miércoles, 27 de septiembre de 2017
AMIGO O MARIDO: CAPITULO 26
—¿Dónde estoy? —una parte de su cerebro accedió a proporcionarle la información necesaria mientras la otra se horrorizaba de su pregunta manida y predecible.
—En el hospital.
—¿Pedro? —con una exclamación se incorporó sobre la cama.
La figura de bata blanca la obligó a echarse otra vez.
—Sus acompañantes se encuentran bien. El anciano señor Alfonso se estaba dando de alta la última vez que lo vi, y el pequeño estaba con él. A su otro amigo hemos tenido que darle unos puntos en la herida de la cabeza.
—¿Cómo...?
—Chocó contra un fragmento sumergido del puente y se quedó aturdido. Pasará la noche aquí, por nuestra propia tranquilidad, pero se pondrá bien.
—¿Y a mí que me pasa?
—Se ha sentido un poco indispuesta últimamente, ¿verdad?
—No sé usted —replicó Paula con irritación—, pero yo sí. Lo siento —añadió, avergonzada de su impertinencia. El hombre solo intentaba ayudarla.
El médico dejó de mostrarse enigmático y le dijo lo que tenía. Paula no lo creía, se negaba en rotundo a creerlo.
Pero cuando realizó las pruebas que confirmaban su diagnóstico, no tuvo más elección que aceptar lo que decía.
No fue fácil... Siempre costaba creer en los milagros.
Estaba echada en la cama, en un estado de euforia y perplejidad, cuando la puerta se abrió. Paula suspiró... «Otra vez no». ¿Cómo podían ser tan eficientes en aquel hospital?
Si le tomaban la presión arterial una vez más, gritaría... Paula no era la mejor paciente del mundo.
El ceño desapareció de su rostro cuando vio quién era. Sus ojos contemplaron con avidez los detalles de su rostro magullado, pero amado.
—Bueno, no te quedes ahí parada, hazme sitio —musitó su amante gruñón.
—No les hará gracia verte aquí —predijo Paula, refiriéndose a la plantilla del hospital. Pero la perspectiva de una regañina no impidió que retirara las sábanas y se apartara a un lado.
—No, si no me encuentran. Los innovadores nunca somos bien recibidos —se lamentó Pedro—. Y yo soy un temerario pionero del programa de camas compartidas.
—Pobrecito, mírate —se compadeció Paula con suavidad, y le tocó el lado magullado del rostro con ternura—. Hablando de temeridad, no vuelvas a hacerme esto jamás —su mirada se ensombreció al recordar los momentos angustiosos en los que había creído perderlo para siempre—. Creo que he acumulado suficiente material para mis pesadillas en lo que me queda de vida.
—Lo siento, cariño. Pero cuando te desmayaste, yo también me vine abajo. De no ser por Edgar, todavía estaría en el lago, contigo en brazos, como un pasmarote —dijo con voz cargada de amarga recriminación—. ¿Pero te encuentras bien? ¿Qué ha dicho el médico?
Paula podía percibir su alarma.
—Estoy bien...
—Pero hay algo más, ¿verdad? —Pedro le levantó la barbilla y Paula no tuvo más elección que mirarlo a los ojos—. Pensaba que habíamos dejado atrás los secretos, pero todavía veo uno en tus ojos —le reprochó.
—Tal vez sea un problema tener un marido que puede leerme tan bien el pensamiento.
Pedro no prestó atención a aquel leve intento de quitar hierro a la cuestión.
—Entonces, tengo razón. Te ocurre algo malo.
—No, no es que sea malo... Al menos, espero que a ti no te lo parezca... A mí no, pero supongo que depende... —Pedro le puso un dedo firme en los labios.
—Estás balbuciendo.
—¿Recuerdas que te dije que no podía tener hijos?
La compasión fue rápidamente sustituida por la resolución en la mirada de Pedro.
—No importa. Quiero tenerte a ti, no tener hijos.
—¿Y si ya hay uno incluido en el lote?
La mano que le estaba masajeando la cabeza a través de la gruesa mata de pelo brillante se quedó quieta de improviso.
—¿Intentas decirme...?
Paula asintió con energía.
—Estoy embarazada —se sentía extraña pensándolo, y decirlo demostró ser una experiencia aún más insólita y maravillosa.
—No puede ser.
—Eso mismo dije yo, pero me hicieron las pruebas, y hasta lo vi en la ecografía... —aquel recuerdo especial hizo aflorar las lágrimas a sus ojos grandes y maravillados—. Al parecer, hay una gran diferencia entre imposible e improbable. Me dieron todas las explicaciones científicas posibles, pero sigo pensando que es un milagro —anunció—. Tenía todos los síntomas, pero no se me ocurrió pensar...
La perplejidad desapareció del rostro de Pedro y sonrió de oreja a oreja. Quizá fuera la expresión menos inteligente que Paula había visto en su delgado rostro, pero la más gratificante. Creyó que se alegraría, pero era maravilloso ver la confirmación.
—Vamos a tener un hijo, Paula —parecía enormemente complacido por ello.
—Lo sé, cariño.
—Un hermano para Benjamin...
—O una hermana —se sintió obligada a añadir.
—Lo que sea —corroboró con vago buen humor. Profirió un aullido de gozo incontenible y se incorporó. Con los ojos llenos de entusiasmo y estupefacción, plantó las dos manos en la almohada y se cernió sobre ella con preocupación.
—¿Va todo bien? ¿Tienes que hacer algo? ¿Descansar?
—Estoy descansando, Pedro —señaló Paula—. Y el médico me ha dicho que gozo de muy buena salud. Así que tranquilízate.
—¿Crees que al bebé le importará que te bese?
—No tengo ni idea, pero a mí me importaría mucho si no lo hicieras —anunció con firmeza.
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