viernes, 25 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 9






Paula miró su nuevo dormitorio, que no era muy diferente al del piso de abajo, pero tenía dos ventanas y parecía más grande e invitador, aunque quizá eso último se debía a las lámparas color rosa que daban una luz cálida a cada lado de la cama.


Ines les había dado la cena a todos antes de marcharse y había preparado las camas. Los ojos de Paula se habían llenado de lágrimas por enésima vez aquel día al pensar en la amabilidad que les mostraban unos desconocidos.


Como no era ninguna inválida, se había puesto unos vaqueros con la camiseta y se había instalado en un sillón con Ana. Noah y Karen estaban en la habitación de al lado, saltando de una cama a otra, a pesar de que ella les había dicho varias veces que dejaran de hacerlo.


El doctor Alfonso parecía tomarse bien las travesuras de sus hijos, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta su profesión. Sin embargo, había algo en él que indicaba que no se hallaba muy cómodo con la situación. Nada que ella pudiera describir claramente, era más bien una impresión.


—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? — preguntó más por decir algo que por auténtica curiosidad.


—Veamos —dijo Pedro, que estaba apoyado en la cómoda con los brazos cruzados—. Hay cuatro habitaciones abajo sin contar la zona de la consulta, y seis dormitorios y dos baños aquí arriba.


—¡Dios Santo!


Pedro sonrió.


—Ésta había sido la casa familiar del doctor Patterson. Era el más pequeño de nueve y sus padres ampliaban la casa siempre que podían.


—¿Y nadie de la familia quiso la casa a la muerte del doctor?


—No. Sus hermanos y sobrinos están ahora dispersos por todo el país.


—¿Y él no tenía hijos?


—No. Se casó dos veces, pero no tuvo hijos.


Paula guardó silencio un momento.


—¿Y usted vive solo aquí?


—Sí.


—¿Y por qué decidió ser médico rural? — preguntó ella.


Pedro sonrió.


—Porque de niño estaba enfermo a menudo.


—¿Usted?


—Sí. Alergia, bronquitis recurrente, un poco de todo. Cuando el doctor Patterson no estaba en la granja, era porque estaba yo aquí en su consulta. Así nos hicimos amigos y cuando empecé a mejorar de mis muchos achaques, él me llevó consigo en sus visitas y yo empecé a pensar que quería seguir sus pasos.


Sonrió.


—Mucha gente pensaba que estaba loco por querer un trabajo con pocos beneficios, muchas horas de esfuerzo y un sueldo inestable, pero nadie pudo disuadirme —miró su reloj —. Son casi las ocho, ¿quieres que acueste a los niños?


Paula abrió la boca para decir que no, pero comprendió que había una gran diferencia entre estar sentada en una silla o luchar con dos niños sobreexcitados que no querrían acostarse.


—Se lo agradecería mucho.


Pedro entró en la habitación contigua y Paula lo siguió con Ana en brazos.


—Sacad los cepillos de dientes de la maleta y lavaos los dientes —les dijo. Miró a Pedro, que había sacado un pijama y un camisón de la maleta—. Están tan contentos con los abrigos nuevos que no me atrevo a decirles que los devuelvan.


—Pues me alegro —repuso él —, porque ofenderías a Ines.


Oyeron risas en el cuarto de baño, seguidas de un grito.


—¡Noah! —gritó la mujer—. Espero que no le estés escupiendo pasta a tu hermana.


—¡No, mamá! —más risas. Paula suspiró y miró al médico.


—Supongo que tiene razón, pero...


—Si la situación fuera al contrario, tú habrías hecho lo mismo.


Los niños volvieron del baño con la barbilla empapada. 


Paula se la secó con un pañuelo de papel y los pasó a Pedro, quien se arrodilló delante de Karen y esperó con paciencia a que se desabrochara sola la rebeca. Cuando lo hubo conseguido y miró al hombre con una mezcla de victoria y adoración, a Paula se le encogió el corazón.


—¿Cree que podré ver a Nicolas dentro de unos días? —preguntó.


No sabía por qué lo había dicho, ni por qué eso le parecía una solución, pero así era. Pedro se encogió de hombros.


—Supongo que sí. Buscaremos a alguien que se quede un par de horas con los niños y te llevaré a verlo.


—No necesito que me lleve...


—Yo voy al hospital varias veces por semana a ver a mis pacientes. No tiene sentido que vayamos por separado.


—¡Oh! Supongo que tiene razón —ella se lamió los labios—. Y si Nicolas dice que no le importa, me gustaría ver su casa.


Pedro frunció el ceño.


—Ya le he dicho en la cena que esa casa no está en condiciones para ti y los niños.


—Ya lo sé —suspiró ella—. Pero tendré que decidirlo yo —bajó la voz para que no la oyeran los niños, que hacían dibujos en la condensación de los cristales—. No podemos quedarnos aquí siempre y no podemos volver a Arkansas. No tengo dinero y no me gusta la idea de vivir en el coche. Además, antes tampoco vivíamos en un palacio y si nos quedamos en casa de Nicolas, quizá él pueda venir a pasar la convalecencia en casa en vez de a ese sitio donde dijo usted.


Antes de que Pedro pudiera contestar, sonó su teléfono móvil, que llevaba en el cinturón.


—¿Sí? —escuchó un momento—. ¿Cuánta fiebre tiene? —una pausa—. Bien, estaré ahí en menos de tres cuartos de hora... No, no, el tiempo va a empeorar otra vez, no tiene sentido que saques al niño con el frío y la lluvia.


Colgó el teléfono y miró a Paula


—¿Estaréis bien?


—Claro que sí. Váyase tranquilo.


Pedro les dio las buenas noches y se marchó.


Y Paula observó acostarse a sus hijos y pensó que, si Pedro Alfonso estaba siempre tan ocupado cuidando de los demás, ¿quién cuidaba de él?








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