sábado, 2 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 1




A Paula le temblaron las manos cuando descolgó el teléfono del despacho de su padre. Marcó el número y escuchó la llamada en el otro extremo del planeta. Tenía el corazón tan desbocado que le asustó. Miró por la ventana el alto minarete de la mezquita que se recortaba contra el cielo azul cobalto de Marruecos mientras el teléfono seguía sonando.


Por fin el pitido se detuvo y la voz de una mujer respondió en inglés con acento extranjero y alegre. El sonido era muy claro, y la voz llegaba casi como si estuviera en la puerta de al lado en vez de en Filipinas.


Paula cerró los ojos, sintiendo un gran peso en el pecho por la ansiedad.


—Me gustaría hablar con el señor Pedro Alfonso, por favor. No sé su número de habitación.


—Un momento, por favor.


El teléfono sonó de nuevo en la habitación de Pedro. Por fin oyó su voz, cortante incisiva y profunda. La voz que amaba más que ninguna en el mundo. La voz de su marido.


Sin embargo, el corazón no le latía de amor y excitación. 


Estaba tronando de ansiedad.


Pedro, soy Paula.


—¿Paula? —pareció sorprendido—. Me alegro de que me llames. Estaba a punto de llamarte yo. ¿Cómo estás?


—Estoy bien.


«No estoy bien», se corrigió en silencio. «Estoy asustada, Pedro. Estoy muy asustada».


—¿Y tu madre?


—Está bastante mejor.


Paula estaba en Marruecos con sus padres porque su madre había caído enferma y había querido que su hija estuviera con ella. Su padre trabajaba para la Agencia Internacional de Desarrollo Norteamericana y él y su madre llevaban un año viviendo en Marrakech.


Paula intentó relajarse y apretó con fuerza el receptor.


—¿Por qué ibas a llamarme? —preguntó.


«Por favor, dime que me echas de menos. Por favor, dime que me amas y que no puedes esperar para volver a mi lado de nuevo».


—Ha habido problemas con el proyecto y tardará un par de días en solucionarlos. Llegaré dos días más tarde, el sábado en el mismo vuelo.


La decepción le produjo un sabor amargo en la boca. No la estaba diciendo que la necesitaba. Tragó saliva.


—Está bien. Da la casualidad de que yo también he cambiado de planes —intentó sonar natural—. Voy a ver a Sophie en Roma antes de volver a Estados Unidos. Va a tener un bebé y… creo que estaría bien que estuviera allí con ella.


—¿Cuánto tiempo te quedarás?


Su voz fue inexpresiva, como si fuera una pregunta profesional.


Paula tragó saliva.


«Adelante, hazlo», le apremió la voz de la conciencia.


La semana siguiente, Pedro volvería a casa y el plan había sido que ella estuviera de vuelta ya en Washington. Cerró los ojos y se enfrió.


—Tres semanas —dijo sintiendo frío en el corazón.


Hubo una leve pausa.


—Entonces no nos veremos —dijo su marido—. No estarás de vuelta antes de que yo salga para Guatemala.


Las manos le temblaron y apretó más el receptor.


—Exacto —tragó saliva—. ¿Te importa?


No se habían visto el uno al otro en tres semanas y si ella no iba a casa directamente la semana siguiente, no se verían hasta dentro de un mes más. Y ella le estaba preguntando si le importaba.


—Tienes que estar ahí por tus amigos —dijo Pedro sin ninguna inflexión en la voz—. Me las arreglaré.


Paula se sintió sofocar. ¡No le importaba!, pensó con desesperación. Tampoco le había importado la última vez ni le importaba ahora. ¿Qué era lo que había dicho la última vez?


«Si tu madre te necesita, por supuesto que debes ir».


Eso había sido hacía cinco semanas cuando le había llamado para decirle que no volvería todavía a casa porque su madre seguía sin estar muy bien.


Lo que había sido bastante verdad, pero el virus que tenía no era serio, sólo dejaba a su madre cansada y nerviosa.


Paula podría haber vuelto a Washington y pasar un tiempo con su marido mientras se preparaba para el siguiente trabajo en el extranjero. Podría haber estado en casa cocinando para él, durmiendo en sus brazos, haciendo el amor, planeando el futuro.


En vez de eso había decidido quedarse en casa de sus padres en Marruecos y Pedro no había puesto impedimentos. No había dicho que le importaba, que la echaría de menos, que la casa estaba muy solitaria sin ella.


Ahora, después de no haberla visto en tres meses, tampoco dijo ninguna de esas cosas. Le había dicho que se las arreglaría sin ella mientras se quedara en Roma con Sophie.


Por supuesto que se las arreglaría. Se había arreglado sin ella años y años. Él era un profesional independiente con un trabajo que le llevaba por todo el mundo. Eso ya lo había sabido ella cuando se había casado con él dieciocho meses atrás. No le había importado, porque el trabajo de su padre la había hecho a ella vivir en muchos sitios diferentes cuando era pequeña. Comprendía el estilo de vida de su marido y su trabajo.


Se habían casado y habían hecho planes para el futuro. En cuanto ella sacara su título de periodista, pensaba acompañarle en sus viajes, escribir artículos de viajes y comida y quizá un libro. Estarían juntos la mayoría del tiempo. Tantos planes, tantas esperanzas.


Y ahora, con su título en el bolsillo, sus sueños se estaban desmoronando como un pastel. Pedro podía pasarse perfectamente sin ella.


«No me necesita», pensó con lágrimas ardientes en los ojos.


«Le resulto conveniente y cómoda, pero no soy esencial para él».


Lo vio con los ojos de la mente, el hombre alto y confiado con aquellos calmados ojos grises y aquella mandíbula cuadrada. El hombre cuyos fuertes brazos encajaban tan bien alrededor de ella, cuyo cuerpo producía magia en el de ella. Sintió un peso enorme en el pecho e inspiró con dolor. 


Ya no había habido magia desde hacía mucho tiempo.


—¿Cómo es la comida por allí? —preguntó con voz balbuceante.


—Te he conseguido algunas recetas. Las encontrarás interesantes.


A ella le encantaba la cocina de todo tipo, la sencilla y la exótica. Adoraba contemplar todo tipo de frutas, especias, verduras; disfrutaba de los colores y las formas. Cuando viajaba, su marido le traía libros y recetas de todo el mundo para su colección.


—Gracias —dijo de nuevo balbuceante.


—¿Paula? ¿Te encuentras bien?


—Estoy bien. Es que el aire es tan seco aquí que me pica la garganta.


No era una mentira, pero el hecho era irrelevante.


Hablaron un rato más acerca de sus trabajos, acerca del artículo que ella estaba escribiendo sobre la comida marroquí y de la suerte que era que se hubieran librado del mal tiempo que hacía en Washington.


Esa noche, acostada, rogó por poder dormir y no soñar el sueño que se repetía una y otra vez. Un sueño que la hacía llorar al despertar.


Allí estaba ella, en casa de sus padres en uno de los sitios más exóticos de la tierra, un lugar de desiertos, camellos y bereberes; un sitio de mujeres tapadas, antiguas mezquitas y ruidosos zocos, y, sin embargo, donde deseaba estar era en su pequeña casa de Washington. Deseaba estar en su propia cama en los brazos del hombre al que amaba. 


Deseaba decirle que lo amaba, que le había echado de menos una enormidad. Que aquellas largas ausencias eran cada vez más duras de soportar. Que deseaba viajar con él en todos sus viajes. Pero sabía que eso no iba a suceder.


Sabía que le estaba perdiendo.









UN MARIDO INDIFERENTE: SINOPSIS





No era que Paula no hubiera amado a su marido, sino todo lo contrario. Al dejarlo, ella había esperado provocar algún tipo de reacción en él. Pedro Alfonso era un tipo reservado y fuerte. No mostraba ninguna emoción tras aquellos impasibles ojos grises. Por supuesto, el plan de Paula había fracasado. Pedro había firmado en el acto los papeles de divorcio.


Ahora, cuatro años después, Paula fue secuestrada por su ex marido y, esta vez, Pedro estaba muy lejos de guardar silencio acerca de sus sentimientos.

viernes, 1 de septiembre de 2017

NECESITO UN MEDICO: EPILOGO




HABÍA llegado el día de la boda y Paula estaba ya en la iglesia con el estómago en la garganta. Ines, la madrina, se había llevado a los niños para dejarla unos momentos a solas con Graciela, quien vestida de amarillo mecía en los brazos a Ana, ya de siete meses.


—Llegará, no temas —dijo—. Los novios siempre llegan tarde a la iglesia. Jorge hizo lo mismo.


—Lo sé, pero...


Mildred entró en la sacristía con el pequeño velo torcido.


—Ya está aquí, ya está aquí. Pero juro que si ese viejo buitre vuelve a hacerme algo así, no llegará a su setenta y seis cumpleaños.


A continuación fue Ines la que asomó la cabeza.


—Ya que todos los novios están presentes, el reverendo dice que podemos empezar.


Las damas intercambiaron una ronda de besos y salieron a la parte de atrás de la iglesia. Mildred, quien aseguraba que T.J. le había dicho que era hora de que siguiera con su vida, al principio se había negado a una boda doble porque no quería quitar protagonismo a Pedro y Paula. Hasta que la joven le hizo ver que no estaba en contra de un día lleno de felicidad. Bajaron, pues, hacia el altar. Los pequeños delante, aunque Karen paró en cierto momento para subirse el vestido y rascarse la pierna; luego iba Graciela, con Ana en los brazos; a continuación Ines, de azul pálido, con las trenzas alrededor de la cabeza; después Mildred, con un vestido de raso rosa con chaqueta a juego; y finalmente Paula, con el vestido de novia color marfil de Maria Alfonso, las piernas temblorosas pero la sonrisa tan brillante como el sol de mayo que entraba por los ventanales. Ocupó su lugar al lado de Pedro, que le sonrió y le tomó la mano. La joven miró a Nicolas, que se apoyaba en el bastón y le guiñó un ojo. Mildred y él habían decidido quedarse a vivir en la casa de Emerson, donde los niños irían a verlos siempre que quisieran. Miró después a Noah, que sonreía de oreja a oreja, y posó al fin los ojos en Pedro. Y después de que hubieran intercambiado sus votos y el reverendo los declarara maridos y mujeres, miró a Nicolas y a Pedro y movió la cabeza diciendo:
—Y el buen Dios sabe que ya era hora de que los dos demostrarais algo de sentido común.


Y la congregación gritó: «Amén».





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 31




Al día siguiente, a Paula le dio un vuelco el corazón al ver acercarse la camioneta de Pedro. Cuando le abrió la puerta, él le entregó un ramo de tulipanes y ella lo miró esperanzada.


—¿Te has decidido?


Él enarcó las cejas.


—Me había decidido antes de ese asunto con Hernan, pero tú no te callaste ni un rato para que yo dijera lo que quería.


—¿Y qué es lo que quieres decir?


Pedro la miró con exasperación.


—Que pensar en ti con otro hombre me vuelve loco, pero no tanto como intentar vivir sin ti. Así que aquí estoy, con el corazón en la mano. ¿Es suficiente?


Ella le tendió la mano.


—Sí.


Pedro le tomó la mano y la siguió.


Nadie dijo nada en los siguientes minutos, en los que estaban demasiado ocupados besándose e intentando subir las escaleras sin matarse para hablar. Pero cuando llegaron al dormitorio, Pedro preguntó dónde estaba todo el mundo.


—Han salido — Paula se sacó la camiseta por la cabeza—. Noah y Karen están en una fiesta de cumpleaños. Ines se ha llevado a Ana un par de horas.


—¿Y Nicolas? —Pedro se quitó también la camisa.


—En casa de Mildred. Quítate los pantalones.


Él obedeció con torpeza. Paula estaba ante él con sujetador y bragas blancos de algodón y el labio inferior entre los dientes. A pesar de los siete u ocho kilos que había aumentado en los últimos meses, parecía tan delicada como una mariposa.


Pero no lo era.


—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él.


Ella sonrió.


—Suficiente, imagino —dejó caer el sujetador al suelo—. Tócame —susurró.


Y él lo hizo.


Exploró su cuerpo, vacilante, despacio, desesperado por complacer hasta que ella lo montó a horcajadas y le puso las manos en los hombros. Un rayo de sol besó sus pechos pequeños y perfectos y Pedro hizo lo mismo.


—Te quiero, Paula —susurró. Y vio lágrimas en los ojos de ella.


La joven se inclinó a besarlo y él volvió a colocarla debajo. 


La poseyó pensando que era media tarde de un sábado, que estaban solos y que, además de estar haciéndole el amor a la mujer de su vida, estaba haciendo las paces consigo mismo.


Reclamando un regalo que casi había sido demasiado estúpido para aceptar. Los dedos de ella le acariciaron la mejilla y la boca. Sonrió.


—Ahora —dijo.


—No he traído... no esperaba...


—¿Importa eso?


Pedro la miró a los ojos.


—¿Te casarás conmigo?


Ella lo miró con malicia.


—¿Puedo pensarlo?


Pedro se echó hacia atrás. Paula soltó una carcajada.


—Vale, vale, sí. Me casaré contigo, Pedro —susurró con los ojos fijos en los de él—, porque está claro que vine aquí para eso.


Ninguno de los dos dijo nada en mucho rato. Paula fue la primera en hablar.


—¿No llevas teléfono móvil? —preguntó.


—No.


Ella lo miró a los ojos.


—¿Te has unido al centro médico?


—Sí. La semana pasada. Tengo una noche de cada dos libre y un día entero a la semana.


—¿Y estás seguro de que es eso lo que quieres?


—Sí —la besó en la boca—. Estoy seguro.


—Entonces me alegro por ti —apoyó la cabeza en el pecho de él—. Pero a mí me daría lo mismo.


—Lo sé —dijo él—, pero al fin entendí que lo que me daba miedo no era quererte, sino perderte y que te fueras.


—Eh, yo no soy Susana.


—Lo sé.


—Y no quiero que te sientas responsable de mi felicidad. ¿Está claro?


—¿Ah, no? —la abrazó con fuerza y se echó a reír—. Si quiero hacerte feliz, lo haré. Y tú no podrás impedírmelo.


—Bueno, vale —musitó ella—. Si significa tanto para ti...


—Claro que sí.


Se abrió la puerta de la casa.


—¡Paula! —gritó Ines—. Hemos vuelto — se echó a reír—. Y si el coche de Pedro está ahí fuera y no estáis abajo, no hay que ser muy listo para adivinar lo que pasa, así que Ana y yo nos vamos otra vez... No tengáis prisa.


Paula y Pedro se miraron y se echaron a reír.


Y decidieron aceptar la oferta de la mujer porque no sabían cuándo volverían a tener una tan buena.





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 30




GRACIELA Idlewild sí tenía varias ideas sobre el tema de petardos en el trasero, pero Paula no se decidió a ponerlas en práctica y optó por quitarse de en medio y acudir a trabajar cuando sabía que él no estaría allí y, en conjunto, dejar las cosas como estaban durante enero... febrero... y marzo.


La vida no se detuvo durante aquellas semanas largas y miserables. Graciela permaneció una semana con ellos antes de volver a Arkansas y prometió volver en la primavera. Nevó tres veces más, una de ellas lo bastante para cerrar la escuela, y tuvieron una racha de varios días buenos en los que empezaron a brotar los tulipanes.


Karen cumplió cuatro años y aprendió a escribir su nombre. Ana echó tres dientes más y dejó claro que había terminado de tomar el pecho. Noah empezó a hacer amigos nuevos y acabó por olvidar que Paula era el enemigo.


Nicolas y Mildred acudieron juntos al baile anual de invierno de los jubilados, mostrándose así oficialmente como pareja.


Paula pidió prestada una Singer vieja a Didi Meyerhauser y cosió cortinas de cuadros blancos y azules para la cocina, añadió tartas de natillas a su repertorio, cumplió veinticinco años sin decírselo a nadie y pasó el primer aniversario de la muerte de Javier sin decírselo tampoco a nadie.


Ruby y Jordy compraron un sofá nuevo y le dieron el viejo a Paula.


Pedro le dio otro aumento de sueldo. La joven pensó que era por remordimientos, pero lo aceptó de todos modos.


Y a principios de abril, se dio cuenta de que el agujero de su corazón, si no curado, al menos había dejado de doler tanto. Por lo que cuando Hernan Atkins la invitó a salir por cuarta o quinta vez, aceptó.



***


En las semanas y meses que siguieron a la primera semana de enero, Pedro diagnosticó veintitrés casos de gripe, retiró media docena de objetos de orificios infantiles, arregló cuatro huesos rotos y permaneció despierto a menudo por la noche pensando si había perdido el juicio.


La echaba mucho de menos. Aunque todavía la veía cuando iba a trabajar o se la encontraba por el pueblo, no era lo mismo.


No era lo mismo en absoluto.


Y durante esos meses recordó una y otra vez las palabras de Nicolas y de Hector y acabó por reconocer la verdad que encerraban: que en los últimos años había empleado mucha más energía en salvar su pellejo que en curar a sus pacientes.


Y de ningún modo estaba mejor sin Paula, pensara lo que pensara Hector.


Cuando decidió que tenía que hacer algo sobre aquella revelación, decidió también que necesitaba un corte de pelo.


 Y mientras estaba en la barbería, a Coop Hastings se le escapó que Hernan Atkins había presumido de que Paula Chaves había aceptado al fin salir con él.



****


Paula creía haberle dejado claro a Hernan que salían sólo como amigos y él le había asegurado que estaba de acuerdo. Y durante la primera parte de la velada, en que la llevó a un asador popular cerca de Prior, se mostró como un caballero.


Hasta la mitad de la comida, en que se hizo evidente que no sabía beber y tres cervezas lo emborrachaban. Y aunque Paula sabía que podía llamar a distintas personas para que fueran a buscarla, no sabía cómo salir del problema sin poner en evidencia a su acompañante.


—¡Hernan! —le dio un golpecito en el brazo—. Le he pedido a la camarera que te traiga café.


La miró sorprendido.


—No quiero café —la camarera no hizo caso y se lo sirvió de todos modos —. Estás muy guapa con ese vestido, Paula.


Era un vestido de punto, de color malva, con flores blancas pequeñas.


—Pero seguro que estás más guapa sin él — terminó el hombre.


—Tómate el café.


—No quiero...


Paula se inclinó hacia él.


—O te tomas ese café o me largo. ¿Está claro?


Él parpadeó varias veces, pero al fin se llevó la taza a los labios. Paula suspiró. Los hombres eran criaturas patéticas.


—¿Paula? ¿Estás bien?


El corazón casi se le salió del pecho. Se volvió y vio a Pedro de pie con los brazos cruzados y mirando a Hernan con tal rabia que éste se puso en pie y cerró los puños.


—¿De dónde narices sales tú? —preguntó.


—Eso no importa. Estás borracho.


—No lo estoy.


—Vamos, Paula. Te llevaré a casa y llamaré a Mario para que venga a buscar a Hernan.


—No —dijo ella.


Pedro la miró como si se hubiera vuelto loca.


—No puedes dejar que te lleve él.


—Claro que no. Pero puedo solucionar sola esta situación. 


¡Oh!


Hernan había lanzado un puñetazo contra Pedro, falló y cayó sobre la mesa contigua. Pedro lo agarró, se disculpó con los clientes y lo sacó fuera antes de que hiciera más daños.


—¡No puedes meterte en mi cita! —protestó Hernan. Cuando Pedro lo soltó, se tambaleó y lo amenazó con el puño—. Es mía. Tú la dejaste marchar. Ella te quiere pero tú eres demasiado... —eructó— tonto para reconocer algo bueno cuando lo ves.


Cuando terminó de hablar, Hernan se derrumbó en las escaleras de fuera del restaurante y cerró los ojos.


—Luego no recordará nada de lo que ha pasado —dijo Pedro, cuando aparcó delante de la casa de Paula.


—¡Pues qué lástima! —exclamó ella, con los brazos cruzados.


Pedro se ajustó el sombrero con un suspiro.


—Querida, yo fui a la escuela con Hernan. Es poco recomendable y siempre lo ha sido. Cuando me enteré de que ibas a salir con él, yo...


—¿Cómo te enteraste?


—Hernan se lo dijo a medio pueblo. Además, vuestra camarera me avisó en cuanto entrasteis en el restaurante.


—Y sentiste que tenías que acudir al rescate.


Pedro apretó el volante.


—Tú no lo entiendes.


—Claro que lo entiendo. Pero algunos no tenemos intención de pasarnos la vida sentados en casa llorando por lo que hemos perdido. Puede que Hernan no sea la mejor elección, pero podía haber solucionado sola el problema. Y quiero que entiendas que no necesito tu protección, así que déjame en paz. ¿Vale?


Salió de la camioneta y dio un portazo.


—Y por cierto —dijo antes de alejarse—. Que a mí me parece que la terquedad tampoco es una muestra de madurez.


Pedro se quedó un momento sentado; después puso el coche en marcha y se alejó. Dejaría que se calmara y luego hablaría con ella.