martes, 26 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 23




Durante las miserables veinticuatro horas que transcurrieron tras su marcha, Paula llegó a la conclusión de que no podía seguir castigando a Pedro por no amarla.


Debía alegrarse de que, al menos en las cuestiones más importantes, fuera sincero.


Paula iba a casarse consciente de lo que sentía, y eso la convertía en una hipócrita. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no podía seguir adelante con la boda sin revelar a Pedro la verdad, por eso tomó el tren a Londres y, con una bolsa bajo el brazo y un bebé bajo el otro, llegó a las puertas del edificio en el que vivía.


El apartamento de Pedro estaba en el ático del viejo almacén reconvertido en paraíso minimalista. Había metros y metros cuadrados de parqué encerado, toneladas de cromo industrial y raudales de luz que se filtraban por los ventanales que daban al río.



Paula optó por subir en ascensor. Las escaleras habrían sido más saludables, pero no llevando en brazos a un niño dormido. Benjamin estaba recuperando el tiempo perdido, e incluso había ganado peso en las semanas transcurridas desde que saliera del hospital.


«Solo espero que, después de haberme dado el paseo, Pedro esté en casa. 


¿A quién quieres engañar, Paula?», se burló. «Rezas para que no esté». Por si acaso sus rezos daban fruto y se posponía lo inevitable, Paula llevaba la llave que Pedro le había dado. La espontaneidad era digna de encomio, pero con un bebé en los brazos merecía la pena prever cualquier contingencia.


Al final, no necesitó usar la llave: la puerta principal estaba entreabierta. Paula frunció el ceño. La gente, Pedro incluido, no dejaba la puerta abierta en la ciudad. O le habían desvalijado el apartamento o había pasado demasiado tiempo en su pacífica aldea.


Nada de atracos, decidió al adentrarse en el impecable salón. Lo primero que llamó su atención fue la ausencia de parafernalia infantil. Imaginó a alguna rubia tendida en el cómodo sofá de cuero y tuvo que tragar saliva. Nunca pensó que los celos podían ser una emoción tan física. Además de náuseas, tenía la garganta seca y el corazón le latía como si hubiera subido por las escaleras.


El anticlímax fue tremendo cuando no obtuvo respuesta alguna al llamar a Pedro.


Vagó por el dormitorio con curiosidad. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. El decorado de estilo japonés era nuevo. Se arrodilló con alivio y dejó al niño dormido sobre la cama antes de mover sus doloridos hombros.


Por el rabillo del ojo atisbo un movimiento. Provenía de la terraza que unía el salón con el dormitorio. «No lo pienses, hazlo», se ordenó Paula con firmeza. La puerta corrediza se abrió en silencio, y estaba a punto de franquear el umbral, cuando advirtió que Pedro no estaba solo. Retrocedió con precipitación al dormitorio. En cuanto se percató de que la voz era femenina, no dudó en cerrar la puerta y esperar.


—Cuando vi tu boda anunciada en el periódico, supe que había cometido un terrible error, querido —suplicó la mujer sin rostro en un jadeante susurro infantil—. Sé que obras por despecho. No lo hagas, por favor.


Se oyó un sollozo. No era el llanto angustiado y desesperado que enrojecía los párpados de una mujer, sino un gimoteo delicado, contenido, pensado para conmover los corazones protectores de los hombres.


Paula con los ojos fuertemente cerrados, podía visualizar la clase de consuelo que la mujer estaba recibiendo durante el interminable silencio. Un grito cobraba fuerza en los confines de su agitado pecho.


—De no ser por el bebé, estaríamos... —Paula se preguntó cómo podía lograr aquella mujer que una carcajada sonara amarga y seductora al mismo tiempo—. Sé que no es fácil para ningún hombre aceptar a un hijo que no es suyo...



—Antes te habría dado la razón, pero todo se aprende en la vida —había una nota de gozoso descubrimiento en la voz de Pedro mientras desarrollaba su idea—. Podría aceptar al hijo de otro hombre. Si la amara a ella, Claudia, no importaría... ¡Nada importaría! Y, a decir verdad, amo a una mujer...


Paula había escuchado más de lo que su corazón podía soportar. Con un imperioso sollozo que amenazaba con escapar de su garganta, se dio la vuelta, tomó a Benjamin en brazos y salió corriendo. No se detuvo hasta que no tropezó de lleno con una figura alta ataviada con un exquisito traje de sastre.


Paula cubrió la cabeza de Benjamin con la mano para apaciguarlo mientras el niño se removía en sueños. Después de secarse las lágrimas de las mejillas, elevó la cabeza gacha para balbucir una disculpa ante aquel extraño.


—Lo siento... ¡Usted!


—Buenas tardes, señorita Chaves —Edgar Alfonso desvió la mirada del rostro manchado de lágrimas al niño que dormía en sus brazos—. Tiene el pelo de Ale —fue el brusco veredicto después de un momento de escrutinio intenso e inexpresivo.


Con ojos muy abiertos por el temor, Paula retrocedió de forma automática. Una mueca de burla apareció en el rostro enjuto y arrugado del anciano.


—No te preocupes, pequeña, no voy a arrebatártelo.


A Paula no le apetecía hacer de Caperucita Roja ante aquel lobo malo. Apretó los labios y lo miró directamente a los ojos antes de declarar en voz alta y clara:
—No se lo permitiría —no quería que Edgar tuviera ninguna duda a ese respecto.


—No, no creo que lo hicieras —una expresión pensativa acompañó la respuesta—. ¿Está Pedro en casa?


Al oír el nombre de Pedro, Paula volvió a sumirse en una profunda desesperación.


—Tiene compañía.


Edgar no había hecho ninguna observación sobre las lágrimas de Paula, pero era irreal pensar que no había sumado dos más dos.


—¿La clase de compañía que te hace llorar? —con un ademán majestuoso desechó la negativa mecánica de Paula—. No me pareces la clase de mujer que llora con facilidad.


Un segundo más, y Edgar Alfonso comprobaría con qué facilidad era capaz de sollozar a lágrima viva.


—Si me permite —intentó pasar a su lado, pero él le bloqueó el paso.


—No, creo que no.


—¿Cómo dice?



—No voy a permitir que te vayas todavía. ¿A dónde te diriges?


Era más fácil responder que discutir, así que Paula respondió.


—Voy a tomar el primer tren de vuelta a casa.


Un tren atestado de pasajeros en un día caluroso y húmedo... ¿qué mejor colofón para un día perfecto?, se preguntó con amargura. « ¿Cómo he podido imaginar, ni siquiera por un minuto, que Pedro pudiera sentir algo aparte de deseo y, posiblemente, lástima por mí?» Hizo una mueca de dolor por su propia estupidez. Al menos, había visto la verdad con sus propios ojos antes de hacer el más completo de los ridículos... aunque pensar en su golpe de suerte no le levantaba mucho los ánimos.


—Tengo un medio de transporte mejor.


Edgar se apartó, con bastante agilidad para una persona de su edad, y Paula vio el elegante Rolls aparcado en prohibido junto a la acera. A la señal del dueño, el chofer salió del vehículo y abrió la puerta de pasajeros más cercana. Paula volvió la cabeza con nerviosismo, temiendo ver aparecer a Pedro o a su amante. Paula jamás había concebido un rescate tan envuelto en peligro, ni tan lujoso.


No se engañaba pensando que el gesto de Edgar estaba motivado por la preocupación del anciano por su bienestar. 


Su olfato percibía el inconfundible aroma de una segunda intención, pero tampoco podía negar que un trayecto en tren con un niño cansado no era una perspectiva agradable, sobre todo cuando se había olvidado la comida y los juguetes de Benjamin en el dormitorio de Pedro. Quería estar muy lejos de allí cuando Pedro descubriera la bolsa.


—Pensaba que iba a ver a Pedro.


—Igual que tú —señaló su resuelto rescatador.


—He cambiado de idea —sobre muchas cosas.


—No es prerrogativa de las mujeres. Sube, joven —sus ojos sagaces contemplaron el rostro pálido de Paula—. Estar de pie resulta agotador.


¿Qué tenían los hombres Alfonso que daban por hecho que podían darle órdenes?


—Para su información, reacciono muy mal a las tácticas intimidatorias.


—La última vez que hablamos se mostró más decidida. A pesar de lo que pueda haber oído, no me como a los niños —añadió, y desplegó una pequeña sonrisa.


—Está bien. No hay mal que por bien no venga —Paula accedió a subir al recordar que se había dejado la cartera en la bolsa con las cosas de Benjamin. Se recostó en el lujoso asiento y suspiró al sentir el frescor del aire acondicionado.


—¿Me equivoco si imagino que el mal al que te refieres es alto, moreno y, en estos momentos, está en compañía de otra mujer?



Al parecer, Pedro había heredado su irritante costumbre de leer entre líneas de su padre. Consciente de que estaba analizando todas sus reacciones, Paula trató de mostrarse impasible.


—Volvemos a casa, William —le dijo el anciano al conductor.


—Le alegrará saber que la boda ya no va a celebrarse —Paula no creía que a Pedro le entristeciera saber que ella ya no quería casarse con él. Si la noticia regocijó al anciano financiero, lo disimuló bien.


—Sabes, te pareces mucho a tu abuela.


Paula emergió de la triste contemplación del resto de su vida.


—No sabía que la conociera.


—Una mujer extraordinaria. Cuando supe que Pedro estaba realizando visitas nocturnas a su casa, me encaré con ella.


—¡Usted lo sabía!


—Lo mismo que tu abuela. Me aseguró que, cuando llegara el momento, pondría fin a esas visitas. Confié en su criterio.


—Que pondría fin... —Paula estaba perpleja.


—Creo que habló con Pedro cuando consideró que ya no era apropiado.


—No sabía que... —Paula sintió el rubor en sus mejillas—. ¡Era una amistad inocente! —protestó.


—Nunca lo dudé, pero consciente de cómo hierve la sangre en la juventud... —se encogió de hombros—. En realidad, me alegraba saber que Pedro se sentía en casa en alguna parte.


La expresión del rostro severo y aristócrata no se había alterado, pero el tono de voz del anciano hizo que Paula se olvidara de su bochorno y lo mirara.


—Sabía que Pedro era desgraciado, pero no hizo nada al respecto —lo acusó.


—Tenía las manos atadas —repuso Edgar con rigidez—. Lo lamentaba, pero...


—Sus lamentaciones no fueron ningún consuelo para Pedro —dijo con franqueza—. A mi modo de ver, ¡sufrió por culpa de los errores de su padre!


—Yo diría que Pedro es muy afortunado por contar con una amiga tan leal.


—¡No quiero ser su amiga! —gimió Paula—. ¡Ay! —exclamó, y se cubrió los labios con la mano—. Lo siento —se sorbió las lágrimas y Edgar le puso un impecable pañuelo blanco en la mano.


—Tenía la impresión de que Pedro también deseaba algo más —murmuró el hombre con ironía.


—Solo era una farsa —reconoció Paula con tristeza.


—Vaya, vaya, el chico tiene un sinfín de habilidades. 
Seguramente pensarás que revelé a Pedro su verdadera ascendencia con suma torpeza.


—Creo que la revelación llegó con un poco de retraso... digamos, veinte años más tarde de lo debido —replicó Paula con rencor.


—Cuando te hagas mayor, descubrirás que hay momentos decisivos en la vida. Y a veces, uno no los reconoce cuando llegan, no sabe que ya no habrá marcha atrás... Si pudiera retroceder en el tiempo, haría las cosas de un modo muy distinto, pero nunca me arrepentiré de haber amado a Natalie —gruñó—. No ha pasado ni un solo día desde que se fue en que no haya deseado tener el valor de armar un escándalo y mandar al infierno el honor de la familia. No debí echarla, debimos marcharnos juntos, ella, el niño y yo... Pero ya es demasiado tarde. ¿Te parezco sumamente egoísta?


Los ojos de color azul claro de Edgar reflejaban una intensa tristeza mientras imaginaba lo que podría haber sido. Paula sintió cómo se disolvía parte de su hostilidad hacia él.


—Yo diría que ahora me parece más humano... lo cual no deja de ser una sorpresa —añadió con cierta malicia. Su expresión se serenó—. ¿Le ha explicado a Pedro lo que sentía hacia su madre? No sería mala idea.


El anciano volvió a fruncir el ceño.


—Lo intenté... ya me oíste. Pedro no quiere escuchar.


—¿Desde cuándo acepta un no por respuesta? Claro que no es asunto mío —añadió Paula al comprender que, justo cuando debía distanciarse de los Alfonso, se dejaba otra vez arrastrar por sus problemas.


—Dado que estás criando al más joven de los Alfonso y, si me permites decirlo, estás haciendo un trabajo excelente, yo diría que es tan asunto tuyo como mío.


—¿Quiere decir...?


—Ten un poco de fe en mí. Soy obstinado, joven, pero no ciego. Veo que eres una madre maravillosa para el niño. Sin embargo, me gustaría conocer a mi bisnieto. ¿Qué te parece la idea?


—A decir verdad, es un alivio.


—¡Excelente! Entonces, si no estás demasiado cansada, ¿por qué no llevas a Benjamin esta tarde a la finca? Está despierto alguna vez, ¿verdad?


—Sí, claro que está despierto —le aseguró Paula con ironía.


—Entonces, tráelo a casa a merendar. Le diré a William que vaya a recogerte. Así podremos hablar de cuestiones económicas.



La sonrisa se disipó del rostro de Paula. Se lo merecía por bajar las defensas con un Alfonso.


—No quiero su dinero.


Al contemplar la barbilla elevada en un gesto de rebeldía, Edgar se inclinó hacia delante y habló en voz baja:
—Soy un pobre viejo solitario con un hijo capaz de apuñalarme por la espalda para arrebatarme mi dinero y otro que me aborrece y que no aceptaría mi ayuda aunque se estuviera ahogando. Déjame hacer algo por Benjamina, Paula...


A pesar de su inclinación natural hacia el cinismo y la hostilidad, Paula se quedó impresionada ante aquella exhibición de sinceridad. Paula estaba convencida de que Edgar Alfonso nunca había estado tan cerca de suplicar.


—Nos encantará ir a merendar.


No era una concesión importante, pero a juzgar por la expresión de Edgar, estaba satisfecho con su progreso.


—Has dicho que ya no estabas comprometida con mi hijo...


Paula se puso tan rígida que su espalda apenas rozaba la tapicería.


—Así es.


—¿Habéis llegado a esa decisión como pareja, o ha sido una decisión unilateral... tu decisión?


—Pedro no se opondrá —lo tranquilizó en tono sombrío.


—¿Tan segura estás? Antes me acusaste de no aceptar un no por respuesta. Pronto averiguarás que, en lo que referente a la obstinación, Pedro es único en su especie. Piénsalo —le aconsejó cuando ella no respondió



AMIGO O MARIDO: CAPITULO 22




PAULA ESTABA destrozada porque habían discutido antes de que Pedro regresara a la ciudad. Sabía que no era razonable estar enfadada con él porque se hubiese ido en mitad de una riña, pero lo estaba de todas formas.


Para alimentar su rencor, decidió no pensar en que Pedro no había sido el responsable de su propia marcha. Era un privilegio obtener una entrevista con la figura política más eminente del momento, y hasta el momento, el hombre se había negado a hablar con nadie excepto Pedro. Paula ni siquiera podía protestar porque Pedro hubiera dado prioridad a su trabajo. Había sacado tiempo de una agenda muy apretada mientras Benjamin permanecía ingresado y durante su reciente regreso a casa.


Le procuró cierto consuelo pensar que Pedro siempre se mostraba deseoso por complacerla en el aspecto más íntimo de su relación. Sus problemas de comunicación no se extendían al dormitorio, donde sus encuentros eran puro gozo.


La furia inicial que había sentido empezaba a debilitarse con la creciente convicción de que había reaccionado de forma exagerada al descubrir que Pedro había anunciado su inminente enlace en The Times.


La respuesta despreocupada de Pedro cuando ella le había puesto el anuncio delante de las narices había transformado su estupefacción en ira.


—Tenía intención de decírtelo, pero se me pasó —Pedro estaba metiendo sus efectos personales en la bolsa de viaje—. Quizá ahora el viejo nos tome más en serio —añadió. Cerró la cremallera y se echó la bolsa al hombro.


Paula no se había tragado aquella explicación. A Pedro no se le pasaba nada.


—Edgar no será el único que lo verá.


Pedro entornó los ojos con recelo.


—¿Y eso te molesta?


—Lo que me molesta es que la gente esperará que me ruborice como una novia enamorada.


Cuando lo estaba y no podía decírselo, añadió para sus adentros. A veces, sentía deseos de correr ese riesgo, incluso ansiaba hacerlo de una forma casi dolorosa, y si Pedro hubiese dejado entrever en lo más mínimo que esperaba algo más de ella aparte de sexo, quizá se lo hubiera confesado.


—Yo puedo hacer que te ruborices —utilizó el suave ronroneo íntimo que en ella tenía el efecto de un afrodisíaco. 


Sus palabras evocaron las cosas que Pedro le había dicho al hacer el amor aquella mañana, palabras que habían envuelto en llamas todo su cuerpo.


Los músculos de su estómago se contrajeron con violencia. 


Mirarlo a los ojos era como ahogarse... ahogarse de deseo.


—¡Ojalá no tuvieras que irte! —gimió Paula con voz ronca.


—Entonces, vente conmigo —repuso Pedro de inmediato. 


Una hermosa sonrisa iluminó el rostro de Paula, pero se desvaneció con la misma rapidez que había surgido.


—No puedo. No he hecho las maletas, ni las de Benjamin. No es una solución práctica.


Pedro se encogió de hombros, como si no le importara de todas formas.


—¿Pero te parece bien que haya puesto el anuncio?


Ni siquiera le importaba lo bastante para persuadirla.


—Qué más da.


—Esa formalidad no habría sido necesaria si llevaras mi anillo —repuso Pedro en tono burlón, y su mirada se posó en la mano desnuda de Paula. Ella la cerró.


—¡No me vengas con esas otra vez! Ya te dije...


—Que un anillo es un símbolo anticuado de posesión —recitó Pedro en un tono monótono—. Sí, lo has dicho, Paula, en numerosas ocasiones, y si esa fuera tu opinión sincera la respetaría, pero los dos sabemos que no lo es.


—No puedes irte después de decir una cosa así —gritó Paula, que cerró con ademán enérgico la puerta que Pedro acababa de abrir y se recostó en ella.


—Reconócelo, Paula, me tiraste el anillo a la cara porque estás decidida a comportarte como si este matrimonio fuera una farsa. Un anillo, un anuncio oficial, todo eso hace que parezca demasiado auténtico para tu gusto. Cuando el vicario te pregunte si me aceptas, seguramente dirás «tal vez».


La acusación de Pedro se acercaba tanto a la verdad que Paula se puso aún más furiosa.


—Quizá se te haya pasado por alto, pero este matrimonio es una farsa —el tono dulce de Paula encerraba auténtico dolor—. Y, para que lo sepas... —se interrumpió con brusquedad—. ¿Has dicho vicario? Creía que habíamos acordado que el registro civil sería lo más apropiado.


—Yo no he acordado nada —la suave sonrisa de Pedro era una provocación. Abrió la puerta con Paula todavía apoyada en ella y atravesó el umbral con serenidad.


Inmersa en la furia y la frustración, Paula lo siguió por el pasillo a grandes zancadas para no quedarse atrás. No había visto a un hombre más prepotente, envarado y obstinado en la vida.


—No hay duda de que eres hijo de tu padre —le espetó con los ojos clavados en su fornida espalda.


Aquello captó la atención de Pedro. Se detuvo y se dio la vuelta con tanta rapidez que Paula tuvo que hundir los talones en la gastada alfombra que cubría las planchas de roble para no precipitarse contra él.


—¿Se trata de un golpe de efecto o intentas decirme algo?


Pedro tenía unos ojos realmente expresivos... de haber podido, Paula habría rellenado varias hojas con descripciones y alabanzas de aquellos sensacionales iris de terciopelo. Pero en aquellos momentos, no expresaban nada halagador sobre Paula. Una persona menos fuerte, o menos furiosa que Paula, se habría dejado intimidar por el gesto burlón que elevaba la comisura de sus labios y una ceja altiva.


—Estás tan obsesionado por guardar las apariencias como Edgar —replicó. El labio inferior le temblaba por el desagrado y la decepción—. Siempre pensé que eras más franco que él.


Si Paula hubiese creído por un momento que el extravagante plan de Pedro no se basaba únicamente en dar autenticidad a su matrimonio de cara al mundo en general y a su padre en particular, se habría alegrado y se habría sentido feliz de lucir el anillo de compromiso. Caray, se habría conformado con una goma elástica si la razón que Pedro le hubiera dado fuera que la amaba.


Pero no hubo ninguna mención de amor cuando le mostró el anillo. De hecho, su actitud había sido tan despreocupada que resultó casi ofensiva. Paula habría sido feliz aunque se casaran en un desván, y tampoco le habría importado celebrar sus esponsales en una catedral si el hombre al que amaba quería proclamar su amor a los cuatro vientos. Pero saber que Pedro no la quería incrementaba su oposición a sus planes.


—Lamento que mi integridad no satisfaga tus expectativas.


El silencio glacial se prolongó durante varios segundos antes de que Pedro girara sobre sus talones y se fuera. Paula quiso correr tras él, pero no lo hizo.



AMIGO O MARIDO: CAPITULO 21





Con Pedro de rodillas, sus cabezas estaban casi a la misma altura. Un suspiro largo y silencioso brotó de los labios entreabiertos de Paula antes de que Pedro perdiera el control y aprovechara el aturdimiento creado por sus palabras.


Paula se derritió en sus brazos y, con un pequeño gemido, le rodeó el cuello con las manos. Debilitada por una oleada de deseo candente, se aferró a él sin inhibiciones. El beso ávido que compartieron estaba impregnado de ciego deseo, y se prolongó durante lo que pareció una eternidad.


Cuando los labios de Pedro se apartaron de los de Paula, no se fueron muy lejos. Pedro permaneció con el rostro pegado a su mejilla, respirando con dificultad. Incluso el roce de su cálido aliento en la piel la excitaba hasta el punto de delirar.


—Te quiero... —Paula se corrigió justo a tiempo— acariciar.


Pedro rió con voz un tanto entrecortada. Tenía la piel húmeda, y Paula también sentía las minúsculas gotas de sudor que habían brotado en su propio rostro. Sin pensar en las consecuencias, deslizó la lengua por la humedad salada de la mandíbula de PedroPedro tenía una mano en la espalda de Paula, y la mano la apretó antes de empezar a acariciarla. El movimiento resultaba casi tranquilizador, aunque también impedía que ella se apartara. Claro que en lo último que estaba pensando Paula era en escapar.


—No te imaginas lo mucho que deseaba besarte —gimió Pedro. Tomó la barbilla de Paula con la otra mano y le dio otro beso ardiente en sus labios suaves y seductores—. Anoche... —los músculos de su garganta se movieron visiblemente mientras tragaba saliva—. Dios mío, Paula, fue... —profirió un ronco gemido. En aquella ocasión, el beso estaba cargado de ternura.


« ¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Paula. «Pedro no acaba de ofrecerme su alma, sino un matrimonio de conveniencia», se dijo sin miramientos. Era una locura bajar las defensas y responder de aquella manera. Intentó reavivar las brasas de su resentimiento, pero fracasó miserablemente.


—Le has dicho a tu abuelo que nos vamos a casar, ¿verdad?


—Sabía que no podría darte gato por liebre.


Paula hundió los dedos en el grueso pelo moreno que se rizaba junto a su nuca.


—Pero se te ocurrió intentarlo, de todas formas. Creíste que así me resultaría más difícil decir que no.


Una sonrisa irrefrenable iluminó el rostro delgado de Pedro.


—¡Sabía que querías decir que sí!


Paula abrió los ojos de par en par. No era solo la audacia y la arrogancia de Pedro las que arrancaron una exclamación de indignación de sus labios, sino su sagacidad. Cerró los dedos con fuerza en su pelo hasta que él elevó las manos en señal de rendición.



—¡Serás... manipulador!


—Me conoces tan bien, cariño... —no había risa en sus ojos cuando la miró—. Y me gustaría que me conocieras aún mejor. Quiero que seas capaz de olvidar dónde acaba Paula y dónde empieza Pedro.


El tono erótico de su voz la estremeció.


—Ojalá no tuvieras que pasar aquí la noche... —prosiguió Pedro—. No importa, sé que debes quedarte —la tranquilizó cuando ella abrió la boca para hablar. En aquel momento, un llanto lejano la alertó.


—¡Es Benjamin! —exclamó y se puso en pie—. Tengo que irme.


Durante un instante, Pedro se quedó donde estaba, de rodillas. Resultaba extraño verlo así. Pedro no suplicaba: engatusaba, manipulaba y confundía, pero nunca suplicaba.


—¿Cómo lo sabes? —Pedro frunció el ceño—. ¿Cómo sabes que es Benjamin?


Paula lo miró como si acabara de decir una estupidez. 


Distinguiría el llanto de Benjamin entre un millón.


—Lo sé, eso es todo —anunció Paula con impaciencia.


Pedro llegó a la cuna casi al mismo tiempo que la enfermera. 


Paula ya estaba tranquilizando al pequeño.