jueves, 9 de noviembre de 2017
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 12
Paula se sintió agradecida por el desayuno sorpresa dos horas más tarde cuando el cliente todavía estaba dudando entre el mármol o la cerámica. ¿Por qué la gente contrataba diseñadores y luego no seguía sus consejos?
Mientras el cliente y el constructor hablaban, la mente de Paula volvía una y otra vez al desayuno y a la mirada de Pedro cuando le había confesado que era casi un extraño para sus padres.
Intentó imaginarse a Pedro y a German de niños en Bellfield; pero no pudo. Aparte de la casa de la piscina, todo era demasiado formal. Desgraciadamente, podía ver a Pedro en la casa de la piscina con demasiada claridad. Sin embargo; no de niño sino como un amante excitado, de respiración entrecortada, besándola con pasión. Lo recordaba mirándola con deseo y confusión y todo porque ella le había preguntado si hacer el amor era siempre tan milagroso y sobrecogedor. En aquel momento, una gran tristeza había invadido sus ojos de plata. Después, había apoyado la frente sobre la de ella.
—No —había respondido él—. No siempre es así, preciosa. En mi vida no hay milagros. Creo que tenemos que volver antes de que nos echen de menos.
Paula visualizó a los dos, tumbados en el sofá, en el sitio donde ahora estaba. Al transportar la ilusión a este mundo, experimentó una experiencia realmente sensual que le hizo pensar en las villas del Mediterráneo. Elegantes e informales a la vez.
—¿En qué estás pensando, Paula? Me imagino que debería dejar que te ganaras tus honorarios —dijo Heady Barker.
En un segundo, Paula volvió al presente, pero con aquella visión de aquella villa todavía en la mente.
Y aquella visión era la respuesta. Al menos profesionalmente.
—Podemos empezar con mármol en la entrada —comenzó a decirte mientras elegía entre las muestras del constructor, seleccionando los colores y las texturas que había visto en su sueño. Al final, la combinación fue perfecta y todo quedó fijado.
De vuelta a casa se dio cuenta de que estaba cansada. Sin embargo, estaba contenta porque gracias a su visión se había ganado la confianza del cliente y la gratitud del constructor que le había prometido recomendarla a otros compradores. Desgraciadamente, también había visto lo que había pasado desde otra perspectiva que tenía que considerar.
Pedro se había imaginado que era virgen y, en lugar de continuar con una conquista fácil, había dado marcha atrás; estaba casi segura de que lo había hecho por ella. ¿Acaso no significaba aquello que no era tan parecido a su padre como todos decían? Y había parado sin una palabra de rechazo y sin una queja sobre su ingenuidad. ¿Acaso no decía aquello algo positivo sobre él como persona?
Cuando Paula llegó a casa, se encontró a Pedro trabajando en el porche.
—Hola —la saludó él al verla—. Pararé para que puedas echarte una siesta.
Ella lo miró sorprendida. No se había echado la siesta desde que tenía cinco años o así.
—¿Tan mal aspecto tengo?
—Ayer me acabé el libro. Dice que las mujeres embarazadas tenéis que descansar. Por cierto, ¿has comido ya?
Ella dejó escapar un suspiro.
—No.
Él la miró con una mirada extraña y le dijo:
—De acuerdo. Ve a ponerte algo cómodo mientras yo me lavo. Después prepararemos algo para comer mientras me cuentas qué tal la reunión.
Paula no se movió mientras él se dirigía hacia la casa.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con el verdadero Pedro Alfonso? —murmuró cuando él cerró la puerta.
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 11
Pedro comprobó que el té estuviera caliente. Echó una última mirada a la escena que había preparado en el porche para asegurarse de que era perfecta; después, llamó a la puerta de Paula.
—¿Pedro? —preguntó ella, con voz confundida.
El odiaba ese tono en su voz. ¿Por qué insistía en verlo como un enemigo?
«Porque llegaste aquí y la amenazaste. Por eso, idiota».
Apartó aquel pensamiento deprimente de su mente. Sería encantador. Se convertiría en alguien indispensable. Haría que a ella le gustara. Después, querría que la pequeña lo tuviera como tío. Satisfecho con sus planes, abrió la mosquitera. Ella llevaba un traje de chaqueta azul. Estaba claro que iba a una reunión; aun así, seguía teniendo esa apariencia dulce y delicada. Totalmente apetecible.
—Te he traído el desayuno —dijo él, intentando apartar aquellos pensamientos. Si no conseguía controlar el deseo que le inspiraba aquella mujer, la madre de su sobrina, o lo estropeaba todo o se volvía loco. O las dos cosas a la vez.
¿Qué había en ella que su mente siempre la veía desde un punto de vista sexual?
—¿Por qué me has traído el desayuno? —preguntó ella confundida.
—Dijiste que estabas intentando lanzar tu negocio. Me he imaginado que eso implica mucho trabajo y quería asegurarme de que empezabas bien el día. Y parece que no estaba nada equivocado —dijo señalando hacia la barra de cereales que ella llevaba en la mano—. Eso no es tan sano como parece. ¿Has leído la información nutricional?
Ella miró la barrita.
—Se supone que tiene muchas vitaminas y es rápido —miró el reloj—. Tengo una reunión a las diez.
Pedro le quitó la barra de la mano.
—Me alegra haberme levantado temprano —hizo un gesto hacia la mesa que había preparado en el porche. Encima había un bol con fruta fresca. Dentro de una fiambrera había puesto los huevos revueltos con beicon.
—Es muy agradable —dijo ella mientras tomaba asiento—. No sabía que supieras cocinar.
—En realidad no sé, pero he encontrado un libro de cocina de los antiguos dueños. También hay otros libros que quizás te interesarían para tu nueva tienda. Uno de ellos es de los años veinte o treinta sobre cómo ser una esposa perfecta.
Ella lo estaba mirando con verdadera sorpresa.
—¿Has necesitado mirar un libro de cocina para hacer unos huevos?
—Normalmente, no tengo que cocinar. Pero te lo dije, todo está en los libros.
Ella se rió y se lanzó sobre los huevos. Sirvió una buena cantidad en un plato y se lo pasó a él; después, se sirvió una porción mucho más pequeña para ella.
Él intentó cambiar los platos.
—Tú tienes que comer más.
—No, gracias. Tengo suficiente.
—De acuerdo, pero tómate tu zumo. Se supone que esto es una comida, no un aperitivo.
—¿Has leído eso en alguno de los libros que has encontrado?
Él se rió.
—No; compré unos cuantos libros sobre el embarazo en Devon. No he tenido mucho tiempo para leerlos; estas dos semanas en la oficina han sido terribles. Pero ya voy por el capítulo sobre nutrición. El resto parece fascinante.
Paula lo miró, con el ceño ligeramente fruncido.
—No había pensado en el bufete. ¿Qué vas a hacer con tu carrera?
—Soy socio del despacho y tengo algunas ventajas. Acabé las cosas que tenía pendientes y hablé con mis clientes para decirles que me tomaba unas vacaciones.
—¿Así de fácil?
No había sido tan sencillo, pero Pedro no quería hablar de todo eso con Paula.
—No te preocupes.
Pedro sonrió y miró hacia la pequeña casa al otro lado de la carretera a la que se había mudado el día anterior. En realidad, veía posibilidades en aquel lugar para utilizarlo como retiro cuando quisiera alejarse de la presión de su vida cotidiana. Se sentía más relajado de lo que había estado en muchos años.
—Tus padres te echarán de menos —dijo Paula—. Te llevas mejor con ellos que German, ¿verdad? Por lo menos, vives en la casa que me ofreciste de Bellfield. ¿Verdad?
Él dejó escapar un gruñido. Era muy difícil hablar de la relación con sus padres. Más difícil desde que German, la única persona que podía comprenderlo, se había ido. Pero no quería que ella lo culpara si un día su madre le causaba problemas con el bebé. Así que decidió que ella debía tener clara cuál era la relación entre ellos.
—Vivo en Bellfield porque es apropiado —sobre todo para sus padres.
Él viajaba mucho, pero no tanto como ellos. Alguien tenía que ocuparse del mantenimiento de la casa y de la propiedad.
—¿Quieres decir que tampoco tienes mucha relación con ellos?
—Son unas personas muy ocupadas y nunca han tenido mucho tiempo; especialmente para sus hijos.
—Oh. Eso es... es muy triste —ella se quedó mirando su plato vacío y después levantó la cara hacia él. Él vio la tristeza en sus sorprendentes ojos de color azul verdoso y se arrepintió de haberle contado tanto.
—Será mejor que me vaya —dijo ella después de un rato de silencio—. Ha sido una agradable sorpresa y una manera magnifica de empezar el día. Gracias, Pedro.
Paula volvió al interior de la casa y enseguida salió con el bolso y las llaves en la mano.
—Me marcho ya. Gracias de nuevo.
Pedro se quedó mirándola mientras se alejaba. Aquella mujer le había dado la vuelta a su mundo y temía no haberlo hecho sólo por el bebé o por ella; sino por lo que le hacía sentir cuando estaba cerca. Y aquello significaba que tenía un problema. El problema se presentaba porque él estaba disfrutando de cada minuto.
Meneó la cabeza y se puso recoger las cosas de la mesa.
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 10
Paula bajó la velocidad al acercarse a la cerca de su propiedad; pero, en lugar de girar, se quedó mirando a la camioneta que había aparcada en la puerta de la casa de enfrente.
Hacía cinco semanas que alguien había comprado la cabaña y la tierra circundante. Al principio, había temido que la comprara un constructor. No por miedo al progreso, cuanta más gente se fuera a vivir a la zona, mejor le iría, el negocio; sin embargo, le hubiera dado mucha pena que derribaran la casa. Después, cuando colgaron el cartel de vendido, se enteró de que había sido un particular y que pensaba mudarse allí y renovar la casa.
Se sintió agradecida con los propietarios sin nombre y sin cara de la camioneta amarilla y decidió ir a hacerles una visita con una tarta de moras que había hecho esa misma mañana.
Diez minutos después, Paula iba en dirección a la carretera, con la cesta favorita de la tía Dora en el brazo y la tarta en el interior.
Mientras iba por el camino, se alegró de ir andando. Aunque hacía calor, el día estaba lleno de promesas, igual que su futuro. Acababa de conseguir un contrato para decorar una casa de seis dormitorios y siete baños y aquello le iba aportar muchos beneficios. Después, tendría la publicidad del boca a boca asegurada.
Desgraciadamente, cuando empezó a subir el camino cubierto de malas hierbas hacia la casa vecina, empezó a arrepentirse del paseo. El calor se estaba haciendo insoportable y había empezado a sudar. Sólo esperaba que su nuevo vecino la invitara a entrar y le ofreciera una bebida fresca.
Aunque no estaba muy entusiasmada después del paseo, puso una sonrisa en los labios antes de llamar al timbre.
Cuando la puerta interior se abrió, ella aún no podía ver la cara de su vecino, pero, por la altura y el tamaño, sabía que debía ser un hombre.
—Hola —dijo ella mientras él empezaba a abrir la mosquitera—. He venido a darle la bienvenida al vecindario. Soy la dueña de la casa de enfrente. He preparado un pastel de mo... mo... ras —apenas pudo acabar la frase. Después, el mundo se desvaneció bajo sus pies.
—¡Paula!
Paula oyó la voz asustada de Pedro muy lejana.
La cesta empezó a escurrírsele de los dedos.
Con horror, vio cómo él agarraba la cesta con una mano y, a ella con la otra. Solo entonces, se dio cuenta de que la cesta no había sido lo único que había estado a punto de caer al suelo. Después, él la tomó en brazos.
—Pensé que sólo los perros locos salían a la calle con este calor —murmuró él mientras entraba en la casa con ella en brazos.
Ella frunció el ceño, intentando imaginarse por qué él parecía tan enfadado. Después de todo, ella era la que se había llevado aquella terrible sorpresa.
Pestañeó, furiosa, intentando aclarar su visión al mismo tiempo que hacía un esfuerzo por pensar con claridad.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella mientras él la llevaba a la casa.
—Simplemente, evitando que te dieras de narices en el porche de mi casa.
—Eso no era lo que te preguntaba y lo sabes muy bien. Y déjame en el suelo. Ya estoy perfectamente bien.
—A mí no me lo parece —gruñó él mientras la dejaba en una de las sillas al lado de la chimenea.
Después corrió hacia la cocina y volvió con un vaso de agua fresca.
Paula se puso de pie y tomó el vaso y, mientras daba unos cuantos sorbos, miró a su alrededor. La decoración de la habitación le llamó la atención inmediatamente con su combinación incongruente de decadencia y modernidad. El papel desteñido de la pared competía con un sofá de cuero azul y unas mesas de aluminio y cristal.
Su fascinación, sin embargo, no tenía nada que ver con la de decoración sino con la idea de que Pedro pudiera vivir en un sitio tan poco elegante.
Casi le daban ganas de reír.
Lo que no era tan divertido era que no la hubiera avisado de que se iba a mudar a la casa de enfrente. Incluso si hubiera visto aparcado su coche en la puerta, ella se habría imaginado lo que iba a encontrar.
—¿Qué tienes en la puerta? —preguntó ella.
—Es una camioneta. Tiene cinco años y unos cuantos miles de kilómetros.
La sonrisa perfecta de él la irritó. Sobre todo porque aquélla no había sido decisión suya; simplemente, lo había hecho para impresionarla.
—Me gustaría que me explicaras qué estás haciendo aquí.
—La he comprado —se inclinó y recogió la cesta del suelo—. Pensé que habías cruzado para darle la bienvenida a tu nuevo vecino, pero no pareces muy feliz de verme.
Paula le quitó la cesta de la mano.
—Déjate ya de tonterías, Pedro. Sabías muy bien que esto no me gustaría.
Pedro dejó de sonreír.
—No; ya sabía que no te pondrías muy contenta. Sólo estaba intentando que nos tomáramos el asunto con más tranquilidad. ¿Quieres sentarte y escuchar lo que tengo que decir? Todavía estás un poco pálida.
Si se cayera, no le beneficiaría en nada al bebé y, como él parecía realmente preocupado, asintió y se sentó en la silla.
Pedro sonrió con tristeza, le quitó la cesta y la dejó en el suelo entre los dos.
—Siento mucho haberte dado esta sorpresa. Pero no quería discutir contigo. Tienes que reconocer que si te lo hubiera dicho antes, te habrías enfadado conmigo. Y no quiero molestarte. Sé que no está bien ni para ti ni para el bebé, pero no tenía elección. Tengo una propuesta que hacerte. Voy a quedarme hasta que el bebé nazca, si después opinas que mi presencia es un inconveniente, desapareceré de vuestras vidas.
—Pedro no puedo evitar que vivas aquí, pero no me gusta.
—Quiero que me dejes formar parte de tu vida hasta que nazca mi sobrina. Cuando ella nazca, tú me dirás las condiciones para verte.
—¿Qué quieres decir con lo de formar parte de mi vida?
—Quiero la oportunidad de la que ya te hablé. No confías en mí. Tampoco me perdonas por lo que te dije el primer día. Quiero que me permitas hacerte cambiar de opinión. Me gustaría gustarte, pero me conformaría con que me tolerases.
—¿Y si no acepto?
Él se encogió de hombros.
—Paula, esto no es una amenaza. Estaré aquí para ayudarte cuando me necesites. Mira, me he comprado este lugar y pienso pasar aquí una temporada.
Paula asintió.
Desde luego tenía que admitir que había hecho un esfuerzo: Además, le estaba dejando que ella tomara todas las decisiones. Sin embargo, le preocupaba el futuro. Ella sería la madre de ese niño para el resto de su vida y Pedro sería su tío.
—¿Y si todo sale bien?
Él la miró a los ojos.
—Me quedaré con esta casa y vendré cuando los dos queramos. Así ella no tendrá que ver la vida que llevo lejos de aquí. ¿Te parece justo?
Sonaba justo. Mucho más que justo. Especialmente, porque pensaba que Pedro Alfonso no duraría ni un mes en aquella cabaña. ¿Qué tenía ella que perder?
«Tu corazón», una vocecilla interior le advirtió y ella tuvo que reconocer que podría sufrir si lo dejaba que se acercara demasiado.
Él tenía un extraño poder sobre ella, a pesar de todo lo que sabía. ¿Pero qué elección tenía? Era el hermano de German.
Ella tenía que darle una oportunidad aunque estaba casi segura de que fracasaría.
«¿Y si no fracasa?», le preguntó de nuevo la vocecilla. Lo tendría siempre por allí con aquella sonrisa irresistible y con aquel cuerpo tan sexy.
—De acuerdo. Pero tengo una condición. Lo que sucedió ayer antes de que te marcharas no puede volver a pasar nunca. ¿Entendido?
—Estoy completamente de acuerdo. Creo que yo dije lo mismo antes de marcharme. Pero negar lo que sentimos el uno por el otro no es la solución al problema. Nos atraemos. Tenemos que reconocerlo y también que admitir que el desastre sería el único resultado si cediéramos. Quiero decir, apenas me soportas y tú no eres exactamente el tipo de mujer con el que yo me muevo.
Ella se sintió incómoda y se levantó.
—De acuerdo. No voy a negar lo que el espejo te dice cada mañana, pero hay un factor que pareces olvidar: todavía te encuentro horrible e inmoral. Sólo eso es suficiente freno para mí.
Los ojos de él brillaron, pero permaneció sentado, manteniendo su postura relajada. Después se recobró y le lanzó una de esas sonrisas suyas.
—¿Pero qué harás cuando te demuestre que estás equivocada?
Paula caminó hacia la puerta, pero se paró y se giró, incapaz de dejar su reto sin una respuesta.
—Es una oportunidad entre un millón, Pedro. Además, Laura ya me dijo lo afortunada que había sido de que te mostraras tal y como eras desde el principio. Bueno, me imagino que ahora que vas a ser mi vecino nos veremos pronto.
—Todavía tendrás que aguantar mi presencia unos minutos más —dijo él, siguiéndola hasta la puerta—. No pienso dejar que te vuelvas andando. Te llevaré.
Ella se sintió agradecida mientras se montaba en el asiento del copiloto, pero no iba a dejar que él dijera la última palabra.
—De acuerdo, pero has sido tú y tu aparición repentina la que casi me hace perder el sentido.
Él sonrió mientras se sentaba al volante.
—Vaya, señorita Chaves, eso es lo más bonito que me ha dicho usted nunca.
martes, 7 de noviembre de 2017
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 9
Pedro deseó que Paula volviera para que le explicara lo que había en aquella foto. Estaba mirándola confundido, intentando ver algún rasgo humano.
Como los minutos pasaban y Paula no volvía, empezó a preguntarse dónde habría ido. Decidió ir a buscarla y se la encontró en el vestíbulo mirándose en un espejo y llorando en silencio. Se puso detrás de ella, consciente de que ella no se había dado cuenta de su presencia.
—Paula —susurró él.
Ella levantó los ojos y se fijó en su reflejo.
—Es como ver una versión más dulce de ella, ¿verdad? —preguntó mientras las lágrimas amenazaban con ahogarla—. Ella era tan alegre y tan vital. ¿Cómo puede haberse ido? —volvió los ojos a su imagen—. Pero nunca se irá. Siempre me mirará desde el otro lado del espejo —se quedó unos segundos en silencio y después continuó—: quería una niña —susurró Paula con la voz tan rota como su corazón—. La deseaba tanto... Y ahora,.. oh, Dios mío. Laura.
A Pedro no había nada que le diera más miedo que una mujer llorando. No tenía ni idea de lo que hacer.
—Piensa en lo feliz que la hiciste durante las últimas dos semanas de su vida —le dijo Pedro. Después, se encontró a sí mismo mordiéndose los labios y luchando por controlar las lágrimas.
No se había permitido llorar por su hermano ni siquiera una vez. No sabía muy bien por qué. Quizás porque no había nadie en el mundo que lo abrazara mientras lo hacía. O quizás porque tenía miedo de que si cedía y se permitía llorar, nunca pararía.
Sin saber cómo, se encontraba compartiendo aquel dolor con la única persona en el mundo que realmente lo sentía con la misma intensidad y que realmente comprendía lo que le importaba.
La apartó del espejo y la abrazó.
Estuvieron mucho tiempo abrazados, llorando en silencio.
Pero, después de un rato, ella lo rodeó con sus brazos y él sintió que algo en su interior se removía.
De repente, era demasiado consciente de sus brazos y sintió como si una corriente de alto voltaje le hubiera golpeado en el corazón. Entonces, se dio cuenta de lo bien que encajaba en su cuerpo. Maldición, él no era de piedra y nunca había pretendido ser un santo. Cuando la tuvo en sus brazos aquella noche, el cuerpo de ella le había prometido el éxtasis. Una promesa incumplida que nunca había logrado borrarse de la cabeza.
Pedro empezó a respirar con dificultad. Aquello era peligroso. Ella no era el tipo de mujer con la que él salía.
Nunca.
Y aquella mujer, sobre todas las demás, tenía que permanecer fuera de su alcance.
—Vamos —le susurró él contra el pelo—. Vamos a sentarnos en ese porche que casi tengo terminado.
Dieron unos cuantos pasos en dirección al salón. Paula levantó la cara y sus ojos brillaron como dos gemas por el efecto de las lágrimas. Se quedaron mirándose y uno de los dos se giró hacia el otro. Él no podía recordar quién lo hizo.
Pero no importaba; cuando sus labios se unieron pudo sentir el impacto de la primera vez. Siempre había negado que hubiera tenido ese efecto; pero, ahora, se presentaba con la misma fuerza.
Pedro le rodeó la cara con las manos e introdujo los dedos en su pelo sedoso. El beso se hizo más intenso y él saboreó sus lágrimas. Entonces, Paula dejó escapar un gemido y él se separó, con miedo a que fuera una protesta... aterrado ante la idea de que no lo fuera.
—Tenemos que parar. Olvidarnos de esto. Tenías mucha razón cuando dijiste que venimos de mundos diferentes —le tomó la mano y le devolvió la ecografía—; pero nuestros mundos se han cruzado por ella y eso ya no va a cambiar.
La expresión de ella cambió. De repente, dejó de mostrar un aspecto soñador y lo miró desafiante.
—Podrías volverte a tu mundo y dejarme sola para que educara a mi hija en el mío.
Él le levantó la mano donde tenía la foto y le besó los dedos, meneando la cabeza.
—Volveré —dijo él y desapareció por el vestíbulo.
Su promesa permaneció en el aire unos instantes.
Mientras conducía hacia el norte, Pedro llegó a la conclusión de que nunca podría borrarse la cara de Paula de la cabeza. El dolor y el temor que había visto en sus facciones al marcharse casi lo hace caer de rodillas. Después, lo había atormentado durante las tres horas y media que había durado el viaje de vuelta a Devon.
Nunca debería haber cedido a su deseo por ella. ¿Y ahora qué?
Ella no lo quería en su vida; pero eso no era posible.
Especialmente, porque una nueva verdad había ido calando en él a lo largo del día.
Desde que el bebé fue concebido, German había esperado de él que fuera más que un simple tío: le había pedido que fuera el padrino. Lo cual significaba que sus obligaciones iban más allá de un fondo bancario, más allá de los regalos por el cumpleaños y las navidades. Sus obligaciones ahora eran mucho más importantes a causa de la muerte de German.
Y crecían mientras la niña crecía dentro de Paula.
Cuando había mirado la ecografía mientras se la devolvía, algo mágico había sucedido: de repente, había visto la cara del bebé. Entonces, recordó todas las esperanzas y los deseos de su hermano con respecto a ella y llegó a la conclusión de que tenía que ocupar su lugar. Compartir la vida de esa niña hasta donde Paula le permitiera. Por German. Por el bebé. Y, que Dios lo ayudara, por él mismo.
Sin embargo, todavía tenía que convencer a Paula de que no era el ogro que ella pensaba. Lo lograría; aunque tuviera que acampar en la puerta de su casa.
Pedro, que estaba descargando el todoterreno, se paró en seco y dejó la sierra en el maletero. Eso sería exactamente lo que haría.
Justo al otro lado de la carretera, había una pequeña casa rodeada de árboles enormes. Y estaba en venta. La cabaña no era de su estilo y tampoco estaba en muy buenas condiciones; pero podría contratar a alguien para que la arreglara. Después, si quería podría venderla. Sería una buena inversión.
Tenía un montón de vacaciones acumuladas. Incluso su padre, uno de los socios con más antigüedad del bufete, había mencionado que tenía que tomarse unos días. Se los tomaría.
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