La enfermera siguió contemplando la cama deshecha.
—Debería estar aquí —dijo por cuarta vez.
—¿Quiere decir que ha perdido a mi hijo? —la idea de que hubieran extraviado a su hijo de metro noventa elevó las comisuras de los labios de Edgar. Tenía sus propias sospechas sobre dónde podía estar.
—Bueno, no es que lo hayamos perdido... es que no sabemos dónde está —reconoció la enfermera con desolación.
—Una clara diferencia, cuya relevancia no acierto a comprender en estos momentos.
—No puede haber ido muy lejos, no llevaba ropa. Los pacientes con contusiones pueden obrar de un modo impredecible algunas veces.
—Me siento mucho mejor sabiendo eso —su expresión severa se disipó—. No se preocupe, solíamos perderlo de vista todo el tiempo cuando era niño. ¿Le importaría decirme cuál es la habitación de la señorita Chaves?
—No sé si la señorita Chaves puede recibir visitas. Iré a mirar... —dos segundos de exposición a la mirada fulminante de los Alfonso y la vacilación de la enfermera desapareció—. Lo llevaré a su habitación, señor.
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—¡Lo sabía! —exclamó Edgar, complacido porque su presentimiento se hubiese confirmado al abrir la puerta del cuarto de Paula.
—¡Dios mío! —exclamó la enfermera, escandalizada, mientras contemplaba con incredulidad a las dos figuras entrelazadas sobre la estrecha cama de hospital—. No pueden hacer eso aquí.
—Creo que es preciso ser flexibles en esta ocasión —anunció Edgar en tono autoritario—. No están teniendo una orgía. Compréndalo, el chico está sufriendo.
—No tanto —replicó Pedro, saliendo en defensa de su libido.
Paula tosió y se cubrió con las sábanas.
—Además, sería inútil decirle que no puede compartir la cama de la señorita Chaves, lo ha estado haciendo desde que tenía catorce años.
—Trece —lo corrigió Pedro con un brillo de apreciación en la mirada.
—No creo que pueda quitarle esa costumbre. Ni yo querría que lo hiciera —añadió Edgar, mientras sostenía con gravedad la mirada de su hijo—. Dile que cuidaré de Benjamin esta noche —oyó Paula decir al anciano en voz alta, como si ella hubiera salido de la habitación—. No tiene que preocuparse por nada.
—Lo haré —prometió Pedro, conteniendo un quejido cuando Paula lo pellizcó en el vientre—. ¿Y te importaría dar de comer al perro?
—¿Se han ido ya? —preguntó Paula cuando la habitación se quedó en silencio. Pedro retiró las sábanas.
—Ya puedes salir. Me habría reunido contigo, pero pensé que no debía alentar rumores escabrosos.
Paula gimió horrorizada y emergió con las mejillas ardiendo y el pelo enmarañado.
—¿No creerían que...? —empezó a decir en un susurro, pero vio el destello pícaro en sus ojos oscuros. Le dio un manotazo juguetón en el pecho—. ¡Canalla! ¿Viste la cara que puso la enfermera?
—¿Por qué iba a mirar a otra mujer cuando te tengo a ti delante?
—Preferiría que restringieras tus miradas al mínimo también en mi ausencia. ¿Cómo pudo decir Edgar todo eso? —lo acusó con indignación.
—La verdad es que todo lo que decía me pareció muy sensato. Quizá lo invite a la boda, después de todo —añadió en tono pensativo.
—Si él no va, yo tampoco.
—En ese caso, encanto, será el primero de la lista —las sábanas amortiguaron las risitas y los grititos de protesta cuando Pedro los tapó a los dos—. Me pareció una idea interesante cuando te vi desaparecer bajo las sábanas y me estaba preguntando...
—Pedro, ¡no puedes hacer eso!
Paula enseguida descubrió que podía hacerlo. Y, tratándose de Pedro, lo hizo muy bien.
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