miércoles, 1 de noviembre de 2017
NO TE ENAMORES: CAPITULO 24
Un buen rato después de que Pedro la abrazara y se quedara dormido, Paula seguía despierta. Escuchaba los latidos de su corazón y se preguntaba qué le estaba pasando. Tenía la sensación de que acababa de hacer el amor con su alma gemela.
Sin embargo, Pau no creía en las almas gemelas. O más bien, no se podía permitir el lujo de creer que podía enamorarse de un hombre que la amara a su vez, y que aceptara sus temores del pasado y las promesas que se había hecho a sí misma.
Porque si ese hombre existía, sería Pedro.
Nerviosa, llegó a considerar la posibilidad de levantarse y pasar el resto de la noche en el despacho, trabajando, enviando felicitaciones de Navidad, o haciendo cualquier cosa excepto estar en la cama con él. Pero siguió a su lado, fingiendo que el tiempo había dejado de existir, que no había pasado ni futuro, sino sólo presente.
Cuando la luz del día empezó a entrar por la ventana, Paula se dedicó a mirarlo con fascinación.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había acostado con un hombre. Incluso había olvidado lo cálidos que podían ser.
Era como acostarse con un horno; una sensación tan placentera que se preguntó cómo podría volver a acostarse en esa cama sin pensar en Pedro Alfonso.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al instante. Con él, hasta se creía capaz de tener un hijo. O incluso una hija; una hija que indudablemente adoraría a su padre y que le pediría que le leyera cuentos por las noches.
Harta de torturarse a sí misma, apartó el edredón, se levantó, y se puso la bata antes de salir del dormitorio.
El sol ya había salido cuando Pedro entró en la cocina.
Paula acababa de preparar el café y se estremeció al verlo.
Había estado en el despacho, enviando tarjetas de Navidad e intentando recobrar el control de sus emociones.
Incluso había llegado a convencerse de que podría mirarlo a los ojos sin que el amor de la noche anterior la turbara.
Pero se había equivocado. Bastó una mirada suya para que lo recordara todo, y volviera a sentir cada caricia, cada beso, cada latido de su corazón.
—Buenos días —dijo él.
Ella se ruborizó. Rápidamente, le dio la espalda y alcanzó una taza para servirle un café.
—Buenos días. Estaba a punto de preparar el desayuno. ¿Tienes hambre?
—Me temo que no me puedo quedar —declaró con tristeza—. Ni siquiera tengo tiempo para un café… Tengo que ir a los tribunales para prestar declaración contra un idiota que quiso comprobar si en la parte de atrás de la Declaración de Independencia hay efectivamente un mapa.
—¿En serio? ¿Se puede ser tan estúpido?
—Sí. Y eso que tiene una carrera universitaria… Menudo cretino. Pensó que podía burlar el sistema de seguridad y echarle un vistazo.
Ella sonrió.
—Pero obviamente, no es tan listo como pensaba.
—¡Oh! Logró burlar el sistema de seguridad del edificio, pero se olvidó de los sensores de la sala y saltaron todas las alarmas —explicó—. El pobre diablo se quedó encerrado.
—¿Y es verdad que sólo pretendía echar un vistazo a la Declaración de Independencia? ¿O es tan tonto que la quería vender por Internet? —se burló.
Él sonrió.
—Quién sabe… —dijo Pedro—. Conozco a cierta persona que vendía objetos robados por el mismo medio…
Paula soltó una carcajada.
—Está bien, tienes razón. Pero yo no sabía que estuviera vendiendo objetos robados —se defendió—. ¡Y jamás habría vendido la Declaración de Independencia!
—Eso es cierto —dijo mientras echaba un vistazo al reloj—. En fin, tengo que marcharme o llegaré tarde.
En lugar de irse, Pedro se acercó a ella y la tomó de la mano.
—¿Podemos desayunar otro día? —preguntó.
Ella se dijo que debía rechazarlo; ya había descubierto que Pedro era el error más embriagador y adictivo que había cometido en su vida.
Desayunar con él implicaba pasar la noche con él, entre besos largos y sensuales, haciendo el amor constantemente mientras se acariciaban, se tocaban, se lamían…
—¿Paula? Aún no has contestado a mi pregunta, pero llegaré tarde a los juzgados si no me respondes.
Paula parpadeó y lo miró a los ojos.
—No. Nada de desayunos.
Pedro rió.
—¿No? Si tuviera cinco minutos, te aseguro que cambiarías de opinión.
—Si los tuvieras. Pero no los tienes —dijo ella entre risas—. Y no puedes cometer el pecado de llegar tarde a un juicio, ¿verdad?
Pedro nunca había sido un hombre que huyera de los desafíos, así que la tomó entre sus brazos y la besó.
Paula todavía estaba flotando cuando oyó su risa y lo vio marcharse.
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