viernes, 22 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 7








Paula resopló con exasperación. Era un error imitar la mirada lastimera de un cocker spaniel cuando tu cuerpo se parecía a un elegante y musculoso dóberman.


—Supongo que sí —accedió con poca cortesía. A medio camino hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia él—. No hace falta que te diga que preferiría que no mencionaras a nadie lo que... lo que te he contado. Que Benjamin no es mío. Me puse un poco tonta —Paula hizo una mueca mental al recordar sus patéticos sollozos sobre el pecho de Pedro.


Pedro contrajo la mandíbula con indignación. « ¡Para que luego hablen de la amistad!». Aquella exhibición de confianza resultaba conmovedora.


—¿Quieres decir que no puedo pregonarlo por toda la aldea? —Pedro conocía a muchas personas, pero pocas eran las que consideraba sus amigas y las que merecían su confianza. No era mucho pedir que la confianza fuera mutua.


Paula suspiró.


—Está bien, está bien... no hace falta que te molestes. Solo quería cerciorarme.


—Quizá no te hayas dado cuenta, pero me siento un poco vulnerable emocionalmente después de lo de anoche. Puede que también deba pedirte que hagas un juramento de confidencialidad.


—Ah, ya lo había olvidado —mintió Paula con fluidez. No sabía por qué la idea de conocer las confidencias de Pedro sobre su vida amorosa la impulsaba a salir corriendo. Había sido fácil burlarse de las numerosas relaciones superficiales de Pedro, incluso despreciarlas, pero no le hacía gracia imaginar a Pedro enamorado, dispuesto a casarse...


—Como si fuera tan fácil de olvidar —repuso Pedro, y Paula vio el destello de dolor en su mirada. En ese momento, decidió que no quería saber nada sobre la mujer que se había ganado el corazón de Pedro para luego, de forma incomprensible, romperlo en pedazos.


—No pretendía ser insensible, pero... —se le pasó una idea intrigante por la cabeza e intentó explorarla—. ¿Anoche no querías estar solo? ¿Por eso te quedaste?


—¿Porque volví a patrones de comportamiento creados en la infancia? —Pedro se frotó la mandíbula con barba incipiente con la mano. A Paula nunca la había besado un hombre sin estar rasurado, y se sorprendió preguntándose distraídamente cómo...—. Yo también me lo he preguntado. ¿No tendría gracia que fuera a tu cama cada vez que necesitara un poco de afecto y ternura? —reflexionó, y la miró con expresión pensativa.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—Muy gracioso —repuso con voz ronca.


—Sí, hilarante —confirmó Pedro sin rastro de humor.


Cuando Pedro salió de la ducha, Paula estaba en la cocina. Le había puesto el desayuno a Benjamin que, como de costumbre, no tenía prisa en tomárselo. Había la misma
cantidad de avena cocida en el suelo que en su estómago. 


Paula dejó de intentar persuadirlo de que tomara otra cucharada y retomó su frenética labor de volver a guardarlo todo en los armarios.


—Buenos días, amigo —Pedro, que era capaz de tratar con el político más ladino, no estaba muy seguro de cómo hablarle a un niño de un año. Guiñó un ojo al bebé de rostro solemne.


Benja respondió con una sonrisa que insinuaba que no era tan angelical como parecía.


—¡Uno hombre! —exclamó, y señaló a Pedro con un dedo regordete.


—Un hombre —lo corrigió Paula automáticamente.


—Uno hombre —dijo el niño de inmediato. Con los ojos brillantes, esperó con expectación a que Paula lo alabara.


—Bien hecho, cariño —cuando Paula volvió la cabeza, sorprendió a Pedro observándola con una intensa expresión en sus rasgos ávidos, pero la expresión se disipó cuando miró al niño.


—No espero que te acuerdes de mí, pero me llamo Pedro. ¿O debería decir tío Pedro? —preguntó, y se volvió una vez más a Paula—. ¿Sabe hablar?


—Más o menos, pero necesitarás la ayuda de un intérprete —reconoció—. Benjamin y tú podéis decidir entre los dos cómo debe llamarte. Yo apuesto por «un incordio» —añadió en voz baja.


—Te he oído.


—Eso pretendía —Paula se puso de puntillas para guardar una fuente en un armario alto.


Pedro se sorprendió advirtiendo cómo, al estirarse, el trasero alto y bonito de Paula se ponía tenso. A pesar de que su ropa parecía diseñada para ocultarlo, resultaba difícil no percatarse de que tenía un buen cuerpo... no, un cuerpo excelente. Con las cejas casi unidas por encima del puente de su aristocrática nariz, Pedro alargó el brazo y le quitó la fuente de las manos.


—¿No sabes que la mayoría de los accidentes ocurren en los hogares?


—¡No utilices ese tono de profesor conmigo! —Paula se dio media vuelta con furia y a punto estuvo de tropezar con él. 


Como no se contentaba imaginando si la tomaría en sus brazos si se caía, su rebelde cerebro empezó a teorizar sobre lo que sentiría.


Un pequeño gemido de lucha brotó de sus labios. Estaba a punto de sucumbir al pánico cuando, con los brazos extendidos delante de ella para protegerse, retrocedió tan deprisa que se dio un golpe en la espalda con la encimera.



De repente, el ambiente estaba tan cargado de tensión sexual que Paula apenas podía respirar. «Él también lo siente», pensó, y contempló con perplejidad los ojos oscuros y dilatados de Pedro.


—¡Desayuno! —exclamó una vocecita con severidad.


Los adultos, que con un sobresalto de culpabilidad comprendieron que no estaban solos, miraron a su pequeño interlocutor. Simultáneamente, decidieron olvidar lo que acababa de ocurrir.


—Buena idea, Benja. ¿Está ocupada esta silla? —preguntó Pedro, y separó ruidosamente una silla de la mesa, se sentó a horcajadas y apoyó las manos en el respaldo—. ¿Siempre está Paula tan gruñona por la mañana?


« ¿A que te gustaría saberlo?», preguntó una vocecita maliciosa en su cabeza.


—Lo cierto —prosiguió Pedro, para acallar aquella voz— es que estás irritable porque tienes cosas que hacer, mucho estrés y un poco de resaca.


—¿Y de quién es la culpa? —replicó Paula. Yo no bebo sola... —lo cual quería decir que, como rara era la ocasión en que tenía compañía masculina, nunca bebía.


—Eso es admirable, sin duda. Hay algunas cosas que yo tampoco hago solo nunca. Pero beber no es una de ellas —confesó con alegría—. Prepararé unos huevos con tocino para los dos, ¿quieres?


—Yo no tengo hambre y no recuerdo haberte invitado a desayunar.


—Pensaba que se te había olvidado.


—No, ha sido una grosería intencionada. Además, no tengo huevos —una grosería que Pedro parecía estar tolerando demasiado bien.


—Tienes que comer —declaró él, y realizó un examen crítico de la menuda figura de Paula. Su expresión sugería que no había encontrado mucho que fuera de su agrado—. Estás demasiado delgada.


—Por suerte para mí, sobre gustos no hay nada escrito.


Y Paula necesitaba un tipo sensible y corto de vista. ¡Y alto, por favor!


—Al final, podrías salir ganando. Quiero decir que hay muchos tipos a los que les asusta la idea de casarse con una madre soltera.


—Tipos egoístas y frívolos como tú. La verdad es que puedo pasarme sin ellos —le dijo Paula con rotundo desprecio—. No necesito a ningún hombre.


Con unos labios como aquellos, Pedro lo dudaba. De repente, sintió el impulso de poner a prueba su teoría sobre los labios generosos y apasionados. « ¡Ya no le puedes echar la culpa al alcohol, amigo!».


—¿Eso fue lo que asustó a tu veterinario?


En lo relativo a la insensibilidad, Pedro era uno de los grandes.


—Por última vez, te diré que no era mi veterinario y no, fue por algo muy distinto —el hombre no la creyó cuando Paula le dijo que no quería casarse con él, así que se vio obligada a confesarle la verdad... y el veterinario huyó espantado.


—Se enteró de que roncabas, ¿eh?


¿Cómo reaccionaría Pedro si se lo decía? ¿Se avergonzaría, sentiría lástima por ella? Paula inspiró hondo, elevó la barbilla y, desechando la punzada de autocompasión, adoptó una expresión estoica.


—Yo no ronco.


Pedro elevó una ceja oscura.


—¿Cuánto te apuestas? —dijo con voz lánguida. Desde donde estaba sentado, abrió la puerta de la nevera con la puntera del zapato—. Vaya, ¿quién iba a decirlo? —preguntó, y miró a Benja con expresión alegre—. Tocino y, si la vista no me engaña, también huevos. De corral, espero —se volvió hacia Benjamin—. Paula se había olvidado de que los tenía.


—Lo único que había olvidado —anunció Paula, y experimentó una enorme satisfacción dando un portazo a uno de los armarios— es lo irritante e insensible que eres.


—Pero me echas de menos cuando no estoy, ¿verdad?


Paula no se detuvo a pensar en las posibles consecuencias de responder con sinceridad.


—Por extraño que parezca —corroboró con aspereza—, sí.


Pedro se volvió para mirarla a tiempo de ver una expresión de estupefacción en el rostro de Paula, y se sorprendió identificándose con esa emoción.


—Lo que demuestra lo necesitada que estoy de compañía adulta —el intento de bromear no funcionó.


—Yo también te echo de menos, Paula —unos ojos verdes recelosos se cruzaron con otros castaños y reflexivos.


—Echas de menos tener a alguien a quien dar órdenes —lo acusó Paula con brusquedad cuando el silencio empezó a prolongarse demasiado.


—No hay muchas personas en el mundo con las que se pueda ser uno mismo, con defectos incluidos.


—Quieres decir que tienes vía libre para ser grosero e insoportable conmigo.


—¡Por los malos modales! —corroboró Pedro, y se apropió del biberón de zumo de Benjamin para brindar por ello.



Paula intentó mirarlo con severidad, intentó no sonreír, pero el buen humor de Pedro resultaba contagioso.


Pedro estaba tomando los huevos con tocino que Paula le había preparado a regañadientes, incluso le había dado a Benjamin varias cucharadas de su versión triturada, cuando Paula vio acercarse el enorme coche reluciente.


—¡Oh, no! —Gimió, y elevó las manos en el aire—. ¡Ya están aquí! Es demasiado pronto —sinceramente, diez años más tarde seguiría siendo demasiado pronto—. ¿Qué voy a hacer?


Pedro contempló aquella muestra de agitación con expresión afable y una ceja enarcada.


—¿Darles con la puerta en las narices?


—Si no puedes decir nada constructivo —resopló Paula, y se encaró con él—, al menos, cierra la boca. La casa está hecha un desastre.


Pedro no entendía la relevancia de aquel incierto comentario, pero sabía que las mujeres sentían un gran aprecio por los ambientes exentos de polvo.


—La casa no, pero tú sí —anunció con espontánea brutalidad.


Paula contuvo el aliento. La confianza daba asco, y Pedro estaba haciendo peligrosamente real esa expresión.


—Ven, déjame a mí —Paula lo miró con recelo mientras él levantaba su cuerpo atlético de la silla—. Para empezar, puedes quitarte esto —Paula se quedó paralizada cuando Pedro empezó a desabrocharle con calma la larga y holgada rebeca. Se la quitó de los hombros con un ademán exagerado.


Tenía mucha habilidad para quitar la ropa, seguramente contaba con amplia experiencia, pensó Paula. Quizá debería haber hecho un esfuerzo por desayunar. Se sentía un poco mareada.


—Bueno, ¿qué esperabas? —le espetó con acritud mientras Pedro seguía contemplando la sencilla camiseta negra que llevaba debajo. Era incapaz de apreciar lo mucho que realzaba su figura firme y estrecha cintura—. Además, no entiendo por qué importa lo que lleve puesto.


—No seas ingenua, Paula —Pedro se llevó la mano distraídamente a la mandíbula y se la frotó con expresión pensativa—. ¿Te habrías presentado en vaqueros a una de tus importantes reuniones cuando trabajabas en Londres? No, querías causar una buena impresión y sentirte dueña de la situación. Ahora es lo mismo. La ropa no hace a la mujer, pero una indumentaria adecuada siempre sirve de ayuda. Las personas como Chloe juzgan a los demás por cómo visten, por el coche que conducen...


—Yo ya no conduzco.


—No lo he olvidado.


Quizá la expresión considerada de Pedro no tuviera importancia. Quizá fuera la conciencia avergonzada de Paula la que imaginaba algo que no existía.


—Si das una buena imagen, le estarás enviando a Chloe un mensaje subliminal.


—¿Qué mensaje?


—Controlo la situación... No puedes arrollarme.


—No puedo preparar el desayuno con traje de ejecutiva y tacones altos. Me visto como cualquier otra madre —le explicó con obstinación.


Pedro vio el preciso instante en que Paula era consciente de lo que acababa de decir. Durante una fracción de segundo, dejó entrever toda su angustia. ¡Pedro sentía deseos de estrangular a Chloe y a su célebre novio!


Paula se mordió su trémulo labio inferior y se preparó para afrontar la lástima que reflejaban los ojos de Pedro.


—Solo que no lo soy, por supuesto —dijo con serena compostura.


—Paula... —Pedro empezaba a ser víctima de su frustración. ¿Por qué diablos no dejaba que la abrazara en lugar de pincharlo como un puercoespín?


—En cualquier caso, esta conversación no es más que teoría... ya es demasiado tarde para un cambio drástico de imagen —balbució con nerviosismo—. Aunque la mona se vista... ¡Deja mi pelo tranquilo! —gritó, y le apartó la mano.


Logrado su objetivo, Pedro se metió en el bolsillo la goma de pelo que le había quitado y sonrió con insolencia.


—Bien —dijo al contemplar su obra—. Pero ahora... —con la otra mano, empezó a ahuecarle los mechones cruelmente prietos hasta crear una masa de ondas brillantes—. Mejor, mucho mejor.


—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Paula, que retrocedió cuando ya era demasiado tarde. No entendía por qué había consentido que la despeinara. ¡Cualquiera diría que había disfrutado del suave roce de sus dedos en el cuero cabelludo! El letargo que se había adueñado de ella no podía calificarse de placer.


—Ya lo miro —había una energía innecesaria en la voz de Pedro, así como una expresión extraña en su rostro. Era la clase de expresión que hacía latir el corazón de Paula y le cerraba la garganta.


—Me has despeinado —se llevó una mano a la cabeza con nerviosismo—. Debo de estar hecha una facha.


—¿Quieres despeinarme a mí? —sugirió Pedro, y se llevó una mano a su pelo negro y lustroso.







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