lo que le decían su instinto y su oído, aunque sus ojos no pudieran verlo.


—Pittmon espera a alguien. ¿Lo sabe A.J.?


El detective Rodríguez había sido registrado a conciencia, por lo que no llevaba micrófonos ni armas. Por lo menos que Pittmon supiera. A.J. podía ser un blanco fácil.


—Se acerca una furgoneta azul por la parte de atrás —dijo la voz de otro agente—. Matrícula local.


Cutler maldijo por todos ellos.


—¿Alguien puede ver lo que ocurre? Pittmon acaba de salir del alcance de la cámara.


Pedro se acercó al extremo de la pila de cajas y apretó el vientre contra el suelo. Se mantuvo alineado con las sombras y se arrastró hacia delante.


—Pittmon se dirige a la puerta del garaje —susurró—. A.J. está en la mesa. El único paquete es el maletín con el dinero. Un momento. Entra alguien.


El ruido de voces en su oído dio paso al silencio. Randall se echó a reír y dio una palmada en el hombro al tercer hombre. 


El recién llegado era más bajo de estatura y llevaba vaqueros y deportivos.


Y una chaqueta de cuero.


—Mierda, es sólo un crío —susurró Pedro—. Unos dieciocho años. No oigo lo que dicen.


Al parecer, A.J. tampoco lo oía. El inspector se puso en pie con calma.


—¿Hay algún problema?


—Tengo la matrícula —dijo un agente desde el puesto de mando—. Tyrone Justiss. Está en libertad condicional.


—¿Tienes la mercancía, sí o no? —preguntó A.J. con impaciencia.


—Sí, señor —Tyrone esperó una señal de Randall y llevó la bolsa de deportes hasta la mesa—. Está aquí —abrió la bolsa y mostró los bloques de anfetamina.


Pedro reprimió su rabia y empezó a contar mentalmente los segundos hasta que A.J. estuviera a una distancia segura y pudieran detener a Pittmon y al chico.


El inspector revisó la mercancía y cerró la bolsa.


—Me parece bien —se echó la bolsa al hombro—. La próxima vez no me hagáis esperar.


—La próxima vez no te instales tan pronto en mi patio de atrás.


Pittmon llevó una mano al interior de la chaqueta y todos los sentidos de Pedro se pusieron en alerta.


—¡Pistola!


Los segundos siguientes transcurrieron con toda la claridad de una película que se pasara a cámara lenta, fotograma por fotograma.


Randall apretó el gatillo. A.J. torció los hombros, gruñó con el impacto de una bala y cayó hacia atrás contra un montón de cajas. Una lluvia de balas de la policía cortó en dos la mesa vieja y golpeó el cemento a los pies de Randall.


Pedro se lanzó hacia delante y el chico sacó una pistola del bolsillo. Apuntó con ella a A.J. y luego a Pedro. El sudor le cubría la frente y en sus ojos se leía pánico.


—¡Tiren las armas! —gritó el teniente Cutler, entre el enjambre de agentes que rodeaban a Pittmon.


Randall, que comprendió que no podía hacer otra cosa, dejó caer su pistola al suelo y levantó las manos. En cuestión de segundos estaba boca abajo sobre el cemento, con las manos esposadas a la espalda.


Pero el chico empezó a retroceder.


—¡No volveré a la cárcel!


—Tira la pistola antes de que alguien te dispare —le advirtió Pedro.


—¿Me vas a disparar tú? —apuntaba al pecho de Pedro—. Dispararé yo antes.


Un agente de las Fuerzas Especiales, vestido de negro desde el chaleco antibalas hasta las botas, se colocó detrás de él.


Pedro retiró la mano derecha de la pistola e intentó calmar al chico. Indicó con los ojos al agente especial que se apartara. El chico estaba ya bastante nervioso. Un movimiento brusco y podía apretar el gatillo.


—Dame la pistola —le dijo con voz firme y tranquila—. Dámela y no te pasará nada.


Algo alertó al chico de la presencia del otro agente. Se volvió.


—¡Eh!


Pedro se lanzó sobre él, le agarró la muñeca y se la retorció con el brazo levantado.


La bala golpeó las vigas de acero del techo del almacén y aterrizó en alguna caja.


Pedro tiró al chico al suelo y le arrancó la pistola. El agente especial y otros dos más lo apuntaron con su rifle.


—¡Atrás! —dijo Pedro, como si tuviera derecho a dar órdenes a tres oficiales


—¡Alfonso! —gritó el teniente Cutler.


Pedro respiró con fuerza y esposó al chico.


—No discutas con estos hombres —le susurró al oído—. Acabo de salvarte la vida.


—No me hagas favores.


Los agentes especiales se llevaron al chico y Pedro enfundó su arma y se enderezó la gorra antes de mirar a Cutler.


—Te dije que mis hombres se ocuparían de esto. Tu trabajo era ofrecer apoyo y asegurar la zona.


—Estaba protegiendo al chico.


El teniente puso los brazos en jarras y lo miró de hito en hito.


—Es tan culpable como Pittmon. Su pistola es igual de mortífera.


Pedro le sacaba una cabeza a Cutler. Sacudió la tensión de sus hombros. Sabía que el otro tenía razón.


Había actuado guiado por el instinto de proteger más que por la tarea que le habían asignado.


—Sí, señor.


—No sea duro con él, teniente —intervino Antonio José Rodríguez, que apretaba una compresa sangrienta sobre la herida que tenía en el hombro izquierdo—. Es probable que me haya salvado la vida.


Cutler pareció considerar el comentario de A.J.


—Supongo que es una deuda de gratitud más que tenemos con los Alfonso.


Pedro pasó la vista de la mirada dorada de A.J. a la expresión de sarcasmo de los ojos azules de Cutler.


—Sólo cumplía con mi deber, señor.


Era lo único que quería hacer siempre. Siempre que el teniente Cutler, su jefe directo, se lo permitiera.





PRINCIPIANTE: SINOPSIS





Era joven pero parecía tener mucha experiencia… tanto en el trabajo como fuera.


De pronto había algo más importante, para el inexperto agente Pedro Alfonso, que destapar aquella red de tráfico de drogas en la universidad y convertirse en detective. Porque, en mitad de aquella investigación que estaba realizando infiltrado en la universidad, había conocido a la profesora Paula Chaves; aquello había encendido todas las alarmas de peligro… y de pasión.


Paula no tenía a nadie a quien acudir, hasta que Pedro prometió protegerla del donante de esperma que la amenazaba con quitarle el niño que estaba a punto de dar a luz. Pero Pedro era su alumno, no un caballero andante… enamorarse de él sería una tremenda locura que podría ponerlos en peligro a ambos.




martes, 5 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO FINAL




Era la primera vez que Paula pasaba un día de diario en Staten Island, pero imaginaba que a partir de aquel momento habría muchas «primeras veces» en su vida. Estaba en la puerta de la pizzeria Denino's, esperando a Pedro, más nerviosa que nunca, pero sabiendo que lo que tenía que proponerle era lo mejor para los dos.


—Un sitio muy interesante para encontrarnos.


Oh, esa voz, ¡cómo la había echado de menos! Pedro llevaba vaqueros y camisa blanca y tenía el mismo aspecto de siempre: alto, guapo y formidable.


—Pensé que te gustaba la pizza —intentó bromear Paula.


Los ojos azules se oscurecieron.


—¿Vas a contarme qué pasa? Has decidido no aceptar el trato.


—He dicho que firmaría los papeles —replicó ella.


—Me dan igual los papeles. Lo que quiero saber es por qué no quieres que te ayude a pagar los gastos de tu madre.


A Paula se le encogió el corazón dentro del pecho. Lo único que quería en ese momento era enterrar la cara en su cuello, pero no podía hacerlo.


—¿Por qué quieres ayudarme, Pedro? ¿Por qué no nos decimos adiós de una vez y seguimos cada uno con su vida?


—No puedo hacer eso.


—¿Por qué no?


—No soy esa clase de hombre —afirmó Pedro con seriedad.


—¿Seguro que ésa es la razón?


—¿Qué quieres decir? —preguntó él, apoyándose en la pared del restaurante.


—A lo mejor deseas cuidar de mí y de mi madre porque… me quieres.


—Paula…


—Me quieres como yo te quiero a ti y no quieres romper nuestro matrimonio, pero te sientes herido y lo entiendo. Te he hecho daño. Me asuste y salí corriendo.


—Me dejaste plantado sin que pudiera hablar contigo.


—Lo sé —dijo ella—. Y fue un error por mi parte, pero no creo que debamos romper por eso.


Pedro miró alrededor.


—¿Por qué estamos aquí?


—Esa historia que me contaste sobre tu niñera, cuando pasaste el mejor día de tu vida… pensé que deberíamos venir a Staten Island porque es lo único que sé de ti.


—¿Cómo dices?


—Digo que apenas nos conocemos, Pedro. Apenas sé nada sobre ti.


Él levantó una ceja.


—Nos casamos de una manera poco convencional, por decir algo —afirmó él.


—Y no hemos tenido tiempo para conocernos, es verdad. No sé nada de tu infancia o qué te ha hecho el hombre que eres. Y me he dado cuenta de que ésa es la razón por la que me siento tan insegura contigo. No sé nada sobre ti, sobre tu vida…


—En realidad, no es una gran historia —murmuró él.


Paula alargó una mano para tocar suavemente su cara.


—Me da igual. Te quiero.


—Yo también te quiero.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Había querido oír esas palabras desde el primer día y escucharlas por fin era el mejor regalo, la mejor razón para tener esperanza.


—Me alegro mucho, porque quiero ofrecerte un nuevo trato —le dijo.


—¿Un nuevo trato?


Ella asintió, respirando profundamente para serenarse.


—Quiero ofrecerte mi amor, mi corazón, mi honestidad y mi compromiso para siempre.


Pedro tiró de ella, apretándola contra su pecho.


—¿Y qué puedo darte yo a cambio?


—Lo mismo —le aseguró Paula.


—Siento mucho no haberte contado lo de la policía y lo del fotógrafo en esa cena.


—No tienes que darme explicaciones…


—Sí, sí tengo que hacerlo —la interrumpió Pedro—. Mis padres, especialmente mi padre, siempre ha sido muy crítico conmigo. No tenemos una relación padre-hijo normal, ya te habrás dado cuenta.


—Sí, claro.


—Siempre me ha hecho sentir culpable por todo y no podía arriesgarme a que eso me pasara contigo, así que no te conté la verdad —Pedro apartó un mechón de pelo de su frente—. Estaba enamorándome de ti, pero me negaba a reconocerlo.


—¿Por qué no empezamos otra vez? —sugirió Paula—. Acepta el trato, Alfonso, y así podremos compartir historias y forjar un futuro.


Pedro la abrazó con fuerza.


—Te quiero. Me estaba volviendo loco sin ti.


—Yo también.


—No me he quitado la alianza. Según parece, soy un romántico.


—Entonces, yo también lo soy —rió ella—, porque yo tampoco me la he quitado.


Pedro buscó sus labios en un beso tierno que contenía todo su amor y la promesa de un futuro sincero y abierto.


—¿Quieres casarte conmigo otra vez? —le preguntó Pedro.


—Sí —dijo Paula, con lágrimas en los ojos.


—¿Por la iglesia esta vez?


—Sí, por supuesto.


Pedro volvió a besarla y esa vez el beso estaba lleno de pasión.


—¿Tienes hambre? ¿Quieres que tomemos una pizza?


—Tengo hambre, sí —asintió ella, rodeando su cintura con los brazos—. De pizza, de ti, de nuestra vida juntos y de esas turbadoras historias tuyas de cuando eras un chico malo.


Pedro sonrió. Ay, esos hoyitos…


—¿Por qué no empezamos por la pizza y seguimos luego hablando de la lista de cosas que tenemos que hacer para la boda? Serán muchas.


—Me parece muy bien —rió Paula, mientras entraban en Denino's.


Sí, estaba totalmente dispuesta a empezar otra vez. 


Tomando una pizza en Staten Island con el hombre de su vida: un clásico de Nueva York.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 35





—¿A qué demonios está jugando, Devlin? ¿Quiere más dinero? —exclamó Pedro.


Su abogado lo miró con cara de sorpresa.


—No, al contrario. Dice que no quiere nada de ti.


—No es posible.


—Dice que no firmará los papeles a menos que retires la oferta de ayuda económica.


—No pienso hacer eso.


Devlin se encogió de hombros.


—¿Por qué no? Es el sueño de cualquier hombre.


—Esto no es un sueño, al contrario. Para mí es una pesadilla. Hace una semana yo era un hombre feliz, mi mujer era feliz, sin embargo, ahora…


—¿Qué quiere hacer, señor Alfonso? —le preguntó el abogado.


—Quiero terminar con esto de una vez —suspiró él.


—Eso es lo que estoy intentando hacer: terminar con su matrimonio.


—No, quiero terminar con esta conversación. ¿Mi matrimonio? —Pedro se levantó, con el maletín en la mano—. Lo que quiero es recuperarlo.