jueves, 9 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 10





Paula bajó la velocidad al acercarse a la cerca de su propiedad; pero, en lugar de girar, se quedó mirando a la camioneta que había aparcada en la puerta de la casa de enfrente.


Hacía cinco semanas que alguien había comprado la cabaña y la tierra circundante. Al principio, había temido que la comprara un constructor. No por miedo al progreso, cuanta más gente se fuera a vivir a la zona, mejor le iría, el negocio; sin embargo, le hubiera dado mucha pena que derribaran la casa. Después, cuando colgaron el cartel de vendido, se enteró de que había sido un particular y que pensaba mudarse allí y renovar la casa.


Se sintió agradecida con los propietarios sin nombre y sin cara de la camioneta amarilla y decidió ir a hacerles una visita con una tarta de moras que había hecho esa misma mañana.


Diez minutos después, Paula iba en dirección a la carretera, con la cesta favorita de la tía Dora en el brazo y la tarta en el interior.


Mientras iba por el camino, se alegró de ir andando. Aunque hacía calor, el día estaba lleno de promesas, igual que su futuro. Acababa de conseguir un contrato para decorar una casa de seis dormitorios y siete baños y aquello le iba aportar muchos beneficios. Después, tendría la publicidad del boca a boca asegurada.


Desgraciadamente, cuando empezó a subir el camino cubierto de malas hierbas hacia la casa vecina, empezó a arrepentirse del paseo. El calor se estaba haciendo insoportable y había empezado a sudar. Sólo esperaba que su nuevo vecino la invitara a entrar y le ofreciera una bebida fresca.


Aunque no estaba muy entusiasmada después del paseo, puso una sonrisa en los labios antes de llamar al timbre. 


Cuando la puerta interior se abrió, ella aún no podía ver la cara de su vecino, pero, por la altura y el tamaño, sabía que debía ser un hombre.


—Hola —dijo ella mientras él empezaba a abrir la mosquitera—. He venido a darle la bienvenida al vecindario. Soy la dueña de la casa de enfrente. He preparado un pastel de mo... mo... ras —apenas pudo acabar la frase. Después, el mundo se desvaneció bajo sus pies.


—¡Paula!


Paula oyó la voz asustada de Pedro muy lejana.


La cesta empezó a escurrírsele de los dedos.


Con horror, vio cómo él agarraba la cesta con una mano y, a ella con la otra. Solo entonces, se dio cuenta de que la cesta no había sido lo único que había estado a punto de caer al suelo. Después, él la tomó en brazos.


—Pensé que sólo los perros locos salían a la calle con este calor —murmuró él mientras entraba en la casa con ella en brazos.


Ella frunció el ceño, intentando imaginarse por qué él parecía tan enfadado. Después de todo, ella era la que se había llevado aquella terrible sorpresa.


Pestañeó, furiosa, intentando aclarar su visión al mismo tiempo que hacía un esfuerzo por pensar con claridad.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella mientras él la llevaba a la casa.


—Simplemente, evitando que te dieras de narices en el porche de mi casa.


—Eso no era lo que te preguntaba y lo sabes muy bien. Y déjame en el suelo. Ya estoy perfectamente bien.


—A mí no me lo parece —gruñó él mientras la dejaba en una de las sillas al lado de la chimenea.


Después corrió hacia la cocina y volvió con un vaso de agua fresca.


Paula se puso de pie y tomó el vaso y, mientras daba unos cuantos sorbos, miró a su alrededor. La decoración de la habitación le llamó la atención inmediatamente con su combinación incongruente de decadencia y modernidad. El papel desteñido de la pared competía con un sofá de cuero azul y unas mesas de aluminio y cristal.


Su fascinación, sin embargo, no tenía nada que ver con la de decoración sino con la idea de que Pedro pudiera vivir en un sitio tan poco elegante.


Casi le daban ganas de reír.


Lo que no era tan divertido era que no la hubiera avisado de que se iba a mudar a la casa de enfrente. Incluso si hubiera visto aparcado su coche en la puerta, ella se habría imaginado lo que iba a encontrar.


—¿Qué tienes en la puerta? —preguntó ella.


—Es una camioneta. Tiene cinco años y unos cuantos miles de kilómetros.


La sonrisa perfecta de él la irritó. Sobre todo porque aquélla no había sido decisión suya; simplemente, lo había hecho para impresionarla.


—Me gustaría que me explicaras qué estás haciendo aquí.


—La he comprado —se inclinó y recogió la cesta del suelo—. Pensé que habías cruzado para darle la bienvenida a tu nuevo vecino, pero no pareces muy feliz de verme.


Paula le quitó la cesta de la mano.


—Déjate ya de tonterías, Pedro. Sabías muy bien que esto no me gustaría.


Pedro dejó de sonreír.


—No; ya sabía que no te pondrías muy contenta. Sólo estaba intentando que nos tomáramos el asunto con más tranquilidad. ¿Quieres sentarte y escuchar lo que tengo que decir? Todavía estás un poco pálida.


Si se cayera, no le beneficiaría en nada al bebé y, como él parecía realmente preocupado, asintió y se sentó en la silla.
Pedro sonrió con tristeza, le quitó la cesta y la dejó en el suelo entre los dos.


—Siento mucho haberte dado esta sorpresa. Pero no quería discutir contigo. Tienes que reconocer que si te lo hubiera dicho antes, te habrías enfadado conmigo. Y no quiero molestarte. Sé que no está bien ni para ti ni para el bebé, pero no tenía elección. Tengo una propuesta que hacerte. Voy a quedarme hasta que el bebé nazca, si después opinas que mi presencia es un inconveniente, desapareceré de vuestras vidas.


Pedro no puedo evitar que vivas aquí, pero no me gusta.


—Quiero que me dejes formar parte de tu vida hasta que nazca mi sobrina. Cuando ella nazca, tú me dirás las condiciones para verte.


—¿Qué quieres decir con lo de formar parte de mi vida?


—Quiero la oportunidad de la que ya te hablé. No confías en mí. Tampoco me perdonas por lo que te dije el primer día. Quiero que me permitas hacerte cambiar de opinión. Me gustaría gustarte, pero me conformaría con que me tolerases.


—¿Y si no acepto?


Él se encogió de hombros.


—Paula, esto no es una amenaza. Estaré aquí para ayudarte cuando me necesites. Mira, me he comprado este lugar y pienso pasar aquí una temporada.


Paula asintió.


Desde luego tenía que admitir que había hecho un esfuerzo: Además, le estaba dejando que ella tomara todas las decisiones. Sin embargo, le preocupaba el futuro. Ella sería la madre de ese niño para el resto de su vida y Pedro sería su tío.


—¿Y si todo sale bien?


Él la miró a los ojos.


—Me quedaré con esta casa y vendré cuando los dos queramos. Así ella no tendrá que ver la vida que llevo lejos de aquí. ¿Te parece justo?


Sonaba justo. Mucho más que justo. Especialmente, porque pensaba que Pedro Alfonso no duraría ni un mes en aquella cabaña. ¿Qué tenía ella que perder?


«Tu corazón», una vocecilla interior le advirtió y ella tuvo que reconocer que podría sufrir si lo dejaba que se acercara demasiado.


Él tenía un extraño poder sobre ella, a pesar de todo lo que sabía. ¿Pero qué elección tenía? Era el hermano de German.


Ella tenía que darle una oportunidad aunque estaba casi segura de que fracasaría.


«¿Y si no fracasa?», le preguntó de nuevo la vocecilla. Lo tendría siempre por allí con aquella sonrisa irresistible y con aquel cuerpo tan sexy.


—De acuerdo. Pero tengo una condición. Lo que sucedió ayer antes de que te marcharas no puede volver a pasar nunca. ¿Entendido?


—Estoy completamente de acuerdo. Creo que yo dije lo mismo antes de marcharme. Pero negar lo que sentimos el uno por el otro no es la solución al problema. Nos atraemos. Tenemos que reconocerlo y también que admitir que el desastre sería el único resultado si cediéramos. Quiero decir, apenas me soportas y tú no eres exactamente el tipo de mujer con el que yo me muevo.


Ella se sintió incómoda y se levantó.


—De acuerdo. No voy a negar lo que el espejo te dice cada mañana, pero hay un factor que pareces olvidar: todavía te encuentro horrible e inmoral. Sólo eso es suficiente freno para mí.


Los ojos de él brillaron, pero permaneció sentado, manteniendo su postura relajada. Después se recobró y le lanzó una de esas sonrisas suyas.


—¿Pero qué harás cuando te demuestre que estás equivocada?


Paula caminó hacia la puerta, pero se paró y se giró, incapaz de dejar su reto sin una respuesta.


—Es una oportunidad entre un millón, Pedro. Además, Laura ya me dijo lo afortunada que había sido de que te mostraras tal y como eras desde el principio. Bueno, me imagino que ahora que vas a ser mi vecino nos veremos pronto.


—Todavía tendrás que aguantar mi presencia unos minutos más —dijo él, siguiéndola hasta la puerta—. No pienso dejar que te vuelvas andando. Te llevaré.


Ella se sintió agradecida mientras se montaba en el asiento del copiloto, pero no iba a dejar que él dijera la última palabra.


—De acuerdo, pero has sido tú y tu aparición repentina la que casi me hace perder el sentido.


Él sonrió mientras se sentaba al volante.


—Vaya, señorita Chaves, eso es lo más bonito que me ha dicho usted nunca.



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