martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 13



Pedro volvió al despacho y ella se sintió aliviada de que desapareciera. Ramyah le sirvió café y se fue a tomarlo a la terraza, donde ya había encendido algunos palitos antimosquitos y las finas espirales de humo se elevaba por el aire.


De la jungla de detrás del jardín llegaban todo tipo de ruidos de animales. Pensó en Pedro en el despacho escapando de ella. Qué extraño era estar con él en la misma casa y hacer las comidas juntos. Sintió un nudo en la garganta. Hubo un tiempo en que había creído que estarían juntos toda la vida. 


Había estado tan segura, tan confiada.


Suspiró. Había sido tan ingenua a los veintiún años. Ahora le dolía pensarlo; recordar sus sentimientos, las palabras que había pronunciado. Saber que las había creído con el alma y lo enamorada que había estado de Pedro. Había estado tan segura de que conseguirían que funcionara su matrimonio.


Después del divorcio se había sentido muerta durante mucho tiempo, años de hecho. Hasta que había aparecido en escena Salvador. Salvador era un periodista duro en su profesión y suave en la intimidad. Sabía cómo decir las palabras adecuadas en el momento adecuado.


Había derrumbado sus barreras y la había hecho volver a sentir, al menos un poco. Habían estado saliendo más de un año hasta que a Paula le pareció que no sería justo seguir la relación con él aunque fuera cómoda y a pesar de gustarle y respetarle mucho.


Sí, le había gustado mucho, pero no le había amado. Faltaba algo. Él nunca había llegado a lo más profundo del corazón de ella, quizá porque ella no se lo hubiera permitido. No estaba segura.


Se removió inquieta. Necesitaba algo qué hacer, algo en qué ocupar su mente. No podía pasarse las semanas siguientes revolcándose en los fracasos de su vida. No era productivo. 


Ya pertenecía al pasado.


Se estiró justo cuando Pedro apareció en la terraza. No le había oído acercarse y la pilló por sorpresa.


—Pensé que estabas trabajando.


—No consigo concentrarme —frunció el ceño—. No tienes por qué irte.


—No, es que me iba a mi habitación. Además, sé que prefieres estar solo.


Paula vio que se ponía tenso.


—Oh, por Dios bendito —dijo él irritado—. Vamos a dejar los jueguecitos. No vamos a ser capaces de evitarnos, así que ni siquiera lo intentemos, ¿de acuerdo?


—Yo no estaba intentando evitarte. Simplemente me iba a mi habitación a escribir algo. Eso es todo.


Pedro se encogió de hombros.


—Como quieras.


Paula pasó por delante de él y se fue a su habitación donde encontró papel y bolígrafos en el escritorio, probablemente dejados allí por algún estudiante. Necesitaba poner sus ideas en papel para planear qué hacer con ellas más tarde. 


Necesitaba apartar su cabeza de Pedro.


Leyó el comienzo del artículo, gimió, dejó caer la cabeza sobre la mesa. Después de unos minutos se estiró, rompió lo escrito y se metió en la cama.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 12




Paula era agudamente consciente de cómo la estaba observando Pedro, de cómo le leía los pensamientos. Tenía que salir de aquel sitio lo antes posible. No podía quedarse con él en la misma casa, atormentada por los recuerdos y los anhelos.


—Quiero llamar a mi padre para decirle que busque la forma de mandarme la ropa y el pasaporte —dijo intentando mantener la voz calmada—. No quiero quedarme aquí más de lo necesario. No quiero imponerte mi presencia.


—Estábamos hablando de la luna de miel.


Pedro se apartó de la puerta y se acercó.


—Y yo estoy hablando de salir de aquí.


—¿Te alteran tanto los recuerdos? —preguntó él mirándola a los ojos.


—Eso pasó hace mucho tiempo.


—Pero no tanto como para olvidarlo, ¿verdad?


Allí estaban, el dolor y el anhelo de la voz de él, un fiel reflejo de lo que ella sentía.


—¿A dónde quieres llegar, Pedro? ¿Qué quieres que diga?


—No estoy seguro. Algo referente a que nuestro matrimonio fue real para ti en aquel momento. A pesar de como terminara o por qué razón.


A ella le dio un vuelco el estómago.


—¿Real como opuesto a qué?


—A una farsa, un juego de apariencias.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—¿Cómo te atreves a preguntar eso? ¿Cómo se te ha ocurrido siquiera pensar eso? —dijo con voz quebrada, enfadada consigo misma por haber perdido la compostura.


Él sacudió la cabeza.


—No se me ocurrió.


Pedro se dio la vuelta para salir y antes de hacerlo, se volvió.


—Había venido a decirte que si tienes sed, Rimyah ha servido refrescos en la terraza.


Entonces se fue y ella se afanó recogiendo la ropa para calmarse. Era una locura permitirse que la afectara tanto. Tendría que mantener la frialdad y no permitir que los recuerdos la asaltaran.


Cuando terminó, inspiró con fuerza y se aventuró a salir a la terraza. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso largo en las manos.


La ancha terraza cubierta era como una habitación abierta con cómodos muebles, lámparas para leer y macetas con flores. Paula se sirvió el zumo y dio un sorbo. Estaba deliciosamente dulce y ácido. Demasiado inquieta como para sentarse, se acercó a la barandilla y contempló el paisaje.


—Es impresionante —dijo señalando el panorama de las montañas contra el cielo azul.


—Sí —fue todo lo que él dijo.


—¿Vive alguien por ahí? Quiero decir, como los indios del Amazonas.


—Sí. Se llaman orang asli y son los nativos de la isla. Son cazadores nómadas y recolectores, pero no quedan muchos que vivan al estilo tradicional.


Ella intentó imaginarse cómo sería vivir en una selva, pero no pudo. Cruzó los brazos contra la barandilla y contempló el jardín de debajo, descubriendo deleitada una parcela con verduras y viñas a la izquierda.


—¡Hay una huerta! —Alzó la voz con entusiasmo—. Voy a echar un vistazo.


—Puedes bajar por esas escaleras —sugirió él señalándoselas.


Paula bajó por los escalones que crujían y siguió el camino hasta el huerto, que había sido vallado para evitar probablemente que se lo comieran las criaturas de la jungla. 


Caminó entre las hileras de distintos tipos de lechuga, guindillas, endibias rizadas, vainas, tomates y hasta fresas. 


¿Fresas en el trópico? ¡Sorprendente!


Para su sorpresa, se encontró a Pedro a su lado unos minutos más tarde.


—Tiene buena pinta —comentó él contemplando las limpias hileras.


Ella suspiró con anhelo.


—Me moriría por un huerto como este. Imagino que deber ser maravilloso tener productos frescos para cocinar —deslizó la mano con cuidado por unas hojas de albahaca—. Huele de maravilla. Me encanta el olor de la albahaca.


Él la estaba mirando con una extraña expresión en los ojos.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué pasa? ¿He dicho algo inadecuado?


—No —contestó él con tensión.


Paula se agachó para ver mejor las fresas.


—Mira, hay muchas maduras. ¿No son preciosas con ese rojo entre todo el verde? Una obra de arte realmente. Será mejor que las recojamos para comerlas de postre.


—Será mejor que las dejes donde están —dijo con sequedad.


Paula alzó la vista sorprendida. Sus ojos eran impenetrables. Frunció el ceño.


—¿Importa si recojo algunas?


—Déjaselo al jardinero. No le gusta que la gente interfiera en su trabajo.


Ella lo miró fijamente.


—No seas ridículo.


Pedro se encogió de hombros con expresión petrificada.


—Como quieras.


Entonces se alejó hacia la terraza. Ella lo observó asombrada. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había hecho ella para irritarle? Estaba segura de que no tenía nada que ver ni con el jardinero ni con las fresas. Esa misma mañana en el mercado también se había irritado. Aquel no era el Pedro que ella recordaba.


Se encogió de hombros y arrancó algunas fresas para comerlas despacio, saboreándolas.


Cuando volvió a la terraza se sirvió un poco más de zumo. Pedro estaba leyendo su libro de nuevo con las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos.


—Me gustaría llamar a mi pa… —Paula se detuvo—. Vaya, supongo que aquí no habrá teléfono.


—Hay uno móvil. Está en la oficina —se puso de pie—. Vamos, te enseñaré cómo se usa.


La oficina era una amplia habitación con un ventanal que ocupaba toda una pared. Bajo el ventanal, unos tablones de madera pulida que descansaban sobre archivadores hacían las veces de mesa. Otra pared estaba cubierta de mapas y fotografías de plantas y las dos restantes con estanterías de bambú llenas de libros, revistas y material de oficina.


Una maldición entre dientes le hizo darse la vuelta.


—¿Qué es lo que pasa?


Pedro estaba frunciendo el ceño hacia una pequeña caja negra de la mesa.


—No está el receptor. Voy a preguntarle a Ramyah.


Paula se entretuvo mirando las fotos y mapas de las paredes. Eran preciosas, tanto técnica como artísticamente y disfrutó bastante contemplándolas.


Pedro no parecía mucho más contento cuando regresó con el receptor en la mano… en pedazos.


—Ahora está resuelto el misterio de por qué Ramyah parecía tan nerviosa.


—¿Cómo ha pasado eso? —preguntó Paula al ver el amasijo de cables y piezas de metal—. Eso no pasa sólo porque se caiga.


—No, parece que un curioso de siete años decidió ver lo que había dentro y cómo funcionaba.


Paula soltó un gemido.


—¡Oh, no! ¿Qué niño? ¿El de ella?


Pedro asintió.


—Se lo trajo a trabajar con ella el sábado pasado y ya puedes imaginar el resto. Tiene miedo de que la despidan.


Paula suspiró.


—No me extraña que estuviera nerviosa. ¿Qué le has dicho?


—Que fue un accidente y que no van a despedirla, por supuesto. Que los O’Connors conseguirán otro teléfono cuando vuelvan a casa —se deslizó una mano por el pelo—. ¡Maldición! No entiendo a esa mujer.


—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Paula sorprendida—. ¿Quieres decir que se le despistara el niño?


Él movió la mano con impaciencia.


—No, por supuesto que no.


—¿Entonces qué?


—Piensa en esto —dijo él—. Ramyah lleva doce años con los O’Connors. Mantiene el funcionamiento de esta casa como un reloj por muchos estudiantes o gente que haya en la casa. Vale su peso en oro. Estarían perdidos sin ella y ella lo sabe —lanzó un suspiro de exasperación—. Y ahí la tienes, aterrada de que la despidan por un simple teléfono. Deberías haberla visto hace un minuto. Estaba temblando como una hoja cuando me lo trajo. Ha estado rezando toda la noche para que la perdonen.


Paula sintió lástima.


—Lo siento por ella.


—Pero, ¿por qué se pone así, por Dios bendito? ¿Es que no sabe lo que vale?


Paula se encogió de hombros.


—No sé, quizá sea su cultura. O quizá nadie le haya dicho que vale su peso en oro.


Pedro frunció el ceño con impaciencia.


—¿Cómo se supone que vas a saber lo que otra gente piensa de ti si no te lo dicen? ¿Es que se supone que se puede leer la mente?


Él soltó un suspiro de exasperación.


—¡Por Dios bendito, Paula! No pienso discutir eso —arrojó los restos del teléfono a la papelera sin ninguna ceremonia—. No creo que lo necesitemos más.


—O sea, que ahora no tenemos teléfono.


—Exacto. Estamos completamente aislados de la civilización —dijo él con indiferencia—. Por una parte, a mí no me importa. Un poco de paz no me sentará mal.


Paula sintió una oleada de irritación.


—¡Para ti es muy fácil decir eso! —apretó los puños sintiendo que estaba a punto de llorar—. ¡No puedo creer que me esté ocurriendo todo esto! Odio no saber que voy a hacer. Estar aquí… simplemente sentada.


Él tensó la mandíbula.


—Quejarte no te va a llevar a ningún sitio. Puedes pensar en lo que hubiera sucedido si yo no hubiera llegado a tiempo. Podrías encontrarte en un sitio mucho más desagradable que este.


La idea la enfrió de forma considerable. Él tenía razón.


—Lo siento. Tengo los nervios a flor de piel. Procuraré calmarme.


Iba a controlar sus emociones aunque le costara la vida. No pensaba quejarse más.


Se dio la vuelta y volvió al salón que también tenía una estantería repleta de libros y revistas francesas e inglesas.


Para su delicia encontró una maravillosa colección de libros de cocina nativa, de hierbas medicinales y de afrodisíacos y pociones amorosas. Se los llevó a la habitación para leerlos, disfrutando de los mitos y las extrañas leyendas. Se podía sacar un artículo de cada capítulo. Tendría que pensarlo.


Ramyah sirvió una deliciosa cena esa noche, y Paula la disfrutó una enormidad.


—¿Vive Ramyah en el pueblo? —le preguntó a Pedro intentando mantener alguna conversación.


Él, que apenas había hablado desde el comienzo de la cena, asintió.


—Sí, pero durante la semana, ella y Ali se quedan en las dependencias para sirvientes de la parte trasera de la casa. Vuelven a su casa el jueves por la noche y regresan el sábado por la tarde.


Paula siguió hablando acerca de sus escritos, del éxito de su libro y del nuevo que estaba escribiendo. Después de un rato quedó claro que ella llevaba el peso de la conversación y empezó a sentirse enojada.


—Escucha. Estoy intentando ser agradable y mantener mi parte de la conversación, pero agradecería un poco de ayuda.


—Lo siento, pero no me apetece hablar —arrastró su silla hacia atrás—. Disculpa, pero tengo trabajo que hacer.


Ella se levantó también con el corazón desbocado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? No le reconocía. Le miró a los ojos.


—Siento que no encuentres estimulante mi compañía, pero no creo necesario que seas tan rudo.


Él se quedó rígido y clavó los ojos en ella por un instante. Oscuras sombras, vacilación.


—No era mi intención ofenderte. Discúlpame.


Lo dijo con la cara inexpresiva.


—Antes no solías ser tan irritable. ¿Qué estoy haciendo para alterarte a cada minuto?


—Nada —contestó él con tensión.


—¿Nada? Quizá sea sólo mi presencia. No quieres que esté aquí. Ni siquiera quieres hablar conmigo.


—Te he ofrecido mis disculpas.


—¿Y se supone que tiene que hacerme sentir mejor? Bueno, pues no estoy aquí por mí gusto. ¡Estoy aquí porque tú me has traído!


—Eso lo sé perfectamente —cerró los ojos un instante—. Y también soy perfectamente consciente de ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿De mí?


—Sí —afirmó con voz tensa—. Eras mi mujer. Te veo disfrutar en el mercado, veo tu expresión al mirar las fresas en el jardín, te oigo hablar de tu trabajo y en lo único que puedo pensar es en que sigues siendo la misma mujer que un día fue mi esposa. Y que ahora no lo eres.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. No se le ocurría nada que decir.


Pedro suspiró con la misma expresión impenetrable.


—Paula, lo siento. Esto no es fácil para ninguno de los dos. Tendremos que arreglárnoslas de alguna manera.


—Eso es lo que yo estaba intentando hacer —dijo ella abatida.


—Sí, tienes razón. Lo siento.


Paula se mordió el labio.


—Está bien. Olvídalo.






lunes, 4 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 11





Viajaron a través de un paisaje excepcional de verdes montañas y valles umbríos. El aire se tomó más frío, el tráfico menos denso y los pueblos más pequeños. Pasaron por florecidos huertos donde las verduras y las frutas crecían lujuriosas en el frío aire de la montaña.


Media hora más tarde pasaron frente a una aldea pequeña y la carretera se cortó de repente para dar paso a un camino agreste que serpenteaba hacia la montaña. Lo único que Paula veía a su alrededor era una densa jungla que intentaba devorar el camino. El cielo era invisible y los masivos árboles formaban una espesa capota como el tejado de una catedral.


—¿Falta mucho?


—Como veinte minutos.


—Dios bendito. ¡Qué aislados viven! ¿No se sienten solos?


Pedro se encogió de hombros.


—No. Son gente ocupada y a menudo tienen a estudiantes universitarios viviendo con ellos y gente de conservación de la naturaleza. No viven como reclusos, créeme.


—¿Qué tipo de lugar es esa casa? Supongo que no habrá electricidad ni agua, ¿verdad?


—Hay un generador y tienen su propio pozo. Es bastante civilizado. Te gustará.


El cielo, la luz del sol y un espacio abierto aparecieron ante ellos y, en medio de ello, una gran casa de madera construida al estilo malayo. Tenía el tejado de paja y una terraza a ambos lados y al frente. La jungla había dejado paso a un precioso jardín con árboles de sombra y arbustos y plantas en flor, un despliegue de color para agradar el espíritu.


Era mágico, como un oasis de sol y luz en medio de la foresta umbría. Paula se enamoró del lugar al instante.


Había un jardinero podando y cortando y se detuvo en cuanto Pedro aparcó frente a la puerta. El hombre sonrió y agitó la mano antes de volver a su trabajo.


—Se llama Ali —le contó Blake—. Está casado con Ramyah, el ama de llaves.


Una delgada mujer malaya vestida con un sarong y una blusa azul salió por la puerta y bajó los escalones del porche mientras Paula salía del vehículo. Paula notó que parecía nerviosa, casi asustada.


Pedro hizo las presentaciones. Ramyah esbozó una tímida sonrisa hacia ella y enseguida se dio la vuelta hacia las escaleras.


—¿Pasa algo? —le preguntó Paula a Pedro.


Él frunció el ceño.


—No tengo ni idea, pero desde luego no actúa con normalidad.


—¿Sabía que íbamos a venir?


—Sí. De todas formas, sabía que yo iba a venir y aquí siempre viene gente. No es por eso. Veré lo que puedo averiguar, pero vamos a instalarnos primero.


Subieron las escaleras de madera que daban a un espacioso y fresco salón con muebles muy cómodos de madera. No había techo y se veía el tejado de paja y los travesaños. En el extremo más alejado de la sala, unas grandes puertas abrían a otra terraza que rodeaba la casa. Tenía una vista impresionante de las montañas de alrededor.


Pedro le enseñó la habitación de invitados amueblada con el mismo estilo desenfadado, con una colcha de brillantes colores y algunas fotografías de animales de la jungla en las paredes.


—Le diré a Ramyah que te busque algo de ropa —dijo Pedro antes de irse.


Paula inspeccionó su entorno sin saber qué otra cosa hacer. 


Lo único que tenía eran las cosas que había comprado en el mercado. Las puso en la cama y justo cuando estaba a punto de volver al salón apareció Ramyah con un montón de ropa.


—Pruébelo —sugirió dejándola en la cama.


La propietaria de aquella ropa evidentemente buscaba más la comodidad que la moda, lo que a Paula le parecía bien. 


Se las arreglaría con las camisetas, pantalones de algodón y pantalones cortos. Al menos por unos cuantos días.


Unos cuantos días a solas con Pedro. La ansiedad la asaltó. Inspiró con fuerza y cerró los ojos.


Cuando los abrió de nuevo se encontró a Pedro de pie en el umbral de la puerta mirando la ropa de la cama.


—¿Has encontrado algo? —preguntó.


—Esto me servirá. Es ropa cómoda.


—Que te irá muy bien con la sencilla lencería china.


—¿Y a quién le importa? —dijo ella con frialdad—. No he venido aquí de luna de miel.


Oh Dios, ¿por qué habría dicho aquello?


Él se apoyó contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos y aire de confianza.


—No llevaste mucho de nada cuando estuviste conmigo.


Ella lo miró con frialdad.


—No me acuerdo.


Como si hubiera tenido veinte lunas de miel desde entonces.


Él arqueó los labios pero no con gesto de humor.


—Pues yo creo que sí te acuerdas.


Por supuesto que se acordaba. Habían pasado unas semanas idílicas en una diminuta isla del Caribe con playa privada. Había habido pocas ocasiones en que hubiera necesitado siquiera el bikini. Días felices, noches felices. 


Había estado tan enamorada entonces de aquel hombre fuerte y silencioso que le había hecho el amor de forma tan maravillosa. El mismo hombre que tenía ahora delante, la misma voz, la misma boca y manos, el mismo innegable atractivo de aquel fuerte y musculoso cuerpo. Y la noche anterior, no, esa misma mañana, en la cama con él, cómo le había deseado, su forma de hacer el amor, sus caricias… sentir de nuevo lo que la había hecho sentir, aquella mágica sensación de éxtasis.


De repente sintió debilidad en las piernas. ¿Cómo iba a arreglárselas los días siguientes a solas con él en la casa?


«No puedo hacer esto», pensó. «No puedo».