sábado, 9 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 28




Paula volvió a recuperar la conciencia lenta y perezosamente, consciente de una maravillosa sensación de bienestar. La cama era cómoda, el aire de la mañana limpio y fresco.


Un brazo la rozaba.


Se acurrucó contra el cuerpo caliente a su lado sintiéndole removerse contra ella, buscarla. Sus manos en sus senos, su boca besándola.


Flotando otra vez despacio hacia el paraíso.


—No te levantes —susurró Pedro besándola con suavidad—. Yo te traeré el café.


Paula mantuvo los ojos cerrados y suspiró. Cuando el aroma del café la despejó, se incorporó y abrió los ojos.


—¡Oh, Dios! Nadie me había preparado el desayuno desde hace años.


Sólo Pedro se lo había hecho en toda su vida.


Se quedó concentrada en la bandeja mientras recordaba aquellos desayunos del pasado cuando se había sentido amada y completa.


Recordando la noche anterior.


Por una noche, la realidad había sido suspendida. Una noche fuera del tiempo. Una noche de magia. No era suficiente para cambiar la verdad.


Pedro no la necesitaba realmente; nunca la había necesitado. Y en cuanto aquella situación se hubiera acabado, seguirían sus caminos por separado. 


Probablemente no volverían a verse nunca. En ese momento, ella era sólo conveniente, como lo había sido durante su matrimonio.


No, pensó con desesperación. Otra vez no. Nunca más. 


Sintió un nudo en la garganta. Le temblaron las manos y tuvo que posarlas en la bandeja.


—¿Paula? ¿Qué pasa?


Ella tragó saliva de forma compulsiva.


—No tengo hambre.


—¿Así de repente?


Ella asintió con miedo a mirarlo, a ver su cara, a ver los recuerdos del amor en sus ojos. «No puedo dejar que suceda esto», pensó con desesperación. No puedo pasar por todo una vez más.


Levantó la bandeja.


—Déjala en la mesilla. Lo tomaré más tarde —su voz sonó fina e irreal, como si no le perteneciera a ella. Pedro no le retiró la bandeja—. No estoy lista para levantarme todavía.


—Quiero saber lo que va mal —dijo él con suavidad.


Ella sacudió la cabeza, muda.


—No voy a irme hasta que no me lo digas, Paula.


Ella lo conocía lo bastante bien como para saber que no tenía sentido negarse, pero no pudo evitarlo.


—No tienes derecho a pedirme que te explique nada.


Pero no sonó convincente.


—Tengo derecho a saber por qué repentinamente, después de una noche como la de ayer, actúas como si hubiera ocurrido un desastre. ¿Es por algo que he dicho? ¿O hecho?


Paula contempló la bandeja que yacía en su regazo sin verla.


—Ha sido un error. Fue culpa mía. No debería haber preparado esa cena que…


—¿De qué estás hablando?


—De anoche. Fue demasiado parecido a… a antes.


—A cuando estábamos casados.


Ella asintió.


—¿Y qué tiene eso de malo?


—¡Que lo de anoche no ha sido real! Era sólo… como si estuviéramos interpretando una vieja historia.


—A mí me gusta bastante la vieja historia, pero no creo que ninguno de los dos estuviéramos interpretando. Para mí fue muy real —la tomó de la mano—. Paula, mírame. Dime, ¿qué había de malo en la vieja historia?


Ella tragó saliva.


—Que tú no me necesitabas. Quiero decir, que no me necesitabas de verdad.


Hubo un denso silencio.


—No sé de qué estás hablando, Paula.


—Sólo lo que he dicho. Yo te venía bien para cuando volvías a casa y estaba allí para hacer que las cosas fueran especiales. Pero cuando no estaba, a ti no te importaba. Era conveniente, pero no esencial —dijo con amargura—. No me necesitabas para nada y estabas perfectamente sin mí.


Bajó la vista de nuevo. El aire estaba cargado de tensión.


—¿Que yo estaba perfectamente sin ti? —repitió él despacio—. ¿Cómo podías saber cómo me encontraba si no estabas allí?


Ella sintió una oleada de emoción incontrolable.


—¡No estabas nunca en casa cuando te llamaba! ¡Ni siquiera a las tres de la mañana!


Se levantó irritada y el café se derramó. La bandeja se deslizó y cayó al suelo. La comida se esparció por todas partes. Pero a ella ya no le importaba. Lo único que sentía era el desgarro de la vieja angustia atenazándole el alma. Le temblaba todo el cuerpo.


—¿Dónde estabas por las noches? ¿Dónde y con quien dormías?


Paula se sentó entre los restos del desayuno y luchó contra las lágrimas al recordar las agonizantes noches que había pasado marcando su número de teléfono desde la casa de Sophie en Roma. Lágrimas de furia y humillación. Miró a Pedro, pero lo vio borroso.


—No estabas en nuestra cama, así que, ¿en la cama de quién estabas durmiendo?


La voz le salió espesa por las lágrimas. La garganta le dolía.
Pedro apretó la mandíbula como el acero. Hubo un helado silencio.


—Quizá —dijo él muy despacio—. Quizá debería ser yo el que hiciera esa pregunta. ¿Con quién estabas durmiendo cuando no volvías a casa para estar conmigo?


Paula pensó que el corazón se le pararía. La rabia y la angustia la atenazaron. Luchó por contener las lágrimas.


—¿Cómo te atreves? —susurró con fiereza—. ¡Yo no dormía con nadie! ¿Cómo te atreves a pensar que te he engañado!


—Considerando las circunstancias, corazón, era de lo más fácil —arqueó los labios con amargura—. Evidentemente tú no estabas interesada en seguir durmiendo conmigo o hubieras vuelto a casa.


Lo siguiente que Paula vio fue su espalda y después la puerta cerrándose de un portazo tras él. Se quedó mirando la destrucción a su alrededor, las sábanas empapadas de café, la papaya por el suelo, la miel goteando de la bandeja volcada. Una imagen de su vida, de su amor, de todo lo dulce y adorable destrozado e inservible.


Estaba temblando de forma incontrolada. Se enroscó como una pelota y empezó a sollozar



***


Paula volvió a su propia habitación e intentó escribir. Se sentía enferma, entonces recordó que no había desayunado. 


En la cocina encontró algo que comer. Pedro estaba en la terraza, revisando una prueba de impresora y tomando notas en los márgenes. A Paula se le empañaron los ojos en lágrimas. Oh, Dios, no podía soportar estar a solas con él. Lo amaba, pero eso no era suficiente.


De repente, Pedro se puso de pie y al instante estaba en la cocina. El destello oscuro de sus ojos puso en evidencia que no esperaba encontrarla allí. Sin decir una sola palabra, alcanzó la cafetera y se sirvió una taza. La levantó y volvió a dejarla de nuevo. Apoyó las dos manos en la encimera como para apoyarse, como si sus hombros soportaran demasiado peso. Bajó la cabeza y se quedó mirando fijamente a la madera.


—Por si te sirve de algo —dijo con tensión como si le costara mucho hablar—, nunca, nunca te fui infiel.


A Paula se le secó la boca. Pedro enderezó la espalda, recogió la taza y abandonó la cocina sin mirarla más.









UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 27




Pedro estaba en la terraza leyendo. Una novela, se fijó ella.


—La cena está lista —anunció Paula.


—Voy.


Paula volvió a la cocina, sacó el pato del horno, lo salpicó de cilantro rayado y lo llevó a la mesa.


—Parece un banquete real —dijo Pedro con una sonrisa al sentarse—. Y no es que esperara menos, por supuesto.


—He tenido todo el tiempo del mundo —bromeó ella—. Después de ser raptada y retenida en lo profundo de una jungla.


—Yo no te he raptado, te he rescatado.


—Exacto —de nuevo la extraña sensación de haberlo vivido ya—. Hace tiempo tuve repetidamente un sueño de que tú me rescatabas.


Pedro sirvió el vino.


—¿Qué te rescataba de qué?


—No tengo ni idea.


Se sirvió el arroz con hierbas y le pasó el cuenco.


—¿Y cuando tuviste ese sueño?


—Cuando estábamos todavía casados —desvió la vista—. Era un sueño extraño


—¿Y todavía lo recuerdas?


Paula asintió mordiéndose el labio, arrepentida de haberlo mencionado. No quería hablar de ello. Él debió sentir su reticencia porque abandonó el tema y le preguntó si había leído el libro que él estaba leyendo.


La cena fue deliciosa y Pedro comió con apetito y hasta repitió del segundo plato.


—No has perdido tu toque —comentó sonriendo—. Está delicioso.


A Paula le dio un vuelco el corazón del placer.


—Gracias.


Él seguía mirándola y le hizo sentir un lento calor crecer dentro, una estremecedora conciencia de que había algo más tras sus palabras. Bajó la mirada hacia el vaso, lo alzó y dio un sorbo al vino.


La cinta que habían puesto en el estéreo había terminado y la habitación había quedado en silencio. Pedro apartó su silla.


—Yo la cambiaré.


Cuando se sentó de nuevo, los acordes melodiosos de una guitarra española flotaron en el aire. Paula contempló las manos de Pedro usando el cuchillo. Eran unas manos muy bonitas. Inspiró lentamente mientras pensaba en qué decir.


—¿Por qué te enfadaste antes, cuando yo estaba cocinando?


Él alzó la vista.


—No estaba… enfadado —dijo en voz muy baja—. Verte en la cocina, disfrutando de lo que hacías… me trajo recuerdos.


A Paula se le contrajo el corazón. Los recuerdos, siempre los recuerdos. Todo lo que decían o hacían siempre despertaba los recuerdos.


—Recuerdo volver a casa después de algún viaje… recuerdo desear volver para encontrarte en la cocina con un mandil de encaje y la cara sonrojada. Disfrutabas tanto cocinando y yo viéndote… y no porque sea un hombre chapado a la antigua que quiera a su mujer en la cocina como una sirvienta, sino porque tú hacías un arte de ello.


—Sí.


Paula intentó esbozar una sonrisa natural, pero tenía los labios paralizados.


—Lo hacías para agradarme —siguió él—, para prepararme una comida casera después de todas las semanas que había tenido que comer de restaurante —se detuvo—. Me encantaba verte cocinar porque lo hacías porque me amabas.


Su voz sonó apenada y anhelante.


Paula sintió un nudo en la garganta. Le dolía oírle decir aquellas palabras, ver la pena en su cara. ¿O eran imaginaciones suyas? ¿Eran sólo sus propias emociones y las estaba trasladando a él?


La música era suave y sensual. Paula posó la servilleta al lado del plato.


—Iré a buscar el postre.


La voz le sonó quebrada y tuvo que inspirar al llegar a la cocina y apoyar la frente en el frigorífico. Había sido un error preparar aquella cena, desenterrar los recuerdos. Debía tranquilizarse y cambiar de tema al volver a la mesa.


Soltó un gemido. ¿Cómo iba a hacerlo? Bueno, se le ocurriría algo. Abrió el frigorífico, sacó los dos platos y al darse la vuelta, se encontró a Pedro acercándose a ella.


Le quitó los platos de la mano y la miró fijamente a los ojos.


—Dejemos esto para más tarde —dijo con suavidad.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Otro de los rituales de su antiguo hogar: el postre en la cama después de haber hecho el amor.


Pedro volvió a meter los platos en la nevera sin apartar los ojos de ella. Cerró la puerta y la rodeó con sus brazos.


—Te deseo —dijo con voz ronca—. Nunca he dejado de desearte. Por favor, dime que tú también me deseas.


Las suaves palabras le calentaron la sangre y le aceleraron el pulso. No le llegaba el aliento. Sentía la cabeza ligera y las rodillas temblorosas. Demasiado vino en la cena. 


Demasiados recuerdos de amor y pasión. Demasiado anhelo y deseo dentro de ella. El cuerpo le dolía de deseo.


No era el vino. Era un encantamiento diferente, un hechizo que no se podría romper nunca. Cerró los ojos y suspiró deslizando los brazos alrededor de él.


—Yo también te deseo —susurró.


Lo amaba. Lo amaba tanto…


Estaban en la habitación de él, comprendió un momento después sin saber cómo habían llegado hasta allí… flotando por el aire, quizá. Pedro empezó a quitarle la ropa, lentamente, besando cada centímetro de piel que quedaba expuesta poco a poco, sus senos, su estómago, sus muslos, despertando un calor febril, delicioso y agónico dentro de ella. A Paula le temblaron las manos cuando le ayudó a quitarse su ropa y las deslizó por su piel desnuda, rozando el suave vello y los duros músculos. Con un gemido ronco, Pedro la levantó y la posó con suavidad en la cama como si fuera frágil y preciosa y ella sintió la dulzura derramarse sobre ella como miel caliente.


Pedro se inclinó sobre ella y la miró durante un momento eterno, en silencio, sólo mirándola. Había una ternura en sus ojos que le produjo temblores. Algo frágil empezó a brillar dentro de ella, algo por encima de las necesidades físicas de su cuerpo.


Él bajó la boca hacia la de ella, besándola con suavidad, sensualmente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y quisiera que durara toda la eternidad. Su lengua danzó un lento vals con la de ella, retirándose, apretándole los labios, jugueteando.


Entonces bajó un poco más, deslizando besos mientras sus manos rozaban como plumas su piel, haciendo que su cuerpo cantara, cargándole la cabeza de estrellas. Paula dejó escapar un gemido, estirándose para tocarle ella también y moviéndose un poco para ganar acceso.


Paula se abandonó a las sensaciones y el sabor de su cuerpo, aquel cuerpo maravilloso que ahora le pertenecía, y él le sujetó las manos y se las apartó con delicadeza.


—Déjalo —susurró—. Déjame tocarte sólo a mí por ahora.


Era como flotar en la música, paladear el color y acariciar olas de luz dorada. Era como no sentir su cuerpo, como si estuviera hecha de sensaciones… maravillosas sensaciones.


—Qué placer —murmuró.


Sintió la sonrisa de Pedro contra su seno.


—Y todavía va a ser mejor.


Ella se removió bajo él, la piel deslizante contra la piel deslizante.


—¿Estás seguro?


Pedro se rió con suavidad.


—Por supuesto que estoy seguro.


Y siguió creando su magia y ella hundiéndose en las sensaciones sensuales para las que no existía ni el tiempo ni el lugar, que llenaban cada célula de su cuerpo, tan cargado de placer exquisito que ya no podía guardarlo sólo para ella.


Alargó las manos y tiró de su cabeza hacia ella deslizando los labios contra los de él.


—Te deseo… Necesito tocarte —susurró jadeante.


Y le tocó, provocando nuevos placeres para ella misma tanto como para él, y los dos se unieron en ardiente necesidad, fundiéndose el uno en el otro en una danza de éxtasis cada vez más rápida hasta el borde de la pasión donde se estremecieron, perdieron el ritmo y se desmoronaron juntos por un bendito abismo.






UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 26




No volvió a verlo hasta la hora de comer del día siguiente. Hubiera preferido comer sola, pero no quería dar más trabajo a Ramyah. Pedro fue distante, pero educado. El aire estaba cargado de emociones; la tensión era como una presencia viva entre ellos.


—Paré ayer en casa de los Patel en el camino de ida —comentó él rompiendo el silencio en el segundo plato—. Nos han invitado a cenar el sábado por la noche.


Los Patel. La familia de Ghita. Y él esperaba que ella lo acompañara. Paula se concentró en un trozo de lechuga.


—Probablemente deberías ir solo —sugirió—. Yo no tengo nada que hacer allí.


—Te han invitado. No les ofendas.


Si no quería ir, no tenía por qué ir, pero decidió no comportarse como una niña ni poner la típica excusa del dolor de cabeza. Una cena podía ser divertida. Le sentaría bien estar entre otra gente y la comida india, sin duda sería deliciosa.


Después de comer volvió a su trabajo. Contempló los libros de afrodisíacos y pociones amorosas. Se había pasado la mañana leyendo y tomando notas. Era hora de ponerlas por escrito.


Paula trabajó toda la tarde y no salió de su habitación hasta que la cena estuvo servida.


—Ramyah libra el viernes —dijo Pedro al sentarse a la mesa—. Es el día santo para los musulmanes. Quiere saber si hay algo en particular que quieras comer para prepararlo mañana y dejárnoslo en el frigorífico.


Paula extendió la servilleta en el regazo.


—No hace falta que lo haga. Me encantará cocinar. Necesito algo que hacer aparte de leer y escribir.


—Bien.


Para alivio suyo, consiguieron pasar la cena sin una conversación tensa, acusaciones ni recriminaciones.


Después de que Ramyah terminara de recoger la cocina. 


Paula se fue a explorar el frigorífico y la despensa para ver las posibilidades que tenía para la cena del viernes. Había filetes de salmón congelados, lo que era tentador y un pato congelado. Ella podía hacer maravillas con un pato. Y también los chinos, recordó. De hecho, tenían interminables recetas afrodisíacas. Bueno, ella no iba a preparar una cena como pócima amorosa, sólo una agradable. Sacó el pato y lo dejó en la nevera para que se descongelara en las siguientes treinta y seis horas.


El jueves se evitaron el uno al otro. Pedro permaneció todo el día en la oficina trabajando y ella en su habitación escribiendo. Pedro parecía haber perdido las ganas de más confrontaciones emocionales, al igual que ella. No le sorprendía. Pedro era una persona racional y calmada que resolvía los problemas de forma racional. La pasión que había presenciado la semana anterior la había sorprendido de verdad.


Paula inspiró con fuerza y se concentró en la pantalla vacía de ordenador frente a ella. Su problema era que estaba pensando demasiado en el amor. Debería estar trabajando. 


Volvió a leer el artículo sobre la comida de los puestos callejeros que había terminado.


Serpientes. En eso debería estar pensando, en un tonel lleno de serpientes.



****


Durante todo el viernes, Paula tuvo la cocina para ella sola. Era un placer volver a cocinar de nuevo y se encontró tarareando feliz mientras rayaba un limón deteniéndose en la mitad al encontrar a Pedro en el umbral de la puerta mirándola con ojos sombríos.


El corazón le dio un leve vuelco.


—¿Necesitas algo?


—No, nada. Sólo algo de beber.


Se acercó al frigorífico y se sirvió una copa de vino blanco sin preguntarle a ella si quería. Entonces, al posarlo en la encimera, se le cayó y con una maldición, buscó la bayeta.


—¿Qué pasa?


—Nada —respondió él con tensión.


Tirando la bayeta en el fregadero, se dio la vuelta y salió de la cocina sin la bebida.


Paula siguió rayando el limón intentando que el incidente no le estropeara el buen humor. Estaba disfrutando. Inhaló la fragancia del limón. Oh, Dios, iba a estar estupendo.


Y lo estuvo. Todo salió perfecto. Había encontrado velas y flores y un bonito mantel. Lisette no la había decepcionado. 


A pesar de lo práctico que era el algodón, era una mujer sensual también, como lo demostraba la comida que guardaba congelada, los libros de poesía y la maravillosa colección de música.


Paula contempló la maravillosa mesa sintiendo una repentina emoción. ¿Qué estaba haciendo?


Se había propasado, como siempre.


Cerró los ojos. ¿Por qué? ¿Por qué había hecho aquello? Se quedó inmóvil sabiendo la respuesta y por fin, admitiendo la verdad.


Todavía amaba a Pedro. Siempre lo había amado y no podía hacer nada para evitarlo. Una penosa sensación de inevitabilidad la asaltó.


Abriendo los ojos, revisó la mesa una vez más. Debería quitar las velas y poner las flores en la mesita de café. Se debatió consigo misma y entonces, despacio, se dio la vuelta dejando la mesa como estaba.