jueves, 28 de septiembre de 2017

RUMORES: CAPITULO 1




-LA TÍA Bety no lloró nada -insinuó en tono de crítica la suave voz-. Yo siempre lloro en las bodas. 


Paula no creía que el pañuelo de encaje que la invitada sacudía con suavidad tuviera ningún uso serio. Escrutando con más atención su cara, no notó ningún churretón en su perfecto maquillaje.


-Incluyendo la tuya propia, supongo.


Se arrepintió de su ácido comentario en cuanto las palabras escaparon de sus labios; la inestabilidad del matrimonio de su prima era bien conocida. El problema era que no le caía bien Patricia y nunca le había caído bien; era hueca, pretenciosa y totalmente carente de espontaneidad. Pero llevar más de media hora con ella había tirado su nivel de tolerancia por los suelos.


-Rogelio está en Genova. Tiene negocios allí -se defendió su prima con presteza-. Lo echo de menos, pero no espero que entiendas la especial unión que trae el matrimonio.


Paula pasó por alto el insulto. Además, esa vez se había merecido la reprimenda. «Eres una burra», Paula Chaves, se regañó a sí misma con disgusto. El «negocio» de Rogelio era una versión de su esposa veinte años más joven y todo el mundo lo sabía. Su prima se había sonrojado.


-Entonces tendremos que sacar montones de fotografías para enseñarle a Rogelio lo bonito que salió todo, ¿no crees? Sonríe. Ana me ha ordenado que apunte con esta cámara a todo lo que se mueva. Insiste en que las fotos oficiales nunca dan una impresión exacta de la ocasión. Demasiado artificiales.


-Ana siempre ha sido un poco rara.


Paula se mordió la lengua para no soltar la respuesta que acudió a sus labios.


-Bueno, desde luego esta vez lo ha sido. Ya es raro dar a luz a gemelos veinticuatro horas antes de la boda de tu hermana.


Paula sabía que la ausencia de Ana ensombrecería la boda de Lidia. Las trillizas tenían una relación muy íntima y ese día, por encima de todos, Rosa hubiera querido que estuvieran juntas.


-¡Gemelos!


Patricia se estremeció y, por su expresión, Hope supo que esperaba un recuento detallado del parto de su prima.


-Bueno, es menos dramático que trillizos.


Paula plantó una falsa expresión de interés en su cara mientras Patricia se lanzaba a contar los detalles. Pero le costaba mantener la expresión animada.


La historia que estaba escuchando no elevaba sus instintos maternales, que ya eran bien escasos.


«Podría ser que yo hubiera nacido para solterona», reflexionó. La sonrisa se borró de sus labios. Patricia todavía no había llegado a la parte de la rotura de aguas. ¡Aquello iba a ser una maratón! Pobre Patricia, pensó. Considerando la cantidad de mujeres que conocía aferradas a los flecos de un matrimonio casi muerto, le extrañaba que la institución fuera tan popular.


Veinte minutos más tarde, Paula se alzó el dobladillo de la falda de seda con una mano, agarró en la otra la copa de champán y se dirigió hacia el pequeño tenderete del jardín de sus padres, de donde emanaba la música.


Su atención se desvió enseguida antes de llegar a su destino. Aquel hombre no era la figura más alta del pequeño grupo en el que estaba, pero era la que más llamaba la atención. Cuando empezó a hablar, usando las manos para resaltar algún punto, sus dedos dibujaron gestos precisos en el aire. Paula apuntó la cámara hacia su cuello y empezó a disparar.


Cuando él volvió la cabeza y la miró directamente, por una vez, la seguridad de Paula la abandonó. Se dio la vuelta con rapidez con la misma sensación de culpabilidad de un niño al que le hubieran sorprendido espiando a sus mayores.


Un movimiento estupendo, maldijo para sus adentros intentando tapar la lente de la cámara.


-¡Maldita cosa!


Se agachó para recoger la tapa que había caído al suelo.


-¿Puedo ayudar?


Los dos alcanzaron la tapa de la lente al mismo tiempo y Paula sintió que sus dedos rozaban otros mucho más fuertes. Unas manos acordes con la poderosa imagen de aquel hombre, con uñas perfectamente cortadas. Las manos de un artista y no de un filósofo. Pero era la impresión de fuerza inmensa que emanaba de Pedro Alfonso lo primero que le llamó la atención. La intensa vitalidad que emanaba de él se traspasó por un fugaz momento a sus dedos.


-Gracias -abrió la palma boca arriba para recuperar la tapa—. No es mía -explicó con una sonrisa cálida.


Paula no encontró en su cara el inmediato reconocimiento al que estaba acostumbrada. Ella era una de las super modelos internacionales de élite y su cara parecía ser propiedad pública. Los desconocidos siempre hacían la misma farsa de intentar identificarla, y después de las desagradables noticias que habían salido en toda la prensa, no podía haber mucha gente en el país que no la conociera. 


Al menos él no la estaba condenando a priori, como muchos desconocidos, lo que dispuso a Paula a pensar bien de él.


-Es una buena cámara -su profunda voz tenía una cadencia susurrante increíblemente atractiva.


Los dos se incorporaron al unísono.


-A prueba de idiotas, o eso dice Alejo. Alejo es mi cuñado, o uno de ellos. Ahora tengo dos.


Aquella idea era todavía tan reciente para ella que la hizo sonreír.


-Conozco a Alejo.


-Por supuesto que lo conoces -en aquella pequeña comunidad y siendo la persona que tenía a más gente contratada del pueblo, Pedro conocía a la mayoría de la gente. Y no le cabía duda de que Alejo y él se moverían en los mismo círculos sociales-, Ana ha tenido gemelos esta madrugada. Niños. Pero no ha querido que lo anunciemos, ha insistido en que hoy es el día de Lidia. Y Lidia y Samuel se pasaron por el hospital a ver a los niños antes de ir a la iglesia, por eso llegaron tarde.


Pedro asintió.


-Ya oí lo de los bebés. Tienes frío -comentó al verla estremecerse-. ¿Quieres que vayamos dentro?


Se dio la vuelta hacia la casa en vez del templete, pero a Paula no le importó; no había competencia posible entre la atracción de la música y la de Pedro Alfonso. Simplemente la tenía cautivada, con mayúsculas.


-Llevo ropa térmica bajo el vestido, pero si alguien te pide que hagas de madrina de boda en invierno, ya puedes tener las excusas preparadas.


-Creo que es bastante improbable, pero gracias por el consejo. Dime, ¿lo dices en serio?


La calidez que la envolvía era como una manta de terciopelo cuando se acercaron juntos hacia la casa. ¿O era el calor y el interés que despedían sus ojos grises? Pedro tenía una forma de mirar directamente a los ojos un poco inquietante, pero a Paula le gustaba bastante. La gente menos vital se arracimaba en grupos en el informal jardín de la casa del siglo dieciocho de sus padres. La boda había sido intencionadamente íntima e informal.


-¿Qué si digo en serio qué?


Los ojos de Pedro se deslizaron levemente hacia sus largas piernas resaltadas por la tela rosa. Intentó imaginarse unos pantalones de franela bajo aquella fina tela y solo encontró una lujuriosa imagen de encaje y satén.


-¿Llevas ropa térmica?


La miró con seriedad, pero a Paula le gustó el brillo de humor de sus ojos. Era refrescante encontrar a un hombre al que no le desbordara su fama o por lo menos uno que estuviera interesado por ella. Porque él lo estaba, ¿no?


Una curiosa idea se le ocurrió de repente.


-¿.Sabes quién soy yo? ¡Oh, Dios! Eso suena horrible -parpadeó-. Quiero decir que la gente, los hombres, suelen tratarme...


Se encogió de hombros en un vano intento por explicarse. 


¿Cómo podía contar una chica que los hombres agradables tenían demasiado miedo a acercarse a ella y el tipo de hombres que la quería como un trofeo solo le producía desdén?


-¿Cómo a una diosa? -preguntó burlón-. Comprensible.


Sus ojos grises realizaron una lenta marcha de la punta de sus pies hasta su brillante cabeza. Y su expresión pareció de aprobación. Aquello en sí mismo no era desacostumbrado; a la mayoría de los hombres les gustaba mirar a Paula. Era el hecho de que ella le gustara gustarle lo que hacía extraña la experiencia.


-Pero no muy deseable.


Estaba interesado. Paula sintió una oleada de excitación por todo el cuerpo. Ella estaba acostumbrada a conocer a gente interesante e importante, pero había algo en aquel hombre especial.


-Entonces, ¿no me regañas por no haber mostrado la suficiente reverencia?


Paula lanzó una carcajada rica y profunda. Se detuvo de repente y frunció el ceño.


-No me acuerdo muy bien... No estabas casado, ¿verdad?


Pedro no pareció importarle aquella pregunta tan directa.


-Ni por lo más remoto -dijo con un leve estremecimiento en la comisura de su deseable boca.


-Bien. ¿Podemos ser amigos?


Paula Chaves, decidió Pedro parpadeando, tenía una sonrisa que podría parar a un rinoceronte al ataque en su marcha. Era realmente encantadora y lanzada, pensó.


-Amigos.


Era una palabra agradable y sin complicaciones, pero los sentimientos que aquel hombre estaba despertando en ella no eran tan sencillos.


-La última vez que te vi, creo que te llamé señor Alfonso.


Pedro parpadeó; había intentado olvidar aquello.


-Eso hiciste.


Dudaba haber intercambiado con ella más de dos palabras en su encuentro anterior. Había muy poco en común entre un joven cercano a la treintena y una adolescente. Si no recordaba mal a Paula, era la hija más desgarbada de sus vecinos, Bety y Carlos Chaves.


-Yo era una adolescente entonces. ¿Y tú? ¿Cuántos tenías?


Pedro tenía el tipo de cara a la que era muy difícil deducir la edad. ¡Y su cuerpo, desde luego no mostraba ninguna señal de decadencia!


-Ahora tengo cuarenta; la próxima semana los cumplo, para ser más exacto.


Era un hombre que iba directamente al grano, notó con aprecio Paula. Había muchas cosas apreciables en él. Sin ser guapo, era cautivador. Sus facciones eran fuertes y angulosas, sus altos pómulos tenían una ascendencia eslava y su mandíbula era cuadrada y firme. Se debía haber roto aquella nariz romana en algún momento de su vida, pero a Paula le agradaba aquella irregularidad.


-Yo tengo veintisiete. Es sorprendente cómo el tiempo ha borrado la barrera de la edad.


-¿Tú crees? -esbozó una cínica sonrisa y Paula se fijó con interés en su labio inferior jugoso.


-Desde luego -replicó ella con confianza-. A menos que quieras que te siga llamando señor Alfonso.


-Llámame Pedro, pero eso no servirá de nada para acortar la barrera de la edad. ¿Quieres que te llame yo Chaves?


-Ese es mi nombre profesional; mis amigos me llaman Paula.


Alguien murmuró una disculpa y Pedro se apartó a un lado para dejar pasar. Tenía los hombros del tipo de los que podían bloquear cualquier pasillo; eran anchos, como su torso, y eso le hacía parecer más alto de lo que realmente era.


Paula medía uno ochenta, así que lo podía mirar directamente a los ojos. Pedro apoyó un brazo en la pared mientras los invitados pasaban. Desde tan cerca, su presencia física era casi sobrecogedora.


-Apuesto a que no puedes comprar los trajes en las tiendas -cerró los ojos y lanzó un leve gemido-. Lo siento, no suelo ser nunca tan directa.


-Puedes ser tan directa como quieras conmigo, Paula. Me gusta la gente directa. Tienes razón, los trajes me los hago a medida.


Y también tendría que afeitarse dos veces al día, comprendió ella al notar la sombra de la barba. Se sintió sacudida y asustada por un repentino deseo de deslizar los dedos por su pelo moreno.


-Esto es una tontería -murmuró Paula con el ceño fruncido.


-Y peligrosa -acordó él con sequedad.


Paula lo miró con la vista nublada. Al mirarlo, la pupila de él se abrió hasta casi tapar el iris gris. Entonces ella deslizó la mirada despacio hacia su boca y se mordió los labios con nerviosismo. Debería ser ilegal que un hombre tuviera tanto atractivo sexual.


-¿Tú también?


Las líneas que enmarcaban su firme boca se acentuaron al sonreír levemente en respuesta. Paula reconoció al instante que no era el tipo de persona que dejara aflorar sus emociones a la superficie con facilidad.


-Tienes la corona torcida.


Pedro inclinó la cabeza hacia su pelo de color maíz.


El asombro se desvaneció de su cara mientras colocaba en su sitio la corona de flores secas sobre los rizos rafaelistas que le había hecho el peluquero. La pequeña iglesia del pueblo había sido preciosamente decorada con orlas de las mismas rosas enlazadas con romero y lazos de rico terciopelo rojo.


-Ha sido un servicio precioso -murmuró soñadora-. Lidia estaba preciosa.


-Supongo.


-¿Qué supones? -repitió ella con indignación.


-Estaba mirándote a ti. Estabas como un ángel de Botticelli, resplandeciente.


Aquello fue lo bastante inesperado como para quitarle el aliento. Pedro no era el tipo de hombre al que hubiera asociado con floridos cumplidos.


-Yo no soy ningún ángel.


-No -acordó él con aquella sensual voz ronca-. Eso suena aburrido. Y yo no soporto aburrirme ni aunque sea con un ángel.


-Parece que no te compensa con la falta de carácter, ¿eh?


-Tú tienes las dos cosas -dijo con calma.


-A alguna gente le cuesta creerlo.


-Yo aprendo rápido.


-Hablar contigo marea. ¿Eres siempre tan personal?


-Si quieres hablo de la economía y del tiempo.


-¿Y qué te parece si hablamos de lo bonito que ha sido el servicio?


-No me gustan las bodas, pero tengo que reconocer que esta no ha estado demasiado mal. Dime, ¿cómo conseguisteis mantener el acontecimiento en secreto? Pensaba que cuando se casaba la gente como Samuel Rourke, la prensa de todo el continente estaría acampada frente a la iglesia.


-Samuel es muy bueno en dejar pistas falsas -dijo ella sonriendo con afecto al pensar en su nuevo cuñado. Samuel era un actor de fama internacional y millones de mujeres derramarían alguna lágrima cuando se enteraran de que se había casado-. También se mandaron las invitaciones a nombre de Patrick S. Rourke, que es su verdadero nombre. Lo que me sorprende es que un hombre tan ocupado como tú pudiera acudir con tan poca antelación.


-No tenia otra cosa planeada. Volví de Arabia Saudí ayer.Tus padres han sido encantadores al invitarme.


Lo que no añadió era que había tenido toda la intención de hacer una breve aparición aunque no hubiera sido invitado.


-¿Has superado la recesión entonces?


La empresa de Pedro fabricaba lujosos coches hechos a mano, con líneas nostálgicas del pasado, muy valorados y que se reconocían al instante.


-Por suerte sí -Pedro podía permitirse sentirse confiado. Tenía una lista de espera de cinco años para cada uno de los tres modelos que producía- ¿Y cuánto tiempo piensas quedarte en casa, Paula?


Podrían ser las serenas y firmes respuestas de la pareja que había prometido sus votos lo que le hubiera suavizado el cerebro. Sería mejor para los dos que ella se fuera a cualquier país exótico a hacer algún desfile antes de que respondieran ambos a aquella atracción. Se mirara como se mirara, Paula Chaves era demasiado joven para él, pensó Pedro.


Casi había esperado que lo desilusionara al hablar con ella. 


Si era sincero, eso era lo que había querido. Una buena dosis de realidad le había parecido la cura perfecta para la fascinación que había sentido en cuanto la había visto entrar en la iglesia. Pero lejos de curarlo, había encontrado la realidad aún más atractiva; ella era sorprendentemente
natural y madura. Cálida, divertida... Se detuvo. La lista podría ser agotadoramente larga.


-Voy a quedarme en casa todo el próximo mes.


¡El destino no pensaba hacerle ningún favor! Pedro se fijó en la pequeña sonrisa burlona que surcó sus labios. Bueno, Paula tenía todos los motivos para sentirse segura de su habilidad de hechizar a un hombre, pensó.


-¿Has venido a descansar? -preguntó enarcando una ceja.


-Bueno, es siempre una tentación hacer todo lo que te ofrecen, pero llegas a un punto en el que comprendes que no tiene sentido quemarte para ahorrar hasta el último dólar disponible. Últimamente discrimino un poco más.


-Porque te lo puedes permitir.


Paula no le discutió aquello. El trabajo de modelo la había dejado financieramente asegurada de por vida.


-He tenido suerte y he trabajado duro. Esta película podría ser un nuevo comienzo para mí.


Había pasado un mes desde que había terminado la promoción por televisión y radio de la película.


-¿Interpretabas el papel estelar femenino frente a Rourke?


Paula asintió.


-Yo fui la que le presenté a Lidia, así que si algo sale mal en el Edén, me culparán a mí sin duda. Vamos, ven a buscar algo de champán antes de que se acabe.


Le rozó levemente el brazo y Pedro la siguió a la cocina.


-Paula, cariño, aquí estás -Bety Chaves, con las manos hasta los codos en agua jabonosa, sonrió a su hija-. Hola, Pedro. Espero que te lo estés pasando bien.


-Estoy muy bien cuidado.


-¿Te importa lavarme algunos vasos, Paula? Se han roto muchos y debería ir a avisar a Lidia para que se cambie.


-¡Claro, mamá!


Paula se ató un incongruente mandil de rayas sobre su traje de madrina.


-Saca el jabón -le dijo a Pedro-. La tercera puerta -añadió inclinando la cabeza hacia el pasillo a sus espaldas antes de meter las manos en el agua-. ¿Por qué siempre que no te ayudan te pica la nariz?


-Déjame -se ofreció él. Antes de que Paula comprendiera lo que estaba a punto de hacer, le rozó la punta de la nariz aristocrática-. ¿Mejor?


Paula lanzó un murmullo de asentimiento.


«Lo estoy mirando con tal fijeza que debo parecer bizca», se regañó. Si ella pudiera destilar lo que aquel hombre producía en su tembloroso estómago, sería una rica alquimista. Sí, la alquimia tenía que ver en aquella mística magia que estaba sintiendo.


«¡ Vamos. Paula!», se regañó. Algo muy terrenal y sensual se parecería más a la realidad.


Él apartó la mano, pero no del todo. Antes de hacerlo, deslizó los dedos por sus labios entreabiertos.


—No eres de plástico.


Aquel peculiar comentario la ayudó a Paula a liberarse del hipnótico hechizo que la ataba a aquel ligero contacto.


-¿Es esa tu idea de un cumplido? -su mano no se habia apartado por completo; ahora la palma descansaba con ligereza en la base de su barbilla-. Porque si es así...


-Ya sabes lo que quiero decir, del tipo de rubias que son todo dientes y silicona.


Paula lanzó una carcajada.


-Tienes un poco estereotipada la profesión. Hay sitio para la individualidad y la variedad en la élite de mi profesión. De hecho, las dos cosas son esenciales.


Entonces le lanzó burbujas de jabón.


Su acción pareció asombrarlo. Quizá Pedro Alfonso no estuviera acostumbrado a que la gente jugara o bromeara con él. Pedro notó el humor en sus profundos ojos azules y sus hombros se relajaron de forma visible.


Entonces se encogió de hombros.


-No sé mucho de actrices o modelos.



-¿Solo sabes de lo que te gusta? -sugirió ella descarada.


-Y de lo que no me gusta. Para serte sincero, la idea de la silicona me produce escalofríos.


Eso provocó en Paula una oleada de carcajadas.


-Eres tan raro -gimió secándose las lágrimas de la risa.


Pedro se quitó una pompa de jabón del pelo sedoso y la miró intrigado.


-¿Raro?


-En el mejor sentido de la palabra.


-¡Vaya alivio!


-Lo cierto es que para las modelos de mucha élite, eso puede ser un inconveniente -le confió-. La ropa le queda mejor a una figura andrógina.


-Tú no eres andrógina -dijo deslizando los ojos fugazmente por su figura.


-No soy tipo sirena. Se pretende que sea más atlética, natural y sexy -dijo con naturalidad.


-¿Y lo eres?


-Juego mucho al tenis -replicó ella evasiva.


Su cautela provocó una sonrisa en la cara de Pedro que lo hizo parecer más joven y menos severo. Debería sonreír más a menudo, pensó Paula.


-Quizá podríamos jugar alguna vez...


Paula podía sentir el jugueteo sensual, pero, para su asombro, se sonrojó.


-Supongo que te gustará ganar.


Pedro apartó con dificultad su mirada de aquellas fascinantes mejillas escarlatas. Era mucho menos sofisticada de lo que daba a entender su imagen.


-¿No le gusta a todo el mundo?


-Pues yo carezco del instinto asesino necesario.


-¿Y crees que yo sí lo tengo? -preguntó Pedro


Paula posó el último vaso en el escurridor y se secó las manos.


-Si te digo que sí me acusarás de catalogarte como hombre despiadado de negocios sin capacidad de compasión.


Mientras lo decía, Paula pensó lo fácil que era catalogarlo en aquella categoría. No era solo porque físicamente fuera formidable, la estampa de autoridad que emanaba de él parecía ser genética. Era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería.


Pedro vio el destello de inseguridad en su preciosa cara inflamada.


-Bueno, yo pondría la línea en el homicidio.


-Eso es un consuelo.


-Parece que no sé mucho de tu tipo de vida.


-No te preocupes, yo tampoco sé gran cosa de construir coches.


-Podríamos intercambiar la información y mejorar nuestros conocimientos generales -sugirió él con voz sedosa.


-¿Estamos hablando de una cita? -preguntó ella con una temblorosa sonrisa de cautela.


La asustaba pensar lo mucho que significaba para ella lo que él contestara.


-Reunión, acuerdo, como quieras


Era madura para su edad y no había nada artificial en ella. pensó Pedro.


-Eso suena mejor -contestó ella con frialdad y contención después de frenar el impulso de ponerse a bailar encima de la mesa.


-Bien.


El brillo de victoria en sus ojos que tanto la preocupaba había vuelto.


-¿Dónde dijiste que estaba el champán?






RUMORES: SINOPSIS




Ser la madrina en la boda de su hermana fue el acto más feliz de la vida de Paula. Después de la preciosa ceremonia, Paula fue asaltada por el atractivo potentado Pedro Alfonso


A las pocas horas, se había hecho adicta a su pasión y su sensual encanto. A Paula le pareció que pronto seguiría a su hermana al altar.


Pero entonces empezaron los rumores. Como modelo internacional, Paula era blanco de las especulaciones de la prensa rosa. Decían que mantenía una aventura con un hombre casado, pero todo era un gran error. Tenía que convencer a Pedro de su inocencia antes de perder al único hombre al que había amado en su vida.




miércoles, 27 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: EPILOGO




La enfermera siguió contemplando la cama deshecha.


—Debería estar aquí —dijo por cuarta vez.



—¿Quiere decir que ha perdido a mi hijo? —la idea de que hubieran extraviado a su hijo de metro noventa elevó las comisuras de los labios de Edgar. Tenía sus propias sospechas sobre dónde podía estar.


—Bueno, no es que lo hayamos perdido... es que no sabemos dónde está —reconoció la enfermera con desolación.


—Una clara diferencia, cuya relevancia no acierto a comprender en estos momentos.


—No puede haber ido muy lejos, no llevaba ropa. Los pacientes con contusiones pueden obrar de un modo impredecible algunas veces.


—Me siento mucho mejor sabiendo eso —su expresión severa se disipó—. No se preocupe, solíamos perderlo de vista todo el tiempo cuando era niño. ¿Le importaría decirme cuál es la habitación de la señorita Chaves?


—No sé si la señorita Chaves puede recibir visitas. Iré a mirar... —dos segundos de exposición a la mirada fulminante de los Alfonso y la vacilación de la enfermera desapareció—. Lo llevaré a su habitación, señor.



****

—¡Lo sabía! —exclamó Edgar, complacido porque su presentimiento se hubiese confirmado al abrir la puerta del cuarto de Paula.


—¡Dios mío! —exclamó la enfermera, escandalizada, mientras contemplaba con incredulidad a las dos figuras entrelazadas sobre la estrecha cama de hospital—. No pueden hacer eso aquí.


—Creo que es preciso ser flexibles en esta ocasión —anunció Edgar en tono autoritario—. No están teniendo una orgía. Compréndalo, el chico está sufriendo.


—No tanto —replicó Pedro, saliendo en defensa de su libido. 


Paula tosió y se cubrió con las sábanas.


—Además, sería inútil decirle que no puede compartir la cama de la señorita Chaves, lo ha estado haciendo desde que tenía catorce años.


—Trece —lo corrigió Pedro con un brillo de apreciación en la mirada.


—No creo que pueda quitarle esa costumbre. Ni yo querría que lo hiciera —añadió Edgar, mientras sostenía con gravedad la mirada de su hijo—. Dile que cuidaré de Benjamin esta noche —oyó Paula decir al anciano en voz alta, como si ella hubiera salido de la habitación—. No tiene que preocuparse por nada.


—Lo haré —prometió Pedro, conteniendo un quejido cuando Paula lo pellizcó en el vientre—. ¿Y te importaría dar de comer al perro?


—¿Se han ido ya? —preguntó Paula cuando la habitación se quedó en silencio. Pedro retiró las sábanas.


—Ya puedes salir. Me habría reunido contigo, pero pensé que no debía alentar rumores escabrosos.


Paula gimió horrorizada y emergió con las mejillas ardiendo y el pelo enmarañado.


—¿No creerían que...? —empezó a decir en un susurro, pero vio el destello pícaro en sus ojos oscuros. Le dio un manotazo juguetón en el pecho—. ¡Canalla! ¿Viste la cara que puso la enfermera?


—¿Por qué iba a mirar a otra mujer cuando te tengo a ti delante?


—Preferiría que restringieras tus miradas al mínimo también en mi ausencia. ¿Cómo pudo decir Edgar todo eso? —lo acusó con indignación.


—La verdad es que todo lo que decía me pareció muy sensato. Quizá lo invite a la boda, después de todo —añadió en tono pensativo.


—Si él no va, yo tampoco.


—En ese caso, encanto, será el primero de la lista —las sábanas amortiguaron las risitas y los grititos de protesta cuando Pedro los tapó a los dos—. Me pareció una idea interesante cuando te vi desaparecer bajo las sábanas y me estaba preguntando...


Pedro, ¡no puedes hacer eso!


Paula enseguida descubrió que podía hacerlo. Y, tratándose de Pedro, lo hizo muy bien.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 26






—¿Dónde estoy? —una parte de su cerebro accedió a proporcionarle la información necesaria mientras la otra se horrorizaba de su pregunta manida y predecible.


—En el hospital.


—¿Pedro? —con una exclamación se incorporó sobre la cama.


La figura de bata blanca la obligó a echarse otra vez.


—Sus acompañantes se encuentran bien. El anciano señor Alfonso se estaba dando de alta la última vez que lo vi, y el pequeño estaba con él. A su otro amigo hemos tenido que darle unos puntos en la herida de la cabeza.


—¿Cómo...?


—Chocó contra un fragmento sumergido del puente y se quedó aturdido. Pasará la noche aquí, por nuestra propia tranquilidad, pero se pondrá bien.


—¿Y a mí que me pasa?


—Se ha sentido un poco indispuesta últimamente, ¿verdad?


—No sé usted —replicó Paula con irritación—, pero yo sí. Lo siento —añadió, avergonzada de su impertinencia. El hombre solo intentaba ayudarla.


El médico dejó de mostrarse enigmático y le dijo lo que tenía. Paula no lo creía, se negaba en rotundo a creerlo. 


Pero cuando realizó las pruebas que confirmaban su diagnóstico, no tuvo más elección que aceptar lo que decía. 


No fue fácil... Siempre costaba creer en los milagros.


Estaba echada en la cama, en un estado de euforia y perplejidad, cuando la puerta se abrió. Paula suspiró... «Otra vez no». ¿Cómo podían ser tan eficientes en aquel hospital? 


Si le tomaban la presión arterial una vez más, gritaría... Paula no era la mejor paciente del mundo.


El ceño desapareció de su rostro cuando vio quién era. Sus ojos contemplaron con avidez los detalles de su rostro magullado, pero amado.


—Bueno, no te quedes ahí parada, hazme sitio —musitó su amante gruñón.


—No les hará gracia verte aquí —predijo Paula, refiriéndose a la plantilla del hospital. Pero la perspectiva de una regañina no impidió que retirara las sábanas y se apartara a un lado.


—No, si no me encuentran. Los innovadores nunca somos bien recibidos —se lamentó Pedro—. Y yo soy un temerario pionero del programa de camas compartidas.


—Pobrecito, mírate —se compadeció Paula con suavidad, y le tocó el lado magullado del rostro con ternura—. Hablando de temeridad, no vuelvas a hacerme esto jamás —su mirada se ensombreció al recordar los momentos angustiosos en los que había creído perderlo para siempre—. Creo que he acumulado suficiente material para mis pesadillas en lo que me queda de vida.


—Lo siento, cariño. Pero cuando te desmayaste, yo también me vine abajo. De no ser por Edgar, todavía estaría en el lago, contigo en brazos, como un pasmarote —dijo con voz cargada de amarga recriminación—. ¿Pero te encuentras bien? ¿Qué ha dicho el médico?


Paula podía percibir su alarma.


—Estoy bien...


—Pero hay algo más, ¿verdad? —Pedro le levantó la barbilla y Paula no tuvo más elección que mirarlo a los ojos—. Pensaba que habíamos dejado atrás los secretos, pero todavía veo uno en tus ojos —le reprochó.


—Tal vez sea un problema tener un marido que puede leerme tan bien el pensamiento.


Pedro no prestó atención a aquel leve intento de quitar hierro a la cuestión.


—Entonces, tengo razón. Te ocurre algo malo.


—No, no es que sea malo... Al menos, espero que a ti no te lo parezca... A mí no, pero supongo que depende... —Pedro le puso un dedo firme en los labios.


—Estás balbuciendo.


—¿Recuerdas que te dije que no podía tener hijos?


La compasión fue rápidamente sustituida por la resolución en la mirada de Pedro.



—No importa. Quiero tenerte a ti, no tener hijos.


—¿Y si ya hay uno incluido en el lote?


La mano que le estaba masajeando la cabeza a través de la gruesa mata de pelo brillante se quedó quieta de improviso.


—¿Intentas decirme...?


Paula asintió con energía.


—Estoy embarazada —se sentía extraña pensándolo, y decirlo demostró ser una experiencia aún más insólita y maravillosa.


—No puede ser.


—Eso mismo dije yo, pero me hicieron las pruebas, y hasta lo vi en la ecografía... —aquel recuerdo especial hizo aflorar las lágrimas a sus ojos grandes y maravillados—. Al parecer, hay una gran diferencia entre imposible e improbable. Me dieron todas las explicaciones científicas posibles, pero sigo pensando que es un milagro —anunció—. Tenía todos los síntomas, pero no se me ocurrió pensar...


La perplejidad desapareció del rostro de Pedro y sonrió de oreja a oreja. Quizá fuera la expresión menos inteligente que Paula había visto en su delgado rostro, pero la más gratificante. Creyó que se alegraría, pero era maravilloso ver la confirmación.


—Vamos a tener un hijo, Paula —parecía enormemente complacido por ello.


—Lo sé, cariño.


—Un hermano para Benjamin...


—O una hermana —se sintió obligada a añadir.


—Lo que sea —corroboró con vago buen humor. Profirió un aullido de gozo incontenible y se incorporó. Con los ojos llenos de entusiasmo y estupefacción, plantó las dos manos en la almohada y se cernió sobre ella con preocupación.


—¿Va todo bien? ¿Tienes que hacer algo? ¿Descansar?


—Estoy descansando, Pedro —señaló Paula—. Y el médico me ha dicho que gozo de muy buena salud. Así que tranquilízate.


—¿Crees que al bebé le importará que te bese?


—No tengo ni idea, pero a mí me importaría mucho si no lo hicieras —anunció con firmeza.