miércoles, 6 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 1





Pedro Alfonso se agachó detrás de un montón de cajas en el viejo almacén y examinó las sombras en busca de alguna indicación de movimiento mientras escuchaba la conversación tensa que sonaba en el transmisor que llevaba dentro del oído.


Su pantalón negro y la chaqueta del uniforme se fusionaban con la noche. Las únicas señales que podían traicionar su presencia eran la placa de bronce que llevaba clavada encima del corazón y el bulto de la pistola de acero que sostenía con las manos enguantadas.


—Me dijiste que podías hacer la entrega —decía A.J. Rodríguez, antiguo compañero de Mauro, el hermano mayor de Pedro. Llevaba tres semanas haciéndose pasar por un traficante de drogas que quería ampliar su negocio a la zona de la Cuarta Comisaría—. Y ahora que vengo con los brazos y el maletín abiertos, ¿me quieres quitar veinte bolsas?


—Es arriesgado confiar mucho en vecinos nuevos —gruñó la voz dañada por las drogas de Randall Pittmon.


Aquel hombre había estado en la cárcel muchas veces, pero Pedro quería que ésa fuera la definitiva. Esa vez no habría tratos ni retirada de cargos. El caso estaba muy claro.


O lo estaría en cuanto Randall pusiera las cartas sobre la mesa. Cartas llenas de anfetamina lista para venderse en la calle. Cristales preparados para fumarse, derretirse o inyectarse. La misma droga que se había llevado, un mes atrás, a uno de los chicos que entrenaba Pedro en el gimnasio local.


Reprimió un bufido de impaciencia y cambió de postura. El suelo de cemento le helaba el trasero y aquel tipo quería ponerse a filosofar. Giró la barbilla hacia el micrófono que llevaba prendido en el hombro y susurró:
—Midler.


—¿Alguien más cree que este tipo quiere ganar tiempo?


—Silencio, Alfonso—dijo la voz del teniente Cutler.


Pedro asintió con la cabeza y fijó la vista en la oscuridad, intentando averiguar la posición de los demás agentes asignados a apoyar a A.J. Nadie. Nada. Estaba atrapado como una rata en el fondo de un agujero cenagoso, esperando ciegamente a que atacara el depredador. Sólo podía escuchar y esperar la orden de Cutler.


Un día, pronto, llegaría a inspector y podría llevar el mando en casos como aquél. A sus veintiocho años, estaba más que preparado. Había pasado el examen, era licenciado universitario y tenía experiencia.


Sólo necesitaba un apellido distinto.


En su calidad de hermano pequeño de una larga lista de defensores de la ley y el orden, tenía una reputación legendaria que defender. Y aunque se sentía orgulloso de los logros de su familia, no era fácil estar a la altura. No podía ser un agente más, tenía que ser mejor que nadie para llegar a inspector en la Comisaría Cuarta.


Tenía que calcular muy bien la distancia entre aceptar órdenes y correr riesgos, y demostrar que era el mejor.


A.J. intentaba forzar a Randall a decidirse.


—Mi oferta no seguirá en pie mucho más tiempo. Si tienes la mercancía, bien. Si no, me llevaré el negocio a otra parte.


Pedro se colocó en cuclillas, manteniéndose siempre escondido detrás de las cajas. Aventuró un susurro, casi con los labios pegados al micrófono.


—Teniente.


No hizo caso de la maldición de su jefe y comunicó lo que le decían su instinto y su oído, aunque sus ojos no pudieran verlo.


—Pittmon espera a alguien. ¿Lo sabe A.J.?


El detective Rodríguez había sido registrado a conciencia, por lo que no llevaba micrófonos ni armas. Por lo menos que Pittmon supiera. A.J. podía ser un blanco fácil.


—Se acerca una furgoneta azul por la parte de atrás —dijo la voz de otro agente—. Matrícula local.


Cutler maldijo por todos ellos.


—¿Alguien puede ver lo que ocurre? Pittmon acaba de salir del alcance de la cámara.


Pedro se acercó al extremo de la pila de cajas y apretó el vientre contra el suelo. Se mantuvo alineado con las sombras y se arrastró hacia delante.


—Pittmon se dirige a la puerta del garaje —susurró—. A.J. está en la mesa. El único paquete es el maletín con el dinero. Un momento. Entra alguien.


El ruido de voces en su oído dio paso al silencio. Randall se echó a reír y dio una palmada en el hombro al tercer hombre. 


El recién llegado era más bajo de estatura y llevaba vaqueros y deportivos.


Y una chaqueta de cuero.


—Mierda, es sólo un crío —susurró Pedro—. Unos dieciocho años. No oigo lo que dicen.


Al parecer, A.J. tampoco lo oía. El inspector se puso en pie con calma.


—¿Hay algún problema?


—Tengo la matrícula —dijo un agente desde el puesto de mando—. Tyrone Justiss. Está en libertad condicional.


—¿Tienes la mercancía, sí o no? —preguntó A.J. con impaciencia.


—Sí, señor —Tyrone esperó una señal de Randall y llevó la bolsa de deportes hasta la mesa—. Está aquí —abrió la bolsa y mostró los bloques de anfetamina.


Pedro reprimió su rabia y empezó a contar mentalmente los segundos hasta que A.J. estuviera a una distancia segura y pudieran detener a Pittmon y al chico.


El inspector revisó la mercancía y cerró la bolsa.


—Me parece bien —se echó la bolsa al hombro—. La próxima vez no me hagáis esperar.


—La próxima vez no te instales tan pronto en mi patio de atrás.


Pittmon llevó una mano al interior de la chaqueta y todos los sentidos de Pedro se pusieron en alerta.


—¡Pistola!


Los segundos siguientes transcurrieron con toda la claridad de una película que se pasara a cámara lenta, fotograma por fotograma.


Randall apretó el gatillo. A.J. torció los hombros, gruñó con el impacto de una bala y cayó hacia atrás contra un montón de cajas. Una lluvia de balas de la policía cortó en dos la mesa vieja y golpeó el cemento a los pies de Randall.


Pedro se lanzó hacia delante y el chico sacó una pistola del bolsillo. Apuntó con ella a A.J. y luego a Pedro. El sudor le cubría la frente y en sus ojos se leía pánico.


—¡Tiren las armas! —gritó el teniente Cutler, entre el enjambre de agentes que rodeaban a Pittmon.


Randall, que comprendió que no podía hacer otra cosa, dejó caer su pistola al suelo y levantó las manos. En cuestión de segundos estaba boca abajo sobre el cemento, con las manos esposadas a la espalda.


Pero el chico empezó a retroceder.


—¡No volveré a la cárcel!


—Tira la pistola antes de que alguien te dispare —le advirtió Pedro.


—¿Me vas a disparar tú? —apuntaba al pecho de Pedro—. Dispararé yo antes.


Un agente de las Fuerzas Especiales, vestido de negro desde el chaleco antibalas hasta las botas, se colocó detrás de él.


Pedro retiró la mano derecha de la pistola e intentó calmar al chico. Indicó con los ojos al agente especial que se apartara. El chico estaba ya bastante nervioso. Un movimiento brusco y podía apretar el gatillo.


—Dame la pistola —le dijo con voz firme y tranquila—. Dámela y no te pasará nada.


Algo alertó al chico de la presencia del otro agente. Se volvió.


—¡Eh!


Pedro se lanzó sobre él, le agarró la muñeca y se la retorció con el brazo levantado.


La bala golpeó las vigas de acero del techo del almacén y aterrizó en alguna caja.


Pedro tiró al chico al suelo y le arrancó la pistola. El agente especial y otros dos más lo apuntaron con su rifle.


—¡Atrás! —dijo Pedro, como si tuviera derecho a dar órdenes a tres oficiales


—¡Alfonso! —gritó el teniente Cutler.


Pedro respiró con fuerza y esposó al chico.


—No discutas con estos hombres —le susurró al oído—. Acabo de salvarte la vida.


—No me hagas favores.


Los agentes especiales se llevaron al chico y Pedro enfundó su arma y se enderezó la gorra antes de mirar a Cutler.


—Te dije que mis hombres se ocuparían de esto. Tu trabajo era ofrecer apoyo y asegurar la zona.


—Estaba protegiendo al chico.


El teniente puso los brazos en jarras y lo miró de hito en hito.


—Es tan culpable como Pittmon. Su pistola es igual de mortífera.


Pedro le sacaba una cabeza a Cutler. Sacudió la tensión de sus hombros. Sabía que el otro tenía razón.


Había actuado guiado por el instinto de proteger más que por la tarea que le habían asignado.


—Sí, señor.


—No sea duro con él, teniente —intervino Antonio José Rodríguez, que apretaba una compresa sangrienta sobre la herida que tenía en el hombro izquierdo—. Es probable que me haya salvado la vida.


Cutler pareció considerar el comentario de A.J.


—Supongo que es una deuda de gratitud más que tenemos con los Alfonso.


Pedro pasó la vista de la mirada dorada de A.J. a la expresión de sarcasmo de los ojos azules de Cutler.


—Sólo cumplía con mi deber, señor.


Era lo único que quería hacer siempre. Siempre que el teniente Cutler, su jefe directo, se lo permitiera.





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