sábado, 25 de noviembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 4
Pedro acababa de atarse las zapatillas de deporte y estaba comprobando la música que había cargado en su iPod el día anterior cuando sonó el timbre.
—¡Voy! —gritó, guardando el aparato en el bolsillo del chándal.
Al otro lado de la puerta había una chica bajita con un vestido ancho del mismo color verde hierba de sus ojos que, por cierto, estaban medio ocultos tras los cristales de unas gafas. Tenía el largo pelo castaño sujeto en una sencilla coleta y, los generosos labios… muy apretados. Era mona, con buenas curvas, y la había visto antes en el edificio.
—Hola.
—Hola —respondió ella, muy seria.
—Nos conocemos, ¿verdad? —Pedro inclinó a un lado la cabeza, como si ese gesto pudiese ayudarlo a ponerle nombre—. ¿De qué nos conocemos?
La joven, poniendo los ojos en blanco un momento, le entregó con un gesto brusco el New York Post
—Tome, esto es suyo.
—¿Mío?
—Sí.
No hablaba mucho, pero había algo en ella… quizá cómo movía los labios. Podría mirarla haciendo eso durante un buen rato. Era un movimiento extremadamente sensual.
—¿Es la encargada de repartir los periódicos?
—No.
—Ah, me alegro, porque son las dos de la tarde y, si fuera la encargada de repartir los periódicos, tendría que despedirla.
—Ah, qué agradable.
—Yo no soy agradable.
—¿No me diga?
—¿Vive en el edificio?
Esa pregunta le hizo sonreír. Pero no con una sonrisa de felicidad, sino más bien irónica.
—Al final del pasillo.
—Ah, sí, claro —sonrió Pedro—. ¿Y por qué le ha llegado a usted mi periódico? —preguntó con curiosidad.
—Por costumbre, supongo —esos generosos labios rosados permanecieron abiertos, como si fuera a decir algo más.
Pero no dijo nada.
—¿Por costumbre?
—El periódico no es lo único que pasa por mi casa de camino a la suya, señor Alfonso.
Señor Alfonso. Eso no estaba bien. Ninguna mujer, salvo las que trabajaban para él, lo llamaba señor Alfonso. Pedro intentó imaginar por qué aquella chica estaría enfadada con él… y tardó un momento, pero lo descubrió. Ah, sí, sus amigas llamando al apartamento equivocado a altas horas de la noche.
Sonriendo, se apoyó en el quicio de la puerta y cruzó los brazos.
—El 12B, ¿verdad?
—En carne y hueso.
Esas palabras despertaron un cosquilleo en su interior.
Bueno, al fin y al cabo, era un hombre.
—Entonces, supongo que Sebastian Stone y usted son…
—Cuido su casa mientras él está en Europa —le aclaró ella, con gesto de fastidio.
Ah, las mujeres con fuego, ésas a las que él no gustaba nada. Las mujeres que no se dejaban afectar por él eran tan pocas, tan raras…
Aquella chica no era su tipo, no tenía nada que ver con las mujeres con las que solía salir pero, definitivamente, tenía que volver a verla.
—Gracias por el periodico —le dijo—. Y disculpe por las frecuentes intrusiones a deshoras. La verdad, pensaba pasarme por su casa para pedirle disculpas.
—Sí, seguro.
—Es que he estado muy ocupado —se excusó.
—Todos estamos muy ocupados, señor Alfonso.
—Sí, por supuesto. De nuevo, le pido disculpas. A partir de ahora le aseguro que mis invitadas siempre llamarán a mi puerta y no a la suya. Pero si no es así, por favor no dude en volver a pasar por aquí para darme otra patada en…
—Le hace gracia, ¿no?
—No.
—Sí, claro que le hace gracia.
—Le aseguro que no creo que despertar a alguien de madrugada sea gracioso —dijo Pedro entonces, completamente serio.
Ella levantó la barbilla.
—Me alegro.
—A menos que sea por una razón muy buena, claro.
Por la expresión que puso, aquella chica parecía a punto de darle un puñetazo en el estómago.
—Espero que se encargue de solucionar ese problema inmediatamente, esta misma noche.
—Esta noche no tengo una cita —afirmó él.
La joven dejó escapar un suspiro.
—A lo mejor podría darle a sus amigas un plano del edificio —sugirió, sarcástica—. O quizá no. La verdad es que no parecen entender bien las indicaciones.
Le gustaba aquella chica. Le gustaba mucho. Tal vez debería ampliar el espectro de mujeres con las que salía.
—¿Ah, no?
—En una ocasión tuve que acompañar a una de ellas hasta su puerta.
Pedro no pudo evitar una sonrisa.
—¿Qué puedo decir? Las chicas listas no salen con tipos como yo.
—Sí, seguro —murmuró ella de manera casi inaudible.
—¿Perdone? —la había oído perfectamente, pero cualquier excusa era buena para seguir mirando esos labios.
—Nada, tengo que irme —después de hacer un gesto con la mano que casi parecía un saludo militar, la joven se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.
—Gracias otra vez.
Ella miró hacia atrás.
—Le diría «cuando quiera», pero estaría mintiendo.
Pedro rió.
—Oiga, espere un momento.
—¿Qué?
—Si nos encontramos en el pasillo o en el ascensor…
—¿Sí?
—¿Puedo llamarla 12B?
Esa vez fue ella la que sonrió, una sonrisa juguetona.
—Si espera que le conteste, no.
—¿Cómo se llama entonces?
—Paula Chaves.
—Me parece que eres una chica muy lista, Paula Chaves.
—Me temo que sí.
Pedro la observó volver a su apartamento, con su redondo y firme trasero moviéndose de lado a lado. Medio niña, medio mujer, pensó. Era guapa, sexy a su manera, pero desde luego no tenía nada que ver con las mujeres con las que él solía salir.
No había mentido al decir que a las chicas listas no les gustaban los hombres como él. No era porque a él no le gustasen las mujeres inteligentes, pero en aquel momento su trabajo era todo el reto que necesitaba tener en su vida.
Por el momento, no quería complicaciones.
Después de cerrar la puerta se dejó caer en el sofá y abrió el periódico, olvidando que había pensado salir a correr un rato antes de que Miss Vecinita de al lado apareciese.
Pedro pasó las páginas: primero las noticias, luego los deportes…
«Malditos Yankees y sus lesiones. Así pierden credibilidad».
Asqueado y cabreado con su equipo favorito de béisbol, Pedro pasó la página… y se quedó boquiabierto.
—Será posib…
En la sección de Sociedad había una fotografía de él con Marie Endicott, una chica con la que había salido en un par de ocasiones… y que, desafortunadamente, se había tirado desde la terraza del edificio un mes antes.
Leyó el encabezamiento de la noticia, que decía así:
¿Joven suicida tonteando con el playboy de AMS antes de su muerte?
Pedro tiró el periódico y tomó su Blackberry. Como esperaba, su e-mail estaba lleno de peticiones de entrevistas y declaraciones.
—Maldita sea.
Diez minutos después sonaba el teléfono. Era la policía, solicitando un tipo de declaración muy diferente:
—Señor Pedro, nos gustaría que pasara por comisaría hoy mismo para contestar a unas preguntas.
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 3
Una hora después, las tres estaban en la puerta haciendo una lista de cosas que necesitaban para la semana siguiente y fijando un día para comer juntas. Estaban a punto de marcharse cuando Julia tropezó con algo en el suelo.
—Ah, toma, el New York Post.
—No es mío, yo leo el Times —Paula miró el nombre del destinatario que aparecía en la etiqueta.
—El señor Alfonso, supongo —rió Julia divertida.
—Increíble —suspiró ella—. No sólo tengo que indicarles a sus amiguitas cuál es su apartamento, también tengo que llevarle el periódico. Bueno, pues ya está bien.
—Creo que se ha enfadado de verdad, July —sonrió Amanda.
—¡Por fin! ¡A por él, leona!
—Grrrr —rió Paula mientras sus amigas se dirigían al ascensor.
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 2
Era la hora del almuerzo un domingo en la Gran Manzana, un evento sagrado para los neoyorquinos que trabajaban sesenta y cuatro horas a la semana y necesitaban relajarse un poco antes de empezar el lunes otra vez.
Normalmente, Paula Chaves lo celebraba reuniéndose con sus amigas Amanda y Julia para tomar huevos revueltos, bollos, crema de queso y, si consideraban que era apropiado, un poco de alcohol. Por desgracia, esa mañana estaba demasiado cansada como para ponerse a cocinar. Apenas había tenido tiempo de sujetar su largo pelo castaño en una coleta. Y nada de lentillas. Aquel día iría con gafas.
Después de trabajar hasta las tantas en el diseño de un logo original con el que esperaba conseguir un puesto como diseñadora gráfica, otra de las estúpidas chicas de «la tropa de Pedro» la había despertado de madrugada.
Pedro era Pedro Alfonso, el vecino alto y moreno de ojos azules y hoyito en la mejilla que vivía en el apartamento de al lado; un hombre que recibía constantes visitas femeninas ya fuera de día o de noche. Esa era «su tropa». El nombre había sido inventado por sus amigas Amanda Crawford y Julia Prentice, con las que solía criticar al irritante vecino.
El problema era que algunas de las amiguitas de Pedro aún no habían aprendido a leer y confundían el apartamento de Paula, el 12B, que cuidaba para el príncipe y empresario europeo Sebastian Stone, con el 12C, el apartamento de Pedro en el 721 de Park Avenue, la zona más lujosa de Manhattan. Y la noche anterior, alrededor de la una, otra de sus amazonas de talla cero, esa vez de pelo rojo y labios hinchados artificialmente, había llamado a su puerta.
—Siento mucho no poder ofreceros nada más —se disculpó ante sus dos amigas, sentadas frente a la mesa de cristal y hierro forjado en el elegantísimo apartamento de Sebastian Stone.
Los ojos grises de Amanda brillaron, divertidos, mientras cruzaba las piernas.
—No te preocupes, café y donuts es un clásico.
—Y ésos que Heran azúcar por encima son los favoritos de mi niño —Julia, que estaba embarazada de cuatro meses, ocupaba el apartamento 9B hasta que se fue a vivir con su novio, Max Roland, el mes anterior. Y ahora su antigua compañera de piso, Amanda, tenía el piso para ella solita.
Julia y Amanda no podían ser más diferentes a ella. Las dos eran niñas ricas, las dos licenciadas en la elegantísima y super pija universidad de Vassar, las dos siempre impecablemente vestidas.
Y luego estaba ella: ojos verdes, melena oscura, grandes pechos, buenas caderas y un vestido teñido estilo hippy que había dejado de estar de moda diez años antes. Era mona, pero nada que ver con sus guapísimas amigas. Y eso no le molestaba en absoluto. Paula no tenía inseguridades de ese tipo; ella era quien era.
Julia y Amanda no podían estar más de acuerdo. A la primera, que no había trabajado nunca, y a la segunda, que se dedicaba a organizar eventos, no podía importarles menos que su amiga no fuese una belleza o que no tuviera dinero ni un apellido conocido. Sólo querían su amistad.
—Además de una quiche de verduras y una ensalada de rúcula y queso de cabra, quería hacer bollitos de canela —suspiró Paula—. Pero el tiempo que necesita la masa y mi tiempo hoy no coinciden, desgraciadamente.
—No pasa nada —Amanda, sin una gota de maquillaje y tan guapa como una modelo, le dio una palmadita en la mano—. ¿Te acostaste tarde anoche? ¿No me digas que tuviste una cita?
—¿Una cita? No, qué va —rió Paula, como si ésa fuera la pregunta más tonta del mundo.
Pero luego lo pensó un momento. ¿Por qué iba a ser una pregunta tonta? ¿Y cuándo fue la última vez que tuvo una cita? ¿Había sido en este siglo o en el siglo anterior? Ah, sí, claro, un año antes de que a su madre le diagnosticaran…
—A ver si lo adivino —la voz de Julia interrumpió sus pensamientos—. ¿Otra visita a horas intempestivas?
—Pero si ha dicho que no tuvo una cita… —murmuró Amanda, mordiendo otro donut.
—No me refería a un hombre, me refería a algún miembro de la tropa de Pedro.
—Ay, por favor. ¿Otra de las chicas de Pedro volvió a despertarte de madrugada?
—Sí —suspiró Paula, dejándose caer sobre la preciosa silla de roble Glastonbury.
—¿La rubia otra vez?
—No, pelirroja.
Amanda se encogió de hombros.
—El tipo es versátil, desde luego.
Pero Julia no pensaba dejar el tema. Podía ser pequeña en estatura, pero tenía el temperamento de una tigresa.
—Paula, esto es intolerable. Tienes que hablar con él.
—Lo sé, lo sé.
Y lo sabía, pero…
—O, al menos, deja una nota en su puerta —sugirió Amanda, sirviéndose otra taza de café, con el flequillo rubio cayendo sobre su cara.
Julia sacudió la cabeza.
—Habías jurado que si volvían a despertarte…
—Que sí, ya lo sé —suspiró Paula, avergonzada por su falta de valor—. Nunca había tenido miedo de enfrentarme a nadie, pero ese hombre… Pedro Alfonso es demasiado guapo. Esos hoyitos en un rostro tan serio… Es como un chico del instituto para el que me pintaba y me ponía colonia de Rochas todos los días con la esperanza de que se fijase en mí.
Julia levantó una ceja.
—¿El chico que te gustaba? ¿Pedro se parece al chico que te gustaba en el instituto, Pau?
—Sí, bueno, quiero decir que es así de guapo y de carismatico…
—¿Quieres que Pedro se fije en ti?
—No —contestó Paula, dejando escapar un largo suspiro—. Sólo quiero contarle lo que pasa.
—Pues lo único que tienes que hacer es llamar a su puerta.
—Sí, Julia, ya lo sé.
En su propio mundo, como casi siempre, Amanda tomó un sorbo de café.
—Además, entonces no usabas colonia de Rochas, cariño, era pachuli.
Paula y Julia soltaron una carcajada al unísono.
—Sí, seguramente fuera verdad —dijo Paula luego—. Por cierto, ese chico sólo se fijó en mí para decirme que me había salido un grano.
—No te preocupes, cariño —intentó animarla Julia—, seguro que ahora se dedica a servir hamburguesas.
—No, he oído que juega al fútbol con los Colts de Indianapolis.
—Bueno, pero seguro que todas las animadoras pasan de él.
—Lo dudo —suspiró Paula—. Los hombres como él y como Pedro Alfonso no saben lo que es una negativa —dijo luego, encogiéndose de hombros—. No lo entiendo. ¿Por qué todas las mujeres pierden la cabeza por ese tipo de hombre? Un arrogante que sólo busca sexo…
—Que sea alto, guapo y con dinero ayuda mucho —opinó Julia.
Amanda asintió.
—Es el trío de cualidades que buscan algunas mujeres.
Paula levantó los ojos al cielo.
—Hablo en serio, chicas.
—Y nosotras también —rió Julia—. Para algunas personas el aspecto físico y el dinero es lo único que cuenta.
Sí, tenían razón, pensó Paula. Ella conocía la realidad de la vida, pero le costaba trabajo aceptar que la gente no quisiera algo más. Tener dinero y resultar atractivo para los demás era interesante, claro, pero no duraba para siempre. Y no era lo fundamental. Lo importante era tener a alguien que te diera un masaje en los pies después de un largo día de trabajo, alguien que se alegrase de que hubieras conseguido un encargo profesional o que te ayudase a sobrellevar el dolor cuando estabas descubriendo en qué consistía la enfermedad de Alzheimer.
Paula apartó de su mente ese último pensamiento. No, no iba a contarles penas a sus amigas. En lugar de eso, se levantó para ir a la cocina a hacer más café.
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 1
Envía un millón de dólares a una cuenta secreta de las islas Caimán o tus pasadas indiscreciones serán de dominio público.
Pedro Alfonso, en su despacho decorado en acero y cristal, se inclinó hacia delante para tirar la nota a la papelera. No estaba furioso, ni siquiera preocupado, sólo quería seguir trabajando.
Las amenazas no eran algo nuevo para él; las recibía por correo electrónico, por correo ordinario o de cualquier otra forma. Las había recibido de su padre, de empleados despedidos recientemente y, por lo tanto, cabreados con la empresa familiar de medios de comunicación AMS o de mujeres, antiguas amantes que se negaban a aceptar el fin de su relación.
Las amenazas eran un fastidio, pero poco más.
El magnate de treinta y un años sabía quién era y lo que quería, en los negocios y en la vida, y ninguna influencia del exterior iba a cambiar eso.
Pedro siguió firmando un montón de papeles mientras, al otro lado del ventanal, el sol empezaba a asomar en el horizonte, llevando con él un nuevo día de agosto y un edificio lleno de actividad.
—Buenos días, señor Alfonso.
Pedro saludó con la cabeza a una de sus jóvenes ayudantes, una bonita pelirroja que acababa de graduarse en la universidad de Nueva York, antes de mirar el reloj de su ordenador portátil.
—Las seis y media. Muy bien.
—Le traigo la agenda del día —sonrió la joven antes de salir del despacho.
Era guapa, pero él nunca mantenía relaciones con sus empleadas que en este caso, además, era muy joven.
Aunque le gustaban mucho las pelirrojas. De hecho, esa misma noche tenía una cita con una pelirroja igualmente guapa, pero no tan inteligente. Y a él le daba lo mismo.
Pedro sonrió al recordar la noche anterior. Su amiga había estado veinte minutos insistiendo en que Rudolf Giuliani no era un político, sino un famoso jugador de baloncesto.
Ah, sí, le encantaban las mujeres. Le encantaba cómo reían, como se movían, cómo olían… Todas tan diferentes y tan similares. Y la pelirroja no era ninguna excepción. Como las demás mujeres, creía que iba a ser ella quien lo cambiase, quien lo llevase al altar, quien lo hiciera tan increíblemente feliz que olvidaría la estricta norma que había seguido durante los últimos diez años: un máximo de cuatro semanas antes de romper la relación.
¿Por qué no lo entendían? ¿Por qué no podían comprender que él no iba a cambiar nunca? Pedro había aprendido de la manera más dura posible que en cuatro semanas una mujer podía convertirse en algo más que una distracción y pasar por eso otra vez era inaceptable en aquel momento de su vida.
Pero Pedro no era totalmente insensible en cuanto a sus relaciones con las mujeres. Siempre era completamente sincero sobre las cuatro semanas y sobre lo que no debían esperar de él.
No tenía nada personal contra ninguna de las chicas con las que salía y tampoco tenía nada que ver con su belleza o su personalidad. Era un simple hecho, una norma que él tenía… y quizá, si le obligaban a admitirlo, una manera de tenerlo todo, al menos todo lo que a él le gustaba, sin sufrir dolores de cabeza.
Unos dolores de cabeza que lo distraerían inevitablemente de su único deseo: convertirse en presidente de AMS cuando su padre se retirase.
Desgraciadamente, Saul Alfonso tenía una visión completamente diferente a la de su hijo sobre las relaciones sentimentales. Según él, tener esposa e hijos estabilizaba a un hombre, lo hacía más fuerte. Tener una familia, en opinión de su padre, facilitaba el ascenso a un puesto de poder y aseguraba el respeto de colegas y rivales. Desde su punto de vista, el de un hombre de los años cincuenta, una esposa se encargaba de los detalles y dejaba que su marido lidiase con los problemas más importantes.
Y estaba tan convencido de eso que, después de varios intentos fracasados de convencerlo para que sentara la cabeza, había optado por enviarle informes y notas sobre el tema. Pedro tenía la última en la mano. Había sido colocada, sin duda por uno de los fieles subordinados de Saul Alfonso, bajo el monitor de uno de sus ordenadores, y era una advertencia de que podría no retirarse como presidente de AMS hasta que Pedro estuviera felizmente casado.
O tristemente casado, en su opinión.
Sí, las amenazas llegaban a su despacho en diversos tamaños, formatos y medios.
Todo en un día de trabajo.
Pedro tiró la nota de su padre a la papelera, viéndola caer junto con la absurda misiva en la que alguien le pedía que enviara un millón de dólares a una cuenta secreta si no quería que se revelasen ciertos secretos de su pasado.
Algo que tenía tantas posibilidades de suceder como que Pedro Alfonso, renombrado soltero, buscase una esposa.
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: SINOPSIS
¿Estaría dispuesta a casarse por dinero?
El magnate de los medios de comunicación Pedro Alfonso tenía una semana para encontrar esposa… o perder su imperio, pero ninguna de sus aventuras de Manhattan cumplía los severos requisitos que había impuesto su padre.
Entonces Pedro se fijó en la joven de la puerta de al lado.
Con gafas y camisetas amplias, Paula Chaves parecía una chica inocente, ¿pero qué pensaría sobre los deberes maritales, vitales para un hombre tan viril como él?
Pedro tenía dinero y encanto suficientes para convencerla, pero jamás habían intercambiado una sola palabra. ¿Cómo iba a pedirle que se casara con él?
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