sábado, 18 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 8




Volvió a colocar la cafetera sobre la estufita y cuando el líquido comenzó a hervir pensó que era un reflejo exacto de sus propias emociones. Hablar con Pedro Alfonso era como golpearse la cabeza contra un poste de madera. No ejercía ningún efecto, con excepción de que la dejaba sintiéndose ultrajada y de muy mal humor. Le echó más azúcar a su taza. La necesitaba.


Un escozor en la columna le indicó que Pedro estaba allí. 


Sirvió el café y miró hacia donde él estaba; estaba apoyado contra el marco de la puerta con el cuerpo relajado y cierta diversión en los ojos.


—Por lo visto finalmente recordaste tus escrúpulos —comentó Pedro.


Paula lo ignoró y le dio un sorbo al liquidó caliente. Disfrutó el momento en que el calor le invadía lentamente el cuerpo.


Pedro cerró la puerta con indolente gracia, y comenzó a hurgar en los armarios debajo del mostrador. Sacó una palangana blanca, la cual llenó con agua de una jarra. Paula lo observó lavarse las manos. Sin duda iba a acabar con las galletas y todo lo demás.


—¿Quieres?


Le deslizó el paquete de galletas poco después.


—No, gracias.


Torció la boca, dejó su taza, se frotó un brazo con la mano y trató de entrar en calor.


—¿Aún tienes frío? —preguntó Pedro—. El calentador es un poco temperamental, pero… —sonrió—. Podría hacerte entrar en calor, si eso deseas…


Comenzó a acercarse a ella y Paula dio unos pasos atrás echando chispas por los ojos.


—No lo deseo. Déjame en paz.


—Fue sólo una sugerencia —extendió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto conciliatorio—. No tienes por qué agitarte tanto.


—Puedo prescindir de esa clase de sugerencias —trató de alejarse más y sus piernas chocaron contra el armario inferior y conmocionada comprendió que ella misma se había arrinconado. —No te acerques más —le advirtió, presa de un pánico desconocido.


Era muy consciente de la presencia de Pedro, de su cuerpo alto y musculoso a pocos centímetros de ella. Era muy grande, muy masculino y ella, podía ver la textura de la bronceada piel. Además, la fragancia sutil de su colonia le invadía los sentidos.


Él seguía moviéndose, se acercaba con lentitud. Ella desesperada, tanteó el armario a su espalda en busca de algo con que defenderse.


—¿Qué temes? —preguntó Pedro—. Te dije que no corres peligro alguno.


Ella cerró los dedos sobre algo duro, como de frío acero, levantó la mano y dirigió el metal hacia el pecho masculino.


—Lo digo en serio —dijo con fiereza—. No te acerques.


Pedro contempló las tijeras.


—Espero que no pienses usar eso contra mí, Paula. Sangro con facilidad. ¿Por qué no las dejas en su lugar? Créeme, no necesitas esa clase de protección.


—Yo decidiré qué necesito.


Hizo un movimiento desesperado con las hojas filosas y en el mismo momento, Pedro entró en acción. Sucedió con tanta rapidez que la mente y el cuerpo de Paula giraron y sus ojos dejaron de enfocar. Una banda de acero le ciñó la muñeca y le empujó el brazo hacia atrás cuando el cuerpo duro de Pedro la presionó y le sacó todo el aire de los pulmones. Hubo un momento de profunda quietud y en el tenso silencio que se creó, Paula tomó conciencia del golpeteo de su propio corazón y del pulso acelerado en todo su cuerpo. Él también debió sentirlo porque estaba muy cerca.


—No me conoces bien —dijo despacio—. De lo contrario comprenderías que no me agrada enfrentarme con el extremo equivocado de unas tijeras. Y eso puede considerarse como una de tus peores acciones.


Cuando Paula se vio atrapada contra el duro borde de los armarios de madera, dada la presión de los fuertes muslos, comprendió su tontería. No se atrevió a moverse. Las tijeras se deslizaron de sus dedos laxos e hicieron un ruido metálico al caer y resbalar por el suelo.


—Así está mejor. Ahora, quizás podamos calmar un poco la situación.


—Tú la iniciaste.


—No es cierto.


—Me trajiste contra mi voluntad —lo acusó, furiosa por la negación—. Y ahora estás maltratándome. No me dejas espacio para respirar… Es posible que muera por asfixia. Y si logro escapar de esa suerte que me presiona, me dejará unos cardenales en la espalda… Y no me sorprendería si me rompiste la muñeca.


—Para ser alguien que da sus últimos suspiros no te faltan las palabras —la soltó—. Dudo que tengas la muñeca rota porque ni siquiera cambió de color. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Imaginaste que me quedaría pasivo mientras me tenías como blanco para tu práctica de bayoneta? —la observó pensativo—. Sí, eso debiste pensar. ¿Siempre eres tan explosiva?


—No me pierdas de vista y lo sabrás —predijo frotándose la muñeca—. Crees que puedes hacer lo que se te antoje, pero te equivocas.


—Por lo visto quizá sea mejor que regrese a pescar. Parece que mi presencia te provoca una agresión alocada; será mejor dejarte un rato en paz. El tiempo te servirá para reflexionar.


—No te atrevas a irte y a dejarme aquí —exigió—. ¿No quedamos en que era hora de que regresáramos?


—¿Eso hicimos? Yo no tengo prisa. Además, prefiero una compañía más agradable si he de viajar por el río. Contigo a bordo no me atrevería a volver la espalda porque podría convertirme en alimento para los peces.


—¡No seas ridículo! —exclamó—. Sabes muy bien que mi reacción anterior fue sólo un fogonazo porque me sentí amenazada. Fue en defensa propia.


—Quizá te lleve de regreso dentro de unas horas, cuando te sientas menos… Amenazada.


Inclinó la cabeza, salió de la cabaña y caminó calmado por el sendero hasta la orilla del lago.


Paula lo vio alejarse y una turbulenta tormenta se gestó en sus ojos verdes. Él no tenía derecho de tratarla así. ¿Quién diablos se creía? Ya no toleraría más. Debía de haber alguna manera de terminar con esa actitud dominadora. ¿De modo que Pedro la consideraba explosiva? Esbozó una sonrisa. Él haría bien en cuidarse porque ella le demostraría lo que significaba provocar a un volcán a punto de explotar.




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