miércoles, 1 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 26





Paula siguió a Silvina y a la enfermera a la consulta del
ginecólogo. Sólo era un examen de rutina; el doctor Decker quería examinarla de vez en cuando para asegurarse de que no había surgido ningún problema. Pero cuando entraron en la sala, sintió pánico. Y no precisamente por su amiga.


De repente, no podía respirar ni mantenerse en pie. Se tuvo que sentar en una silla.


El doctor Decker, un hombre atractivo de sonrisa encantadora y ojos llenos de humor, estrechó la mano de su paciente y frunció el ceño al mirar a Paula.


—¿Se encuentra bien?


Paula asintió.


—Sí, sólo son nervios. Me recuperaré enseguida.


—Es mi mejor amiga, Paula Chaves —dijo Silvina—. Ya te he hablado de ella. Va a ser la madrina de mi hija.


—¡Ah, sí…! Encantado de conocerte, Paula. Silvina me ha dicho que estabas preocupada con su embarazo.


Paula asintió.


—Es verdad. No sé si te ha contado lo que le pasó a mi madre.


El médico asintió.


—Sí, me lo ha dicho, pero esta situación no se parece en absoluto.Silvina goza de una salud excelente; además, lleva la dieta que le pedí y descansa lo que debe. No te preocupes por nada; todo saldrá bien.


—¿Lo ves? Ya te lo había dicho —intervino Silvina—. Dentro de seis semanas, podremos abrazar a mi hija. Va a ser preciosa, Pau.


Paula se sintió culpable por estropear ese momento con sus nervios.


—Lo sé, lo sé… No debería preocuparme tanto.


—Bueno, vamos a ver qué tal va la pequeña —dijo el doctor.


Mientras la enfermera encendía el aparato, Paula tomó de la
mano a su amiga. Unos segundos después, el médico pasó el sensor por el estómago de Silvina y la imagen del bebé apareció en un monitor.


Silvina rió, encantada. Pero Paula no estaba tan contenta.


En cuanto vio la naricita y los dedos minúsculos del bebé, los ojos se le llenaron de lágrimas, y supo que había cometido un error al acompañar a su amiga. No lo podía soportar. Era demasiado para ella. Tenía que salir de allí.


Apretó la mano de Silvina y se disculpó.


—Lo siento —dijo, llorando—. No sé lo que me pasa. No esperaba que…


—No le des tanta importancia, Pau. ¿Sabes una cosa? Cuando John y yo vimos al bebé por primera vez, nos pusimos a llorar como dos tontos.


—Pero es tu niña…


—Y tú vas a ser su madrina —le recordó—. Deja de imaginar cosas terribles. Todo va a salir bien. Ya lo verás.


A Paula le habría gustado estar tan segura como Silvina. Ardía en deseos de creerlo.


Y cuando volvió a mirar la pantalla, sintió que la esperanza renacía en su corazón.



****

Pedro se enorgullecía de ser un hombre de sentido común, una persona pragmática que sabía controlar sus emociones y actuar de forma lógica y razonable.


Cuando surgía un problema en su trabajo o en su vida privada, analizaba fríamente los hechos, sacaba las conclusiones adecuadas, y desarrollaba una estrategia para alcanzar sus objetivos. Uno y uno eran dos. Tan fácil como eso.


Salvo en el caso de Paula.


Mientras escribía un informe sobre unos ladrones que habían robado documentos de la Biblioteca Lincoln y de la Universidad de Georgetown, se maldijo para sus adentros por ser incapaz de dejar de pensar en ella.


Habían pasado varias horas desde que salió de su casa y aún podía sentir su olor en la piel.


Intentó concentrarse en el trabajo, pero era una batalla perdida. Y sabía que él era el único culpable. Se había acostado con Paula y se había metido en un buen lío. 


Mantenía una relación con una persona involucrada en un delito.


En otras circunstancias, habría pasado el caso al FBI o a la policía de Washington. Pero ya era tarde para eso.


El teléfono sonó y lo sacó de sus preocupaciones.


—¿Dígame?


—¿Pedro?


Al reconocer la voz de su ex mujer, se puso tenso.


Cuando se divorció de ella y Carla le prohibió que volviera a ver a Tomy, él respetó sus deseos. Dejó de llamarla y hasta se resistió a la tentación de pasar por delante de la casa en el coche, con la esperanza de ver a su hijo. Hizo todo lo que le pidió porque pensó que una ruptura total sería menos dolorosa a largo plazo para el pequeño. Pero ya no sabía qué hacer.


De repente, Carla lo había metido otra vez en su vida.


—¿Tomy está bien?


—Sí, claro —le aseguró—. Ha ido al zoológico con sus compañeros de colegio. Estaba tan entusiasmado que no quería ni desayunar… Se ha dedicado a meterme prisa con la excusa de que a su profesora, la señorita Becky, le disgusta que los alumnos lleguen tarde.


Pedro se levantó y se puso a caminar por el despacho. 


Estaba demasiado nervioso para permanecer sentado.


—¿Qué quieres, Carla? Estoy trabajando.


Pedro lo dijo con frialdad. Sabía que Carla tramaba algo, y no iba a permitir que jugara con él. Quería saber la verdad.


—Tenemos que hablar, Pedro.


—¿Ahora quieres hablar conmigo? Dijiste todo lo que tenías que decir en el juicio, cuando nos divorciamos. Conseguiste todo lo que querías —le recordó—. No tenemos nada que decirnos.


Durante un momento, él pensó que Carla cortaría la comunicación.


Pero no la cortó.


—No quiero pelearme contigo, Pedro. Sólo necesito que hablemos. Es sobre Tomy.


—¿No has dicho que está bien?


—Y lo está. Es que…


—¿Qué? —la interrumpió—. ¿A qué viene esto, Carla? Suéltalo de una vez. No estoy de humor para tus jueguecitos.


—No es ningún juego —se defendió ella—. Pero necesito hablar contigo y no quiero hacerlo por teléfono. Concédeme cinco minutos.


Pedro notó la angustia de su voz y frunció el ceño.


En otros tiempos, habría hecho cualquier cosa por tranquilizar a Carla y sacarle una sonrisa. Pero esos tiempos habían pasado. Ya no sentía nada. Ya no era responsable de su felicidad.


—¿Y bien? ¿Me vas a conceder esos cinco minutos?


Él no tuvo más remedio que aceptar. No por ella, sino por el bien de Tomy.


—De acuerdo. Puedo verte en el café dentro de una hora; pero si tú no puedes, tendremos que dejarlo para mañana. Hoy estoy demasiado liado.


—Te veré dentro de una hora —dijo ella.


Acto seguido, colgó.


El café Atrium estaba frente a la sede de Archivos Nacionales. En verano se llenaba con los turistas que iban al parque y se sentaban a descansar junto a la laguna, a la sombra de los cerezos; pero el parque estaba completamente vacío en invierno.


Sin embargo, el café bullía de actividad. Sólo eran las once de la mañana y ya estaba abarrotado de gente.


A pesar de ello, Pedro vio a Carla en cuanto entró. Se había sentado junto al escaparate, y había pedido dos cafés a sabiendas de que su ex marido querría uno.


Mientras avanzaba entre la multitud, Pedro la observó. Había
perdido peso y no parecía precisamente feliz. Su cara era la de una mujer decepcionada.


Sin embargo, no se dejó engañar por su aspecto. 


Desconfiaba de ella.


—Buenos días —dijo al llegar.


—Hola, Pedro… No te había visto.


—No me extraña. Estabas muy pensativa.


Pedro se sentó al otro lado de la mesa y alcanzó su café. 


Ella se encogió de hombros.


—Sí, últimamente he estado pensando mucho.


Pedro se echó hacia atrás y comentó:
—Mirar hacia atrás no va a cambiar las cosas. Lo hecho, hecho está. Si querías verme por lo que pasó entre nosotros…


Él dejó el café en la mesa y amenazó con marcharse.


—No, por favor, quédate… —le rogó—. Escucha lo que tengo que decir.


—Está bien, pero lo nuestro terminó hace años.


—Lo sé, Pedro; y también sé que fue culpa mía. Nuestro matrimonio se basó en una mentira, en mi mentira… Ni siquiera espero que me perdones. Pero no te he llamado para hablar de ese asunto.


—Entonces, ¿para qué? No te he mentido al decir que hoy estoy muy ocupado. Me temo que tengo prisa, Carla.


Ella dudó un momento.


—Pedro, cometí un error terrible cuando te prohibí que vieras a Tomy. Me comporté de forma cruel y egoísta, pero no podía pensar con claridad. En mi defensa, sólo puedo decir que tomé la decisión que pareció más adecuada para todos, sobretodo si quería que Walter te sustituyera en el papel de padre.


Él la miró con furia.


—Lo sé, lo sé, no digas nada… —continuó ella—. Te expulsé de la vida de mi hijo para sustituirte por un hombre que no sentía el menor cariño por Tomy. Tú eres su padre de verdad, el que estuvo con él desde que nació, el que siempre lo ha querido. Sé que os hice mucho daño a los dos, y también sé que mis disculpas no cambiarán las cosas.


—¿Eso es lo que me querías decir, Carla?


Ella sacudió la cabeza.


—No. Quiero que vuelvas a ver a Tomy. Quiero que vuelvas a ser su padre.


Pedro la miró con indignación. Carla había destrozado su confianza hasta el extremo de que no creía ni una sola palabra que saliera de su boca.


—¿Me has tomado por imbécil? —bramó—. No sé qué pretendes, pero te has equivocado conmigo. Me marcho.


Pedro se levantó de la silla y salió del establecimiento.


Carla dejó un par de billetes en la mesa y lo siguió al exterior.


—¡Pedro! Espera un momento, te lo ruego… ¿Por qué estás tan enfado? Pensé que te llevarías una alegría. Es lo que siempre has querido, ¿no?


—¿Lo que siempre he querido? —repitió—. ¿Crees que voy a permitir que me destroces otra vez? ¿Que voy a asumir el papel de padre para que mañana o pasado, cuando te apetezca, me vuelvas a expulsar de su vida? Lo siento, pero ya he pasado por eso. No me vas a engañar con el mismo truco.


Pedro dio media vuelta y empezó a caminar hacia su oficina.


—¡Lo pondré por escrito! ¡Lo haremos de forma legal! —exclamó ella.


Él dudó, pero se detuvo.


—Si quieres, pídele a tu abogado que redacte el documento que te parezca más pertinente —continuó Carla.


Pedro se giró y la miró a los ojos.


—¿Por qué, Carla? ¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres de mí?


—Ya te lo he dicho; quiero que vuelvas a ser el padre de Tomy. Quiero que seas su padre de verdad, con todos los derechos.


—¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué ahora? Han pasado tres años desde que nos separamos. ¿Qué ha pasado para que acudas a mí?


—No ha pasado nada. Es que Tomy te necesita, te echa mucho de menos —respondió—. No duerme bien… Tiene pesadillas y se niega a quedarse solo en su habitación si no le dejo la luz encendida. Sus profesores dicen que se queda dormido en clase y que se lleva mal con sus compañeros. Ayer llegó a casa con un labio roto. Por lo visto, se peleó con un niño mayor que él.


Pedro no dijo nada.


—Te necesita —repitió ella—. Nos necesita a los dos… Pero no te preocupes; esto no es un truco para conseguir que vuelvas a mi lado. Sólo pretendo que Tomy crezca feliz, con el amor de sus padres.


Pedro se sentía atrapado entre la ira y la esperanza. Carla lo había engañado desde el principio; lo había engañado continuadamente, durante tres largos años, y no tenía motivos para pensar que esta vez fuera sincera.


Pero se jugaba el bienestar de Tomy.


—Si acepto tu oferta, será para siempre. Seremos sus padres en igualdad de condiciones —le advirtió—. Me da igual con quien estés o con quien te cases en el futuro; me da igual que te enfades conmigo o con la persona con quien yo comparta mi vida… Y no quiero que nuestras diferencias le afecten. Si acepto tu oferta, nos respetaremos el uno al otro y nos pondremos de acuerdo en cualquier problema que surja. ¿Entendido?


Ella asintió.


—Entendido.


—Hablaré con mi abogado para que redacte un acuerdo y se lo enviaré al tuyo para que dé su aprobación.


—No es necesario…


—Por supuesto que lo es. Si algo sale mal, tu abogado no podrá llevarme a juicio y afirmar que jamás diste tu aprobación —afirmó—. Y ahora, tengo que marcharme. Si te parece bien, llamaré a Tomy esta noche.


—Sé que le encantará. Gracias, Pedro.


Pedro hizo caso omiso de su agradecimiento. No lo hacía por ella, sino por Tomy. Y los dos lo sabían.


—Me voy a trabajar.


Sin decir otra palabra, se alejó de ella y cruzó la calle tan
descuidadamente que estuvo a punto de que lo atropellara un camión.


No salía de su asombro. Iba a recuperar a su hijo.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 25




Ni siquiera sabía cómo había sobrevivido a la tarde.


Tenía mucho trabajo que hacer, pero prácticamente no había dormido la noche anterior y se caía de sueño. A la una, estaba tan agotada que no podía mantener los ojos abiertos.


Irritada, consideró la posibilidad de cerrar la librería durante un par de horas para echarse una siesta. Sin embargo, la puerta se abrió en ese momento.


Cuando vio a Silvina, soltó un grito ahogado.


—¡Oh, Dios mío! Hoy tienes la cita con el médico…


—¿Lo habías olvidado?


Paula asintió.


—Lo siento mucho. Han pasado tantas cosas que se me ha ido de la cabeza, pero te puedo acompañar de todas formas. Dame un minuto para que recoja el abrigo y el bolso. No tardaré nada.


Silvina la siguió.


—¿Qué quieres decir con eso de que han pasado muchas cosas? ¿Tiene algo que ver con ese agente tan atractivo con el que estás saliendo?


—Yo, no…


—¡Oh, sí! Tú, sí. Y no lo niegues; lo sé por tu mirada.


Paula se miró en el espejo de su dormitorio, segura de que Silvina le estaba tomando el pelo. No era posible que se le notara tanto. Pero se le notaba.


Se puso el abrigo a toda prisa y miró a su amiga con inseguridad.


—Está bien, lo admito; me gusta —declaró.


—Ya me había dado cuenta, Pau. Pero dime, ¿a qué hora se ha marchado esta mañana?


—A las siete.


Paula se dio cuenta de que Silvina le había tendido una trampa y de que había caído en ella como una tonta. 


Obviamente, no podía saber que Pedro había pasado la noche en la casa, pero con una simple pregunta sobre la hora, Paula se lo había confirmado.


—Eres una diablesa, Silvina…


Silvina rió.


—Pero una diablesa muy lista —ironizó.


—Sí, desde luego que sí. Y vas a llegar tarde al médico si no nos vamos.


—Tenemos tiempo de sobra —dijo con un gesto de desdén—. Ahora quiero que me lo cuentes todo. ¿Lo vuestro va en serio?


—No empieces a hacerte ilusiones con planes de bodas y cosas así. No ha cambiado nada. Sólo nos divertimos un poco.


—Bueno, eso ya se verá. Pero deberías dar una oportunidad a ese hombre; incluso cabe la posibilidad de que no quiera tener hijos.


Las dos salieron de la librería y entraron en el coche de Silvina, que había aparcado en la esquina de la manzana.


—No, estoy segura de que Pedro quiere tener hijos.


Paula le contó la historia de su ex mujer y del niño que le había arrebatado.


—¡Esa mujer es horrible! —exclamó Silvina—. Miente para que se case con ella, miente durante todo su matrimonio, y sólo le dice la verdad cuando le pide el divorcio… ¿Cuántos años tardó en desarrollar mala conciencia?


—Tres —respondió.


—¿Tres? ¿Cómo es posible que mintiera con algo tan grave durante tres años? Si su hijo le importara algo, habría cerrado la boca. Pedro es el único padre que ha conocido.


—Si su hijo le importara —repitió Paula—. Pobre Pedro; no
quiero ni pensar lo que se debe sufrir al perder a un niño de ese modo…


Silvina se llevó una mano al estómago y mantuvo la otra en el volante.


—Ni yo. Debe de ser una pesadilla. A mí me perseguiría todos los días de mi vida.


—Dime, Silvina… Si tu hubieras perdido un hijo, ¿querrías tener otro?


—Supongo que sí, pero eso no significa que Pedro sea de la misma opinión. Puede que no quiera arriesgarse otra vez.


—O puede que sí…


—En efecto. En cualquier caso, es algo que tendrás que hablar con él en el futuro. No puedes tomar una decisión en este momento.


Paula pensó que Silvina se equivocaba. Debía tomar una decisión tan pronto como fuera posible, porque Pedro le gustaba tanto que corría el peligro de enamorarse de él.


—No puedo esperar —le confesó.


Silvina la tomó de la mano.


—Pues tendrás que hacerlo. Concédete un poco de tiempo y disfruta de su compañía, Pau. Todo saldrá bien.


—¿Tú crees?


Silvina sonrió mientras aparcaba el vehículo frente a la consulta del ginecólogo.


—Por supuesto que sí —respondió—. Piensa en mí… Todo el mundo me decía que no podría tener hijos por mis problemas físicos; pero daré a luz en menos de seis semanas, y la pequeña Savannah Green empezará a disfrutar del mundo.


Paula sonrió.


—Y será la niña más mimada de la Tierra.


—Sí, supongo que sí —rió Silvina—. Aunque cuando empiece a llorar…


—Os volverá locos a John y a ti.


Lejos de preocuparse, Silvina sonrió.


—Lo sé. ¿No te parece maravilloso?






NO TE ENAMORES: CAPITULO 24




Un buen rato después de que Pedro la abrazara y se quedara dormido, Paula seguía despierta. Escuchaba los latidos de su corazón y se preguntaba qué le estaba pasando. Tenía la sensación de que acababa de hacer el amor con su alma gemela.



Sin embargo, Pau no creía en las almas gemelas. O más bien, no se podía permitir el lujo de creer que podía enamorarse de un hombre que la amara a su vez, y que aceptara sus temores del pasado y las promesas que se había hecho a sí misma.


Porque si ese hombre existía, sería Pedro.


Nerviosa, llegó a considerar la posibilidad de levantarse y pasar el resto de la noche en el despacho, trabajando, enviando felicitaciones de Navidad, o haciendo cualquier cosa excepto estar en la cama con él. Pero siguió a su lado, fingiendo que el tiempo había dejado de existir, que no había pasado ni futuro, sino sólo presente.


Cuando la luz del día empezó a entrar por la ventana, Paula se dedicó a mirarlo con fascinación.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había acostado con un hombre. Incluso había olvidado lo cálidos que podían ser.


Era como acostarse con un horno; una sensación tan placentera que se preguntó cómo podría volver a acostarse en esa cama sin pensar en Pedro Alfonso.


Los ojos se le llenaron de lágrimas al instante. Con él, hasta se creía capaz de tener un hijo. O incluso una hija; una hija que indudablemente adoraría a su padre y que le pediría que le leyera cuentos por las noches.


Harta de torturarse a sí misma, apartó el edredón, se levantó, y se puso la bata antes de salir del dormitorio.


El sol ya había salido cuando Pedro entró en la cocina.


Paula acababa de preparar el café y se estremeció al verlo.


Había estado en el despacho, enviando tarjetas de Navidad e intentando recobrar el control de sus emociones.


Incluso había llegado a convencerse de que podría mirarlo a los ojos sin que el amor de la noche anterior la turbara.


Pero se había equivocado. Bastó una mirada suya para que lo recordara todo, y volviera a sentir cada caricia, cada beso, cada latido de su corazón.


—Buenos días —dijo él.


Ella se ruborizó. Rápidamente, le dio la espalda y alcanzó una taza para servirle un café.


—Buenos días. Estaba a punto de preparar el desayuno. ¿Tienes hambre?


—Me temo que no me puedo quedar —declaró con tristeza—. Ni siquiera tengo tiempo para un café… Tengo que ir a los tribunales para prestar declaración contra un idiota que quiso comprobar si en la parte de atrás de la Declaración de Independencia hay efectivamente un mapa.


—¿En serio? ¿Se puede ser tan estúpido?


—Sí. Y eso que tiene una carrera universitaria… Menudo cretino. Pensó que podía burlar el sistema de seguridad y echarle un vistazo.


Ella sonrió.


—Pero obviamente, no es tan listo como pensaba.


—¡Oh! Logró burlar el sistema de seguridad del edificio, pero se olvidó de los sensores de la sala y saltaron todas las alarmas —explicó—. El pobre diablo se quedó encerrado.


—¿Y es verdad que sólo pretendía echar un vistazo a la Declaración de Independencia? ¿O es tan tonto que la quería vender por Internet? —se burló.


Él sonrió.


—Quién sabe… —dijo Pedro—. Conozco a cierta persona que vendía objetos robados por el mismo medio…


Paula soltó una carcajada.


—Está bien, tienes razón. Pero yo no sabía que estuviera vendiendo objetos robados —se defendió—. ¡Y jamás habría vendido la Declaración de Independencia!


—Eso es cierto —dijo mientras echaba un vistazo al reloj—. En fin, tengo que marcharme o llegaré tarde.


En lugar de irse, Pedro se acercó a ella y la tomó de la mano.


—¿Podemos desayunar otro día? —preguntó.


Ella se dijo que debía rechazarlo; ya había descubierto que Pedro era el error más embriagador y adictivo que había cometido en su vida.


Desayunar con él implicaba pasar la noche con él, entre besos largos y sensuales, haciendo el amor constantemente mientras se acariciaban, se tocaban, se lamían…


—¿Paula? Aún no has contestado a mi pregunta, pero llegaré tarde a los juzgados si no me respondes.


Paula parpadeó y lo miró a los ojos.


—No. Nada de desayunos.


Pedro rió.


—¿No? Si tuviera cinco minutos, te aseguro que cambiarías de opinión.


—Si los tuvieras. Pero no los tienes —dijo ella entre risas—. Y no puedes cometer el pecado de llegar tarde a un juicio, ¿verdad?


Pedro nunca había sido un hombre que huyera de los desafíos, así que la tomó entre sus brazos y la besó.


Paula todavía estaba flotando cuando oyó su risa y lo vio marcharse.