martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 12




Paula era agudamente consciente de cómo la estaba observando Pedro, de cómo le leía los pensamientos. Tenía que salir de aquel sitio lo antes posible. No podía quedarse con él en la misma casa, atormentada por los recuerdos y los anhelos.


—Quiero llamar a mi padre para decirle que busque la forma de mandarme la ropa y el pasaporte —dijo intentando mantener la voz calmada—. No quiero quedarme aquí más de lo necesario. No quiero imponerte mi presencia.


—Estábamos hablando de la luna de miel.


Pedro se apartó de la puerta y se acercó.


—Y yo estoy hablando de salir de aquí.


—¿Te alteran tanto los recuerdos? —preguntó él mirándola a los ojos.


—Eso pasó hace mucho tiempo.


—Pero no tanto como para olvidarlo, ¿verdad?


Allí estaban, el dolor y el anhelo de la voz de él, un fiel reflejo de lo que ella sentía.


—¿A dónde quieres llegar, Pedro? ¿Qué quieres que diga?


—No estoy seguro. Algo referente a que nuestro matrimonio fue real para ti en aquel momento. A pesar de como terminara o por qué razón.


A ella le dio un vuelco el estómago.


—¿Real como opuesto a qué?


—A una farsa, un juego de apariencias.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—¿Cómo te atreves a preguntar eso? ¿Cómo se te ha ocurrido siquiera pensar eso? —dijo con voz quebrada, enfadada consigo misma por haber perdido la compostura.


Él sacudió la cabeza.


—No se me ocurrió.


Pedro se dio la vuelta para salir y antes de hacerlo, se volvió.


—Había venido a decirte que si tienes sed, Rimyah ha servido refrescos en la terraza.


Entonces se fue y ella se afanó recogiendo la ropa para calmarse. Era una locura permitirse que la afectara tanto. Tendría que mantener la frialdad y no permitir que los recuerdos la asaltaran.


Cuando terminó, inspiró con fuerza y se aventuró a salir a la terraza. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso largo en las manos.


La ancha terraza cubierta era como una habitación abierta con cómodos muebles, lámparas para leer y macetas con flores. Paula se sirvió el zumo y dio un sorbo. Estaba deliciosamente dulce y ácido. Demasiado inquieta como para sentarse, se acercó a la barandilla y contempló el paisaje.


—Es impresionante —dijo señalando el panorama de las montañas contra el cielo azul.


—Sí —fue todo lo que él dijo.


—¿Vive alguien por ahí? Quiero decir, como los indios del Amazonas.


—Sí. Se llaman orang asli y son los nativos de la isla. Son cazadores nómadas y recolectores, pero no quedan muchos que vivan al estilo tradicional.


Ella intentó imaginarse cómo sería vivir en una selva, pero no pudo. Cruzó los brazos contra la barandilla y contempló el jardín de debajo, descubriendo deleitada una parcela con verduras y viñas a la izquierda.


—¡Hay una huerta! —Alzó la voz con entusiasmo—. Voy a echar un vistazo.


—Puedes bajar por esas escaleras —sugirió él señalándoselas.


Paula bajó por los escalones que crujían y siguió el camino hasta el huerto, que había sido vallado para evitar probablemente que se lo comieran las criaturas de la jungla. 


Caminó entre las hileras de distintos tipos de lechuga, guindillas, endibias rizadas, vainas, tomates y hasta fresas. 


¿Fresas en el trópico? ¡Sorprendente!


Para su sorpresa, se encontró a Pedro a su lado unos minutos más tarde.


—Tiene buena pinta —comentó él contemplando las limpias hileras.


Ella suspiró con anhelo.


—Me moriría por un huerto como este. Imagino que deber ser maravilloso tener productos frescos para cocinar —deslizó la mano con cuidado por unas hojas de albahaca—. Huele de maravilla. Me encanta el olor de la albahaca.


Él la estaba mirando con una extraña expresión en los ojos.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué pasa? ¿He dicho algo inadecuado?


—No —contestó él con tensión.


Paula se agachó para ver mejor las fresas.


—Mira, hay muchas maduras. ¿No son preciosas con ese rojo entre todo el verde? Una obra de arte realmente. Será mejor que las recojamos para comerlas de postre.


—Será mejor que las dejes donde están —dijo con sequedad.


Paula alzó la vista sorprendida. Sus ojos eran impenetrables. Frunció el ceño.


—¿Importa si recojo algunas?


—Déjaselo al jardinero. No le gusta que la gente interfiera en su trabajo.


Ella lo miró fijamente.


—No seas ridículo.


Pedro se encogió de hombros con expresión petrificada.


—Como quieras.


Entonces se alejó hacia la terraza. Ella lo observó asombrada. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había hecho ella para irritarle? Estaba segura de que no tenía nada que ver ni con el jardinero ni con las fresas. Esa misma mañana en el mercado también se había irritado. Aquel no era el Pedro que ella recordaba.


Se encogió de hombros y arrancó algunas fresas para comerlas despacio, saboreándolas.


Cuando volvió a la terraza se sirvió un poco más de zumo. Pedro estaba leyendo su libro de nuevo con las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos.


—Me gustaría llamar a mi pa… —Paula se detuvo—. Vaya, supongo que aquí no habrá teléfono.


—Hay uno móvil. Está en la oficina —se puso de pie—. Vamos, te enseñaré cómo se usa.


La oficina era una amplia habitación con un ventanal que ocupaba toda una pared. Bajo el ventanal, unos tablones de madera pulida que descansaban sobre archivadores hacían las veces de mesa. Otra pared estaba cubierta de mapas y fotografías de plantas y las dos restantes con estanterías de bambú llenas de libros, revistas y material de oficina.


Una maldición entre dientes le hizo darse la vuelta.


—¿Qué es lo que pasa?


Pedro estaba frunciendo el ceño hacia una pequeña caja negra de la mesa.


—No está el receptor. Voy a preguntarle a Ramyah.


Paula se entretuvo mirando las fotos y mapas de las paredes. Eran preciosas, tanto técnica como artísticamente y disfrutó bastante contemplándolas.


Pedro no parecía mucho más contento cuando regresó con el receptor en la mano… en pedazos.


—Ahora está resuelto el misterio de por qué Ramyah parecía tan nerviosa.


—¿Cómo ha pasado eso? —preguntó Paula al ver el amasijo de cables y piezas de metal—. Eso no pasa sólo porque se caiga.


—No, parece que un curioso de siete años decidió ver lo que había dentro y cómo funcionaba.


Paula soltó un gemido.


—¡Oh, no! ¿Qué niño? ¿El de ella?


Pedro asintió.


—Se lo trajo a trabajar con ella el sábado pasado y ya puedes imaginar el resto. Tiene miedo de que la despidan.


Paula suspiró.


—No me extraña que estuviera nerviosa. ¿Qué le has dicho?


—Que fue un accidente y que no van a despedirla, por supuesto. Que los O’Connors conseguirán otro teléfono cuando vuelvan a casa —se deslizó una mano por el pelo—. ¡Maldición! No entiendo a esa mujer.


—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Paula sorprendida—. ¿Quieres decir que se le despistara el niño?


Él movió la mano con impaciencia.


—No, por supuesto que no.


—¿Entonces qué?


—Piensa en esto —dijo él—. Ramyah lleva doce años con los O’Connors. Mantiene el funcionamiento de esta casa como un reloj por muchos estudiantes o gente que haya en la casa. Vale su peso en oro. Estarían perdidos sin ella y ella lo sabe —lanzó un suspiro de exasperación—. Y ahí la tienes, aterrada de que la despidan por un simple teléfono. Deberías haberla visto hace un minuto. Estaba temblando como una hoja cuando me lo trajo. Ha estado rezando toda la noche para que la perdonen.


Paula sintió lástima.


—Lo siento por ella.


—Pero, ¿por qué se pone así, por Dios bendito? ¿Es que no sabe lo que vale?


Paula se encogió de hombros.


—No sé, quizá sea su cultura. O quizá nadie le haya dicho que vale su peso en oro.


Pedro frunció el ceño con impaciencia.


—¿Cómo se supone que vas a saber lo que otra gente piensa de ti si no te lo dicen? ¿Es que se supone que se puede leer la mente?


Él soltó un suspiro de exasperación.


—¡Por Dios bendito, Paula! No pienso discutir eso —arrojó los restos del teléfono a la papelera sin ninguna ceremonia—. No creo que lo necesitemos más.


—O sea, que ahora no tenemos teléfono.


—Exacto. Estamos completamente aislados de la civilización —dijo él con indiferencia—. Por una parte, a mí no me importa. Un poco de paz no me sentará mal.


Paula sintió una oleada de irritación.


—¡Para ti es muy fácil decir eso! —apretó los puños sintiendo que estaba a punto de llorar—. ¡No puedo creer que me esté ocurriendo todo esto! Odio no saber que voy a hacer. Estar aquí… simplemente sentada.


Él tensó la mandíbula.


—Quejarte no te va a llevar a ningún sitio. Puedes pensar en lo que hubiera sucedido si yo no hubiera llegado a tiempo. Podrías encontrarte en un sitio mucho más desagradable que este.


La idea la enfrió de forma considerable. Él tenía razón.


—Lo siento. Tengo los nervios a flor de piel. Procuraré calmarme.


Iba a controlar sus emociones aunque le costara la vida. No pensaba quejarse más.


Se dio la vuelta y volvió al salón que también tenía una estantería repleta de libros y revistas francesas e inglesas.


Para su delicia encontró una maravillosa colección de libros de cocina nativa, de hierbas medicinales y de afrodisíacos y pociones amorosas. Se los llevó a la habitación para leerlos, disfrutando de los mitos y las extrañas leyendas. Se podía sacar un artículo de cada capítulo. Tendría que pensarlo.


Ramyah sirvió una deliciosa cena esa noche, y Paula la disfrutó una enormidad.


—¿Vive Ramyah en el pueblo? —le preguntó a Pedro intentando mantener alguna conversación.


Él, que apenas había hablado desde el comienzo de la cena, asintió.


—Sí, pero durante la semana, ella y Ali se quedan en las dependencias para sirvientes de la parte trasera de la casa. Vuelven a su casa el jueves por la noche y regresan el sábado por la tarde.


Paula siguió hablando acerca de sus escritos, del éxito de su libro y del nuevo que estaba escribiendo. Después de un rato quedó claro que ella llevaba el peso de la conversación y empezó a sentirse enojada.


—Escucha. Estoy intentando ser agradable y mantener mi parte de la conversación, pero agradecería un poco de ayuda.


—Lo siento, pero no me apetece hablar —arrastró su silla hacia atrás—. Disculpa, pero tengo trabajo que hacer.


Ella se levantó también con el corazón desbocado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? No le reconocía. Le miró a los ojos.


—Siento que no encuentres estimulante mi compañía, pero no creo necesario que seas tan rudo.


Él se quedó rígido y clavó los ojos en ella por un instante. Oscuras sombras, vacilación.


—No era mi intención ofenderte. Discúlpame.


Lo dijo con la cara inexpresiva.


—Antes no solías ser tan irritable. ¿Qué estoy haciendo para alterarte a cada minuto?


—Nada —contestó él con tensión.


—¿Nada? Quizá sea sólo mi presencia. No quieres que esté aquí. Ni siquiera quieres hablar conmigo.


—Te he ofrecido mis disculpas.


—¿Y se supone que tiene que hacerme sentir mejor? Bueno, pues no estoy aquí por mí gusto. ¡Estoy aquí porque tú me has traído!


—Eso lo sé perfectamente —cerró los ojos un instante—. Y también soy perfectamente consciente de ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿De mí?


—Sí —afirmó con voz tensa—. Eras mi mujer. Te veo disfrutar en el mercado, veo tu expresión al mirar las fresas en el jardín, te oigo hablar de tu trabajo y en lo único que puedo pensar es en que sigues siendo la misma mujer que un día fue mi esposa. Y que ahora no lo eres.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. No se le ocurría nada que decir.


Pedro suspiró con la misma expresión impenetrable.


—Paula, lo siento. Esto no es fácil para ninguno de los dos. Tendremos que arreglárnoslas de alguna manera.


—Eso es lo que yo estaba intentando hacer —dijo ella abatida.


—Sí, tienes razón. Lo siento.


Paula se mordió el labio.


—Está bien. Olvídalo.






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