sábado, 18 de noviembre de 2017
MI UNICO AMOR: CAPITULO 8
Volvió a colocar la cafetera sobre la estufita y cuando el líquido comenzó a hervir pensó que era un reflejo exacto de sus propias emociones. Hablar con Pedro Alfonso era como golpearse la cabeza contra un poste de madera. No ejercía ningún efecto, con excepción de que la dejaba sintiéndose ultrajada y de muy mal humor. Le echó más azúcar a su taza. La necesitaba.
Un escozor en la columna le indicó que Pedro estaba allí.
Sirvió el café y miró hacia donde él estaba; estaba apoyado contra el marco de la puerta con el cuerpo relajado y cierta diversión en los ojos.
—Por lo visto finalmente recordaste tus escrúpulos —comentó Pedro.
Paula lo ignoró y le dio un sorbo al liquidó caliente. Disfrutó el momento en que el calor le invadía lentamente el cuerpo.
Pedro cerró la puerta con indolente gracia, y comenzó a hurgar en los armarios debajo del mostrador. Sacó una palangana blanca, la cual llenó con agua de una jarra. Paula lo observó lavarse las manos. Sin duda iba a acabar con las galletas y todo lo demás.
—¿Quieres?
Le deslizó el paquete de galletas poco después.
—No, gracias.
Torció la boca, dejó su taza, se frotó un brazo con la mano y trató de entrar en calor.
—¿Aún tienes frío? —preguntó Pedro—. El calentador es un poco temperamental, pero… —sonrió—. Podría hacerte entrar en calor, si eso deseas…
Comenzó a acercarse a ella y Paula dio unos pasos atrás echando chispas por los ojos.
—No lo deseo. Déjame en paz.
—Fue sólo una sugerencia —extendió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto conciliatorio—. No tienes por qué agitarte tanto.
—Puedo prescindir de esa clase de sugerencias —trató de alejarse más y sus piernas chocaron contra el armario inferior y conmocionada comprendió que ella misma se había arrinconado. —No te acerques más —le advirtió, presa de un pánico desconocido.
Era muy consciente de la presencia de Pedro, de su cuerpo alto y musculoso a pocos centímetros de ella. Era muy grande, muy masculino y ella, podía ver la textura de la bronceada piel. Además, la fragancia sutil de su colonia le invadía los sentidos.
Él seguía moviéndose, se acercaba con lentitud. Ella desesperada, tanteó el armario a su espalda en busca de algo con que defenderse.
—¿Qué temes? —preguntó Pedro—. Te dije que no corres peligro alguno.
Ella cerró los dedos sobre algo duro, como de frío acero, levantó la mano y dirigió el metal hacia el pecho masculino.
—Lo digo en serio —dijo con fiereza—. No te acerques.
Pedro contempló las tijeras.
—Espero que no pienses usar eso contra mí, Paula. Sangro con facilidad. ¿Por qué no las dejas en su lugar? Créeme, no necesitas esa clase de protección.
—Yo decidiré qué necesito.
Hizo un movimiento desesperado con las hojas filosas y en el mismo momento, Pedro entró en acción. Sucedió con tanta rapidez que la mente y el cuerpo de Paula giraron y sus ojos dejaron de enfocar. Una banda de acero le ciñó la muñeca y le empujó el brazo hacia atrás cuando el cuerpo duro de Pedro la presionó y le sacó todo el aire de los pulmones. Hubo un momento de profunda quietud y en el tenso silencio que se creó, Paula tomó conciencia del golpeteo de su propio corazón y del pulso acelerado en todo su cuerpo. Él también debió sentirlo porque estaba muy cerca.
—No me conoces bien —dijo despacio—. De lo contrario comprenderías que no me agrada enfrentarme con el extremo equivocado de unas tijeras. Y eso puede considerarse como una de tus peores acciones.
Cuando Paula se vio atrapada contra el duro borde de los armarios de madera, dada la presión de los fuertes muslos, comprendió su tontería. No se atrevió a moverse. Las tijeras se deslizaron de sus dedos laxos e hicieron un ruido metálico al caer y resbalar por el suelo.
—Así está mejor. Ahora, quizás podamos calmar un poco la situación.
—Tú la iniciaste.
—No es cierto.
—Me trajiste contra mi voluntad —lo acusó, furiosa por la negación—. Y ahora estás maltratándome. No me dejas espacio para respirar… Es posible que muera por asfixia. Y si logro escapar de esa suerte que me presiona, me dejará unos cardenales en la espalda… Y no me sorprendería si me rompiste la muñeca.
—Para ser alguien que da sus últimos suspiros no te faltan las palabras —la soltó—. Dudo que tengas la muñeca rota porque ni siquiera cambió de color. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Imaginaste que me quedaría pasivo mientras me tenías como blanco para tu práctica de bayoneta? —la observó pensativo—. Sí, eso debiste pensar. ¿Siempre eres tan explosiva?
—No me pierdas de vista y lo sabrás —predijo frotándose la muñeca—. Crees que puedes hacer lo que se te antoje, pero te equivocas.
—Por lo visto quizá sea mejor que regrese a pescar. Parece que mi presencia te provoca una agresión alocada; será mejor dejarte un rato en paz. El tiempo te servirá para reflexionar.
—No te atrevas a irte y a dejarme aquí —exigió—. ¿No quedamos en que era hora de que regresáramos?
—¿Eso hicimos? Yo no tengo prisa. Además, prefiero una compañía más agradable si he de viajar por el río. Contigo a bordo no me atrevería a volver la espalda porque podría convertirme en alimento para los peces.
—¡No seas ridículo! —exclamó—. Sabes muy bien que mi reacción anterior fue sólo un fogonazo porque me sentí amenazada. Fue en defensa propia.
—Quizá te lleve de regreso dentro de unas horas, cuando te sientas menos… Amenazada.
Inclinó la cabeza, salió de la cabaña y caminó calmado por el sendero hasta la orilla del lago.
Paula lo vio alejarse y una turbulenta tormenta se gestó en sus ojos verdes. Él no tenía derecho de tratarla así. ¿Quién diablos se creía? Ya no toleraría más. Debía de haber alguna manera de terminar con esa actitud dominadora. ¿De modo que Pedro la consideraba explosiva? Esbozó una sonrisa. Él haría bien en cuidarse porque ella le demostraría lo que significaba provocar a un volcán a punto de explotar.
MI UNICO AMOR: CAPITULO 7
Se entretuvo con las revistas que estaban esparcidas sin orden en varias secciones de los armarios. Quien quiera que fuera el dueño de la cabaña, era aficionado a diferentes cosas, porque además de varias revistas de pesca muy leídas y algunas de coches, había bastantes con fotografías que le proporcionaron material para meditar. Vio artículos de cómo plantar jardines bajo el agua y buenos consejos para decorar un pequeño apartamento.
Consultó su reloj. Treinta minutos. Alzó el cuello de su chaqueta y fue a buscar al hombre. Sería amable con él durante la siguiente media hora y luego, con tranquilidad, le recordaría que había transcurrido una hora. Con dignidad insistiría en que regresaran.
—¿Cambiaste de opinión y viniste a probar suerte? —preguntó él al verla. Las pequeñas olas lamían la orilla donde él estaba sentado—. Comenzaron a morder. ¿Ves aquella carpa en la red? Tardé diez minutos en pescarla.
—Pobre carpa, debe estar agotada —comentó quedo. Sabía que uno debía callar donde se pescaba, pero quizás eso querían los hombres que se pensara—. ¿Pescas por aquí a menudo? Conoces bien la cabaña.
—He venido varias veces —aceptó—. Me agrada pescar. Me proporciona el tiempo para meditar y poner en perspectiva al mundo.
—Supongo que tienes muchas oportunidades de hacerlo dado el tipo de trabajo que desempeñas.
—¿Qué quieres decir? —la miró de reojo.
—Bueno, no puede ser muy seguro —se sentó a su lado, sobre la hierba fresca—. Tengo entendido que despiden a los hombres con más frecuencia que con la que los contratan. Eso significa que tienes mucho tiempo para hacer antesalas… Y pescar.
Desde luego, no había motivo para que un hombre de cuerpo fuerte como Pedro Alfonso estuviera sin trabajo más de uno o dos días. Se le ocurrieron muchos tipos de labores que él podría hacer… Picar piedras, cavar para sacar sal siberiana…
—Parece que te molesta mi trabajo, más bien mi falta de trabajo —comentó—. ¿Qué es exactamente lo que te irrita? ¿El hecho de que disfrute lo que cada día me proporciona y que no bullo hasta llegar a un estado de neurótico hiperactivo?
—Yo no podría vivir de esa manera tan caprichosa —le informó—. Me agrada saber de dónde provendrá mi siguiente comida y eso significa que no tengo tiempo para admirar la naturaleza con tranquilidad.
—Vaya, eres una mujer de negocios decidida a triunfar. Me impresionas —tiró del sedal y con habilidad lo sacó del agua—. Debiste estudiar mucho para llegar al punto en que te encuentras, o sea estar iniciando tu propio negocio. Impulso y ambición, son cualidades difíciles de tener.
—Realmente no. Si tú quisieras algo con mucho anhelo podrías pugnar por conseguirlo.
—¿Yo? —Pedro pareció un poco horrorizado—. ¿Para qué quiero tener ambición? Me parece que es mucho trabajo. No veo el caso de gastar tanta energía si estoy contento como soy.
Tiró otra vez del sedal para tomar el anzuelo.
—¿No sientes que quizá te pierdes algunas cosas?
Los movimientos hábiles de los dedos largos y esbeltos la tenían fascinada. Pedro tenía las manos bronceadas y parecían rudas y capaces.
—¿Qué podría estar perdiendo? Puedo quedarme tranquilo y ver cómo pasa el día y cuando el flotador se sume en el agua sé que un pez tira de la caña. En ese momento la adrenalina comienza a fluir y la batalla empieza —la miró—. ¿Conoces ese sentimiento, Paula? ¿Alguna vez disfrutaste los sencillos placeres de la vida al gozar de la pureza de un día perezoso en que uno toma conciencia de su propio ser?
—Por supuesto que sí —contestó y sin darse cuenta, su mirada fue añorante al observar el agua del lago—. Pero hay mucho que hacer y hay que atender los negocios.
—No es bueno permitir que la rutina nos domine —dijo con firmeza, mientras examinaba la punta del sedal—. Si uno no toma lo que le es ofrecido, la vida puede pasar sin que nos demos cuenta. Apuesto que a pesar de tantos años de estudio no sabes ponerte un par de botas altas impermeables, para meterte al agua y sentirla a tu derredor, o cómo ponerle carnada a un anzuelo… —tiró de una pequeña caja de plástico—. Podrías intentarlo en este momento si lo deseas.
—No… No lo creo… No podría… Realmente no quiero —se puso de pie porque la acometió un repentino pánico. Respiró profundo—. Tengo que irme, Alfonso, es hora de que me regreses a casa.
—No es posible, acabamos de llegar. Además, esta es la mejor hora para pescar. El clima refresca y los peces se tornan perezosos…
—Más bien quieres decir que te es más fácil pescarlos. ¿Qué tipo de deporte es ese? —preguntó—. Dijiste que una hora y esa hora ya pasó. Quiero regresar de inmediato —contempló el surtido de flotadores y lo que estaba esparcido en el suelo al lado de Alfonso—. ¿Necesitas ayuda para guardar todo esto?
Él levantó la punta de la caña, hizo un leve movimiento con la muñeca y arrojó el anzuelo al agua. Paula entrecerró los párpados.
—Pedro… —murmuró con cuidado—. Hace frío y te agradecería que recogieras tus cosas para que emprendamos el regreso.
—¿Frío? —repitió—. No lo noté. ¿Por qué no vas a la cabaña por una caña y regresas acá? El ejercicio te hará entrar en calor. Y si eres quisquillosa, yo colocaré la carnada.
—Es evidente que no me escuchas —apretó la boca—. Dije que quiero regresar y lo dije en serio. ¿Me llevarás a casa o no?
Pedro se inclinó hacia delante y su cuerpo se tensó cuando el flotador color naranja se sumió y desapareció de la vista.
—Acaban de morder, ¿lo ves? Observa, le da un pequeño mordisco…
Su concentración era total. Paula lo observó y su mente comenzó a bullir como una bomba a punto de explotar.
—La pesca es un deporte cruel —murmuró con voz tensa.
—No es cierto —respondió quedo, concentrado en los movimientos del flotador—. Los peces no sienten nada y cuando termino siempre los devuelvo al lago.
—¿De veras? —con interés fijó la vista en la red de mantenimiento—. En ese caso te ayudaré.
Con la precisión y rapidez de un ángel vengador, Paula levantó la red y la volteó para que los tres ocupantes que se retorcían cayeran al agua, y con satisfacción sombría los vio alejarse.
—¿Por qué hiciste eso? —exigió Pedro furioso—. Me hiciste perder al otro pez.
—Estupendo —Paula se sacudió el agua de los dedos—. Tengo frío y estoy cansada de esperar. Te agradecería que metieras los aparejos en la caja y que pusieras en marcha el motor del yate.
—Paula, no…
Paula se dirigió a la cabaña y la voz de Pedro la siguió, pero ella no la escuchó. Era el colmo. Él la había desviado de su camino sin siquiera pedirle permiso y también había evitado que se reuniera con Adrian. Era evidente que él no sabía con quién trataba. Pedro tenía mucho que aprender si pensaba que podía pisotearla y estropearle sus planes.
viernes, 17 de noviembre de 2017
MI UNICO AMOR: CAPITULO 6
Apareció la isla que era una pequeña extensión de tierra, cubierta con árboles, en el centro del lago. Nerviosa, Paula miró a su derredor en busca de algún tipo de arma.
—Todos los instrumentos están bajo llave —informó Pedro después de ver su mirada—. No necesitarás ninguno.
—Me alegro de que pienses eso —comentó en tono cáustico—. Pero de estar en tu lugar no daría la espalda.
—¿La violencia es una característica tuya?
—No estoy acostumbrada a que me rapten —respondió—. Quiero saber por qué me trajiste aquí.
—Por supuesto —aceptó—. Pronto lo sabrás, pero por el momento, concentrémonos en atracar el barco y bajar a tierra.
La esperanza que tuvo de que él podría dejar algo al azar y darle la oportunidad de regresar sola se desvaneció cuando lo vio cerrar todo con llave y guardarla en un bolsillo.
Tendría que volver a pensar.
—No me gusta esperar —insistió con terquedad cuando él la ayudó a bajar a tierra.
—Aprenderás.
Señaló el rugoso sendero que conducía a una cabaña de madera y ella incrustó los tacones en la tierra.
—No iré a ninguna cabaña contigo —declaró desafiante.
—¿Preferirías que te llevara en brazos?
Se acercó a ella y Paula lo miró furiosa porque era consciente de su estatura y de la anchura de sus hombros.
—¡No te atrevas! —tronó.
La frustración y el resentimiento la dominaron. Era increíble.
¿Cómo podía sucederle eso a ella? Esa debilidad al ser dirigida por los caprichos de otra persona era nueva para ella y la tenía inquieta. Deseó gritar y patear algo, de preferencia a él.
—¿Qué hay allá dentro? —preguntó, contemplando la cabaña de modo hostil y con los párpados entrecerrados.
—Aparejos para pescar principalmente —respondió—. ¿Qué esperabas, una cama matrimonial y espejos?
—Si eso hubiera, créeme que vivirías para arrepentirte —murmuró arrebolada.
—Lo tendré presente —la miró de arriba abajo.
Ella creyó notar un dejo de diversión en los ojos azules y eso aumentó su ira.
—Si no está fuera de tu alcance, quizá puedas decirme por qué verificaremos el equipo para pescar —preguntó cuando llegaron a la cabaña.
—Es lo normal cuando uno planea pescar por la tarde.
—¿Pescar? —repitió y la sorpresa inundó momentáneamente su furia.
—Bueno, si prefieres no hacerlo, no tienes que pescar —murmuró él, mientras examinaba el candado en la puerta de la cabaña.
De nuevo ella tuvo el sobrecogedor deseo de destrozarle la complacencia, pero se dijo que debía esperar el momento oportuno.
Las cejas bien formadas del hombre se juntaron con desaprobación. Paula vio que él abría la cerradura con un alambre delgado que sacó de su bolsillo.
—¿No es eso ilegal? —preguntó Paula.
—Quizás —murmuró él con el ceño fruncido, pero no se molestó en levantar la vista de la tarea que lo ocupaba.
Era evidente que la cerradura no cedía con facilidad.
—Por lo visto no te parece importante acatar la ley —murmuró ella.
Él le dio una fuerte patada a la puerta y se escuchó el ruido de la madera astillada que cedía al metal. La sonrisa de satisfacción de Pedro le proporcionó un aire picaresco a su boca.
—Lo lamento —se volvió hacia Paula—. ¿Qué decías?
—Olvídalo —apretó los dientes.
—¿Por qué no entras?—preguntó desde adentro después de empujar lo que quedaba de la puerta—. Está bastante limpia, no hay arañas ni nada parecido. Pintaron las paredes con una emulsión blanca, eso debió ahuyentarlas.
—No saldrás impune de lo que acabas de hacer —le advirtió y con obstinación continuó afuera—. Primero me raptaste, ahora cometes allanamiento de morada, eso sin mencionar el robo de un yate. Tarde o temprano pagarás por tus acciones.
—Siempre y cuando sea más tarde —comentó con optimismo—. Trataré de que eso no me preocupe —la miró de arriba abajo—. Te vendría bien un poco de terapia relajante. No te hace provecho estar tan tensa. Puedes causarte una úlcera o algo parecido. Es muy malo —movió la cabeza en actitud pesarosa.
Era un hombre enfurecedor. De seguro acostumbraba hacer esa clase de cosas. Debía ser su modo de vida.
—¿Por qué no vas a pescar? —masculló ella entre dientes—. Con suerte caes al agua y te ahogas.
—Pobre Paula —murmuró—. Parece que tienes frío y sin duda se debe a que los árboles ocultan el sol. Tu nariz tiene un delicioso tono rosado.
Se alejó de la puerta y ella oyó que él hacía ruido dentro de la cabaña.
Era cierto, el clima era más fresco en la isla y conforme progresara la tarde, la temperatura descendería más. No tenía la menor idea del tiempo que Pedro la mantendría ahí.
Por la mañana, si alguien se molestaba en buscarla quizás encontrarían su cuerpo congelado.
Atisbó por la puerta abierta. Vio que él acercaba una cerilla a un tipo de calentador y percibió el olor particular del café proveniente de un pequeño mostrador en el rincón más lejano. Él había armado una estufa portátil y la cafetera estaba encima de ella. Miró los armarios donde había suficientes provisiones: Leche en polvo, agua embotellada, galletas y sopa.
—Ven acá —Pedro tomó dos tazas del armario y abrió una bolsa de azúcar—. No es el Ritz, pero si te molestas en poner uno o dos cojines sobre la banca, al menos estarás cómoda.
Paula frunció la nariz.
Necesitaba algún tipo de arma, algo que lo mantuviera a cierta distancia en caso de que fuera necesario. Observó las cañas de pescar y los aparejos acomodados en orden contra una pared lateral, una barra los mantenía en su lugar. Pensó que un pinchazo bien dirigido quizá le sería útil.
Con cautela se acercó al equipo, se detuvo y se sentó en el borde de una caja de caoba. ¿Cómo se atrevía él a estar tan tranquilo y confiado al servir leche en polvo en las tazas, luego al menear el café con lentitud como si cada paso ameritara el mayor cuidado y atención? Él no tenía por qué estar tan a gusto cuando ella se sentía como una masa ardiente de inseguridad.
—¿Quieres café?
Deslizó una taza hacia ella.
—No me agrada tomar lo que no me pertenece —murmuró—. Además, creo que necesito algo más fuerte —apretó la mandíbula—. Por lo visto, estás cómodo aquí. ¿Cuántas veces has hecho esto? ¿No crees que el dueño tendrá algo que decir en cuanto al uso que le das a sus cosas?
—¿No es un hecho que un placer ilícito es más emocionante? —sonriendo se encogió de hombros y se apoyó en el mostrador—. ¿No has vivido peligrosamente, Paula? ¿No canta tu sangre cuando haces algo alocado?
—Estás despistado —le informó—. No comparto tu deseo de caminar por el borde del aspecto malo de la vida.
—Se me hace difícil creerlo. Esos grandes ojos verdes no pueden ser tan inocentes como parecen. ¿No recuerdas ni un momento osado en que te dejaste llevar por la aventura?
—Prefiero no hacerlo —contestó con mucho sentimiento y él rió con un sonido ronco y extrañamente agradable que la hizo estremecer.
—A pesar de ser tan bella —murmuró mientras admiraba el esbelto cuerpo—. Una joya que tentaría a cualquier hombre… Me pregunto si…
—No flirtees conmigo, Alfonso —lo interrumpió—. No sé qué maquinaciones tienes en la mente, pero te digo que si se te ocurrió algo al respecto, saldrás perdiendo —lo amenazó con la mirada—. Quizá disfrutes esta clase de juego, pero déjame a mí afuera.
—Prefieres jugar con hombres casados, ¿no? —le devolvió la mirada—. ¿O sólo prefieres a uno en particular? Me refiero a Adrian Franklyn. ¿Puedo adivinar cuál es su atractivo principal…? ¿Será su dinero? —preguntó con cinismo.
Paula frunció el ceño. ¿Era eso lo que había desencadenado los sucesos de esa tarde?
—Parece que ya tomaste una decisión —comentó a secas—. ¿Qué te importa si tengo algún tipo de relación con Adrian? ¿Eres juez y jurado también? ¿Por qué te inquieta la situación? ¿No tienes asuntos propios en los cuales pensar?
—Odio ver que un hombre decente arruine su vida. Adrian y su esposa pasan por momentos difíciles lo cual es una lástima porque creo que son afines. No necesitan que alguien como tú les complique la vida.
—¿Es Adrian amigo tuyo? —preguntó pensativa.
—¿Te parece improbable? ¿Un hombre de negocios y un hombre que se gana la vida instalando rampas? ¡Qué lista eres, Paula!
—Te equivocas, simplemente tengo curiosidad, porque a pesar de que él nunca te ha mencionado estás empecinado en interferir en su vida.
—No quiero mantenerme al margen y permitir que una mujer destruya ese matrimonio. Tú causas problemas y quiero que te hagas a un lado.
—¿Piensas hacerlo durante unas horas? —contestó con una petulancia que no sentía—. ¿Días o semanas? ¿A lo mejor quieres alejarme de manera permanente? ¿Debo temer por mi vida?
—Acabas de mencionar varias opciones que debo tomar en consideración. Después de todo, incluso un hombre depravado como yo debe adherirse a ciertas normas. De seguro hay alguna manera de tratar con mujeres como tú, sólo es cuestión de encontrar la más adecuada.
Paula se preguntó si realmente Adrian tenía problemas.
Alfonso no tenía por qué inmiscuirse, pero quizás había algo de verdad en lo que decía. De todos modos, ella no merecía sus comentarios insidiosos. Una mujer como ella…
Cualquiera que lo escuchara pensaría de ella lo peor.
Dominó su irritación. Discutir con él era tan efectivo como dejar caer un copo de nieve a un estanque. Más le convenía ahorrar sus energías.
—Estás equivocado en cuanto a la relación que tenemos Adrian y yo —respondió tranquila—. No hay nada afectivo entre nosotros.
—¿Por eso os abrazabais?—preguntó Pedro.
—Digo la verdad —insistió—. ¿Por qué no me crees?
—No es a mí a quien debes persuadir —se bebió lo que quedaba de su café y con brusquedad dejó la taza sobre el mostrador—. Su esposa es quien está molesta por la forma en que marchan las cosas.
—¿Estaba ella allí? No la vi con Adrian.
—Por lo visto él estaba demasiado ocupado como para pasar un rato con ella.
Se acercó a las cañas bien acomodadas y eligió una; luego, se inclinó para levantar una caja de mimbre con artículos de pescar.
—¿De veras irás a pescar? —exigió saber con creciente agitación.
—Sí.
—No puedes hacerlo, tienes que llevarme de regreso. Ya te dije que no corro ninguna aventura sentimental con Adrian y no existe motivo para que me detengas aquí más tiempo.
—Eso dices, pero no estoy convencido —Pedro se colgó la correa de la canasta de mimbre al hombro—. De cualquier modo, pasada una hora más o menos, Adrian comprenderá que no te reunirás con él y se irá a casa. Estoy seguro de que Emma estará feliz de ocupar tu lugar.
—Eres el hombre más obstinado, testarudo y cabeza dura que he tenido la desventura de conocer.
Paula rechinó los dientes.
—Entonces no has tenido mucha experiencia y me atrevo a decir que las cosas cambiarán: Habrá otras personas que objeten a que siempre te salgas con la tuya. ¿Por qué no pataleas, Paula? Te sentirás mejor.
Paula estuvo a punto de golpear el suelo con un tacón, pero se contuvo con un esfuerzo sobrehumano y se mantuvo rígida. No le daría esa satisfacción. Enderezó los hombros y habló:
—No veo la necesidad de explicarte mis actos. Un hombre que comete un rapto no merece explicación alguna —se animó con el tema y agregó—: Tampoco la merece quien, con premeditación y sin cargo de conciencia, roba propiedad ajena. No tienes derecho de echarme en cara la falta de moral.
—Tu café se enfría —murmuró él—. Si no quieres acompañarme a pescar, ¿por qué no te acomodas aquí? Vi unas revistas en el armario.
Le dio la espalda y salió de la cabaña.
Paula apretó los puños a sus costados. El hombre era desquiciante, era un monstruo, ególatra y machista. ¿Cómo podía hacerle eso a ella? ¿Cómo pensaba salir impune?
Emitió un sonido de impaciencia. A él no le importaba y ese era el meollo del asunto. Nada de lo que ella dijo cambió la situación porque él había tomado una decisión.
Lo siguió con la vista. ¿Qué era él, una especie de cruzada de un solo hombre? Pedro había dicho una hora. Quizá le convenía seguirle la corriente durante un rato, pero sólo le daría esa hora.
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