jueves, 2 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 28





Paula se volvió a sentar delante del ordenador y le enseñó el
mensaje. Pedro lo leyó, de pie, y dijo:
—¿Hunter Lyons? Supongo que será un apodo… Pero será mejor que lo comprobemos. Busquémoslo por Internet.


Paula escribió el nombre en un buscador y se llevó una sorpresa cuando Hunter Lyons apareció en la pantalla. Por lo visto, era escritor y profesor de Historia en la Universidad de Boston.


—¡Vaya! Tiene un currículum impresionante…


—Sí, el señor Hunter Lyons tiene un currículum bastante bueno —dijo Pedro—, pero no estoy seguro de que el hombre que te ha escrito sea el mismo.


Ella frunció el ceño.


—¿Insinúas que alguien se hace pasar por él?


Pedro se encogió de hombros.


—Es posible. Mira si tiene algún número de teléfono.


Paula se puso a buscar y localizó un número de Concord. Pedro alcanzó el teléfono, lo marcó inmediatamente y pulsó el botón de manos libres para que ella también pudiera oír la conversación.


—¿Sí?


—¿El señor Hunter Lyons?


—Sí, en efecto.


—Soy Pedro Alfonso, de la Oficina del Inspector General de Archivos Nacionales. Estoy investigando unos robos que hemos sufrido y me gustaría hacerle unas preguntas.


Lyons pareció sorprendido.


—¿Es que hay algún problema, agente Alfonso?


—Es lo que intento averiguar, señor. Hoy mismo hemos interceptado un mensaje relativo a un anuncio que se publicó recientemente en The Patriot. ¿Sabe algo al respecto? ¿Se ha interesado por él?


Lyons respondió con rapidez y firmeza.


—Agente Alfonso, no he adquirido ningún documento histórico desde hace años; e incluso entonces, los compraba a través de un intermediario oficial. ¿Por qué quiere saberlo? —se interesó.


—Porque alguien ha usurpado su nombre.


—¿Cómo?


—¿Me podría dar su dirección de correo, si es tan amable?



—Por supuesto.


Lyons se la dio. Como Pedro había imaginado, no coincidía con la que estaba al final de la carta.


—Descubriremos quién se está haciendo pasar por usted —le aseguró —. Imagino que su nombre es muy conocido en la Universidad de Boston y que podría ser alguno de sus alumnos o colegas de profesión, pero sospechamos que el culpable vive en la zona de Washington D.C. ¿Se le ocurre alguna idea al respecto?


—Señor Alfonso, yo no mantengo relaciones con ladrones. Sea quien sea ese individuo, no tengo nada que ver con él, pero se me ocurre una explicación: Es posible que viera mi nombre en la revista Smithsonian y decidiera utilizarlo. La semana pasada publiqué un artículo en ella — explicó.


Pedro miró a Paula.


—Sí, es posible. Gracias por su ayuda, profesor Lyons.


—Bueno, no se puede decir que haya ayudado mucho —ironizó el hombre—, pero le agradecería que me mantenga informado. Me desconcierta y me preocupa que un ladrón se dedique a delinquir en mi nombre.


—Descuide, así lo haré —afirmó Pedro—. Gracias de nuevo.


Cuando cortó la comunicación, Paula dijo:
—¿Qué hacemos ahora?


—Tenderle una trampa. Organizaremos una reunión con él.


—Pero ni siquiera estamos seguros de que el tipo que suplanta a Lyons sea el ladrón que buscamos —le recordó—. En Internet es normal que la gente use alias o nombres falsos para preservar su intimidad… Sobretodo, cuando se trata de realizar una compra tan importante como ésa. Es posible que el ladrón ni siquiera haya leído el anuncio.


Pedro sabía que Paula tenía razón, pero su instinto le decía que estaban sobre la pista correcta.


—¡Oh, vamos…! Tú y yo sabemos que los coleccionistas se pasan la vida navegando por Internet en busca de tesoros. Si el ladrón quiere recuperar los objetos robados, se conectará todos los días y buscará donde sea. Seguro que ha visto el anuncio.


—Pero no puedes estar seguro de que ese hombre sea la misma persona. Podría ser un coleccionista que no quiere dar su identidad.


—Podría, pero el ladrón entró aquí en busca de los recibos que probablemente lo identifican, y volvió una segunda vez con la intención evidente de recuperar los objetos robados. Como no le salió bien, empezó a pensar en otra forma de conseguirlos… Y se le ocurrió que los podía comprar con un nombre falso.


—Es una hipótesis interesante. Pero, ¿qué pasará si el autor de esa carta no es el ladrón?



—No pasará nada en absoluto —respondió, encogiéndose de hombros —. De momento, responde a su carta y dile que se encuentre contigo en el Theodore Roosevelt Memorial a las diez de la mañana. ¡Ah! Y que lleve el dinero en efectivo.


Mientras redactaba la respuesta, Paula lo miró y preguntó:
—¿Por qué quieres que quedemos allí? Es un lugar muy solitario.


Pedro comprendió su preocupación. El Theodore Roosevelt Memorial estaba en una isla del río Potomac, frente al Kennedy Center. Habían elegido aquel lugar para erigir el monumento porque Roosevelt adoraba la Naturaleza; los visitantes debían dejar el coche a bastante distancia y caminar por un camino largo y sinuoso para llegar a él. 


Además, la isla estaba llena de árboles y arbustos perfectos para esconderse.


—Si ese hombre es inocente, te pedirá que quedéis en un sitio más público y menos inquietante. A fin de cuentas, él no sabe si no eres una ladrona; podrías quedar allí con la intención de robarle el dinero. Pero descuida, tú no irás a ese encuentro; me encargaré de que una agente acuda en tu lugar.


Paula sacudió la cabeza.


—Eso no es posible. El ladrón debía ser amigo de mi padre, o por lo menos, conocido suyo. Seguramente sabe quién soy. Si envías a una agente, se dará cuenta y huirá.


Paula tenía razón, pero a Pedro no le gustó nada.


—No puedo permitir que te arriesgues.


—¿Qué alternativa tenemos? Además, sólo es un vulgar ladrón. No me va a matar por una copia manuscrita de un discurso.


—Bueno, ya hablaremos de eso —dijo él, impaciente—. Primero tenemos que saber si muerde el anzuelo.


—Sólo hay una forma de descubrirlo…


Paula envió el mensaje y los dos se llevaron una sorpresa cuando el remitente respondió al cabo de un par de minutos y aceptó su proposición. Se verían al día siguiente, a las diez de la mañana, en el Theodore Roosevelt Memorial.


Pedro silbó, asombrado.


—¡Vaya, vaya…! Parece que alguien tiene prisa por cerrar el trato.


—Sí. Ni siquiera ha dudado con el lugar del encuentro —comentó ella —. ¿Crees que hemos encontrado al ladrón?


—Sí, creo que sí —contestó, satisfecho—. Tiene que estar muy desesperado para arriesgarse de ese modo.


—¿Y ahora?


—Ahora tengo que hacer unas cuantas llamadas para organizar su comité de bienvenida. No afrontaremos esto sin apoyo.



La Oficina del Inspector General de Archivos Nacionales sólo tenía tres agentes, de modo que Pedro llamó a su hermano Leandro para pedirle ayuda. Una hora después, lo habían organizado todo; Pedro, Leandro y otros tres agentes del FBI irían a la isla por la mañana, antes de que Paula asistiera al encuentro.


Ahora, sólo tenían que esperar.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 27





Paula todavía estaba afectada cuando volvió a la librería. Su
relación con Pedro y el embarazo de Silvina, la empujaban a reconsiderar su opinión sobre ser madre; empezaba a sentir el deseo de fundar una familia y tener hijos.


Desesperada, encendió el ordenador e intentó trabajar. A pesar de ser un hombre chapado a la antigua, su padre había comprendido la importancia de Internet para los negocios. Abrió su propia página web a mediados de la década de 1990, así que la librería tenía clientes y amigos repartidos por todo el mundo.


Recogió el correo y se puso a leerlo. Un viejo amigo de su padre le había escrito para decir que estaba buscando algunos bocetos arquitectónicos de Thomas Jefferson; ella respondió que no tenía nada de Jefferson, pero que hablaría con sus contactos por si surgía algo.


Después, respondió a varios clientes que buscaban libros poco conocidos, un mapa antiguo de Canadá y hasta una primera edición de las obras completas de Mark Twain.


Estaba a punto de descansar un rato, cuando cedió a la tentación de leer otro mensaje. Y se quedó atónita.
«Querida señorita Chaves:
La escribo en respuesta al anuncio que publicó en The Patriot, donde ofrecía una copia manuscrita del discurso de Franklin Delano Roosevelt a la nación después del ataque japonés a Pearl Harbour. Le agradecería que me informe de las condiciones, y si es posible, que me permita examinarlo. Puede localizarme en la dirección de correo electrónico que le indico al final de mi carta.
       Atentamente, Hunter Lyons.»


Paula no lo dudó ni un segundo. Alcanzó el teléfono y marcó el número de Pedro.


—¿Dígame?


—Soy yo, Pedro. Acaban de responder al anuncio de The Patriot.





miércoles, 1 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 26





Paula siguió a Silvina y a la enfermera a la consulta del
ginecólogo. Sólo era un examen de rutina; el doctor Decker quería examinarla de vez en cuando para asegurarse de que no había surgido ningún problema. Pero cuando entraron en la sala, sintió pánico. Y no precisamente por su amiga.


De repente, no podía respirar ni mantenerse en pie. Se tuvo que sentar en una silla.


El doctor Decker, un hombre atractivo de sonrisa encantadora y ojos llenos de humor, estrechó la mano de su paciente y frunció el ceño al mirar a Paula.


—¿Se encuentra bien?


Paula asintió.


—Sí, sólo son nervios. Me recuperaré enseguida.


—Es mi mejor amiga, Paula Chaves —dijo Silvina—. Ya te he hablado de ella. Va a ser la madrina de mi hija.


—¡Ah, sí…! Encantado de conocerte, Paula. Silvina me ha dicho que estabas preocupada con su embarazo.


Paula asintió.


—Es verdad. No sé si te ha contado lo que le pasó a mi madre.


El médico asintió.


—Sí, me lo ha dicho, pero esta situación no se parece en absoluto.Silvina goza de una salud excelente; además, lleva la dieta que le pedí y descansa lo que debe. No te preocupes por nada; todo saldrá bien.


—¿Lo ves? Ya te lo había dicho —intervino Silvina—. Dentro de seis semanas, podremos abrazar a mi hija. Va a ser preciosa, Pau.


Paula se sintió culpable por estropear ese momento con sus nervios.


—Lo sé, lo sé… No debería preocuparme tanto.


—Bueno, vamos a ver qué tal va la pequeña —dijo el doctor.


Mientras la enfermera encendía el aparato, Paula tomó de la
mano a su amiga. Unos segundos después, el médico pasó el sensor por el estómago de Silvina y la imagen del bebé apareció en un monitor.


Silvina rió, encantada. Pero Paula no estaba tan contenta.


En cuanto vio la naricita y los dedos minúsculos del bebé, los ojos se le llenaron de lágrimas, y supo que había cometido un error al acompañar a su amiga. No lo podía soportar. Era demasiado para ella. Tenía que salir de allí.


Apretó la mano de Silvina y se disculpó.


—Lo siento —dijo, llorando—. No sé lo que me pasa. No esperaba que…


—No le des tanta importancia, Pau. ¿Sabes una cosa? Cuando John y yo vimos al bebé por primera vez, nos pusimos a llorar como dos tontos.


—Pero es tu niña…


—Y tú vas a ser su madrina —le recordó—. Deja de imaginar cosas terribles. Todo va a salir bien. Ya lo verás.


A Paula le habría gustado estar tan segura como Silvina. Ardía en deseos de creerlo.


Y cuando volvió a mirar la pantalla, sintió que la esperanza renacía en su corazón.



****

Pedro se enorgullecía de ser un hombre de sentido común, una persona pragmática que sabía controlar sus emociones y actuar de forma lógica y razonable.


Cuando surgía un problema en su trabajo o en su vida privada, analizaba fríamente los hechos, sacaba las conclusiones adecuadas, y desarrollaba una estrategia para alcanzar sus objetivos. Uno y uno eran dos. Tan fácil como eso.


Salvo en el caso de Paula.


Mientras escribía un informe sobre unos ladrones que habían robado documentos de la Biblioteca Lincoln y de la Universidad de Georgetown, se maldijo para sus adentros por ser incapaz de dejar de pensar en ella.


Habían pasado varias horas desde que salió de su casa y aún podía sentir su olor en la piel.


Intentó concentrarse en el trabajo, pero era una batalla perdida. Y sabía que él era el único culpable. Se había acostado con Paula y se había metido en un buen lío. 


Mantenía una relación con una persona involucrada en un delito.


En otras circunstancias, habría pasado el caso al FBI o a la policía de Washington. Pero ya era tarde para eso.


El teléfono sonó y lo sacó de sus preocupaciones.


—¿Dígame?


—¿Pedro?


Al reconocer la voz de su ex mujer, se puso tenso.


Cuando se divorció de ella y Carla le prohibió que volviera a ver a Tomy, él respetó sus deseos. Dejó de llamarla y hasta se resistió a la tentación de pasar por delante de la casa en el coche, con la esperanza de ver a su hijo. Hizo todo lo que le pidió porque pensó que una ruptura total sería menos dolorosa a largo plazo para el pequeño. Pero ya no sabía qué hacer.


De repente, Carla lo había metido otra vez en su vida.


—¿Tomy está bien?


—Sí, claro —le aseguró—. Ha ido al zoológico con sus compañeros de colegio. Estaba tan entusiasmado que no quería ni desayunar… Se ha dedicado a meterme prisa con la excusa de que a su profesora, la señorita Becky, le disgusta que los alumnos lleguen tarde.


Pedro se levantó y se puso a caminar por el despacho. 


Estaba demasiado nervioso para permanecer sentado.


—¿Qué quieres, Carla? Estoy trabajando.


Pedro lo dijo con frialdad. Sabía que Carla tramaba algo, y no iba a permitir que jugara con él. Quería saber la verdad.


—Tenemos que hablar, Pedro.


—¿Ahora quieres hablar conmigo? Dijiste todo lo que tenías que decir en el juicio, cuando nos divorciamos. Conseguiste todo lo que querías —le recordó—. No tenemos nada que decirnos.


Durante un momento, él pensó que Carla cortaría la comunicación.


Pero no la cortó.


—No quiero pelearme contigo, Pedro. Sólo necesito que hablemos. Es sobre Tomy.


—¿No has dicho que está bien?


—Y lo está. Es que…


—¿Qué? —la interrumpió—. ¿A qué viene esto, Carla? Suéltalo de una vez. No estoy de humor para tus jueguecitos.


—No es ningún juego —se defendió ella—. Pero necesito hablar contigo y no quiero hacerlo por teléfono. Concédeme cinco minutos.


Pedro notó la angustia de su voz y frunció el ceño.


En otros tiempos, habría hecho cualquier cosa por tranquilizar a Carla y sacarle una sonrisa. Pero esos tiempos habían pasado. Ya no sentía nada. Ya no era responsable de su felicidad.


—¿Y bien? ¿Me vas a conceder esos cinco minutos?


Él no tuvo más remedio que aceptar. No por ella, sino por el bien de Tomy.


—De acuerdo. Puedo verte en el café dentro de una hora; pero si tú no puedes, tendremos que dejarlo para mañana. Hoy estoy demasiado liado.


—Te veré dentro de una hora —dijo ella.


Acto seguido, colgó.


El café Atrium estaba frente a la sede de Archivos Nacionales. En verano se llenaba con los turistas que iban al parque y se sentaban a descansar junto a la laguna, a la sombra de los cerezos; pero el parque estaba completamente vacío en invierno.


Sin embargo, el café bullía de actividad. Sólo eran las once de la mañana y ya estaba abarrotado de gente.


A pesar de ello, Pedro vio a Carla en cuanto entró. Se había sentado junto al escaparate, y había pedido dos cafés a sabiendas de que su ex marido querría uno.


Mientras avanzaba entre la multitud, Pedro la observó. Había
perdido peso y no parecía precisamente feliz. Su cara era la de una mujer decepcionada.


Sin embargo, no se dejó engañar por su aspecto. 


Desconfiaba de ella.


—Buenos días —dijo al llegar.


—Hola, Pedro… No te había visto.


—No me extraña. Estabas muy pensativa.


Pedro se sentó al otro lado de la mesa y alcanzó su café. 


Ella se encogió de hombros.


—Sí, últimamente he estado pensando mucho.


Pedro se echó hacia atrás y comentó:
—Mirar hacia atrás no va a cambiar las cosas. Lo hecho, hecho está. Si querías verme por lo que pasó entre nosotros…


Él dejó el café en la mesa y amenazó con marcharse.


—No, por favor, quédate… —le rogó—. Escucha lo que tengo que decir.


—Está bien, pero lo nuestro terminó hace años.


—Lo sé, Pedro; y también sé que fue culpa mía. Nuestro matrimonio se basó en una mentira, en mi mentira… Ni siquiera espero que me perdones. Pero no te he llamado para hablar de ese asunto.


—Entonces, ¿para qué? No te he mentido al decir que hoy estoy muy ocupado. Me temo que tengo prisa, Carla.


Ella dudó un momento.


—Pedro, cometí un error terrible cuando te prohibí que vieras a Tomy. Me comporté de forma cruel y egoísta, pero no podía pensar con claridad. En mi defensa, sólo puedo decir que tomé la decisión que pareció más adecuada para todos, sobretodo si quería que Walter te sustituyera en el papel de padre.


Él la miró con furia.


—Lo sé, lo sé, no digas nada… —continuó ella—. Te expulsé de la vida de mi hijo para sustituirte por un hombre que no sentía el menor cariño por Tomy. Tú eres su padre de verdad, el que estuvo con él desde que nació, el que siempre lo ha querido. Sé que os hice mucho daño a los dos, y también sé que mis disculpas no cambiarán las cosas.


—¿Eso es lo que me querías decir, Carla?


Ella sacudió la cabeza.


—No. Quiero que vuelvas a ver a Tomy. Quiero que vuelvas a ser su padre.


Pedro la miró con indignación. Carla había destrozado su confianza hasta el extremo de que no creía ni una sola palabra que saliera de su boca.


—¿Me has tomado por imbécil? —bramó—. No sé qué pretendes, pero te has equivocado conmigo. Me marcho.


Pedro se levantó de la silla y salió del establecimiento.


Carla dejó un par de billetes en la mesa y lo siguió al exterior.


—¡Pedro! Espera un momento, te lo ruego… ¿Por qué estás tan enfado? Pensé que te llevarías una alegría. Es lo que siempre has querido, ¿no?


—¿Lo que siempre he querido? —repitió—. ¿Crees que voy a permitir que me destroces otra vez? ¿Que voy a asumir el papel de padre para que mañana o pasado, cuando te apetezca, me vuelvas a expulsar de su vida? Lo siento, pero ya he pasado por eso. No me vas a engañar con el mismo truco.


Pedro dio media vuelta y empezó a caminar hacia su oficina.


—¡Lo pondré por escrito! ¡Lo haremos de forma legal! —exclamó ella.


Él dudó, pero se detuvo.


—Si quieres, pídele a tu abogado que redacte el documento que te parezca más pertinente —continuó Carla.


Pedro se giró y la miró a los ojos.


—¿Por qué, Carla? ¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres de mí?


—Ya te lo he dicho; quiero que vuelvas a ser el padre de Tomy. Quiero que seas su padre de verdad, con todos los derechos.


—¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué ahora? Han pasado tres años desde que nos separamos. ¿Qué ha pasado para que acudas a mí?


—No ha pasado nada. Es que Tomy te necesita, te echa mucho de menos —respondió—. No duerme bien… Tiene pesadillas y se niega a quedarse solo en su habitación si no le dejo la luz encendida. Sus profesores dicen que se queda dormido en clase y que se lleva mal con sus compañeros. Ayer llegó a casa con un labio roto. Por lo visto, se peleó con un niño mayor que él.


Pedro no dijo nada.


—Te necesita —repitió ella—. Nos necesita a los dos… Pero no te preocupes; esto no es un truco para conseguir que vuelvas a mi lado. Sólo pretendo que Tomy crezca feliz, con el amor de sus padres.


Pedro se sentía atrapado entre la ira y la esperanza. Carla lo había engañado desde el principio; lo había engañado continuadamente, durante tres largos años, y no tenía motivos para pensar que esta vez fuera sincera.


Pero se jugaba el bienestar de Tomy.


—Si acepto tu oferta, será para siempre. Seremos sus padres en igualdad de condiciones —le advirtió—. Me da igual con quien estés o con quien te cases en el futuro; me da igual que te enfades conmigo o con la persona con quien yo comparta mi vida… Y no quiero que nuestras diferencias le afecten. Si acepto tu oferta, nos respetaremos el uno al otro y nos pondremos de acuerdo en cualquier problema que surja. ¿Entendido?


Ella asintió.


—Entendido.


—Hablaré con mi abogado para que redacte un acuerdo y se lo enviaré al tuyo para que dé su aprobación.


—No es necesario…


—Por supuesto que lo es. Si algo sale mal, tu abogado no podrá llevarme a juicio y afirmar que jamás diste tu aprobación —afirmó—. Y ahora, tengo que marcharme. Si te parece bien, llamaré a Tomy esta noche.


—Sé que le encantará. Gracias, Pedro.


Pedro hizo caso omiso de su agradecimiento. No lo hacía por ella, sino por Tomy. Y los dos lo sabían.


—Me voy a trabajar.


Sin decir otra palabra, se alejó de ella y cruzó la calle tan
descuidadamente que estuvo a punto de que lo atropellara un camión.


No salía de su asombro. Iba a recuperar a su hijo.