miércoles, 20 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 2




En las calles reinaba una total oscuridad cuando Pedro Alfonso se dirigía hacia la mansión de piedra resguardada tras sus altos muros de las afueras de aquella pintoresca aldea. Una aldea lo bastante alejada del tramo conocido de costa para evitar la explotación y permanecer relativamente intacta y dormida. Había pasado allí lo que la mayoría de las personas consideraría una infancia idílica. Desde la muerte de su hermano mayor, Ale, y la obligada estancia de su padre en la Riviera, el único habitante permanente de la residencia familiar de los Alfonso era su abuelo, un hombre anciano, aunque en absoluto frágil, que no se adaptaba bien a su tardía retirada del mundo de la banca internacional. 


Dado que Pedro era la oveja negra de la familia, no esperaba una bienvenida muy calurosa. Al realizar los preparativos para aquella visita obligada, Pedro pensó en ir acompañado: una tercera persona siempre era aconsejable para suavizar la tensión entre el viejo y él. En aquella ocasión, había confiado en poder presentar a esa tercera persona como su futura esposa. Desde el principio, supo que la situación resultaría explosiva, sobre todo cuando su abuelo se enterara de que la futura esposa de su nieto tenía que deshacerse de un marido antes de hacer su segundo viaje al altar. Al menos, Pedro ya no tenía ese problema. 


Pensar en el motivo de aquella visita en solitario lo incitaba a apretar sus sensuales labios. Nunca había sentido inclinación por la reflexión o la autocompasión, pero estaba aprendiendo deprisa. Solía conducir con cautela, pero su mirada sombría y amargada no se desvió en aquella ocasión al velocímetro mientras el poderoso motor de su vehículo recorría la estrecha y silenciosa calle a gran velocidad. 


—¡Maldita sea! —su lenguaje siguió degenerando cuando, con unos reflejos que rayaban en lo sobrenatural, rozó apenas al perro que había cruzado la calle delante de él. 


Todavía maldiciendo, saltó del coche con la fluidez de atleta que caracterizaba todos sus movimientos, y enseguida advirtió que su faro delantero no había salido tan bien librado como el animal. Apartó con el pie los cristales rotos que rodeaban el árbol con el que había chocado, y el faro indemne iluminó al chucho que yacía, tembloroso, sobre la hierba. 


—Calma, chico —le dijo en voz firme, pero tranquilizadora. 


Con la despreocupación y la confianza de una persona que no había experimentado ni un solo instante de nerviosismo con ningún animal, y aquel era grande y fuerte, Pedro deslizó sus competentes manos por la figura escuálida del animal. El perro soportó el reconocimiento con pasividad. Pedro no era un experto, pero parecía que solo padecía los efectos de la conmoción—. Esta es tu noche de suerte, amigo —Pedro rascó la oreja del perro, que lo miró con adoración—. No la mía —añadió con amargura. 



No le hacía falta mirar la chapa del collar para adivinar de dónde había salido aquel imprudente transeúnte. No era la clase de animal por el que mucha gente se arriesgaría a romper el faro de su coche. Tenía aspecto fiero, y era el típico perro que siempre se quedaba en el refugio cuando los más atractivos habían sido seleccionados. Su pelaje blanco carecía de lustre, y estaba cubierto de una red de viejas cicatrices. Para colmo, adolecía de una grave halitosis canina. En resumen, solo había una persona que quisiera quedarse con aquel animal. Incluso cuando eran niños, ella siempre se las arreglaba para recoger a todos los animales perdidos o abandonados en un radio de quince kilómetros. Intentando no pensar en las consecuencias para su tapicería de cuero, Pedro colocó al viejo chucho en el asiento de atrás. Se sentó otra vez detrás del volante y se dirigió hacia la pintoresca casita que Paula Chaves había heredado de su abuela, la anciana Angela Chaves, hacía cuatro años. 


Aunque se sorprendió al ver las luces encendidas, Pedro no habría dudado en despertar a Paula en caso contrario. De hecho, se alegraba de tener una razón legítima para gritarle a alguien... ¡porque aquella noche quería gritar! Y con Paula no tenía que preocuparse por la sensibilidad femenina; era dura de pelar y muy capaz de defenderse sola. Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía de dar aquel obligado rodeo. 


Con el perro húmedo y maloliente en los brazos, dio un puntapié beligerante a la puerta de la cocina, que se abrió con una serie de chirridos de película de terror. 


—Tienes que engrasar la puerta —anunció mientras traspasaba el umbral iluminado. No fue solo la luz brillante lo que le hizo parpadear y echarse atrás, estupefacto, sino el desorden que reinaba en la habitación. Por alguna razón, el contenido de todos los armarios estaba repartido en montones desordenados por toda la cocina—. ¡Dios mío! —exclamó, y dio voz a la primera posibilidad que se le pasó por la cabeza—. ¿Te han desvalijado la casa? 


La figura menuda, vestida con un camisón de algodón y unos guantes de goma amarillos, una indumentaria que distaba de ser la creación de un modisto, hizo caso omiso de la pregunta. Paula, que estaba en cuclillas delante de uno de los armarios vacíos, se incorporó y avanzó con expresión angustiada. 


—¡Baggins! —chilló—. ¿Qué le has hecho? —preguntó con indignación a Pedro


—¿Por qué no has cerrado la puerta con llave? —inquirió él con un ceño reprobador—. ¡Podría haber entrado cualquiera!


Paula lanzó a su visitante una mirada furibunda antes de volver a prestar atención al animal. 


—Pero fuiste tú el que entró. ¡Qué suerte tengo! —exclamó con sarcasmo. 


—¡Suéltalo! —le ordenó Pedro con severidad cuando ella intentó tomar en brazos al animal—. Pesa demasiado para ti. Además, puede andar solo —para demostrarlo, dejó al perro en el suelo—. Pero no quería arriesgarme a que se fuera otra vez de paseo y matara a un pobre motorista desprevenido —declaró, y cerró la puerta con firmeza. 


—¡Vaya! —la angustia de Paula se redujo un poco cuando Baggins empezó a comportarse como el cachorro que ya no era—. Arreglé la valla, pero ha aprendido a escarbar y salir por debajo. Imagino que lo golpearías con ese llamativo coche tuyo — Paula frunció los labios en señal de desaprobación. 


—Solo lo rocé. 


Pedro advirtió que Paula estaba descalza. Como el resto de su cuerpo, sus pies eran menudos, y aunque era delgada, distaba de ser un palillo. Su esbeltez no era angulosa, sino sinuosa, suave y atractiva... por todas partes. Aquella posdata mental lo tomó desprevenido, y una vez formulado el pensamiento, le pareció natural especular sobre lo que se escondía bajo aquel exiguo camisón. Carraspeó y logró controlar sus pensamientos carnales. No era pensar en el sexo lo que lo molestaba, sino pensar en el sexo y en Paula simultáneamente. 


—Ahórrate los detalles sobre tus veloces reflejos... por favor. 


Pedro, que estaba sudando tinta para controlar otro tipo de reflejos, desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos. 



—Tomo nota de tu gratitud por mi sacrificio. 


—¿Qué sacrificio? 


—Un faro roto y, sí, gracias por preocuparte, salí indemne —una vez controlado el nivel de testosterona, Pedro comprobó con inmenso alivio que podía mirarla a los ojos y ver a Paula, su amiga, y no a Paula, una mujer. Era sabido por todos que el rechazo podía incitar a un hombre a hacer y pensar tonterías. 


—Eso ya lo veo. 


—¿Por qué tengo la impresión de que habrías preferido verme con un brazo roto? —Reflexionó Pedro con ironía—. Si esta es la clase de bienvenida que das a tus invitados, dudo que tengas alguno. 


—Ojalá no los tuviera —le espetó Paula 


—Antes de que me lances más piedras, encanto, intenta recordar que este cuerpo fuerte y masculino encierra un alma sensible —tomó la mano de Paula y la plantó con ademán enérgico sobre su pecho—. ¿Lo ves? Soy de carne y hueso


Paula no halló indicio alguno de un alma, pero sí pudo percibir el calor corporal de Pedro y los latidos lentos y regulares de su corazón. Contempló sus propios dedos extendidos sobre la camisa durante lo que pareció una eternidad: era una experiencia extraña e inquietante estar allí en pie, así. Sintiéndose un tanto mareada, incluso confundida, alzó la mirada... pero el rostro de Pedro se tornó borroso.


Pedro contempló aquellos ojos grandes y luminosos y se apresuró a soltarle la muñeca. La mano de Paula cayó, sin vida, a un costado de su menudo cuerpo. Pedro carraspeó.


—Y, por si no lo sabías, hay una gran diferencia entre  llamativo y elegante.


—No es más que uno más de tus juguetes —«debería haber comido algo», pensó Paula, mientras se llevaba la mano con preocupación a la cabeza, medio mareada.


—Si insultas a mi coche, me insultas a mí.


Paula exhaló un suspiro de alivio y sonrió. El rostro de Pedro ya no aparecía borroso.


—Preferiría insultarte a ti.


—Creía que ya lo hacías.


Paula se encogió de hombros... Pedro se estaba tomando bastante bien su impertinencia, lo cual intensificaba su culpabilidad. Sabía perfectamente que a quien quería gritar era a Chloe, solo que su sobrina no estaba allí y Pedro sí. 


Menos mal que él tenía las espaldas anchas... muy anchas, pensó, y deslizó una rápida mirada a aquellos hombros sólidos y poderosos.


—Bueno, parece que Baggins no te guarda rencor —reconoció. La exhibición de alegría juvenil estaba destinada a Pedro, no a ella—. Eres muy malo —lo regañó con afecto.


Pedro no cometió el error de creer que la regañina amorosa iba dirigida a él.


—Siempre has hecho gala de un concepto muy original de la disciplina, Paula—observó con ironía.


Paula chasqueó la lengua.


—Al menos, no soy un matón, como tú —replicó—. Anoche vi cómo tratabas a ese pobre hombre.


—Creía que no tenías televisor... para estar a tono con tu estilo de vida ecológica a base de lentejas y arroz integral.


La burla la sacó de sus casillas. ¿Cómo se atrevía a despreciarla de aquella manera? Era evidente que no se le pasaba por la cabeza que podía echar de menos las noches de teatro o de concierto que antes habían ocupado una parte tan importante de su vida.


—Era la abuela la que no tenía televisor, y el mío es portátil. Y solo porque cultivo hortalizas no me gusta que insinúes que me he convertido en una —le dijo con aspereza—. Además, no eres el más indicado para hablarme así. Al menos, cuando yo hago algo, lo hago por convicción —o, en aquel caso, llevada por el deseo de reducir los gastos de comida. Las verduras frescas de cultivo ecológico costaban un riñón.


—¿Y crees que yo no?


—Bueno, no parecías muy interesado en salvar el planeta antes de conocer a Nicola —Nicola, la activista medioambiental, había sido una de las primeras novias formales de Pedro. Junto con sus sólidas convicciones, Nicola, al igual que las demás novias que la habían sucedido, tenía unas piernas interminables, un cuerpo sensacional y una melena rubia larga y ondulada—. No la habrás olvidado, ¿verdad?


Nicola había quedado muy lejos y, a decir verdad, los recuerdos de Pedro sobre ella eran un poco difusos.


—Un hombre no olvida a una mujer como Nicola —desplegó una sonrisa lasciva por si Paula no había cazado la broma... aunque fue innecesario—. Esa chica tenía un gran entusiasmo.


Un entusiasmo tan grande como la talla de su sujetador, si hubiera querido llevar alguno, recordó Paula con ironía.


—Algunos lo llamarían fanatismo.


Se distrajo del tema cuando la cola de Baggins chocó con un montón de platos y lanzó uno al suelo. Pedro lo atrapó un momento antes del impacto.


—Este perro es una joya —gruñó.


—Si insultas a mi perro, me insultas a mí —replicó Paula, copiando la anterior respuesta de Pedro—. Debería llamar al veterinario, para asegurarme de que no le ha pasado nada —pensó en voz alta con nerviosismo, y tanteó el lomo del animal.


—Si de verdad te preocupa, estoy seguro de que Andres estará encantado de hacerte una visita.


Pedro no estaba al tanto de la progresión de su romance, pero era bien sabido en la aldea que el veterinario de mediana edad había estado suspirando por Paula desde que comprara la clínica veterinaria de la localidad. Aunque Pedro apenas lo conocía, lo consideraba un hombre insípido, pomposo y pagado de sí mismo.


Paula se sonrojó al oír la pulla y se puso rígida.


—¿No sabías que Andres ha vendido la clínica? Se ha mudado al norte —Paula estaba al tanto de lo que Pedro y el resto de la aldea pensaban. Si se atrevía a fingir pesar..


¿Por qué todo el mundo daba por hecho que, solo porque era soltera, mujer y a punto de cumplir los treinta, se moría por recibir las atenciones de cualquier hombre medio decente de los alrededores? Cierto que los hombres medio decentes escaseaban y que Andres había sido una grata compañía, pero aunque lo único que habían compartido era una buena comida de vez en cuando, a juzgar por los comentarios maliciosos y las miradas sagaces, la aldea entera creía que Paula tenía una relación mucho más íntima con él.


Pedro elevó el labio superior.


—Siempre me pareció un adulador —dijo en tono ofensivo.


—Si te sirve de consuelo, a él tampoco le caías muy bien.


Pedro dio unas palmaditas al cariñoso animal.


—¿Es nuevo?


—Como casi todas las cosas desde la última vez que nos honraste con tu presencia.


—Tú sigues siendo la misma.


Paula no se sintió halagada, no creía que esa fuera la intención de Pedro.


—En realidad, es de segunda mano. Era el perro del señor Pettifer. ¿Te acuerdas de él? —Pedro asintió. Recordaba vagamente al frágil octogenario—. Nadie lo quería.


—¡No me sorprende! —no creía que hubiera muchos hogares dispuestos a acoger a aquella fea bestia.


Exasperada, Paula se retiró el pesado flequillo de pelo castaño de los ojos con impaciencia y fijó la mirada en el rostro apuesto y severo de Pedro.


—Tiene un corazón de oro.


—Y mal aliento.


—Pues Benja lo adora —por la forma en que lo dijo, Pedro dedujo que, en opinión de Paula, no existía mejor recomendación.


Tal vez estuviera equivocada, porque no veía mucho a Pedro últimamente, pero tenía un aire distinto. No sabía lo que era exactamente...


—¿Has estado bebiendo? —especuló Paula en voz alta.


—Todavía no —contestó Pedro con una carcajada temeraria y discordante—. ¡Justo lo que necesitaba! —anunció, y sacó una botella polvorienta del botellero. Sus ojos oscuros leyeron la etiqueta—. Licor de bayas, mi favorito. ¿El sacacorchos? —añadió en tono imperioso, y extendió la mano.


¡El licor de bayas de la abuela! Paula tuvo la certeza de que algo iba mal. En otras circunstancias, lo habría hostigado para que le contara lo que era, pero en aquellos momentos, no le importaba mucho conocer las preocupaciones de Pedro, solo quería quitárselo de encima para poder pensar... aunque, por el momento, no le había servido de mucho, reconoció a regañadientes.


—¿No pretenderás ofrecer a tu paladar el licor casero de la abuela? —se burló.


—A solas, no.


—Una invitación tentadora, pero son las tres de la madrugada —le recordó Paula, y consultó de forma automática su reloj de pulsera para confirmar su afirmación. 


Solo que su muñeca estaba desnuda. A decir verdad, ella tampoco estaba muy vestida, reconoció con incomodidad, y tiró del borde de su gastado camisón de algodón.


Tuvo el recuerdo de haber agitado los brazos, y solo Dios sabía lo que habría dejado al descubierto. Aun así, allí solo estaba Pedro, que ni siquiera habría pestañeado aunque la hubiera encontrado completamente desnuda.


Aunque fueran las tres de la madrugada, Pedro estaba vestido con la cansina perfección acostumbrada. Cómo no, su indumentaria era cara y elegante. Consistía en unos pantalones de color verde oliva y una fina camisa... claro que los detalles no importaban, sobre todo, cuando medía uno noventa, tenía un cuerpo atlético, hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas, y se paseaba por ahí emanando la clase de sensualidad pensativa que hacía que las mujeres pasaran por alto el hecho de que su rostro no era del todo bonito. Fuerte, atractivo e interesante, sí... bonito... no.


—Sé la hora que es... aunque no sé si tú... —Pedro paseó la mirada por el desorden de la cocina—. ¿Sueles tener arrebatos de limpieza bien avanzada la noche, Paula?


—No podía dormir —le explicó ella en tono defensivo, y se quitó los guantes amarillos para arrojarlos sobre el escurridor.


No le importaba si Pedro la consideraba una excéntrica, o incluso una chiflada. Últimamente, no le importaba mucho lo que Pedro pensara. En su opinión, el éxito no lo había cambiado para mejor. Había sido un niño agradable, aunque irritante, cuando tenía dos años menos que ella. Paula seguía siendo dos años mayor, pero el tiempo parecía haber devorado la diferencia de edad y la había despojado de la sensación de superioridad que proporcionaban unos cuantos meses en la niñez.







AMIGO O MARIDO: CAPITULO 1




¿MAÑANA? ¿Tan pronto? Paula Chaves cerró los ojos, horrorizada, y deseó poder despertarse de aquella pesadilla.


Pero su plan tenía un pequeño fallo... No, un gran fallo: ya estaba despierta, y temblando como si tuviera cuarenta de fiebre. Junto con el aluvión de adrenalina, un pánico cegador que le retorcía las entrañas fluía por todo su cuerpo. 


La mano floja que se llevó a la sien tenía los dedos trémulos y gélidos. Chloe decidió pasar por alto el tono de súplica de su tía. Solía hacer caso omiso de todo lo que la incomodaba; además, no tenía motivos para sentirse culpable. Si Paula se molestaba, Ian apoyaría a Chloe. Y Paula lo escucharía... todo el mundo lo escuchaba. Era el hombre más inteligente que Chloe había conocido... y era todo suyo. Una sonrisa soñadora de satisfacción curvó sus labios realzados con colágeno y pintados de rojo. 


—Ian se muere por conocer al pequeño Benja —Chloe apretó los labios con exasperación cuando la pedicura empezó a pintarle las uñas—. Espera un segundo, tía Paula... 


Que la llamara tía siempre daba a Paula la sensación de que había toda una generación de diferencia entre ella y la hija única de su hermana mayor, en lugar de siete años escasos. 


—Se ha equivocado de color. 


Paula oyó la voz amortiguada de Chloe al informar a la desafortunada joven que la atendía que no tenía intención de aparecer en público con un tono de esmalte pasado de moda. 


—Y dime —prosiguió Chloe, en cuanto se cercioró de que le estaban aplicando el color adecuado—. ¿Ya tiene más pelo? 

La pregunta dejó perpleja a Paula. 


—¿Por qué lo preguntas? 


—Bueno, siempre dices que le va a crecer —respondió Chloe en un tono agrio que daba a entender que Paula la había estado engañando—. Y esa pelusa no es muy favorecedora, ¿no crees? Y de color cereza, además —añadió con preocupación, como si no hubiera nada peor en la vida que un niño pelirrojo. 


Paula cerró los ojos e inspiró hondo... A veces, sentía el vergonzoso deseo de zarandear a su hermosa sobrina hasta que le castañetearan los dientes. 


—Sí, Chloe —respondió con rigidez—, Benja tiene algo de pelo, y te agradará saber que es de un precioso tono rubio cobrizo. 


—¿Has dicho rojizo...? 


—No, rubio cobrizo.


—Excelente —repuso Chloe con alivio—. Ah, tía Paula, y por lo que más quieras, ponle algo decente. ¿Qué tal ese bonito conjunto que le envié desde Milán? 


Las visitas fugaces de Chloe nunca habían sido frecuentes, pero en los últimos meses, en los que había despegado en su profesión de actriz gracias a varios papeles pequeños pero bien acogidos, las visitas eran casi inexistentes. Paula sintió una punzada de culpabilidad por no haber lamentado su ausencia, pero la vida era mucho más sencilla sin el estrés y el revuelo producidos por las visitas de Chloe. El problema era que su sobrina quería ser el centro de atención, y no le agradaba compartirla con nadie... ni siquiera con un bebé. 


—Se le ha quedado pequeño. 


—Vaya, qué lástima... Al menos, asegúrate de que no se ha pringado de mermelada o algo así —a Chloe le costaba trabajo aceptar que los niños no olían a limpio y a jabón en su estado normal—. Quiero que lan se lleve una buena impresión. 


«Si la tuviera aquí delante, la estrangularía», pensó Paula, y la voz le tembló de indignación contenida al responder: 
—Esto no va a ser una audición, Chloe. 


—No, será el comienzo del resto de mi vida —fue la respuesta melodramática y vibrante, como si estuviera ensayando una frase de su último papel. El tono de Chloe cambió con brusquedad—. Tengo que dejarte, tía Paula... Tengo clase de yoga dentro de media hora, y no puedo perdérmela. Deberías probarlo... Es increíble la armonía interior que he desarrollado. Hasta pronto —y colgó. 


Paula pensó que jamás volvería a sentir armonía, ni interior ni de ninguna otra clase, cuando las náuseas que sentía la impulsaron a subir las escaleras de dos en dos hasta el baño. Llegó justo a tiempo. Cuando su estómago se vació, se lavó la cara con agua fría. El rostro que la miraba desde el espejo tenía una palidez cerosa, y estaba dominado por unos enormes ojos verdes. La desesperación y el pánico que sentía se reflejaban claramente en las profundidades esmeralda y, aunque siempre que hablaba con Chloe se sentía mucho más vieja, ni siquiera aparentaba tener sus casi treinta años. Sus pies la llevaron automáticamente a la puerta entreabierta de uno de los dos dormitorios de la casa. 


Entró sin hacer ruido. Había corrido las cortinas para resguardar la estancia del sol de la tarde, y se acercó en silencio a la cuna en la que una pequeña figura dormía la siesta. Llevaba puesto un peto... y estaba profundamente dormido. El alborotado pelo rubio cubría su cabeza con mechones terminados en punta. Tenía el rostro sonrosado y sus largas pestañas reposaban sobre la pronunciada curva de su mejilla de bebé.


Paula cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla. Si, meses atrás, alguien le hubiera dicho que era posible amar tanto a una persona que incluso causaba dolor, ella, que había vivido tan entregada a su profesión, se habría reído. 


Pero así era. Amaba a aquel niño con toda su alma. Sintió el deseo de tomarlo en brazos y huir con él a algún lugar seguro, a algún lugar en el que Chloe no pudiera encontrarlos. La figura dormida abrió los ojos, vio a Paula y, con una somnolienta sonrisa, volvió a cerrarlos. Paula reprimió los sollozos hasta que salió a trompicones de la habitación.





AMIGO O MARIDO: SINOPSIS




Paula estaba a punto de perder la custodia de su pequeño sobrino, ¿y quién mejor para consolarla que Pedro Alfonso? 


Para el resto de las mujeres, Pedro era la personificación del sexo, para ella, sólo era su mejor amigo, bromista y encantador... Pero, cuando Pedro le propuso que se casaran con el fin de mantener la custodia, su amistad empezó a ser algo más íntima y sensual. Ninguno de los dos sabía cómo comportarse como marido y mujer, pero donde parecían entenderse sin ningún problema era en el dormitorio.

martes, 19 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: EPILOGO





—Pregunta por ti, Paula.


La joven levantó la vista del presupuesto que estudiaba y miró a su secretaria.


—¿Quién es?


Cheryl se encogió de hombros y desapareció de la puerta.


Paula miró su reloj y después su agenda. Sólo llevaba dos semanas dirigiendo Golden Ability y tenía aún miedo de perderse algo importante. Pero la agenda estaba limpia y Fiona había hecho ya su visita diaria a la agencia. 


En realidad había estado menos de una hora, porque insistía en que Paula lo hacía muy bien y ella tenía un instructor de yoga nuevo, un joven llamado Juan.


Paula dejó el presupuesto en la mesa, encantada de dejar los números unos minutos.


Se frotó las manos en su vestido de punto color granate y salió a la zona de administración.


Sonrió al ver a Pedro y se acercó a él.


—¡Qué sorpresa! —se puso de puntillas para besarlo—. No te esperaba. ¿No tienes que estar trabajando?


—Prerrogativas del jefe —sonrió él—. Te he traído algo —le mostró una caja alargada.


—Me mimas demasiado —rió Paula.


—Prerrogativas de la prometida.


Ella movió la cabeza y abrió la caja. Dentro había una pulsera de plata con tres margaritas brillantes colgando de ella.


—¿Otra?


—Por alguna razón, siento la necesidad de llenar tu vida de flores —él le puso la pulsera en la muñeca—. Además, hace juego con el colgante.


—Y con los pendientes —río ella. Miró la pulsera—. Es preciosa. Gracias.


Pedro sonreía todavía.


—Tengo algo más para ti.


Ella resopló.


—¡Pedro! Tengo collar, pulsera y pendientes. ¿Qué queda?


—Esto —él sacó unos papeles del bolsillo de la chaqueta de ante y se los tendió.


—¿Qué es eso?


—Lee.


Ella desdobló los papeles. El primero era una carta escrita a mano.


—Es de Stephanie.


—Está de acuerdo en enviar a los niños antes de Acción de Gracias y dejar que se queden hasta el verano —musitó Pedro—. Lo demás es un acuerdo de visitas modificado; me da la custodia física de Ivan y Valentina durante todo el curso escolar.


Paula dio un respingo. Le entregó los papeles.


—No me lo puedo creer. Cuando el juez Gainer aplazó su decisión y Ernesto y Stephanie se llevaron a los niños a Suiza, temí que no los dejara volver —ésa era la única mancha en la perfección de las dos últimas semanas. La despedida había sido una tortura, pero Pedro y ella hablaban y veían a los niños, gracias a un invento maravilloso llamado webcam, todos los días. No era como estar con ellos, pero hacía más soportable la situación—. ¿Por qué ha cambiado de idea?


—Le dije a Ray que retirara mi petición.


Paula, sorprendida, se sentó en el borde de un escritorio vacío.


—¿Cuándo? ¿Por qué no me lo dijiste?


—La semana pasada. Y no te lo dije porque no quería que pensaras que me había rendido.


—Yo jamás pensaría eso —le aseguró ella. Le tocó la mano—. Tú nunca te rendirías.


Pedro le apretó la mano.


—Le dije a Ray que comunicara a Stephanie que no tenía intención de seguir arrastrando a los niños a nuestras batallas. Que los quiero lo suficiente para dejarlos con ella si eso es lo mejor para ellos.


Paula enarcó las cejas.


—Pero tú nunca has creído que fuera lo mejor para ellos.


—Puede que no, pero hasta yo he tenido que empezar a aceptar que, a pesar de todos sus defectos, Stephanie los quiere —tiró de la coleta de ella—. Una mujer muy lista me hizo darme cuenta de eso.


Paula sonrió.


—Estoy atónita.


—Supongo que, cuando yo dejé de presionar, ella ha podido permitirse empezar a dar.


—Eso parece. Personalmente, creo que Ernesto ha debido ablandarla.


—¿Ernesto?


—Bueno, no es estúpido o no estaría trabajando para la empresa del tío Abel, ¿verdad?


Él achicó los ojos.


—Tú no…


—Claro que no. Pero yo no tengo la culpa de que quisiera saberlo todo del hombre con el que me voy a casar. Abel es muy protector a veces.


—¿Y qué le has dicho?


—Que podrá juzgarte por ti mismo cuando nos veamos en Navidad.


—¿Nada más?


—Nada más —le aseguró ella—. Pero te advierto que se achaca el mérito de que estemos juntos. Parece pensar que, si no me hubiera pedido que le enseñara Seattle a Omar Boering, tú y yo no nos habríamos conocido.


—Fiona se habría asegurado de lo contrario —musitó Pedro divertido. Rió—. O sea, que Stephanie ha cambiado de idea de verdad.


—Evidentemente —Paula tiró de las solapas de su chaqueta y lo atrajo hacia sí—. ¿Y los niños estarán aquí antes de Acción de Gracias? Eso nos deja una semana y media.


—¿Para qué?


—Para buscar un lugar decente para vivir. La casita del jardín es demasiado pequeña para los cuatro y tu apartamento no es muy hogareño.


—¿Estás sugiriendo que vivamos juntos? —él unió las manos detrás de la espalda de ella—. Me escandalizas.


—Eso lo dudo —se rió ella.


—Vale, buscaremos un lugar de alquiler hasta que decidamos algo más permanente. Quizá compremos un terreno y nos hagamos una casa. ¿Satisfecha?


Ella asintió. ¿Una casa con Pedro? ¿Qué más podía desear?


—Mucho.


—Y entretanto, ¿por qué no planeas una boda para cuando lleguen los niños?


Paula lo miró.


—¿Te quieres casar inmediatamente?


—El matrimonio suele ser el resultado final del compromiso —le recordó él.


Ella sonrió. Sólo entonces se dio cuenta de que todo el mundo en la oficina los miraba con curiosidad.


—Cheryl, si llama alguien, estaré fuera el resto del día.


Su secretaria sonrió con indulgencia.


—Desde luego.


Paula miró a Pedro sonriente.


—Prerrogativas de la jefa —susurró.


Salieron juntos de la agencia.


—¿Adónde vamos ahora? —preguntó él.


—A empezar el resto de nuestras vidas, claro.


Pedro la abrazó.


—Eso empezó el día que nos conocimos.


Ella le echó los brazos al cuello.


—Entonces vamos a ver a mamá y llamar a mis hermanas —sonrió con picardía—. Porque si hay alguien que puede organizar una boda en unas semanas, son las mujeres Chaves.


Pedro la alzó en vilo.


—¿Crees que podéis planear una boda para antes de que acabe el año y no llevarte una decepción?


Paula le tomó la mano.


—Casarse contigo no puede resultar nunca decepcionante —le aseguró.


Sonrió animosa—. Y sí, estoy segura de que podemos.


Y lo hicieron.