sábado, 26 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 10






Dos días después, Paula había descubierto algo muy importante sobre Haven, que las mujeres de allí se cuidaban entre sí. Aparte de los cuidados de Ines, daba la impresión de que todas las mujeres de allí a Tulsa hubieran pasado por allí para llevar un asado, una tarta, ropa o cosas de bebé que sus hijos ya no necesitaban, o para presentarse y decirle a Paula que si necesitaba algo, no dudara en pedirlo.


Y ella ni siquiera podía recordar los nombres de todas.


Se acercaba la hora de la cena. El doctor estaba en el hospital, así que Ines había pasado por allí un par de horas para que Paula pudiera ducharse. Había cambiado y dado de mamar a Ana, que dormía en un carrito que había llevado alguien el día anterior y que habían colocado al lado de la mesa de la cocina. Karen se había quedado también dormida en el sofá de la sala, pero se despertaría en cualquier momento. Noah estaba sentado a la mesa con la cabeza apoyada en los brazos cruzados, y miraba a su hermana pequeña.


—Ines, por favor —dijo Paula—. Por lo menos llévate el estofado de atún; ya tenemos tres.


La comadrona se puso el poncho y levantó la tapa de la cazuela.


—¿Quién ha traído éste?


—Ni idea.


Ines levantó con cuidado la cazuela de barro.


—¡Oh! Es de Arliss Potts, la esposa del pastor metodista. Una mujer muy amable, pero no muy buena cocinera. Mi consejo es que lo tires.


—No puede ser tan malo.


—¿Has probado estofado de atún con nuez moscada y con chile?


Paula retrocedió un paso.


—¿Y por qué no le enseña nadie recetas nuevas?


—¿Y herir sus sentimientos?


—Bueno, no sé. Es peor desperdiciar así la comida.


Ines le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí.


—Es más fácil encontrar comida que buena voluntad —la soltó y se puso el sombrero—. ¿Has llamado a Didi Meyerhauser sobre la guardería baptista?


—¡Oh, no sé! —repuso Paula—. Dejar a Noah y a Karen con extraños...


—En Haven no hay extraños. Y Didi tiene un par de plazas libres ahora que se han ido los Sommerse. Además, sabe que no podrás hacer tu parte en varias semanas y no le importa. Te agotarás con los tres niños, así que llámala. Puede que te mate de risa, pero no muerde.


Salió por la puerta de atrás y Paula suspiró pensando que debía hacer algo con la cena. No sería difícil calentar uno de aquellos estofados en el horno para que estuviera listo cuando volviera el doctor.


Abrió el frigorífico y miró la amplia variedad de cazuelas de todo tipo que lo llenaban.


—¿Mamá? Tengo hambre.


Paula optó por una lasaña, la metió en el horno y miró a su hijo, sorprendida de lo deprisa que se había acostumbrado a tener comida cuando la deseaba.


—Falta media hora para la cena —dijo, consciente de que había tomado leche con galletas sólo una hora atrás—. ¿Por qué no vas a mirar un libro a la sala de espera?


—Pero tengo hambre.


—Cómete una manzana —señaló el frutero colocado en el centro de la mesa de la cocina.


Noah se subió a una silla y eligió una manzana verde, que mordió con entusiasmo.


Paula sonrió. Vio la radio pequeña que había en un rincón y la puso, pensando que sonaría música country como la que había oído esa mañana procedente de la cocina. Cuando vio que era música clásica la que sonaba, hizo una mueca y se dispuso a cambiar de emisora, pero cambió de idea y decidió escuchar un rato.


Karen entró en la cocina con el pelo revuelto y el pulgar en la boca. Paula se sentó a la mesa y la niña se subió a sus rodillas.


—¿Crees que podemos ver la tele? —preguntó Noah.


—Supongo que sí —repuso Paula.


—No sé cómo se pone.


La mujer se levantó con un suspiro, dejó a Karen en el suelo y siguió a Noah a la sala de estar, una habitación amplia que parecía llena de ventanas. Al igual que en el resto de la casa, los muebles eran viejos y gastados, con los colores desteñidos, pero el sofá hacía juego con los sillones y la estancia estaba limpia.


La televisión era más bien pequeña, sin control remoto, pero se veía bastante bien.


—No sé qué canales hay aquí —dijo. Fue cambiando de canal.


—¡Ahí, mamá! ¡Hay un programa de animales!


Paula dejó a los niños sentados en el sofá y volvió a la cocina, donde dio un respingo de sorpresa al ver a Pedro, que miraba con el ceño fruncido la colección de pasteles y platos de papel llenos de galletas de todo tipo.


—¿De dónde narices ha salido todo esto?


—Ha pasado todo el pueblo por aquí —dijo Paula—. Pero es una pena. No podremos comer todo esto antes de que se estropee. ¿Crees que podríamos regalar una parte?


El médico asintió. Llevaba todavía el sombrero y el abrigo.


—Déjame que lo piense. Tiene que haber gente que sepa apreciarla —sonrió—. Siempre que tengamos cuidado de no devolverle la comida a la misma gente que la ha traído. Eso podría ser un desastre.


Lo que podía ser un desastre, en opinión de Paula, era el efecto que su sonrisa tenía en ella. Cosa nada sorprendente teniendo en cuenta la situación de su vida y que él era un hombre bueno y amable.


—Procuraré tomar nota de quién trae cada cosa —dijo—. Así de paso puedo enviarles notas de agradecimiento.


El médico asintió.


—¿Cómo te encuentras?


—Muy bien —dijo ella—. Un poco cansada.


—¿Ana come bien?


—Sí.


—¿Dónde están los niños?


—Viendo la tele —Paula se ruborizó—. Espero que no le importe. No quiero que piense que le hemos invadido la casa...


Pedro la miró sorprendido.


—Sois mis invitados —dijo —. Podéis ir donde queráis y usar lo que veáis —abrió el frigorífico y lanzó un gemido—. Y comer lo que os apetezca. ¿Qué es esto?


Paula se asomó a mirar.


—El estofado de atún de Arliss Potts.


—Menos eso —dijo él.


—¿Tan malo es?


—Paula, yo soy soltero y como de todo; de todo menos esto.


La joven sacó la cazuela con un suspiro y con intención de tirarla a la basura. Pedro se la quitó de las manos.


—Has dado a luz hace tres días. No quiero que hagas esfuerzos.


—Si hago menos esfuerzos todavía, dejaré de funcionar del todo —protestó ella—. ¿Qué me dice de las campesinas que dan a luz en el campo y siguen trabajando?


—Esas campesinas no pesan diez kilos menos de los que deberían ni están anémicas.


Paula guardó silencio y se sentó a la mesa.


—Puede que ahora te sientas bien —dijo él—, pero todavía no te he dado el alta, así que quiero que descanses hasta que Ines o yo te digamos que puedes hacer más cosas. ¿Entendido?


La joven asintió con la cabeza. Pedro tomó unas manoplas de horno.


—¿Qué hay ahí dentro?


—Lasaña, la me metido hace unos minutos. Pensaba hacer una ensalada para acompañarla.


—Eso suena bien —dijo él—. Y yo puedo hacer la ensalada.


Se acercó al frigorífico con los movimientos ágiles e indiferentes de un hombre que no sabía lo atractivo que era. 


Paula cerró los ojos.


—¿Estás bien?


Ella volvió a abrirlos. Pedro sacaba una lechuga, un pepino y tomates del cajón del frigorífico.


—Sí.


El médico dejó la verdura en la encimera y Ana eligió ese momento para dar un grito. Los dos se acercaron a ella.


—Seguramente habrá que cambiarla —dijo él—. Enseguida vuelvo.


Paula frunció el ceño, pero no dijo nada. Poco después volvía él con una colchoneta pequeña que puso en la mesa, donde procedió a cambiar el pañal mojado de Ana. Luego le sonrió, la levantó en alto y le hizo una serie de ruidos tontos antes de pasársela a su madre.


—¿Por qué no tiene hijos propios? —preguntó ésta, sin pensar.


Pedro no contestó. Sacó un bol de madera del armario y empezó a cortar pepino. Paula se dispuso a dar de mamar a la niña una vez más.


—Creo que ha llamado Didi Meyerhauser —dijo él.


—Ha hablado con Ines, no conmigo. Yo tengo que llamarla de vuelta —repuso ella.


Pedro echó el pepino en el bol.


—La guardería de la iglesia es buena y Didi la lleva muy bien —dijo.


En ese momento llamaron a la puerta de atrás y entró un hombre grande y musculoso vestido con vaqueros, camisa vaquera y botas camperas. Una sonrisa maliciosa iluminaba su boca y en la mano llevaba un plato tapado con un trapo.


El parecido familiar era inconfundible.


Paula buscó algo con lo que cubrirse y eligió el único paño de cocina al que alcanzaba desde donde estaba sentada. No porque a ella le diera vergüenza amamantar a su hija sino porque, en su experiencia, a los hombres los ponía incómodos esa situación.


Aunque en aquel momento no había duda de que la persona más incómoda de la cocina era el doctor.


—¿Se puede saber qué haces aquí, Mario?


El otro seguía sonriendo, mostrando sus dientes perfectos y sus hoyuelos traviesos. Paula supo instintivamente que era la clase de hombre del que las madres intentan proteger a sus hijas.


—En una palabra... Ethel —levantó el paño y mostró un pastel—. Me lo ha puesto en la mano y me ha ordenado no hacer nada hasta que lo entregara —dejó el pastel en la encimera y se puso serio—. Parece que alguien se me ha adelantado.


—El condado entero se te ha adelantado — Pedro señaló a su alrededor con el cuchillo—. Y cuando te vayas, por favor llévate una parte.


—¿Para que Ethel se enfade conmigo? Ni lo sueñes —se acercó a Paula—. Ya que mi hermano parecer haber olvidado su buena educación, permítame que me presente. Soy Mario Alfonso.


Paula cambió a la niña de posición para estrecharle la mano, que era cálida y callosa. Mano de trabajador.


—Paula Chaves —oyó que los niños entraban en la cocina a sus espaldas—. Encantada de conocerlo.


—Lo mismo digo —Mario levantó la cabeza y volvió a sonreír—. ¿Y a quién tenemos aquí?


Los dos niños se acercaron inmediatamente a su madre.


—Mi hijo Noah y mi hija Karen.


Mario se acuclilló delante de ellos y se echó atrás el sombrero para presentarse. Paula notó que Pedro parecía cortar la lechuga con más entusiasmo del que requería el trabajo. Un segundo después oyó un grito de alegría cuando Mario sacó una moneda de detrás de la oreja de Noah.


—A mí —pidió Karen. Y Mario así lo hizo.


Y el doctor seguía cortando con violencia. Paula terminó de amamantar a Ana y Mario tomó la manta pequeña de la mesa, se la puso al hombro y tomó a la niña para sacarle el aire.


Paula terminó de abrocharse con discreción y, cuando Mario le pasó a la niña diciendo que tenía que marcharse, porque sólo había ido allí a instancias de Ethel, su ama de llaves, la joven, que era incapaz de no mostrarse hospitalaria aunque no estuviera en su casa, le preguntó si quería quedarse a cenar ya que tenían tanta comida.


Siguió un silencio espeso, cortado sólo por un eructo de Ana. Cuando resultó evidente que nadie iba a secundar la oferta de Paula, Mario dijo:
—Gracias, pero tengo que volver. Hay una yegua a punto de parir y no puedo alejarme mucho de casa.


—Otro día, pues —dijo la joven. Se levantó para dejar a la niña en el cochecito.


—Por supuesto.


Mario se despidió de los niños agitando la mano y retrocedió hacia la puerta, donde guiñó un ojo a Paula antes de salir.


Pedro la miró un momento, murmuró que volvería enseguida y desapareció detrás de su hermano.







viernes, 25 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 9






Paula miró su nuevo dormitorio, que no era muy diferente al del piso de abajo, pero tenía dos ventanas y parecía más grande e invitador, aunque quizá eso último se debía a las lámparas color rosa que daban una luz cálida a cada lado de la cama.


Ines les había dado la cena a todos antes de marcharse y había preparado las camas. Los ojos de Paula se habían llenado de lágrimas por enésima vez aquel día al pensar en la amabilidad que les mostraban unos desconocidos.


Como no era ninguna inválida, se había puesto unos vaqueros con la camiseta y se había instalado en un sillón con Ana. Noah y Karen estaban en la habitación de al lado, saltando de una cama a otra, a pesar de que ella les había dicho varias veces que dejaran de hacerlo.


El doctor Alfonso parecía tomarse bien las travesuras de sus hijos, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta su profesión. Sin embargo, había algo en él que indicaba que no se hallaba muy cómodo con la situación. Nada que ella pudiera describir claramente, era más bien una impresión.


—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? — preguntó más por decir algo que por auténtica curiosidad.


—Veamos —dijo Pedro, que estaba apoyado en la cómoda con los brazos cruzados—. Hay cuatro habitaciones abajo sin contar la zona de la consulta, y seis dormitorios y dos baños aquí arriba.


—¡Dios Santo!


Pedro sonrió.


—Ésta había sido la casa familiar del doctor Patterson. Era el más pequeño de nueve y sus padres ampliaban la casa siempre que podían.


—¿Y nadie de la familia quiso la casa a la muerte del doctor?


—No. Sus hermanos y sobrinos están ahora dispersos por todo el país.


—¿Y él no tenía hijos?


—No. Se casó dos veces, pero no tuvo hijos.


Paula guardó silencio un momento.


—¿Y usted vive solo aquí?


—Sí.


—¿Y por qué decidió ser médico rural? — preguntó ella.


Pedro sonrió.


—Porque de niño estaba enfermo a menudo.


—¿Usted?


—Sí. Alergia, bronquitis recurrente, un poco de todo. Cuando el doctor Patterson no estaba en la granja, era porque estaba yo aquí en su consulta. Así nos hicimos amigos y cuando empecé a mejorar de mis muchos achaques, él me llevó consigo en sus visitas y yo empecé a pensar que quería seguir sus pasos.


Sonrió.


—Mucha gente pensaba que estaba loco por querer un trabajo con pocos beneficios, muchas horas de esfuerzo y un sueldo inestable, pero nadie pudo disuadirme —miró su reloj —. Son casi las ocho, ¿quieres que acueste a los niños?


Paula abrió la boca para decir que no, pero comprendió que había una gran diferencia entre estar sentada en una silla o luchar con dos niños sobreexcitados que no querrían acostarse.


—Se lo agradecería mucho.


Pedro entró en la habitación contigua y Paula lo siguió con Ana en brazos.


—Sacad los cepillos de dientes de la maleta y lavaos los dientes —les dijo. Miró a Pedro, que había sacado un pijama y un camisón de la maleta—. Están tan contentos con los abrigos nuevos que no me atrevo a decirles que los devuelvan.


—Pues me alegro —repuso él —, porque ofenderías a Ines.


Oyeron risas en el cuarto de baño, seguidas de un grito.


—¡Noah! —gritó la mujer—. Espero que no le estés escupiendo pasta a tu hermana.


—¡No, mamá! —más risas. Paula suspiró y miró al médico.


—Supongo que tiene razón, pero...


—Si la situación fuera al contrario, tú habrías hecho lo mismo.


Los niños volvieron del baño con la barbilla empapada. 


Paula se la secó con un pañuelo de papel y los pasó a Pedro, quien se arrodilló delante de Karen y esperó con paciencia a que se desabrochara sola la rebeca. Cuando lo hubo conseguido y miró al hombre con una mezcla de victoria y adoración, a Paula se le encogió el corazón.


—¿Cree que podré ver a Nicolas dentro de unos días? —preguntó.


No sabía por qué lo había dicho, ni por qué eso le parecía una solución, pero así era. Pedro se encogió de hombros.


—Supongo que sí. Buscaremos a alguien que se quede un par de horas con los niños y te llevaré a verlo.


—No necesito que me lleve...


—Yo voy al hospital varias veces por semana a ver a mis pacientes. No tiene sentido que vayamos por separado.


—¡Oh! Supongo que tiene razón —ella se lamió los labios—. Y si Nicolas dice que no le importa, me gustaría ver su casa.


Pedro frunció el ceño.


—Ya le he dicho en la cena que esa casa no está en condiciones para ti y los niños.


—Ya lo sé —suspiró ella—. Pero tendré que decidirlo yo —bajó la voz para que no la oyeran los niños, que hacían dibujos en la condensación de los cristales—. No podemos quedarnos aquí siempre y no podemos volver a Arkansas. No tengo dinero y no me gusta la idea de vivir en el coche. Además, antes tampoco vivíamos en un palacio y si nos quedamos en casa de Nicolas, quizá él pueda venir a pasar la convalecencia en casa en vez de a ese sitio donde dijo usted.


Antes de que Pedro pudiera contestar, sonó su teléfono móvil, que llevaba en el cinturón.


—¿Sí? —escuchó un momento—. ¿Cuánta fiebre tiene? —una pausa—. Bien, estaré ahí en menos de tres cuartos de hora... No, no, el tiempo va a empeorar otra vez, no tiene sentido que saques al niño con el frío y la lluvia.


Colgó el teléfono y miró a Paula


—¿Estaréis bien?


—Claro que sí. Váyase tranquilo.


Pedro les dio las buenas noches y se marchó.


Y Paula observó acostarse a sus hijos y pensó que, si Pedro Alfonso estaba siempre tan ocupado cuidando de los demás, ¿quién cuidaba de él?








NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 8




—Hola, Aldo —Pedro se acercó con una sonrisa al anciano sentado en la sala de espera, sonrisa que dedicó a continuación a Ruth, la hija de Aldo, que estaba sentada a su lado y agarraba con firmeza el bolso de piel negro que tenía en las rodillas. El viejo iba a una revisión porque había tenido un brote de neumonía unas semanas atrás—. Adelante. ¿Cómo te encuentras?


Pasó con ellos a la consulta y procedió a examinar concienzudamente al anciano.


Cuando se quedó solo, se tomó un momento antes de llamar al próximo paciente. Se sentó en la silla detrás del escritorio y apoyó la mejilla en la mano. Por supuesto, no era la primera vez que oía una historia como la de Paula o era testigo de los efectos de la ignorancia y el abuso sobre la mente y el cuerpo. Y antes de animarla a hablar sabía ya que se metía en aguas peligrosas. Pero no había sido la historia en sí lo que más lo había alterado, sino el modo de contarla.


La voz firme de ella y el modo en que lo miraba, como desafiándolo a juzgarla.


No sabía por qué sentía algo parecido a admiración por una mujer que no se disculpaba por querer a un hombre que la había dejado con tres niños y sin nada, pero así era. Había entregado aquel amor libre y altruistamente, el amor ilógico e irresistible de la juventud. Y ahora, cuando ese amor la había dejado en un buen brete, su orgullo se resentía de tener que pedir ayuda a desconocidos.


Como una niña testaruda. Una niña testaruda y valiente con alma de mujer, una mujer que merecía mucho más de lo que la vida le había dado hasta el momento.


Una mujer que merecía un hombre que pudiera colocarla por encima de todo. Que pudiera ofrecerle algo más que sueños.
Una llamada en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Fue a abrir y se encontró con la sonrisa de Sara Metcalf, una paciente crónica de psoriasis.


—No quiero molestarlo, doctor, pero Aldo ha salido hace rato y...


—Sí, sí, perdona — Pedro se hizo a un lado para dejarla pasar, decidido a apartar de su mente todo lo que no tuviera que ver con su trabajo.



***


Una ventana pequeña encima de la bañera dejaba pasar luz suficiente para que Paula viera su imagen en el armario de las medicinas de encima del lavabo. Se lavó los dientes y se miró con atención. ¿Podía alguien considerarla guapa? Ella sólo veía una piel blanca y un pelo castaño, una boca que era poco más que una ranura en su rostro, una nariz demasiado larga, ojos demasiado separados. Y su cuerpo no sabía lo que era una curva.


Y no, no se menospreciaba ni sentía lástima de sí misma. 


Aquello eran hechos. Suspiró y volvió a la cama. Oh, bueno... al menos tenía todavía un ego al que le gustaba saber que un hombre podía considerarla guapa.


Y como en su vida no había tantas cosas buenas, no estaba de más que disfrutara con aquélla, aunque la hubiera recibido de segunda mano, como su ropa, y a través de alguien que no la veía para nada como mujer.


Bostezó. Después de todo, seguramente era mejor así.



****


El último paciente del día se marchó media hora antes de que Pedro empezara a oír el ruido de voces y pasos que señalaba el regreso de Ines y los niños. Entraron como una tromba en la consulta. Los niños llevaban abrigos nuevos, azul marino el de Noah, rosa brillante el de Karen.


—¡Mire lo que nos ha comprado Ines, doctor Pedro! —sonrió Noah—. Tiene montones de bolsillos.


Pedro, sentado frente a su escritorio, se quitó las gafas para mirar al niño, que terminaba un helado de cucurucho, y a Karen, que, tomada de la mano de Ines, le dedicaba una sonrisa cubierta de chocolate.


—Estoy guapa —dijo.


—Claro que sí —sonrió el médico. Hizo señas a Noah de que se acercara y le limpió la cara con un pañuelo de papel—. ¿Se puede saber dónde has metido a estos niños, Ines?


La mujer no se había molestado en quitarse el poncho, prueba inequívoca de que no pensaba quedarse.


—La chica de Verna Madison va a tener otro hijo y tienen cachorros de labrador en la casa, ¿los has visto ya? Son cinco.


—¿Puedo enseñarle mi abrigo a mamá? — preguntó Noah.


—Tu madre y Ana están durmiendo —repuso Pedro—, pero hay juguetes en la sala de espera. ¿Por qué no construyes algo que puedas enseñarle luego a tu madre?


Cuando salieron los niños, Pedro miró a la comadrona, que se ruborizó.


—Quería comprárselos —dijo—. Además, estaban a mitad de precio. Son de los del año pasado.


Pedro movió la cabeza.


—Me parece que alguien necesita ser abuela.


Ines suspiró. Su hija Daniela, a la que había criado sola, se había ido de Haven para asistir a la universidad, trabajaba ahora como abogado en un bufete de Nueva York y parecía decidida, no sólo a no volver a Haven, sino también a no dar nietos a su madre.


—Creo que de eso ya he desistido. Estoy orgullosa de mi hija, pero juro que, si me dice una vez más que una carrera es mucho más interesante que criar a un niño, le voy a retorcer el cuello.


Pedro se echó a reír.


—¿Qué vas a hacer con tus invitados? — preguntó la mujer.


—Todavía no lo sé —repuso el médico—. Aunque algo me dice que tú sí.


—Conociéndote, eres capaz de poner a los niños en sacos de dormir en el cuarto de Paula y la niña.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué tiene eso de malo?


—A veces me pregunto cómo pudieron pensar que eras lo bastante listo para darte esa beca —resopló Ines—. ¿Cómo vas a cuidar de la madre y la niña si ellas duermen aquí y tú estás arriba? Además, esos dos necesitan espacio propio y tú tienes dos dormitorios interconectados arriba que serían perfectos para...


—¡Por todos los santos, Ines! Respira, ¿quieres? —Pedro la miró con algo que se parecía mucho a miedo oprimiéndole el pecho. ¿Pero de qué tenía miedo? Cierto que hacía mucho que no tenía compañía, pero eso no podía ser tan desagradable. ¿O sí?


—Voy a hacer las camas — Ines se quitó el poncho y retrocedió hacia la puerta—. Tienes sábanas limpias, ¿verdad?


—En el armario al final del pasillo. ¡Eh, no soy ningún vagabundo!


—Pues lo pareces.


Pedro suspiró y sintió que alguien lo miraba. Se volvió con el ceño fruncido.


—¿Estás enfadado? —preguntó Karen.


Pedro sintió que se derretía por dentro. Colocó a la niña sobre la cadera, como hacía con los niños de tres años que acudían a su consulta. La diferencia era que aquélla no se iría a casa cinco minutos después.


—No, tesoro, no estoy enfadado.


Los ojos azules de ella lo observaron un momento. Luego Karen le echó los brazos al cuello. Y Pedro empezó a darse cuenta de que estaba en apuros.