viernes, 25 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 8




—Hola, Aldo —Pedro se acercó con una sonrisa al anciano sentado en la sala de espera, sonrisa que dedicó a continuación a Ruth, la hija de Aldo, que estaba sentada a su lado y agarraba con firmeza el bolso de piel negro que tenía en las rodillas. El viejo iba a una revisión porque había tenido un brote de neumonía unas semanas atrás—. Adelante. ¿Cómo te encuentras?


Pasó con ellos a la consulta y procedió a examinar concienzudamente al anciano.


Cuando se quedó solo, se tomó un momento antes de llamar al próximo paciente. Se sentó en la silla detrás del escritorio y apoyó la mejilla en la mano. Por supuesto, no era la primera vez que oía una historia como la de Paula o era testigo de los efectos de la ignorancia y el abuso sobre la mente y el cuerpo. Y antes de animarla a hablar sabía ya que se metía en aguas peligrosas. Pero no había sido la historia en sí lo que más lo había alterado, sino el modo de contarla.


La voz firme de ella y el modo en que lo miraba, como desafiándolo a juzgarla.


No sabía por qué sentía algo parecido a admiración por una mujer que no se disculpaba por querer a un hombre que la había dejado con tres niños y sin nada, pero así era. Había entregado aquel amor libre y altruistamente, el amor ilógico e irresistible de la juventud. Y ahora, cuando ese amor la había dejado en un buen brete, su orgullo se resentía de tener que pedir ayuda a desconocidos.


Como una niña testaruda. Una niña testaruda y valiente con alma de mujer, una mujer que merecía mucho más de lo que la vida le había dado hasta el momento.


Una mujer que merecía un hombre que pudiera colocarla por encima de todo. Que pudiera ofrecerle algo más que sueños.
Una llamada en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Fue a abrir y se encontró con la sonrisa de Sara Metcalf, una paciente crónica de psoriasis.


—No quiero molestarlo, doctor, pero Aldo ha salido hace rato y...


—Sí, sí, perdona — Pedro se hizo a un lado para dejarla pasar, decidido a apartar de su mente todo lo que no tuviera que ver con su trabajo.



***


Una ventana pequeña encima de la bañera dejaba pasar luz suficiente para que Paula viera su imagen en el armario de las medicinas de encima del lavabo. Se lavó los dientes y se miró con atención. ¿Podía alguien considerarla guapa? Ella sólo veía una piel blanca y un pelo castaño, una boca que era poco más que una ranura en su rostro, una nariz demasiado larga, ojos demasiado separados. Y su cuerpo no sabía lo que era una curva.


Y no, no se menospreciaba ni sentía lástima de sí misma. 


Aquello eran hechos. Suspiró y volvió a la cama. Oh, bueno... al menos tenía todavía un ego al que le gustaba saber que un hombre podía considerarla guapa.


Y como en su vida no había tantas cosas buenas, no estaba de más que disfrutara con aquélla, aunque la hubiera recibido de segunda mano, como su ropa, y a través de alguien que no la veía para nada como mujer.


Bostezó. Después de todo, seguramente era mejor así.



****


El último paciente del día se marchó media hora antes de que Pedro empezara a oír el ruido de voces y pasos que señalaba el regreso de Ines y los niños. Entraron como una tromba en la consulta. Los niños llevaban abrigos nuevos, azul marino el de Noah, rosa brillante el de Karen.


—¡Mire lo que nos ha comprado Ines, doctor Pedro! —sonrió Noah—. Tiene montones de bolsillos.


Pedro, sentado frente a su escritorio, se quitó las gafas para mirar al niño, que terminaba un helado de cucurucho, y a Karen, que, tomada de la mano de Ines, le dedicaba una sonrisa cubierta de chocolate.


—Estoy guapa —dijo.


—Claro que sí —sonrió el médico. Hizo señas a Noah de que se acercara y le limpió la cara con un pañuelo de papel—. ¿Se puede saber dónde has metido a estos niños, Ines?


La mujer no se había molestado en quitarse el poncho, prueba inequívoca de que no pensaba quedarse.


—La chica de Verna Madison va a tener otro hijo y tienen cachorros de labrador en la casa, ¿los has visto ya? Son cinco.


—¿Puedo enseñarle mi abrigo a mamá? — preguntó Noah.


—Tu madre y Ana están durmiendo —repuso Pedro—, pero hay juguetes en la sala de espera. ¿Por qué no construyes algo que puedas enseñarle luego a tu madre?


Cuando salieron los niños, Pedro miró a la comadrona, que se ruborizó.


—Quería comprárselos —dijo—. Además, estaban a mitad de precio. Son de los del año pasado.


Pedro movió la cabeza.


—Me parece que alguien necesita ser abuela.


Ines suspiró. Su hija Daniela, a la que había criado sola, se había ido de Haven para asistir a la universidad, trabajaba ahora como abogado en un bufete de Nueva York y parecía decidida, no sólo a no volver a Haven, sino también a no dar nietos a su madre.


—Creo que de eso ya he desistido. Estoy orgullosa de mi hija, pero juro que, si me dice una vez más que una carrera es mucho más interesante que criar a un niño, le voy a retorcer el cuello.


Pedro se echó a reír.


—¿Qué vas a hacer con tus invitados? — preguntó la mujer.


—Todavía no lo sé —repuso el médico—. Aunque algo me dice que tú sí.


—Conociéndote, eres capaz de poner a los niños en sacos de dormir en el cuarto de Paula y la niña.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué tiene eso de malo?


—A veces me pregunto cómo pudieron pensar que eras lo bastante listo para darte esa beca —resopló Ines—. ¿Cómo vas a cuidar de la madre y la niña si ellas duermen aquí y tú estás arriba? Además, esos dos necesitan espacio propio y tú tienes dos dormitorios interconectados arriba que serían perfectos para...


—¡Por todos los santos, Ines! Respira, ¿quieres? —Pedro la miró con algo que se parecía mucho a miedo oprimiéndole el pecho. ¿Pero de qué tenía miedo? Cierto que hacía mucho que no tenía compañía, pero eso no podía ser tan desagradable. ¿O sí?


—Voy a hacer las camas — Ines se quitó el poncho y retrocedió hacia la puerta—. Tienes sábanas limpias, ¿verdad?


—En el armario al final del pasillo. ¡Eh, no soy ningún vagabundo!


—Pues lo pareces.


Pedro suspiró y sintió que alguien lo miraba. Se volvió con el ceño fruncido.


—¿Estás enfadado? —preguntó Karen.


Pedro sintió que se derretía por dentro. Colocó a la niña sobre la cadera, como hacía con los niños de tres años que acudían a su consulta. La diferencia era que aquélla no se iría a casa cinco minutos después.


—No, tesoro, no estoy enfadado.


Los ojos azules de ella lo observaron un momento. Luego Karen le echó los brazos al cuello. Y Pedro empezó a darse cuenta de que estaba en apuros.







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