lunes, 4 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 11





Viajaron a través de un paisaje excepcional de verdes montañas y valles umbríos. El aire se tomó más frío, el tráfico menos denso y los pueblos más pequeños. Pasaron por florecidos huertos donde las verduras y las frutas crecían lujuriosas en el frío aire de la montaña.


Media hora más tarde pasaron frente a una aldea pequeña y la carretera se cortó de repente para dar paso a un camino agreste que serpenteaba hacia la montaña. Lo único que Paula veía a su alrededor era una densa jungla que intentaba devorar el camino. El cielo era invisible y los masivos árboles formaban una espesa capota como el tejado de una catedral.


—¿Falta mucho?


—Como veinte minutos.


—Dios bendito. ¡Qué aislados viven! ¿No se sienten solos?


Pedro se encogió de hombros.


—No. Son gente ocupada y a menudo tienen a estudiantes universitarios viviendo con ellos y gente de conservación de la naturaleza. No viven como reclusos, créeme.


—¿Qué tipo de lugar es esa casa? Supongo que no habrá electricidad ni agua, ¿verdad?


—Hay un generador y tienen su propio pozo. Es bastante civilizado. Te gustará.


El cielo, la luz del sol y un espacio abierto aparecieron ante ellos y, en medio de ello, una gran casa de madera construida al estilo malayo. Tenía el tejado de paja y una terraza a ambos lados y al frente. La jungla había dejado paso a un precioso jardín con árboles de sombra y arbustos y plantas en flor, un despliegue de color para agradar el espíritu.


Era mágico, como un oasis de sol y luz en medio de la foresta umbría. Paula se enamoró del lugar al instante.


Había un jardinero podando y cortando y se detuvo en cuanto Pedro aparcó frente a la puerta. El hombre sonrió y agitó la mano antes de volver a su trabajo.


—Se llama Ali —le contó Blake—. Está casado con Ramyah, el ama de llaves.


Una delgada mujer malaya vestida con un sarong y una blusa azul salió por la puerta y bajó los escalones del porche mientras Paula salía del vehículo. Paula notó que parecía nerviosa, casi asustada.


Pedro hizo las presentaciones. Ramyah esbozó una tímida sonrisa hacia ella y enseguida se dio la vuelta hacia las escaleras.


—¿Pasa algo? —le preguntó Paula a Pedro.


Él frunció el ceño.


—No tengo ni idea, pero desde luego no actúa con normalidad.


—¿Sabía que íbamos a venir?


—Sí. De todas formas, sabía que yo iba a venir y aquí siempre viene gente. No es por eso. Veré lo que puedo averiguar, pero vamos a instalarnos primero.


Subieron las escaleras de madera que daban a un espacioso y fresco salón con muebles muy cómodos de madera. No había techo y se veía el tejado de paja y los travesaños. En el extremo más alejado de la sala, unas grandes puertas abrían a otra terraza que rodeaba la casa. Tenía una vista impresionante de las montañas de alrededor.


Pedro le enseñó la habitación de invitados amueblada con el mismo estilo desenfadado, con una colcha de brillantes colores y algunas fotografías de animales de la jungla en las paredes.


—Le diré a Ramyah que te busque algo de ropa —dijo Pedro antes de irse.


Paula inspeccionó su entorno sin saber qué otra cosa hacer. 


Lo único que tenía eran las cosas que había comprado en el mercado. Las puso en la cama y justo cuando estaba a punto de volver al salón apareció Ramyah con un montón de ropa.


—Pruébelo —sugirió dejándola en la cama.


La propietaria de aquella ropa evidentemente buscaba más la comodidad que la moda, lo que a Paula le parecía bien. 


Se las arreglaría con las camisetas, pantalones de algodón y pantalones cortos. Al menos por unos cuantos días.


Unos cuantos días a solas con Pedro. La ansiedad la asaltó. Inspiró con fuerza y cerró los ojos.


Cuando los abrió de nuevo se encontró a Pedro de pie en el umbral de la puerta mirando la ropa de la cama.


—¿Has encontrado algo? —preguntó.


—Esto me servirá. Es ropa cómoda.


—Que te irá muy bien con la sencilla lencería china.


—¿Y a quién le importa? —dijo ella con frialdad—. No he venido aquí de luna de miel.


Oh Dios, ¿por qué habría dicho aquello?


Él se apoyó contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos y aire de confianza.


—No llevaste mucho de nada cuando estuviste conmigo.


Ella lo miró con frialdad.


—No me acuerdo.


Como si hubiera tenido veinte lunas de miel desde entonces.


Él arqueó los labios pero no con gesto de humor.


—Pues yo creo que sí te acuerdas.


Por supuesto que se acordaba. Habían pasado unas semanas idílicas en una diminuta isla del Caribe con playa privada. Había habido pocas ocasiones en que hubiera necesitado siquiera el bikini. Días felices, noches felices. 


Había estado tan enamorada entonces de aquel hombre fuerte y silencioso que le había hecho el amor de forma tan maravillosa. El mismo hombre que tenía ahora delante, la misma voz, la misma boca y manos, el mismo innegable atractivo de aquel fuerte y musculoso cuerpo. Y la noche anterior, no, esa misma mañana, en la cama con él, cómo le había deseado, su forma de hacer el amor, sus caricias… sentir de nuevo lo que la había hecho sentir, aquella mágica sensación de éxtasis.


De repente sintió debilidad en las piernas. ¿Cómo iba a arreglárselas los días siguientes a solas con él en la casa?


«No puedo hacer esto», pensó. «No puedo».






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