viernes, 22 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 7








Paula resopló con exasperación. Era un error imitar la mirada lastimera de un cocker spaniel cuando tu cuerpo se parecía a un elegante y musculoso dóberman.


—Supongo que sí —accedió con poca cortesía. A medio camino hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia él—. No hace falta que te diga que preferiría que no mencionaras a nadie lo que... lo que te he contado. Que Benjamin no es mío. Me puse un poco tonta —Paula hizo una mueca mental al recordar sus patéticos sollozos sobre el pecho de Pedro.


Pedro contrajo la mandíbula con indignación. « ¡Para que luego hablen de la amistad!». Aquella exhibición de confianza resultaba conmovedora.


—¿Quieres decir que no puedo pregonarlo por toda la aldea? —Pedro conocía a muchas personas, pero pocas eran las que consideraba sus amigas y las que merecían su confianza. No era mucho pedir que la confianza fuera mutua.


Paula suspiró.


—Está bien, está bien... no hace falta que te molestes. Solo quería cerciorarme.


—Quizá no te hayas dado cuenta, pero me siento un poco vulnerable emocionalmente después de lo de anoche. Puede que también deba pedirte que hagas un juramento de confidencialidad.


—Ah, ya lo había olvidado —mintió Paula con fluidez. No sabía por qué la idea de conocer las confidencias de Pedro sobre su vida amorosa la impulsaba a salir corriendo. Había sido fácil burlarse de las numerosas relaciones superficiales de Pedro, incluso despreciarlas, pero no le hacía gracia imaginar a Pedro enamorado, dispuesto a casarse...


—Como si fuera tan fácil de olvidar —repuso Pedro, y Paula vio el destello de dolor en su mirada. En ese momento, decidió que no quería saber nada sobre la mujer que se había ganado el corazón de Pedro para luego, de forma incomprensible, romperlo en pedazos.


—No pretendía ser insensible, pero... —se le pasó una idea intrigante por la cabeza e intentó explorarla—. ¿Anoche no querías estar solo? ¿Por eso te quedaste?


—¿Porque volví a patrones de comportamiento creados en la infancia? —Pedro se frotó la mandíbula con barba incipiente con la mano. A Paula nunca la había besado un hombre sin estar rasurado, y se sorprendió preguntándose distraídamente cómo...—. Yo también me lo he preguntado. ¿No tendría gracia que fuera a tu cama cada vez que necesitara un poco de afecto y ternura? —reflexionó, y la miró con expresión pensativa.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—Muy gracioso —repuso con voz ronca.


—Sí, hilarante —confirmó Pedro sin rastro de humor.


Cuando Pedro salió de la ducha, Paula estaba en la cocina. Le había puesto el desayuno a Benjamin que, como de costumbre, no tenía prisa en tomárselo. Había la misma
cantidad de avena cocida en el suelo que en su estómago. 


Paula dejó de intentar persuadirlo de que tomara otra cucharada y retomó su frenética labor de volver a guardarlo todo en los armarios.


—Buenos días, amigo —Pedro, que era capaz de tratar con el político más ladino, no estaba muy seguro de cómo hablarle a un niño de un año. Guiñó un ojo al bebé de rostro solemne.


Benja respondió con una sonrisa que insinuaba que no era tan angelical como parecía.


—¡Uno hombre! —exclamó, y señaló a Pedro con un dedo regordete.


—Un hombre —lo corrigió Paula automáticamente.


—Uno hombre —dijo el niño de inmediato. Con los ojos brillantes, esperó con expectación a que Paula lo alabara.


—Bien hecho, cariño —cuando Paula volvió la cabeza, sorprendió a Pedro observándola con una intensa expresión en sus rasgos ávidos, pero la expresión se disipó cuando miró al niño.


—No espero que te acuerdes de mí, pero me llamo Pedro. ¿O debería decir tío Pedro? —preguntó, y se volvió una vez más a Paula—. ¿Sabe hablar?


—Más o menos, pero necesitarás la ayuda de un intérprete —reconoció—. Benjamin y tú podéis decidir entre los dos cómo debe llamarte. Yo apuesto por «un incordio» —añadió en voz baja.


—Te he oído.


—Eso pretendía —Paula se puso de puntillas para guardar una fuente en un armario alto.


Pedro se sorprendió advirtiendo cómo, al estirarse, el trasero alto y bonito de Paula se ponía tenso. A pesar de que su ropa parecía diseñada para ocultarlo, resultaba difícil no percatarse de que tenía un buen cuerpo... no, un cuerpo excelente. Con las cejas casi unidas por encima del puente de su aristocrática nariz, Pedro alargó el brazo y le quitó la fuente de las manos.


—¿No sabes que la mayoría de los accidentes ocurren en los hogares?


—¡No utilices ese tono de profesor conmigo! —Paula se dio media vuelta con furia y a punto estuvo de tropezar con él. 


Como no se contentaba imaginando si la tomaría en sus brazos si se caía, su rebelde cerebro empezó a teorizar sobre lo que sentiría.


Un pequeño gemido de lucha brotó de sus labios. Estaba a punto de sucumbir al pánico cuando, con los brazos extendidos delante de ella para protegerse, retrocedió tan deprisa que se dio un golpe en la espalda con la encimera.



De repente, el ambiente estaba tan cargado de tensión sexual que Paula apenas podía respirar. «Él también lo siente», pensó, y contempló con perplejidad los ojos oscuros y dilatados de Pedro.


—¡Desayuno! —exclamó una vocecita con severidad.


Los adultos, que con un sobresalto de culpabilidad comprendieron que no estaban solos, miraron a su pequeño interlocutor. Simultáneamente, decidieron olvidar lo que acababa de ocurrir.


—Buena idea, Benja. ¿Está ocupada esta silla? —preguntó Pedro, y separó ruidosamente una silla de la mesa, se sentó a horcajadas y apoyó las manos en el respaldo—. ¿Siempre está Paula tan gruñona por la mañana?


« ¿A que te gustaría saberlo?», preguntó una vocecita maliciosa en su cabeza.


—Lo cierto —prosiguió Pedro, para acallar aquella voz— es que estás irritable porque tienes cosas que hacer, mucho estrés y un poco de resaca.


—¿Y de quién es la culpa? —replicó Paula. Yo no bebo sola... —lo cual quería decir que, como rara era la ocasión en que tenía compañía masculina, nunca bebía.


—Eso es admirable, sin duda. Hay algunas cosas que yo tampoco hago solo nunca. Pero beber no es una de ellas —confesó con alegría—. Prepararé unos huevos con tocino para los dos, ¿quieres?


—Yo no tengo hambre y no recuerdo haberte invitado a desayunar.


—Pensaba que se te había olvidado.


—No, ha sido una grosería intencionada. Además, no tengo huevos —una grosería que Pedro parecía estar tolerando demasiado bien.


—Tienes que comer —declaró él, y realizó un examen crítico de la menuda figura de Paula. Su expresión sugería que no había encontrado mucho que fuera de su agrado—. Estás demasiado delgada.


—Por suerte para mí, sobre gustos no hay nada escrito.


Y Paula necesitaba un tipo sensible y corto de vista. ¡Y alto, por favor!


—Al final, podrías salir ganando. Quiero decir que hay muchos tipos a los que les asusta la idea de casarse con una madre soltera.


—Tipos egoístas y frívolos como tú. La verdad es que puedo pasarme sin ellos —le dijo Paula con rotundo desprecio—. No necesito a ningún hombre.


Con unos labios como aquellos, Pedro lo dudaba. De repente, sintió el impulso de poner a prueba su teoría sobre los labios generosos y apasionados. « ¡Ya no le puedes echar la culpa al alcohol, amigo!».


—¿Eso fue lo que asustó a tu veterinario?


En lo relativo a la insensibilidad, Pedro era uno de los grandes.


—Por última vez, te diré que no era mi veterinario y no, fue por algo muy distinto —el hombre no la creyó cuando Paula le dijo que no quería casarse con él, así que se vio obligada a confesarle la verdad... y el veterinario huyó espantado.


—Se enteró de que roncabas, ¿eh?


¿Cómo reaccionaría Pedro si se lo decía? ¿Se avergonzaría, sentiría lástima por ella? Paula inspiró hondo, elevó la barbilla y, desechando la punzada de autocompasión, adoptó una expresión estoica.


—Yo no ronco.


Pedro elevó una ceja oscura.


—¿Cuánto te apuestas? —dijo con voz lánguida. Desde donde estaba sentado, abrió la puerta de la nevera con la puntera del zapato—. Vaya, ¿quién iba a decirlo? —preguntó, y miró a Benja con expresión alegre—. Tocino y, si la vista no me engaña, también huevos. De corral, espero —se volvió hacia Benjamin—. Paula se había olvidado de que los tenía.


—Lo único que había olvidado —anunció Paula, y experimentó una enorme satisfacción dando un portazo a uno de los armarios— es lo irritante e insensible que eres.


—Pero me echas de menos cuando no estoy, ¿verdad?


Paula no se detuvo a pensar en las posibles consecuencias de responder con sinceridad.


—Por extraño que parezca —corroboró con aspereza—, sí.


Pedro se volvió para mirarla a tiempo de ver una expresión de estupefacción en el rostro de Paula, y se sorprendió identificándose con esa emoción.


—Lo que demuestra lo necesitada que estoy de compañía adulta —el intento de bromear no funcionó.


—Yo también te echo de menos, Paula —unos ojos verdes recelosos se cruzaron con otros castaños y reflexivos.


—Echas de menos tener a alguien a quien dar órdenes —lo acusó Paula con brusquedad cuando el silencio empezó a prolongarse demasiado.


—No hay muchas personas en el mundo con las que se pueda ser uno mismo, con defectos incluidos.


—Quieres decir que tienes vía libre para ser grosero e insoportable conmigo.


—¡Por los malos modales! —corroboró Pedro, y se apropió del biberón de zumo de Benjamin para brindar por ello.



Paula intentó mirarlo con severidad, intentó no sonreír, pero el buen humor de Pedro resultaba contagioso.


Pedro estaba tomando los huevos con tocino que Paula le había preparado a regañadientes, incluso le había dado a Benjamin varias cucharadas de su versión triturada, cuando Paula vio acercarse el enorme coche reluciente.


—¡Oh, no! —Gimió, y elevó las manos en el aire—. ¡Ya están aquí! Es demasiado pronto —sinceramente, diez años más tarde seguiría siendo demasiado pronto—. ¿Qué voy a hacer?


Pedro contempló aquella muestra de agitación con expresión afable y una ceja enarcada.


—¿Darles con la puerta en las narices?


—Si no puedes decir nada constructivo —resopló Paula, y se encaró con él—, al menos, cierra la boca. La casa está hecha un desastre.


Pedro no entendía la relevancia de aquel incierto comentario, pero sabía que las mujeres sentían un gran aprecio por los ambientes exentos de polvo.


—La casa no, pero tú sí —anunció con espontánea brutalidad.


Paula contuvo el aliento. La confianza daba asco, y Pedro estaba haciendo peligrosamente real esa expresión.


—Ven, déjame a mí —Paula lo miró con recelo mientras él levantaba su cuerpo atlético de la silla—. Para empezar, puedes quitarte esto —Paula se quedó paralizada cuando Pedro empezó a desabrocharle con calma la larga y holgada rebeca. Se la quitó de los hombros con un ademán exagerado.


Tenía mucha habilidad para quitar la ropa, seguramente contaba con amplia experiencia, pensó Paula. Quizá debería haber hecho un esfuerzo por desayunar. Se sentía un poco mareada.


—Bueno, ¿qué esperabas? —le espetó con acritud mientras Pedro seguía contemplando la sencilla camiseta negra que llevaba debajo. Era incapaz de apreciar lo mucho que realzaba su figura firme y estrecha cintura—. Además, no entiendo por qué importa lo que lleve puesto.


—No seas ingenua, Paula —Pedro se llevó la mano distraídamente a la mandíbula y se la frotó con expresión pensativa—. ¿Te habrías presentado en vaqueros a una de tus importantes reuniones cuando trabajabas en Londres? No, querías causar una buena impresión y sentirte dueña de la situación. Ahora es lo mismo. La ropa no hace a la mujer, pero una indumentaria adecuada siempre sirve de ayuda. Las personas como Chloe juzgan a los demás por cómo visten, por el coche que conducen...


—Yo ya no conduzco.


—No lo he olvidado.


Quizá la expresión considerada de Pedro no tuviera importancia. Quizá fuera la conciencia avergonzada de Paula la que imaginaba algo que no existía.


—Si das una buena imagen, le estarás enviando a Chloe un mensaje subliminal.


—¿Qué mensaje?


—Controlo la situación... No puedes arrollarme.


—No puedo preparar el desayuno con traje de ejecutiva y tacones altos. Me visto como cualquier otra madre —le explicó con obstinación.


Pedro vio el preciso instante en que Paula era consciente de lo que acababa de decir. Durante una fracción de segundo, dejó entrever toda su angustia. ¡Pedro sentía deseos de estrangular a Chloe y a su célebre novio!


Paula se mordió su trémulo labio inferior y se preparó para afrontar la lástima que reflejaban los ojos de Pedro.


—Solo que no lo soy, por supuesto —dijo con serena compostura.


—Paula... —Pedro empezaba a ser víctima de su frustración. ¿Por qué diablos no dejaba que la abrazara en lugar de pincharlo como un puercoespín?


—En cualquier caso, esta conversación no es más que teoría... ya es demasiado tarde para un cambio drástico de imagen —balbució con nerviosismo—. Aunque la mona se vista... ¡Deja mi pelo tranquilo! —gritó, y le apartó la mano.


Logrado su objetivo, Pedro se metió en el bolsillo la goma de pelo que le había quitado y sonrió con insolencia.


—Bien —dijo al contemplar su obra—. Pero ahora... —con la otra mano, empezó a ahuecarle los mechones cruelmente prietos hasta crear una masa de ondas brillantes—. Mejor, mucho mejor.


—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Paula, que retrocedió cuando ya era demasiado tarde. No entendía por qué había consentido que la despeinara. ¡Cualquiera diría que había disfrutado del suave roce de sus dedos en el cuero cabelludo! El letargo que se había adueñado de ella no podía calificarse de placer.


—Ya lo miro —había una energía innecesaria en la voz de Pedro, así como una expresión extraña en su rostro. Era la clase de expresión que hacía latir el corazón de Paula y le cerraba la garganta.


—Me has despeinado —se llevó una mano a la cabeza con nerviosismo—. Debo de estar hecha una facha.


—¿Quieres despeinarme a mí? —sugirió Pedro, y se llevó una mano a su pelo negro y lustroso.







jueves, 21 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 6





CON UN GEMIDO, Paula volvió a dejarse caer sobre la almohada. Tenía la cabeza a punto de estallar.


—Ese licor debería llevar una advertencia en la etiqueta —la reacción solidaria de Pedro a su visible incomodidad procedía de un punto no muy lejano a su izquierda.


Si no hubiera sentido tan frágil la cabeza, Paula abría asentido con pesar.


—Como lo vuelva a ver... —con una exclamación confusa abrió de golpe sus pesados párpados... De hecho, en su cabeza sonó como un sonoro y doloroso ¡paf!


Unos ojos oscuros le sonreían. La confusión de Paula se intensificó y el ruido de su cabeza se hizo insoportable.


—Estás en mi cama.


Paula intentó dar la impresión de que tener a un hombre increíblemente atractivo en su cama no era ninguna novedad, pero fracasó estrepitosamente al no transmitir el debido grado de despreocupación. Sus pensamientos maníacos seguían dando vueltas sin proporcionarle la menor pista que explicara aquella extraña situación.


—Sobre tu cama —la corrigió Pedro con pedantería mientras se ponía de costado.


¿Cambiaba algo la situación? ¡Paula esperaba que sí! Una rápida mirada bajo el cómodo edredón confirmó que seguía llevando la vestimenta de cama menos glamorosa de su insípido ropero. Paula no se sentía en absoluto cómoda, pero se aferró a aquella migaja de consuelo. Y Pedro también estaba vestido. Eso debía ser una buena señal, ¿no?


¿Una señal de qué?, preguntó una voz satírica en su cabeza. Pedro nunca había reflejado ni el más remoto interés por su cuerpo de mujer. ¿Y por qué iba a hacerlo, cuando sentía debilidad por las féminas esculturales? Su amante casada sería, sin duda, una más de la larga lista de diosas rubias.


Pero la idea de que Pedro no se hubiera visto arrastrado por el deseo, en lugar de tranquilizarla, la desanimó. ¿Desde cuándo se alegraba una mujer de saber que no tenía atractivo sexual?


Los terribles acontecimientos del día anterior, sin embargo, no parecían tan difusos. Chloe y su prometido iban a presentarse allí para llevar a Benjamin al zoo. Incluso Chloe había comprendido, después de varios razonamientos sensatos, que no podía llevarse a su hijo sin prepararlo.


Descubrir que había hecho algo con Pedro que sin duda lamentaría podría confirmar que era irresistible como mujer, pero también completaría el peor día de su vida. No, no podía haber... ¿No? Estudió con disimulo el atractivo rostro de Pedro en busca de alguna pista y descubrió únicamente cierto grado de regocijo que podía significar cualquier cosa.


—No es la primera vez que estoy en tu cama, Paula, ¿recuerdas?


Paula se sorprendió al oír aquella referencia. Su expresión tensa se suavizó. Por supuesto que se acordaba. Recordaba haber estrechado el cuerpo delgado y juvenil de Pedro contra el suyo y, en más de una ocasión, haberse quedado dormida con su cabeza morena apoyada en su pecho plano de adolescente.


El vivido recuerdo le hizo un nudo en la garganta. Su amistad con un Pedro mucho más joven y vulnerable había sido la más estrecha de todas. No podía esperar que aquel grado de intimidad durara para siempre, pero era triste pensar en lo mucho que se habían distanciado. Si algo era bueno, merecía la pena hacer un esfuerzo por conservarlo.


Exhaló un pequeño suspiro y se permitió albergar cierta esperanza. Si aquella ocasión había sido tan inocente como las que Pedro mencionaba, no tenía nada de qué preocuparse. Pero Paula se habría sentido mucho más aliviada si Pedro no tuviera la clase de voz que podía convertir una canción de cuna en una insinuación sugerente.


—¿Todavía está el viejo nogal junto a la ventana?


Las mujeres siempre solían recibir a Pedro con los brazos abiertos... salvo por Claudia. Su mirada se endureció al recordar su desaire. Lástima que no le hubiera dado la espalda antes de que Pedro hiciera el más absoluto de los ridículos.


—No, estaba enfermo y tuvieron que talarlo —respondió Paula en un tono enérgico que no reflejaba ni un ápice de la tristeza que había sentido en su momento.


—El tiempo no pasa en vano —suspiró Pedro con pesar. Paula paseó la mirada con rapidez por su cuerpo grande y viril. ¡Como si él estuviera decrépito!—. No está bien —prosiguió— que una casita llamada El Nogal no tenga nogal.


Paula pensaba lo mismo, pero se negó a sucumbir a la tristeza.


—No irás a ponerte nostálgico, ¿no? Si te sirve de consuelo —reconoció—, planté varios esquejes del antiguo nogal después de que lo talaran. Y, para ser exactos, esta era la habitación de la abuela por aquel entonces, y también su cama.


La que Pedro había compartido con ella era una estructura estrecha de metal que, seguramente, se hundiría hoy día bajo su peso, pensó, mientras recorría su figura larga y fornida con la mirada.


¿Quién habría pensado que el niño flacucho se convertiría en un espécimen tan asombrosamente perfecto?


Consciente de que su respiración se aceleraba al contemplarlo, Paula inspiró hondo y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Cuando tragó saliva, tenía la garganta seca y dolorida, como si quisiera llorar... pero no quería.


Una cosa era considerar el magnetismo sexual de un hombre, y otra muy distinta babear por ello. Pedro ya tenía bastantes admiradoras que encomiaban su perfección física para que ella se uniera al club. Alzó la vista con nerviosismo para ver si él se había percatado de su escrutinio, pero Pedro no tenía la mirada puesta en el rostro de Paula.


—Han cambiado muchas cosas desde entonces —la voz grave estaba cargada de cálida apreciación mientras seguía contemplando el perfil de sus pequeños senos.


Pedro alzó la vista y sus ojos estaban cargados de turbio erotismo. Los senos trémulos de Paula reaccionaron como si los hubiera acariciado con su cálida boca. La sorprendente imagen desterró todo pensamiento racional de la mente de Paula durante un largo momento candente. Con las mejillas ardiendo, luchó por recuperar la cordura.


—Hay cosas que no cambian... como tu total desconsideración con los demás —era un embuste como la copa de un pino, así que para justificarlo, Paula rebuscó en la memoria algún ejemplo que lo ilustrara. Se sintió triunfante al descubrir uno—. Tu familia debía de preocuparse mucho todas esas noches en las que desaparecías.


—Si la preocupación es directamente proporcional a la intensidad del castigo, estaban muy, pero que muy angustiados —la nota cínica de su voz la impulsó a escrutar el rostro pétreo de Pedro. El recuerdo de los cardenales que vio en una ocasión en su espalda, cuando toda la cuadrilla había ido a nadar, surgió en su cabeza. De repente, todas las ocasiones en las que Pedro se había negado a despojarse de su jersey de mangas largas en un caluroso día de verano cobraron sentido y la horrorizaron.


Se olvidó del dolor de cabeza y se incorporó con brusquedad. Sus ojos llameaban de indignación.


—¡Te pegaba! —pensó en German Alfonso, con su pequeña boca ruin y sus carnosos puños y se le puso la piel de gallina—. ¡Nunca me lo dijiste!


Nadie, ni sus padres, de los que tenía un vago recuerdo, ni la querida abuela Angie le habían puesto nunca la mano encima.


—Déjalo, Paula —dijo Pedro con aspereza.


—¡Pero...!


—Estás jadeando —la interrumpió, mientras estudiaba con interés clínico al agitado ascenso y descenso de sus senos pequeños y moldeados. ¡De modo que Paula tenía senos! No tenía importancia. Sin embargo, fijarse era una cosa, contemplar otra muy distinta. Pedro desvió la mirada con firmeza.


—¡No estoy jadeando! —exclamó Paula casi sin aliento. Contrajo la mandíbula y entornó su mirada furibunda—. ¡Me gustaría...!


Pedro tomó sus manos y, tras introducir los pulgares en sus pequeños puños, los abrió muy despacio.


—Ya veo lo que te gustaría hacer —la regañó con suavidad.


Pedro solía dar gracias a la fortuna porque el único legado personal que había recibido de un padre con tendencia a levantar la mano a su hijo rebelde, fuera la profunda aversión que sentía por la violencia y los individuos que la utilizaban para controlar a los más débiles.


Solo había utilizado la fuerza física en una ocasión para castigar a otra persona... en realidad, habían sido tres, estudiantes de sexto curso que estaban haciendo de la vida de un cuarto compañero un auténtico infierno. Pedro entró un día en la sala común y los sorprendió inmovilizando al más débil contra la pared mientras hacían turnos para pegarlo. Echó fuego por los ojos, un fuego carmesí que lo cegó. Aquel día, se liberó de sus demonios y fue expulsado del internado.


Paula se quedó inmóvil al sentir el pulgar de Pedro en la palma de su mano. El estremecimiento que la recorrió le hizo fruncir la frente cuando, con recelo, su mirada se cruzó con la de aquellos ojos oscuros, sensuales y aterciopelados.


El descubrimiento de la intensidad de aquella mirada escrutadora la tomó por sorpresa. De repente, la tensión que la dominaba pasó a un nuevo nivel de atracción sexual más intenso que el anterior, y se quedó mirándolo sin aliento y con la garganta reseca.


—Sé que te mueres por saberlo... —empezó a decir Pedro, y Paula no dio importancia al calor líquido que sentía en el vientre. Era comprensible, Pedro hablaba con una voz grave e íntima destinada a hechizar, hipnotizar y embelesar a cualquier mujer con hormonas en el cuerpo. Las de Paula, después de años de obstinada desatención, estaban volviendo a la vida en el momento más inoportuno. Sentía un ansia en la que no quería pensar... era increíblemente bochornoso—. Pero no, no acepté la invitación que el alcohol te indujo a hacerme. Claro que no podía dejarte durmiendo en la mecedora, así que te subí a la cama.


—¡Yo no te invité a entrar en mi cama! —con los puños cerrados, Paula se negó en redondo a responder a la provocación. Con el estómago encogido, contempló con incomodidad aquellos sólidos bíceps. No era difícil imaginar cómo la había llevado en brazos hasta allí. En efecto, era tan fácil, que una versión romántica de aquel hecho tenía lugar en su mente en ese mismo momento.


—No —corroboró Pedro con una sonrisa un poco tensa. Las numerosas ocasiones en las que Paula se había acurrucado junto a él durante la noche no podían considerarse invitaciones... aunque habían sido extremadamente provocativas y le habían recordado que, aunque tenía el corazón roto, las funciones más básicas de su cuerpo seguían funcionando a la perfección.


—¿Y después te sobrevino el agotamiento? —inquirió Paula con mordacidad.


—Eso debió de pasar —admitió Pedro, sin responder al reto que veía en los ojos de Paula.


Paula profirió un pequeño gruñido de incredulidad. Pedro no parecía exhausto. De hecho, decidió con irritación, debería estar prohibido que una persona irradiara tanta vitalidad a una hora tan temprana.


—Debí imaginar que acabarías siendo un madrugador —gruñó.


—Además de trasnochador —añadió Pedro con solemnidad, aunque con un brillo de regocijo en la mirada.


—Siempre has tenido una opinión demasiado exagerada de ti mismo —repuso Paula. Intentó simular regocijo y tolerancia, y estuvo a punto de conseguirlo. Pedro detectó el «a punto» y sonrió mientras se defendía.


—No ha faltado quienes han alimentado esa opinión —reflexionó con inocencia.


Paula podía imaginarlo, pero intentó no hacerlo.


—No es preciso que me des más detalles. ¿Qué hora es? —Pedro le dijo la hora y Paula se levantó de la cama con una exclamación—. Chloe y su novio vienen esta mañana.


—¿Qué piensas hacer? ¿Recibirlos con todos los honores?


El tono crítico de Pedro la enojó. Lo decía como si tuviera elección.


—Sé lo que no voy a hacer: recurrir a tácticas ruines y a la manipulación.


—Como quieras.


—No lo entiendo —prosiguió Paula con agitación mientras sacaba prendas de todas las formas y colores de los cajones de la pesada cómoda de nogal—. Benjamin siempre se despierta antes de las siete —Paula había descubierto que tener un bebé hacía innecesario recurrir al despertador.


Pedro atrapó la última prenda que Paula había tirado a la cama con descuido. Era un sujetador de tela fina. Una ojeada bastó para comprobar que no se había equivocado respecto a la talla.


Sus especulaciones nocturnas habían tenido una ventaja: no había pensado mucho en Claudia. Una expresión de perplejidad asomó a su rostro al reparar en lo poco que había pensado en ella.


—Benjamin se asomó hace un rato.


—¿Que hizo qué? —le espetó Paula, y regresó en jarras a la cama.


—Debió de pensar que esta mañana no había mucho espacio libre —especuló Pedro, y contempló la franja estrecha de cama desecha que Paula había desocupado. Obedeció a un impulso y alargó la mano para tocar el calor que había dejado su cuerpo en las sábanas de algodón—. Así que se fue. Pero fui a ver lo que hacía... estaba feliz jugando con sus juguetes, así que lo dejé tranquilo.


Paula lo miró con incredulidad.


—¿Y no se te ocurrió pensar que ha debido de trepar por los barrotes de su cuna? —hacía semanas que Paula sabía que la cuna tenía los días contados. Benjamin había estado contemplando los barrotes con expresión resuelta, y ella ya había frustrado dos intentos de fuga.


—¿Y eso es...?


—¡Peligroso! —le espetó.


—Bueno, parecía estar bien.


—No puedo creer que le hayas dejado vagar solo. ¡Podría haberse caído por las escaleras! —exclamó Paula, con voz aguda por la alarma.


—Tranquilízate, hay una especie de cerca en lo alto de las escaleras. Lo sé porque ayer casi me maté intentando saltarla mientras te subía en brazos.


Paula exhaló un suspiro de alivio. Benjamin no estaba herido, pero había otros traumas.


—Entonces, me vio contigo en la cama —gimió.


—No creo que lo que ha visto haya corrompido su moralidad —replicó Pedro con un tono de impaciencia en su voz lánguida.


—No se trata de eso. La rutina es muy importante para los niños.


—Acuérdate de decírselo a Chloe, ¿quieres? —Paula se mostró tan afligida que Pedro lamentó de inmediato la broma fácil—. Te habría despertado si lo hubiera visto triste. ¿Qué vas a hacer con Chloe? —preguntó con suavidad.


Pedro apoyó los pies en el suelo y se estiró. La fina tela de su camisa se tensó sobre su sólido pecho y Paula desvió la mirada enseguida.


—¿Qué puedo hacer? —hizo lo posible para luchar contra la oleada de impotencia que la invadía—. Voy a recordarle que hay que ir poco a poco para causar a Benjamin el menor trastorno posible. Seguiré viéndolo, claro —le tembló la voz al tiempo que elevaba la barbilla en actitud desafiante—. Él vendrá a verme, yo iré a verlo... Seré su tía favorita.


—¿Y crees que accederá a proceder con cautela?


Pedro contempló cómo el delicado rostro en forma de corazón de Paula se cubría con una máscara de férrea resolución.


—Ya lo creo que accederá —dijo en tono lúgubre. Con expresión severa, tomó la ropa que había seleccionado al tuntún de la cama—. Imagino que ya sabes dónde está la salida —Paula no necesitaba distracciones aquella mañana, y Pedro era una de ellas.


—¿No podría darme una ducha?