martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 12




Paula era agudamente consciente de cómo la estaba observando Pedro, de cómo le leía los pensamientos. Tenía que salir de aquel sitio lo antes posible. No podía quedarse con él en la misma casa, atormentada por los recuerdos y los anhelos.


—Quiero llamar a mi padre para decirle que busque la forma de mandarme la ropa y el pasaporte —dijo intentando mantener la voz calmada—. No quiero quedarme aquí más de lo necesario. No quiero imponerte mi presencia.


—Estábamos hablando de la luna de miel.


Pedro se apartó de la puerta y se acercó.


—Y yo estoy hablando de salir de aquí.


—¿Te alteran tanto los recuerdos? —preguntó él mirándola a los ojos.


—Eso pasó hace mucho tiempo.


—Pero no tanto como para olvidarlo, ¿verdad?


Allí estaban, el dolor y el anhelo de la voz de él, un fiel reflejo de lo que ella sentía.


—¿A dónde quieres llegar, Pedro? ¿Qué quieres que diga?


—No estoy seguro. Algo referente a que nuestro matrimonio fue real para ti en aquel momento. A pesar de como terminara o por qué razón.


A ella le dio un vuelco el estómago.


—¿Real como opuesto a qué?


—A una farsa, un juego de apariencias.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—¿Cómo te atreves a preguntar eso? ¿Cómo se te ha ocurrido siquiera pensar eso? —dijo con voz quebrada, enfadada consigo misma por haber perdido la compostura.


Él sacudió la cabeza.


—No se me ocurrió.


Pedro se dio la vuelta para salir y antes de hacerlo, se volvió.


—Había venido a decirte que si tienes sed, Rimyah ha servido refrescos en la terraza.


Entonces se fue y ella se afanó recogiendo la ropa para calmarse. Era una locura permitirse que la afectara tanto. Tendría que mantener la frialdad y no permitir que los recuerdos la asaltaran.


Cuando terminó, inspiró con fuerza y se aventuró a salir a la terraza. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso largo en las manos.


La ancha terraza cubierta era como una habitación abierta con cómodos muebles, lámparas para leer y macetas con flores. Paula se sirvió el zumo y dio un sorbo. Estaba deliciosamente dulce y ácido. Demasiado inquieta como para sentarse, se acercó a la barandilla y contempló el paisaje.


—Es impresionante —dijo señalando el panorama de las montañas contra el cielo azul.


—Sí —fue todo lo que él dijo.


—¿Vive alguien por ahí? Quiero decir, como los indios del Amazonas.


—Sí. Se llaman orang asli y son los nativos de la isla. Son cazadores nómadas y recolectores, pero no quedan muchos que vivan al estilo tradicional.


Ella intentó imaginarse cómo sería vivir en una selva, pero no pudo. Cruzó los brazos contra la barandilla y contempló el jardín de debajo, descubriendo deleitada una parcela con verduras y viñas a la izquierda.


—¡Hay una huerta! —Alzó la voz con entusiasmo—. Voy a echar un vistazo.


—Puedes bajar por esas escaleras —sugirió él señalándoselas.


Paula bajó por los escalones que crujían y siguió el camino hasta el huerto, que había sido vallado para evitar probablemente que se lo comieran las criaturas de la jungla. 


Caminó entre las hileras de distintos tipos de lechuga, guindillas, endibias rizadas, vainas, tomates y hasta fresas. 


¿Fresas en el trópico? ¡Sorprendente!


Para su sorpresa, se encontró a Pedro a su lado unos minutos más tarde.


—Tiene buena pinta —comentó él contemplando las limpias hileras.


Ella suspiró con anhelo.


—Me moriría por un huerto como este. Imagino que deber ser maravilloso tener productos frescos para cocinar —deslizó la mano con cuidado por unas hojas de albahaca—. Huele de maravilla. Me encanta el olor de la albahaca.


Él la estaba mirando con una extraña expresión en los ojos.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué pasa? ¿He dicho algo inadecuado?


—No —contestó él con tensión.


Paula se agachó para ver mejor las fresas.


—Mira, hay muchas maduras. ¿No son preciosas con ese rojo entre todo el verde? Una obra de arte realmente. Será mejor que las recojamos para comerlas de postre.


—Será mejor que las dejes donde están —dijo con sequedad.


Paula alzó la vista sorprendida. Sus ojos eran impenetrables. Frunció el ceño.


—¿Importa si recojo algunas?


—Déjaselo al jardinero. No le gusta que la gente interfiera en su trabajo.


Ella lo miró fijamente.


—No seas ridículo.


Pedro se encogió de hombros con expresión petrificada.


—Como quieras.


Entonces se alejó hacia la terraza. Ella lo observó asombrada. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había hecho ella para irritarle? Estaba segura de que no tenía nada que ver ni con el jardinero ni con las fresas. Esa misma mañana en el mercado también se había irritado. Aquel no era el Pedro que ella recordaba.


Se encogió de hombros y arrancó algunas fresas para comerlas despacio, saboreándolas.


Cuando volvió a la terraza se sirvió un poco más de zumo. Pedro estaba leyendo su libro de nuevo con las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos.


—Me gustaría llamar a mi pa… —Paula se detuvo—. Vaya, supongo que aquí no habrá teléfono.


—Hay uno móvil. Está en la oficina —se puso de pie—. Vamos, te enseñaré cómo se usa.


La oficina era una amplia habitación con un ventanal que ocupaba toda una pared. Bajo el ventanal, unos tablones de madera pulida que descansaban sobre archivadores hacían las veces de mesa. Otra pared estaba cubierta de mapas y fotografías de plantas y las dos restantes con estanterías de bambú llenas de libros, revistas y material de oficina.


Una maldición entre dientes le hizo darse la vuelta.


—¿Qué es lo que pasa?


Pedro estaba frunciendo el ceño hacia una pequeña caja negra de la mesa.


—No está el receptor. Voy a preguntarle a Ramyah.


Paula se entretuvo mirando las fotos y mapas de las paredes. Eran preciosas, tanto técnica como artísticamente y disfrutó bastante contemplándolas.


Pedro no parecía mucho más contento cuando regresó con el receptor en la mano… en pedazos.


—Ahora está resuelto el misterio de por qué Ramyah parecía tan nerviosa.


—¿Cómo ha pasado eso? —preguntó Paula al ver el amasijo de cables y piezas de metal—. Eso no pasa sólo porque se caiga.


—No, parece que un curioso de siete años decidió ver lo que había dentro y cómo funcionaba.


Paula soltó un gemido.


—¡Oh, no! ¿Qué niño? ¿El de ella?


Pedro asintió.


—Se lo trajo a trabajar con ella el sábado pasado y ya puedes imaginar el resto. Tiene miedo de que la despidan.


Paula suspiró.


—No me extraña que estuviera nerviosa. ¿Qué le has dicho?


—Que fue un accidente y que no van a despedirla, por supuesto. Que los O’Connors conseguirán otro teléfono cuando vuelvan a casa —se deslizó una mano por el pelo—. ¡Maldición! No entiendo a esa mujer.


—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Paula sorprendida—. ¿Quieres decir que se le despistara el niño?


Él movió la mano con impaciencia.


—No, por supuesto que no.


—¿Entonces qué?


—Piensa en esto —dijo él—. Ramyah lleva doce años con los O’Connors. Mantiene el funcionamiento de esta casa como un reloj por muchos estudiantes o gente que haya en la casa. Vale su peso en oro. Estarían perdidos sin ella y ella lo sabe —lanzó un suspiro de exasperación—. Y ahí la tienes, aterrada de que la despidan por un simple teléfono. Deberías haberla visto hace un minuto. Estaba temblando como una hoja cuando me lo trajo. Ha estado rezando toda la noche para que la perdonen.


Paula sintió lástima.


—Lo siento por ella.


—Pero, ¿por qué se pone así, por Dios bendito? ¿Es que no sabe lo que vale?


Paula se encogió de hombros.


—No sé, quizá sea su cultura. O quizá nadie le haya dicho que vale su peso en oro.


Pedro frunció el ceño con impaciencia.


—¿Cómo se supone que vas a saber lo que otra gente piensa de ti si no te lo dicen? ¿Es que se supone que se puede leer la mente?


Él soltó un suspiro de exasperación.


—¡Por Dios bendito, Paula! No pienso discutir eso —arrojó los restos del teléfono a la papelera sin ninguna ceremonia—. No creo que lo necesitemos más.


—O sea, que ahora no tenemos teléfono.


—Exacto. Estamos completamente aislados de la civilización —dijo él con indiferencia—. Por una parte, a mí no me importa. Un poco de paz no me sentará mal.


Paula sintió una oleada de irritación.


—¡Para ti es muy fácil decir eso! —apretó los puños sintiendo que estaba a punto de llorar—. ¡No puedo creer que me esté ocurriendo todo esto! Odio no saber que voy a hacer. Estar aquí… simplemente sentada.


Él tensó la mandíbula.


—Quejarte no te va a llevar a ningún sitio. Puedes pensar en lo que hubiera sucedido si yo no hubiera llegado a tiempo. Podrías encontrarte en un sitio mucho más desagradable que este.


La idea la enfrió de forma considerable. Él tenía razón.


—Lo siento. Tengo los nervios a flor de piel. Procuraré calmarme.


Iba a controlar sus emociones aunque le costara la vida. No pensaba quejarse más.


Se dio la vuelta y volvió al salón que también tenía una estantería repleta de libros y revistas francesas e inglesas.


Para su delicia encontró una maravillosa colección de libros de cocina nativa, de hierbas medicinales y de afrodisíacos y pociones amorosas. Se los llevó a la habitación para leerlos, disfrutando de los mitos y las extrañas leyendas. Se podía sacar un artículo de cada capítulo. Tendría que pensarlo.


Ramyah sirvió una deliciosa cena esa noche, y Paula la disfrutó una enormidad.


—¿Vive Ramyah en el pueblo? —le preguntó a Pedro intentando mantener alguna conversación.


Él, que apenas había hablado desde el comienzo de la cena, asintió.


—Sí, pero durante la semana, ella y Ali se quedan en las dependencias para sirvientes de la parte trasera de la casa. Vuelven a su casa el jueves por la noche y regresan el sábado por la tarde.


Paula siguió hablando acerca de sus escritos, del éxito de su libro y del nuevo que estaba escribiendo. Después de un rato quedó claro que ella llevaba el peso de la conversación y empezó a sentirse enojada.


—Escucha. Estoy intentando ser agradable y mantener mi parte de la conversación, pero agradecería un poco de ayuda.


—Lo siento, pero no me apetece hablar —arrastró su silla hacia atrás—. Disculpa, pero tengo trabajo que hacer.


Ella se levantó también con el corazón desbocado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? No le reconocía. Le miró a los ojos.


—Siento que no encuentres estimulante mi compañía, pero no creo necesario que seas tan rudo.


Él se quedó rígido y clavó los ojos en ella por un instante. Oscuras sombras, vacilación.


—No era mi intención ofenderte. Discúlpame.


Lo dijo con la cara inexpresiva.


—Antes no solías ser tan irritable. ¿Qué estoy haciendo para alterarte a cada minuto?


—Nada —contestó él con tensión.


—¿Nada? Quizá sea sólo mi presencia. No quieres que esté aquí. Ni siquiera quieres hablar conmigo.


—Te he ofrecido mis disculpas.


—¿Y se supone que tiene que hacerme sentir mejor? Bueno, pues no estoy aquí por mí gusto. ¡Estoy aquí porque tú me has traído!


—Eso lo sé perfectamente —cerró los ojos un instante—. Y también soy perfectamente consciente de ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿De mí?


—Sí —afirmó con voz tensa—. Eras mi mujer. Te veo disfrutar en el mercado, veo tu expresión al mirar las fresas en el jardín, te oigo hablar de tu trabajo y en lo único que puedo pensar es en que sigues siendo la misma mujer que un día fue mi esposa. Y que ahora no lo eres.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. No se le ocurría nada que decir.


Pedro suspiró con la misma expresión impenetrable.


—Paula, lo siento. Esto no es fácil para ninguno de los dos. Tendremos que arreglárnoslas de alguna manera.


—Eso es lo que yo estaba intentando hacer —dijo ella abatida.


—Sí, tienes razón. Lo siento.


Paula se mordió el labio.


—Está bien. Olvídalo.






lunes, 4 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 11





Viajaron a través de un paisaje excepcional de verdes montañas y valles umbríos. El aire se tomó más frío, el tráfico menos denso y los pueblos más pequeños. Pasaron por florecidos huertos donde las verduras y las frutas crecían lujuriosas en el frío aire de la montaña.


Media hora más tarde pasaron frente a una aldea pequeña y la carretera se cortó de repente para dar paso a un camino agreste que serpenteaba hacia la montaña. Lo único que Paula veía a su alrededor era una densa jungla que intentaba devorar el camino. El cielo era invisible y los masivos árboles formaban una espesa capota como el tejado de una catedral.


—¿Falta mucho?


—Como veinte minutos.


—Dios bendito. ¡Qué aislados viven! ¿No se sienten solos?


Pedro se encogió de hombros.


—No. Son gente ocupada y a menudo tienen a estudiantes universitarios viviendo con ellos y gente de conservación de la naturaleza. No viven como reclusos, créeme.


—¿Qué tipo de lugar es esa casa? Supongo que no habrá electricidad ni agua, ¿verdad?


—Hay un generador y tienen su propio pozo. Es bastante civilizado. Te gustará.


El cielo, la luz del sol y un espacio abierto aparecieron ante ellos y, en medio de ello, una gran casa de madera construida al estilo malayo. Tenía el tejado de paja y una terraza a ambos lados y al frente. La jungla había dejado paso a un precioso jardín con árboles de sombra y arbustos y plantas en flor, un despliegue de color para agradar el espíritu.


Era mágico, como un oasis de sol y luz en medio de la foresta umbría. Paula se enamoró del lugar al instante.


Había un jardinero podando y cortando y se detuvo en cuanto Pedro aparcó frente a la puerta. El hombre sonrió y agitó la mano antes de volver a su trabajo.


—Se llama Ali —le contó Blake—. Está casado con Ramyah, el ama de llaves.


Una delgada mujer malaya vestida con un sarong y una blusa azul salió por la puerta y bajó los escalones del porche mientras Paula salía del vehículo. Paula notó que parecía nerviosa, casi asustada.


Pedro hizo las presentaciones. Ramyah esbozó una tímida sonrisa hacia ella y enseguida se dio la vuelta hacia las escaleras.


—¿Pasa algo? —le preguntó Paula a Pedro.


Él frunció el ceño.


—No tengo ni idea, pero desde luego no actúa con normalidad.


—¿Sabía que íbamos a venir?


—Sí. De todas formas, sabía que yo iba a venir y aquí siempre viene gente. No es por eso. Veré lo que puedo averiguar, pero vamos a instalarnos primero.


Subieron las escaleras de madera que daban a un espacioso y fresco salón con muebles muy cómodos de madera. No había techo y se veía el tejado de paja y los travesaños. En el extremo más alejado de la sala, unas grandes puertas abrían a otra terraza que rodeaba la casa. Tenía una vista impresionante de las montañas de alrededor.


Pedro le enseñó la habitación de invitados amueblada con el mismo estilo desenfadado, con una colcha de brillantes colores y algunas fotografías de animales de la jungla en las paredes.


—Le diré a Ramyah que te busque algo de ropa —dijo Pedro antes de irse.


Paula inspeccionó su entorno sin saber qué otra cosa hacer. 


Lo único que tenía eran las cosas que había comprado en el mercado. Las puso en la cama y justo cuando estaba a punto de volver al salón apareció Ramyah con un montón de ropa.


—Pruébelo —sugirió dejándola en la cama.


La propietaria de aquella ropa evidentemente buscaba más la comodidad que la moda, lo que a Paula le parecía bien. 


Se las arreglaría con las camisetas, pantalones de algodón y pantalones cortos. Al menos por unos cuantos días.


Unos cuantos días a solas con Pedro. La ansiedad la asaltó. Inspiró con fuerza y cerró los ojos.


Cuando los abrió de nuevo se encontró a Pedro de pie en el umbral de la puerta mirando la ropa de la cama.


—¿Has encontrado algo? —preguntó.


—Esto me servirá. Es ropa cómoda.


—Que te irá muy bien con la sencilla lencería china.


—¿Y a quién le importa? —dijo ella con frialdad—. No he venido aquí de luna de miel.


Oh Dios, ¿por qué habría dicho aquello?


Él se apoyó contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos y aire de confianza.


—No llevaste mucho de nada cuando estuviste conmigo.


Ella lo miró con frialdad.


—No me acuerdo.


Como si hubiera tenido veinte lunas de miel desde entonces.


Él arqueó los labios pero no con gesto de humor.


—Pues yo creo que sí te acuerdas.


Por supuesto que se acordaba. Habían pasado unas semanas idílicas en una diminuta isla del Caribe con playa privada. Había habido pocas ocasiones en que hubiera necesitado siquiera el bikini. Días felices, noches felices. 


Había estado tan enamorada entonces de aquel hombre fuerte y silencioso que le había hecho el amor de forma tan maravillosa. El mismo hombre que tenía ahora delante, la misma voz, la misma boca y manos, el mismo innegable atractivo de aquel fuerte y musculoso cuerpo. Y la noche anterior, no, esa misma mañana, en la cama con él, cómo le había deseado, su forma de hacer el amor, sus caricias… sentir de nuevo lo que la había hecho sentir, aquella mágica sensación de éxtasis.


De repente sintió debilidad en las piernas. ¿Cómo iba a arreglárselas los días siguientes a solas con él en la casa?


«No puedo hacer esto», pensó. «No puedo».






UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 10



Viajaron en silencio. Pedro no solía hablar mucho. Incluso durante su matrimonio había hablado poco. Era ella quien empezaba y mantenía las conversaciones y él el tipo fuerte y silencioso. A Paula le había enamorado precisamente eso, encontrándolo sexy y excitante y preguntándose qué habría tras la fachada, qué ideas fascinantes se esconderían tras aquellos calmados ojos grises.


Pero con el tiempo ya no había sido excitante. Había rogado en silencio porque él hablara, que le dijera las cosas que necesitaba escuchar con desesperación. Pero él había guardado silencio.


Sintió la vieja amargura e intentó olvidarla. Ahora pertenecía al pasado.


Pero Pedro estaba sentado a su lado ahora, en el presente. 


Se mordió el labio y se concentró en el paisaje. Habían abandonado la ciudad y ahora atravesaban plantaciones de caucho y pintorescas aldeas malayas. Las casas de madera estaban construidas sobre pilotes y los tejados de paja estaban sombrados por inmensas palmeras de coco. En la distancia, las colinas boscosas y húmedas se recortaban contra un profundo cielo azul.


Pedro estaba preocupado. Ella estudió su cara inescrutable preguntándose en qué estaría pensando. Él no había contado con que ella estuviera con él y se preguntó si se resentiría de su presencia.


—Siento causarte tantos problemas —dijo—. No contabas con tener que traerme contigo.


—No es ningún problema —la miró de soslayo—. A menos que tú lo conviertas en uno.


—¿Qué quieres decir?


—Que no somos precisamente unos desconocidos el uno para el otro y por desgracia, nuestra relación no tuvo en el pasado un final satisfactorio.


—Eso fue hace mucho tiempo —dijo ella con tensión—. Y no tengo intención de causar problemas.


—Bien. Yo tampoco.


Paula recordó cómo había despertado en sus brazos esa misma mañana acurrucada contra él y sintió una oleada de vergüenza. Eso había sido un problema. Y serio.


Pararon a almorzar en un pueblo malayo una hora después y tomaron un delicioso arroz con pescado, huevo y pepino enrollado en hoja de banana. Comieron con los dedos, al estilo malayo, y Paula ya estaba redactando mentalmente la experiencia de estar en un pequeño pueblo pintoresco con niños a su alrededor mirándolos con curiosidad y mujeres ataviadas al estilo musulmán que se dirigían hacia la mezquita a recitar sus plegarias de mediodía. Se concentró en los detalles; los colores, el perro sesteando a la puerta sombreada de una casa, las preciosas barandillas labradas de algunas de las casas…


—Toma —dijo Pedro.


Paula volvió la vista hacia él y vio que deslizaba un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo hacia ella. Lo miró a los ojos y vio la leve sonrisa de sus labios.


—Gracias —le devolvió la sonrisa—. No puedo resistirlo.


—Ya lo sé —dijo con una inesperada calidez en el tono de voz—. Te lo noto en la cara.


Paula empezó a escribir recordando las impresiones para poder trabajar en ellas más adelante con la esperanza de que su bolso y las notas de su cuaderno estuvieran a salvo. 


Había planeado pasar las notas al ordenador en el refrigerado y cómodo estudio de su padre ese mismo día. En vez de eso, allí se encontraba con su ex marido en una aldea malaya a horas de la ciudad, comiendo en una hoja de banana y con sólo la ropa que llevaba puesta.


Posó el bolígrafo.


—Ya sé que te molesta que hable de ropa —empezó con cuidado—, pero la verdad es que necesito algo aparte de lo que llevo puesto. ¿No hay…?


—Habrá ropa en la casa que podrás utilizar. Estoy seguro de que a Lisette no le importará.


—Pero a mí sí. Una camiseta o unos vaqueros bien, pero no me gusta ponerme la ropa interior de otra persona.


Él soltó una carcajada.


—De acuerdo, de acuerdo. Supongo que podremos encontrar algún mercado en algún sitio.


La camarera les dijo que sí, que había un mercado ambulante ese mismo día un poco más abajo de la calle. 


Pedro pagó el almuerzo y volvieron a la ranchera.


Paula comprendió que tendría que pedirle a Pedro algo de dinero, como si ya no dependiera de él lo suficiente. La ironía de la situación no se le escapaba. Apretó los dientes y miró al frente. Maldición.


—No tengo dinero —suspiró—. ¿Te importaría prestarme algo?


Él la miró enarcando una ceja.


—Da la impresión que te desagradara pedirlo.


—¡No me gusta pedir prestado dinero!


—Sobre todo a tu ex marido.


—Exacto.


—Considerando las circunstancias, yo no le daría tanta importancia —dijo él con calma—. A mí no me importa lo más mínimo prestarte algo de dinero.


—Te lo devolveré.


—Ah, por favor, no te olvides.


—¡No me gusta sentirme tan dependiente, maldita sea! Ya lo sabes —dijo furiosa porque él se estuviera burlando de ella.


—Ya, ya lo sé. Pero estamos hablando sólo de algo de ropa interior y soy yo, tu ex marido. No creo haber sido nunca una amenaza para tu independencia.


No, no lo había sido. Se le podía acusar de lo que fuera, pero de eso no. Pedro la había dejado más libre que un pájaro en el cielo.


Con una mano en el volante, Pedro sacó la cartera del bolsillo y se la tiró al regazo.


—Saca lo que quieras.


Paula miró las tarjetas de crédito, los billetes del país y dólares. Había bastante dinero allí. Sacó algunos billetes y le devolvió el monedero.


Él la miró.


—¿Tienes suficiente?


—He tomado prestados cien ringgit.


Eran unos treinta dólares.


Encontraron el mercado en el que había gran variedad de comidas, carbón, juguetes de plástico, hierbas medicinales y por suerte, un puesto de ropa interior de mujer y niño. 


Sujetadores de encaje, bragas de flores de jovencita, camisones bordados y medias de seda muy seductoras, así como otra ropa de algodón más funcional hecha en China.


Paula escogió bragas de algodón blancas y notó que Pedro la estaba mirando con el ceño fruncido. No era lo que ella solía usar y él lo sabía. Lo miró de forma retadora.


—Siempre he tenido la fantasía de ponerme esa ropa interior china, así que, ¿por qué dejar pasar esta oportunidad?


—No quisiera que lo hicieras —dijo él burlón—. Busca un sujetador a juego.


—Me las arreglaré con el que llevo.


Nunca compraría un sujetador sin probárselo antes.


Pagó las bragas y buscó otro puesto con peines y un par de sandalias. Se paró dudosa frente a uno de sharis de brillantes colores, pero Pedro le dijo:
—Hay muchos en la casa.


Paula avanzó hacia la sección de comida. Las mujeres estaban sentadas en alfombras con los productos frente a ellas, coloridas pilas de mangos, tomates maduros, guayabas y todo tipo de frutas exóticas. Paula estaba admirando un racimo de rambutan, una pequeña fruta redonda con pelos fibrosos de color rojo arracimada como las uvas.


—Me encantan estas cosas —le dijo a Pedro—. ¿No parecen venenosas con todo esos pelos rojos?


—Sí, supongo.


Se metió las manos en los bolsillos y se balanceó con el ceño fruncido.


—¿Te gustan a ti?


—Sí —respondió él con impaciencia.


—Vamos a comprar algunas para comerlas en el coche.


—Bien —se dio la vuelta hacia la vendedora.


—¿Berapa ini? —preguntó sacando algunas monedas del bolsillo.


Cuando ella le respondió, él regateó y le pasó algunas monedas. Ella aceptó sin más regateo y Pedro recogió el racimo.


—Vámonos —ordenó.


—¿Por qué? No lo hemos visto todo todavía. ¿Tenemos prisa?


Él lanzó un suspiro de exasperación.


—Tú y tus mercados. Debería haberlo recordado.


Ella dejó de andar y lo miró a los ojos.


—Pues da la casualidad que adoro los mercados, sobre todo las secciones de comida y si no recuerdo mal, a ti también te gustaban.


Habían pasado muchas horas felices paseándose por mercados al aire libre, en su país, en las islas del Caribe y hasta en Venecia, donde habían pasado su luna de miel.


Los ojos de Pedro eran impenetrables.


—Eso era entonces y esto es ahora. No estoy de vacaciones y no tengo tiempo de vagabundear y admirar las raíces de gengibre.


Ella se negó a moverse y le siguió mirando a los ojos.


—¿Tenemos prisa por algo? ¿Qué diferencia hay en diez minutos? A ti te gustaban este tipo de cosas.


—Bueno, pues ya no —contestó con brusquedad antes de darse la vuelta para salir del mercado.


Paula se preguntó qué habría hecho para enfadarle. Nunca había sido un hombre con cambios de humor. Al contrario, era el hombre con el temperamento más equilibrado que ella hubiera conocido. Una vez le había dicho que había pocas cosas en la vida por las que él creyera que merecía la pena disgustarse.


Y ahora estaba disgustado.


Viajaron en silencio y de repente notó que Pedro la estaba mirado con una sonrisa de diversión.


—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? —preguntó ella.


—Lo que me gusta de ti es tu entusiasmo. Nunca he conocido a una persona que se pusiera tan poética acerca del olor de las setas