miércoles, 20 de septiembre de 2017
AMIGO O MARIDO: CAPITULO 2
En las calles reinaba una total oscuridad cuando Pedro Alfonso se dirigía hacia la mansión de piedra resguardada tras sus altos muros de las afueras de aquella pintoresca aldea. Una aldea lo bastante alejada del tramo conocido de costa para evitar la explotación y permanecer relativamente intacta y dormida. Había pasado allí lo que la mayoría de las personas consideraría una infancia idílica. Desde la muerte de su hermano mayor, Ale, y la obligada estancia de su padre en la Riviera, el único habitante permanente de la residencia familiar de los Alfonso era su abuelo, un hombre anciano, aunque en absoluto frágil, que no se adaptaba bien a su tardía retirada del mundo de la banca internacional.
Dado que Pedro era la oveja negra de la familia, no esperaba una bienvenida muy calurosa. Al realizar los preparativos para aquella visita obligada, Pedro pensó en ir acompañado: una tercera persona siempre era aconsejable para suavizar la tensión entre el viejo y él. En aquella ocasión, había confiado en poder presentar a esa tercera persona como su futura esposa. Desde el principio, supo que la situación resultaría explosiva, sobre todo cuando su abuelo se enterara de que la futura esposa de su nieto tenía que deshacerse de un marido antes de hacer su segundo viaje al altar. Al menos, Pedro ya no tenía ese problema.
Pensar en el motivo de aquella visita en solitario lo incitaba a apretar sus sensuales labios. Nunca había sentido inclinación por la reflexión o la autocompasión, pero estaba aprendiendo deprisa. Solía conducir con cautela, pero su mirada sombría y amargada no se desvió en aquella ocasión al velocímetro mientras el poderoso motor de su vehículo recorría la estrecha y silenciosa calle a gran velocidad.
—¡Maldita sea! —su lenguaje siguió degenerando cuando, con unos reflejos que rayaban en lo sobrenatural, rozó apenas al perro que había cruzado la calle delante de él.
Todavía maldiciendo, saltó del coche con la fluidez de atleta que caracterizaba todos sus movimientos, y enseguida advirtió que su faro delantero no había salido tan bien librado como el animal. Apartó con el pie los cristales rotos que rodeaban el árbol con el que había chocado, y el faro indemne iluminó al chucho que yacía, tembloroso, sobre la hierba.
—Calma, chico —le dijo en voz firme, pero tranquilizadora.
Con la despreocupación y la confianza de una persona que no había experimentado ni un solo instante de nerviosismo con ningún animal, y aquel era grande y fuerte, Pedro deslizó sus competentes manos por la figura escuálida del animal. El perro soportó el reconocimiento con pasividad. Pedro no era un experto, pero parecía que solo padecía los efectos de la conmoción—. Esta es tu noche de suerte, amigo —Pedro rascó la oreja del perro, que lo miró con adoración—. No la mía —añadió con amargura.
No le hacía falta mirar la chapa del collar para adivinar de dónde había salido aquel imprudente transeúnte. No era la clase de animal por el que mucha gente se arriesgaría a romper el faro de su coche. Tenía aspecto fiero, y era el típico perro que siempre se quedaba en el refugio cuando los más atractivos habían sido seleccionados. Su pelaje blanco carecía de lustre, y estaba cubierto de una red de viejas cicatrices. Para colmo, adolecía de una grave halitosis canina. En resumen, solo había una persona que quisiera quedarse con aquel animal. Incluso cuando eran niños, ella siempre se las arreglaba para recoger a todos los animales perdidos o abandonados en un radio de quince kilómetros. Intentando no pensar en las consecuencias para su tapicería de cuero, Pedro colocó al viejo chucho en el asiento de atrás. Se sentó otra vez detrás del volante y se dirigió hacia la pintoresca casita que Paula Chaves había heredado de su abuela, la anciana Angela Chaves, hacía cuatro años.
Aunque se sorprendió al ver las luces encendidas, Pedro no habría dudado en despertar a Paula en caso contrario. De hecho, se alegraba de tener una razón legítima para gritarle a alguien... ¡porque aquella noche quería gritar! Y con Paula no tenía que preocuparse por la sensibilidad femenina; era dura de pelar y muy capaz de defenderse sola. Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía de dar aquel obligado rodeo.
Con el perro húmedo y maloliente en los brazos, dio un puntapié beligerante a la puerta de la cocina, que se abrió con una serie de chirridos de película de terror.
—Tienes que engrasar la puerta —anunció mientras traspasaba el umbral iluminado. No fue solo la luz brillante lo que le hizo parpadear y echarse atrás, estupefacto, sino el desorden que reinaba en la habitación. Por alguna razón, el contenido de todos los armarios estaba repartido en montones desordenados por toda la cocina—. ¡Dios mío! —exclamó, y dio voz a la primera posibilidad que se le pasó por la cabeza—. ¿Te han desvalijado la casa?
La figura menuda, vestida con un camisón de algodón y unos guantes de goma amarillos, una indumentaria que distaba de ser la creación de un modisto, hizo caso omiso de la pregunta. Paula, que estaba en cuclillas delante de uno de los armarios vacíos, se incorporó y avanzó con expresión angustiada.
—¡Baggins! —chilló—. ¿Qué le has hecho? —preguntó con indignación a Pedro.
—¿Por qué no has cerrado la puerta con llave? —inquirió él con un ceño reprobador—. ¡Podría haber entrado cualquiera!
Paula lanzó a su visitante una mirada furibunda antes de volver a prestar atención al animal.
—Pero fuiste tú el que entró. ¡Qué suerte tengo! —exclamó con sarcasmo.
—¡Suéltalo! —le ordenó Pedro con severidad cuando ella intentó tomar en brazos al animal—. Pesa demasiado para ti. Además, puede andar solo —para demostrarlo, dejó al perro en el suelo—. Pero no quería arriesgarme a que se fuera otra vez de paseo y matara a un pobre motorista desprevenido —declaró, y cerró la puerta con firmeza.
—¡Vaya! —la angustia de Paula se redujo un poco cuando Baggins empezó a comportarse como el cachorro que ya no era—. Arreglé la valla, pero ha aprendido a escarbar y salir por debajo. Imagino que lo golpearías con ese llamativo coche tuyo — Paula frunció los labios en señal de desaprobación.
—Solo lo rocé.
Pedro advirtió que Paula estaba descalza. Como el resto de su cuerpo, sus pies eran menudos, y aunque era delgada, distaba de ser un palillo. Su esbeltez no era angulosa, sino sinuosa, suave y atractiva... por todas partes. Aquella posdata mental lo tomó desprevenido, y una vez formulado el pensamiento, le pareció natural especular sobre lo que se escondía bajo aquel exiguo camisón. Carraspeó y logró controlar sus pensamientos carnales. No era pensar en el sexo lo que lo molestaba, sino pensar en el sexo y en Paula simultáneamente.
—Ahórrate los detalles sobre tus veloces reflejos... por favor.
Pedro, que estaba sudando tinta para controlar otro tipo de reflejos, desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos.
—Tomo nota de tu gratitud por mi sacrificio.
—¿Qué sacrificio?
—Un faro roto y, sí, gracias por preocuparte, salí indemne —una vez controlado el nivel de testosterona, Pedro comprobó con inmenso alivio que podía mirarla a los ojos y ver a Paula, su amiga, y no a Paula, una mujer. Era sabido por todos que el rechazo podía incitar a un hombre a hacer y pensar tonterías.
—Eso ya lo veo.
—¿Por qué tengo la impresión de que habrías preferido verme con un brazo roto? —Reflexionó Pedro con ironía—. Si esta es la clase de bienvenida que das a tus invitados, dudo que tengas alguno.
—Ojalá no los tuviera —le espetó Paula
—Antes de que me lances más piedras, encanto, intenta recordar que este cuerpo fuerte y masculino encierra un alma sensible —tomó la mano de Paula y la plantó con ademán enérgico sobre su pecho—. ¿Lo ves? Soy de carne y hueso
Paula no halló indicio alguno de un alma, pero sí pudo percibir el calor corporal de Pedro y los latidos lentos y regulares de su corazón. Contempló sus propios dedos extendidos sobre la camisa durante lo que pareció una eternidad: era una experiencia extraña e inquietante estar allí en pie, así. Sintiéndose un tanto mareada, incluso confundida, alzó la mirada... pero el rostro de Pedro se tornó borroso.
Pedro contempló aquellos ojos grandes y luminosos y se apresuró a soltarle la muñeca. La mano de Paula cayó, sin vida, a un costado de su menudo cuerpo. Pedro carraspeó.
—Y, por si no lo sabías, hay una gran diferencia entre llamativo y elegante.
—No es más que uno más de tus juguetes —«debería haber comido algo», pensó Paula, mientras se llevaba la mano con preocupación a la cabeza, medio mareada.
—Si insultas a mi coche, me insultas a mí.
Paula exhaló un suspiro de alivio y sonrió. El rostro de Pedro ya no aparecía borroso.
—Preferiría insultarte a ti.
—Creía que ya lo hacías.
Paula se encogió de hombros... Pedro se estaba tomando bastante bien su impertinencia, lo cual intensificaba su culpabilidad. Sabía perfectamente que a quien quería gritar era a Chloe, solo que su sobrina no estaba allí y Pedro sí.
Menos mal que él tenía las espaldas anchas... muy anchas, pensó, y deslizó una rápida mirada a aquellos hombros sólidos y poderosos.
—Bueno, parece que Baggins no te guarda rencor —reconoció. La exhibición de alegría juvenil estaba destinada a Pedro, no a ella—. Eres muy malo —lo regañó con afecto.
Pedro no cometió el error de creer que la regañina amorosa iba dirigida a él.
—Siempre has hecho gala de un concepto muy original de la disciplina, Paula—observó con ironía.
Paula chasqueó la lengua.
—Al menos, no soy un matón, como tú —replicó—. Anoche vi cómo tratabas a ese pobre hombre.
—Creía que no tenías televisor... para estar a tono con tu estilo de vida ecológica a base de lentejas y arroz integral.
La burla la sacó de sus casillas. ¿Cómo se atrevía a despreciarla de aquella manera? Era evidente que no se le pasaba por la cabeza que podía echar de menos las noches de teatro o de concierto que antes habían ocupado una parte tan importante de su vida.
—Era la abuela la que no tenía televisor, y el mío es portátil. Y solo porque cultivo hortalizas no me gusta que insinúes que me he convertido en una —le dijo con aspereza—. Además, no eres el más indicado para hablarme así. Al menos, cuando yo hago algo, lo hago por convicción —o, en aquel caso, llevada por el deseo de reducir los gastos de comida. Las verduras frescas de cultivo ecológico costaban un riñón.
—¿Y crees que yo no?
—Bueno, no parecías muy interesado en salvar el planeta antes de conocer a Nicola —Nicola, la activista medioambiental, había sido una de las primeras novias formales de Pedro. Junto con sus sólidas convicciones, Nicola, al igual que las demás novias que la habían sucedido, tenía unas piernas interminables, un cuerpo sensacional y una melena rubia larga y ondulada—. No la habrás olvidado, ¿verdad?
Nicola había quedado muy lejos y, a decir verdad, los recuerdos de Pedro sobre ella eran un poco difusos.
—Un hombre no olvida a una mujer como Nicola —desplegó una sonrisa lasciva por si Paula no había cazado la broma... aunque fue innecesario—. Esa chica tenía un gran entusiasmo.
Un entusiasmo tan grande como la talla de su sujetador, si hubiera querido llevar alguno, recordó Paula con ironía.
—Algunos lo llamarían fanatismo.
Se distrajo del tema cuando la cola de Baggins chocó con un montón de platos y lanzó uno al suelo. Pedro lo atrapó un momento antes del impacto.
—Este perro es una joya —gruñó.
—Si insultas a mi perro, me insultas a mí —replicó Paula, copiando la anterior respuesta de Pedro—. Debería llamar al veterinario, para asegurarme de que no le ha pasado nada —pensó en voz alta con nerviosismo, y tanteó el lomo del animal.
—Si de verdad te preocupa, estoy seguro de que Andres estará encantado de hacerte una visita.
Pedro no estaba al tanto de la progresión de su romance, pero era bien sabido en la aldea que el veterinario de mediana edad había estado suspirando por Paula desde que comprara la clínica veterinaria de la localidad. Aunque Pedro apenas lo conocía, lo consideraba un hombre insípido, pomposo y pagado de sí mismo.
Paula se sonrojó al oír la pulla y se puso rígida.
—¿No sabías que Andres ha vendido la clínica? Se ha mudado al norte —Paula estaba al tanto de lo que Pedro y el resto de la aldea pensaban. Si se atrevía a fingir pesar..
¿Por qué todo el mundo daba por hecho que, solo porque era soltera, mujer y a punto de cumplir los treinta, se moría por recibir las atenciones de cualquier hombre medio decente de los alrededores? Cierto que los hombres medio decentes escaseaban y que Andres había sido una grata compañía, pero aunque lo único que habían compartido era una buena comida de vez en cuando, a juzgar por los comentarios maliciosos y las miradas sagaces, la aldea entera creía que Paula tenía una relación mucho más íntima con él.
Pedro elevó el labio superior.
—Siempre me pareció un adulador —dijo en tono ofensivo.
—Si te sirve de consuelo, a él tampoco le caías muy bien.
Pedro dio unas palmaditas al cariñoso animal.
—¿Es nuevo?
—Como casi todas las cosas desde la última vez que nos honraste con tu presencia.
—Tú sigues siendo la misma.
Paula no se sintió halagada, no creía que esa fuera la intención de Pedro.
—En realidad, es de segunda mano. Era el perro del señor Pettifer. ¿Te acuerdas de él? —Pedro asintió. Recordaba vagamente al frágil octogenario—. Nadie lo quería.
—¡No me sorprende! —no creía que hubiera muchos hogares dispuestos a acoger a aquella fea bestia.
Exasperada, Paula se retiró el pesado flequillo de pelo castaño de los ojos con impaciencia y fijó la mirada en el rostro apuesto y severo de Pedro.
—Tiene un corazón de oro.
—Y mal aliento.
—Pues Benja lo adora —por la forma en que lo dijo, Pedro dedujo que, en opinión de Paula, no existía mejor recomendación.
Tal vez estuviera equivocada, porque no veía mucho a Pedro últimamente, pero tenía un aire distinto. No sabía lo que era exactamente...
—¿Has estado bebiendo? —especuló Paula en voz alta.
—Todavía no —contestó Pedro con una carcajada temeraria y discordante—. ¡Justo lo que necesitaba! —anunció, y sacó una botella polvorienta del botellero. Sus ojos oscuros leyeron la etiqueta—. Licor de bayas, mi favorito. ¿El sacacorchos? —añadió en tono imperioso, y extendió la mano.
¡El licor de bayas de la abuela! Paula tuvo la certeza de que algo iba mal. En otras circunstancias, lo habría hostigado para que le contara lo que era, pero en aquellos momentos, no le importaba mucho conocer las preocupaciones de Pedro, solo quería quitárselo de encima para poder pensar... aunque, por el momento, no le había servido de mucho, reconoció a regañadientes.
—¿No pretenderás ofrecer a tu paladar el licor casero de la abuela? —se burló.
—A solas, no.
—Una invitación tentadora, pero son las tres de la madrugada —le recordó Paula, y consultó de forma automática su reloj de pulsera para confirmar su afirmación.
Solo que su muñeca estaba desnuda. A decir verdad, ella tampoco estaba muy vestida, reconoció con incomodidad, y tiró del borde de su gastado camisón de algodón.
Tuvo el recuerdo de haber agitado los brazos, y solo Dios sabía lo que habría dejado al descubierto. Aun así, allí solo estaba Pedro, que ni siquiera habría pestañeado aunque la hubiera encontrado completamente desnuda.
Aunque fueran las tres de la madrugada, Pedro estaba vestido con la cansina perfección acostumbrada. Cómo no, su indumentaria era cara y elegante. Consistía en unos pantalones de color verde oliva y una fina camisa... claro que los detalles no importaban, sobre todo, cuando medía uno noventa, tenía un cuerpo atlético, hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas, y se paseaba por ahí emanando la clase de sensualidad pensativa que hacía que las mujeres pasaran por alto el hecho de que su rostro no era del todo bonito. Fuerte, atractivo e interesante, sí... bonito... no.
—Sé la hora que es... aunque no sé si tú... —Pedro paseó la mirada por el desorden de la cocina—. ¿Sueles tener arrebatos de limpieza bien avanzada la noche, Paula?
—No podía dormir —le explicó ella en tono defensivo, y se quitó los guantes amarillos para arrojarlos sobre el escurridor.
No le importaba si Pedro la consideraba una excéntrica, o incluso una chiflada. Últimamente, no le importaba mucho lo que Pedro pensara. En su opinión, el éxito no lo había cambiado para mejor. Había sido un niño agradable, aunque irritante, cuando tenía dos años menos que ella. Paula seguía siendo dos años mayor, pero el tiempo parecía haber devorado la diferencia de edad y la había despojado de la sensación de superioridad que proporcionaban unos cuantos meses en la niñez.
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