Paula siguió a Silvina y a la enfermera a la consulta del
ginecólogo. Sólo era un examen de rutina; el doctor Decker quería examinarla de vez en cuando para asegurarse de que no había surgido ningún problema. Pero cuando entraron en la sala, sintió pánico. Y no precisamente por su amiga.
De repente, no podía respirar ni mantenerse en pie. Se tuvo que sentar en una silla.
El doctor Decker, un hombre atractivo de sonrisa encantadora y ojos llenos de humor, estrechó la mano de su paciente y frunció el ceño al mirar a Paula.
—¿Se encuentra bien?
Paula asintió.
—Sí, sólo son nervios. Me recuperaré enseguida.
—Es mi mejor amiga, Paula Chaves —dijo Silvina—. Ya te he hablado de ella. Va a ser la madrina de mi hija.
—¡Ah, sí…! Encantado de conocerte, Paula. Silvina me ha dicho que estabas preocupada con su embarazo.
Paula asintió.
—Es verdad. No sé si te ha contado lo que le pasó a mi madre.
El médico asintió.
—Sí, me lo ha dicho, pero esta situación no se parece en absoluto.Silvina goza de una salud excelente; además, lleva la dieta que le pedí y descansa lo que debe. No te preocupes por nada; todo saldrá bien.
—¿Lo ves? Ya te lo había dicho —intervino Silvina—. Dentro de seis semanas, podremos abrazar a mi hija. Va a ser preciosa, Pau.
Paula se sintió culpable por estropear ese momento con sus nervios.
—Lo sé, lo sé… No debería preocuparme tanto.
—Bueno, vamos a ver qué tal va la pequeña —dijo el doctor.
Mientras la enfermera encendía el aparato, Paula tomó de la
mano a su amiga. Unos segundos después, el médico pasó el sensor por el estómago de Silvina y la imagen del bebé apareció en un monitor.
Silvina rió, encantada. Pero Paula no estaba tan contenta.
En cuanto vio la naricita y los dedos minúsculos del bebé, los ojos se le llenaron de lágrimas, y supo que había cometido un error al acompañar a su amiga. No lo podía soportar. Era demasiado para ella. Tenía que salir de allí.
Apretó la mano de Silvina y se disculpó.
—Lo siento —dijo, llorando—. No sé lo que me pasa. No esperaba que…
—No le des tanta importancia, Pau. ¿Sabes una cosa? Cuando John y yo vimos al bebé por primera vez, nos pusimos a llorar como dos tontos.
—Pero es tu niña…
—Y tú vas a ser su madrina —le recordó—. Deja de imaginar cosas terribles. Todo va a salir bien. Ya lo verás.
A Paula le habría gustado estar tan segura como Silvina. Ardía en deseos de creerlo.
Y cuando volvió a mirar la pantalla, sintió que la esperanza renacía en su corazón.
****
Pedro se enorgullecía de ser un hombre de sentido común, una persona pragmática que sabía controlar sus emociones y actuar de forma lógica y razonable.
Cuando surgía un problema en su trabajo o en su vida privada, analizaba fríamente los hechos, sacaba las conclusiones adecuadas, y desarrollaba una estrategia para alcanzar sus objetivos. Uno y uno eran dos. Tan fácil como eso.
Salvo en el caso de Paula.
Mientras escribía un informe sobre unos ladrones que habían robado documentos de la Biblioteca Lincoln y de la Universidad de Georgetown, se maldijo para sus adentros por ser incapaz de dejar de pensar en ella.
Habían pasado varias horas desde que salió de su casa y aún podía sentir su olor en la piel.
Intentó concentrarse en el trabajo, pero era una batalla perdida. Y sabía que él era el único culpable. Se había acostado con Paula y se había metido en un buen lío.
Mantenía una relación con una persona involucrada en un delito.
En otras circunstancias, habría pasado el caso al FBI o a la policía de Washington. Pero ya era tarde para eso.
El teléfono sonó y lo sacó de sus preocupaciones.
—¿Dígame?
—¿Pedro?
Al reconocer la voz de su ex mujer, se puso tenso.
Cuando se divorció de ella y Carla le prohibió que volviera a ver a Tomy, él respetó sus deseos. Dejó de llamarla y hasta se resistió a la tentación de pasar por delante de la casa en el coche, con la esperanza de ver a su hijo. Hizo todo lo que le pidió porque pensó que una ruptura total sería menos dolorosa a largo plazo para el pequeño. Pero ya no sabía qué hacer.
De repente, Carla lo había metido otra vez en su vida.
—¿Tomy está bien?
—Sí, claro —le aseguró—. Ha ido al zoológico con sus compañeros de colegio. Estaba tan entusiasmado que no quería ni desayunar… Se ha dedicado a meterme prisa con la excusa de que a su profesora, la señorita Becky, le disgusta que los alumnos lleguen tarde.
Pedro se levantó y se puso a caminar por el despacho.
Estaba demasiado nervioso para permanecer sentado.
—¿Qué quieres, Carla? Estoy trabajando.
Pedro lo dijo con frialdad. Sabía que Carla tramaba algo, y no iba a permitir que jugara con él. Quería saber la verdad.
—Tenemos que hablar, Pedro.
—¿Ahora quieres hablar conmigo? Dijiste todo lo que tenías que decir en el juicio, cuando nos divorciamos. Conseguiste todo lo que querías —le recordó—. No tenemos nada que decirnos.
Durante un momento, él pensó que Carla cortaría la comunicación.
Pero no la cortó.
—No quiero pelearme contigo, Pedro. Sólo necesito que hablemos. Es sobre Tomy.
—¿No has dicho que está bien?
—Y lo está. Es que…
—¿Qué? —la interrumpió—. ¿A qué viene esto, Carla? Suéltalo de una vez. No estoy de humor para tus jueguecitos.
—No es ningún juego —se defendió ella—. Pero necesito hablar contigo y no quiero hacerlo por teléfono. Concédeme cinco minutos.
Pedro notó la angustia de su voz y frunció el ceño.
En otros tiempos, habría hecho cualquier cosa por tranquilizar a Carla y sacarle una sonrisa. Pero esos tiempos habían pasado. Ya no sentía nada. Ya no era responsable de su felicidad.
—¿Y bien? ¿Me vas a conceder esos cinco minutos?
Él no tuvo más remedio que aceptar. No por ella, sino por el bien de Tomy.
—De acuerdo. Puedo verte en el café dentro de una hora; pero si tú no puedes, tendremos que dejarlo para mañana. Hoy estoy demasiado liado.
—Te veré dentro de una hora —dijo ella.
Acto seguido, colgó.
El café Atrium estaba frente a la sede de Archivos Nacionales. En verano se llenaba con los turistas que iban al parque y se sentaban a descansar junto a la laguna, a la sombra de los cerezos; pero el parque estaba completamente vacío en invierno.
Sin embargo, el café bullía de actividad. Sólo eran las once de la mañana y ya estaba abarrotado de gente.
A pesar de ello, Pedro vio a Carla en cuanto entró. Se había sentado junto al escaparate, y había pedido dos cafés a sabiendas de que su ex marido querría uno.
Mientras avanzaba entre la multitud, Pedro la observó. Había
perdido peso y no parecía precisamente feliz. Su cara era la de una mujer decepcionada.
Sin embargo, no se dejó engañar por su aspecto.
Desconfiaba de ella.
—Buenos días —dijo al llegar.
—Hola, Pedro… No te había visto.
—No me extraña. Estabas muy pensativa.
Pedro se sentó al otro lado de la mesa y alcanzó su café.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, últimamente he estado pensando mucho.
Pedro se echó hacia atrás y comentó:
—Mirar hacia atrás no va a cambiar las cosas. Lo hecho, hecho está. Si querías verme por lo que pasó entre nosotros…
Él dejó el café en la mesa y amenazó con marcharse.
—No, por favor, quédate… —le rogó—. Escucha lo que tengo que decir.
—Está bien, pero lo nuestro terminó hace años.
—Lo sé, Pedro; y también sé que fue culpa mía. Nuestro matrimonio se basó en una mentira, en mi mentira… Ni siquiera espero que me perdones. Pero no te he llamado para hablar de ese asunto.
—Entonces, ¿para qué? No te he mentido al decir que hoy estoy muy ocupado. Me temo que tengo prisa, Carla.
Ella dudó un momento.
—Pedro, cometí un error terrible cuando te prohibí que vieras a Tomy. Me comporté de forma cruel y egoísta, pero no podía pensar con claridad. En mi defensa, sólo puedo decir que tomé la decisión que pareció más adecuada para todos, sobretodo si quería que Walter te sustituyera en el papel de padre.
Él la miró con furia.
—Lo sé, lo sé, no digas nada… —continuó ella—. Te expulsé de la vida de mi hijo para sustituirte por un hombre que no sentía el menor cariño por Tomy. Tú eres su padre de verdad, el que estuvo con él desde que nació, el que siempre lo ha querido. Sé que os hice mucho daño a los dos, y también sé que mis disculpas no cambiarán las cosas.
—¿Eso es lo que me querías decir, Carla?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Quiero que vuelvas a ver a Tomy. Quiero que vuelvas a ser su padre.
Pedro la miró con indignación. Carla había destrozado su confianza hasta el extremo de que no creía ni una sola palabra que saliera de su boca.
—¿Me has tomado por imbécil? —bramó—. No sé qué pretendes, pero te has equivocado conmigo. Me marcho.
Pedro se levantó de la silla y salió del establecimiento.
Carla dejó un par de billetes en la mesa y lo siguió al exterior.
—¡Pedro! Espera un momento, te lo ruego… ¿Por qué estás tan enfado? Pensé que te llevarías una alegría. Es lo que siempre has querido, ¿no?
—¿Lo que siempre he querido? —repitió—. ¿Crees que voy a permitir que me destroces otra vez? ¿Que voy a asumir el papel de padre para que mañana o pasado, cuando te apetezca, me vuelvas a expulsar de su vida? Lo siento, pero ya he pasado por eso. No me vas a engañar con el mismo truco.
Pedro dio media vuelta y empezó a caminar hacia su oficina.
—¡Lo pondré por escrito! ¡Lo haremos de forma legal! —exclamó ella.
Él dudó, pero se detuvo.
—Si quieres, pídele a tu abogado que redacte el documento que te parezca más pertinente —continuó Carla.
Pedro se giró y la miró a los ojos.
—¿Por qué, Carla? ¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres de mí?
—Ya te lo he dicho; quiero que vuelvas a ser el padre de Tomy. Quiero que seas su padre de verdad, con todos los derechos.
—¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué ahora? Han pasado tres años desde que nos separamos. ¿Qué ha pasado para que acudas a mí?
—No ha pasado nada. Es que Tomy te necesita, te echa mucho de menos —respondió—. No duerme bien… Tiene pesadillas y se niega a quedarse solo en su habitación si no le dejo la luz encendida. Sus profesores dicen que se queda dormido en clase y que se lleva mal con sus compañeros. Ayer llegó a casa con un labio roto. Por lo visto, se peleó con un niño mayor que él.
Pedro no dijo nada.
—Te necesita —repitió ella—. Nos necesita a los dos… Pero no te preocupes; esto no es un truco para conseguir que vuelvas a mi lado. Sólo pretendo que Tomy crezca feliz, con el amor de sus padres.
Pedro se sentía atrapado entre la ira y la esperanza. Carla lo había engañado desde el principio; lo había engañado continuadamente, durante tres largos años, y no tenía motivos para pensar que esta vez fuera sincera.
Pero se jugaba el bienestar de Tomy.
—Si acepto tu oferta, será para siempre. Seremos sus padres en igualdad de condiciones —le advirtió—. Me da igual con quien estés o con quien te cases en el futuro; me da igual que te enfades conmigo o con la persona con quien yo comparta mi vida… Y no quiero que nuestras diferencias le afecten. Si acepto tu oferta, nos respetaremos el uno al otro y nos pondremos de acuerdo en cualquier problema que surja. ¿Entendido?
Ella asintió.
—Entendido.
—Hablaré con mi abogado para que redacte un acuerdo y se lo enviaré al tuyo para que dé su aprobación.
—No es necesario…
—Por supuesto que lo es. Si algo sale mal, tu abogado no podrá llevarme a juicio y afirmar que jamás diste tu aprobación —afirmó—. Y ahora, tengo que marcharme. Si te parece bien, llamaré a Tomy esta noche.
—Sé que le encantará. Gracias, Pedro.
Pedro hizo caso omiso de su agradecimiento. No lo hacía por ella, sino por Tomy. Y los dos lo sabían.
—Me voy a trabajar.
Sin decir otra palabra, se alejó de ella y cruzó la calle tan
descuidadamente que estuvo a punto de que lo atropellara un camión.
No salía de su asombro. Iba a recuperar a su hijo.
Ojalá no sea un plan maléfico de la ex.
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