sábado, 5 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 4




Pedro estaba algo nervioso cuando llegó a la casa de Paula Chaves, situada en la segunda planta de un bloque de apartamentos.


Ella no sabía quién era él. Podía, por tanto, empezar desde cero, como si iniciara una nueva vida. La prensa se había cebado con la historia de la muerte de la joven Ashley Tuller. Después de aquel trágico suceso, sus amigos habían tratado de ayudarle a superar el trance, invitándole a cenar o a tomar un café a media tarde.


Pero la prensa sensacionalista había aprovechado para publicar su foto saliendo de casa de uno de uno de sus amigos. El cantante country se divierte mientras una familia llora, decía el pie de la foto. Se publicaron otros titulares, igualmente tendenciosos, acompañando viejas fotos de otros tiempos. Hasta que llegó un momento en que él no pudo aguantar más y decidió marcharse a Montana para escapar de todo aquello.


Ahora, sin embargo…


Cuando Paula abrió la puerta, Pedro sintió un extraño vacío en el estómago.


La primera vez que la había visto iba con una sencilla camiseta de color amarillo y unos pantalones vaqueros, y el pelo recogido. Por la mañana, la había visto con los mismos vaqueros y una camisa Oxford blanca. Esa noche, sin embargo, llevaba una falda de color crema por encima de la rodilla y una blusa roja de seda. Y llevaba el pelo suelto. Su espléndida melena rubia le caía libremente por los hombros. 


Sintió la sangre circulando por sus venas a una velocidad por encima del límite permitido.


Tenía que tratar de controlarse. Después de todo, iban a tener de carabina a un niño de cuatro años y medio.


—Hola —dijo Pedro a modo de saludo, tratando de no decir ninguna inconveniencia.


—Vamos, entra —respondió ella con una sonrisa.


Pedro llevaba en la mano una bolsa de comida que había comprado en el restaurante de DJ. Se dirigió a la cocina y la dejó en la mesa. Miró a su alrededor. La cocina era pequeña, pero muy acogedora. Y estaba muy bien puesta, con sus cortinas de color café con flores estampadas en verde, a juego con los manteles y las fundas de las sillas. Se veía que los electrodomésticos no eran nuevos, pero todo estaba limpio e inmaculado, desde el blanco crudo de las encimeras hasta el verde pálido de las baldosas del suelo.


—Un apartamento muy bonito.


—Es pequeño, pero a nosotros nos gusta.


Se quedaron mirándose unos segundos sin que ninguno de los dos dijera nada, pero conscientes de la química que empezaba a surgir entre ellos. Él, para romper la tensión, señaló finalmente con la mano a los paquetes que había dejado en la mesa.


—He traído estas costillas del restaurante de DJ para que puedas comparar.


—¿Quieres que juzgue cuál de los dos restaurantes es el que las hace mejor?


—Sí. Aunque yo ya sé cuál es.


Ella se echó a reír y él escuchó el sonido de su sonrisa como si fuera una música celestial.


Se quitó las gafas de sol que llevaba puestas y las colgó del bolsillo de la camisa, esperando que ella le reconociera, al verle ahora de cerca, sin gafas ni sombrero. Pero ella se dio media vuelta, se dirigió al frigorífico y sacó una jarra de té frío.


Joaquin entró corriendo en la cocina en ese momento.


—No puedes ver ahora mis juguetes porque mamá me ha mandado que los recogiera todos.


—No quería que te tropezases con alguno al entrar —replicó Paula con otra de sus sonrisas.


Pedro la miró fijamente, preguntándose si habría sido una buena idea ir a cenar a esa casa. Cada vez que ella sonreía y se miraban a los ojos le daba la impresión de que la habitación se ponía a dar vueltas alrededor de ellos.


—¿Podemos comer ya? —dijo el niño—. Aquí hay algo que huele muy bien.


—Tenemos costillas a la barbacoa y puré de patatas —dijo Pedro sonriendo—. Y para acompañarlo: judías verdes, pan de maíz y una tarta de manzana recién hecha.


—¡Qué bien! —exclamó Joaquin, con los ojos como platos.


—¡Todo un banquete! —dijo Paula—. ¿Te has encargado tú de comprarlo todo?


—En el restaurante de DJ, uno puede encontrar cualquier cosa que desee.


Pedro había visto los carteles publicitarios del LipSmackin’ Ribs, en el que aparecía su dueño, Woody Paulson, señalando con el dedo las ofertas del restaurante que, a su juicio, no tenían ni punto de comparación con las de DJ.


Paula abrió un armario de la cocina, sacó unos platos y los puso en la mesa.


—¿Tomas té o prefieres una cerveza?


—Prefiero el té, gracias —respondió Pedro, consciente de que esa noche necesitaba mantener la cabeza despejada.


—Voy a lavarme las manos —dijo Joaquin, dirigiéndose al cuarto de baño.


—Buen chico —afirmó su madre, felicitándole.


Cuando estuvieron solos, Pedro se dirigió a ella con aire misterioso.


—¿Qué te dijo Daniel de mí cuando le llamaste? ¿He pasado la prueba?


—Aún no he dictado el veredicto —comentó ella con una irónica sonrisa.


Pedro recordó entonces el juicio que tenía abierto. La sentencia podría cambiar la vida de muchas personas.


Debió poner una expresión tan seria que Paula se vio en la necesidad de quitar algo de hierro al asunto.


—No te lo tomes así. Solo estaba bromeando. Además, me gusta formarme mi propia opinión de las personas.


—Así es como debe ser —replicó él, acercándose un poco más a ella.


Paula se quedó mirando su boca. Pedro había pensado en afeitarse para la ocasión, pero finalmente había desistido. Hasta hacía unos meses, siempre había tenido un aspecto pulcro y aseado, con el pelo corto y la cara bien afeitada, pero últimamente se había convertido realmente en otra persona, con la que se encontraba más a gusto cada día.


Paula tomó la jarra y sirvió el té en los vasos.


—El doctor Traub me dijo que respondía de ti totalmente. Que os conocéis desde niños y que has demostrado ser uno de sus mejores amigos, estando a su lado siempre que te ha necesitado. ¡Ah!, y me dijo también que te gustaban mucho los niños.


Pedro siempre había tenido a gala gozar de la amistad de Daniel. Y ahora más que nunca.


—Daniel es muy generoso. No sé si sabré estar a la altura de las circunstancias.


—Estoy convencida de que sí. El doctor Traub es de Texas, ¿verdad? Los dos tenéis un marcado acento tejano.


—Daniel y yo somos de Midland.


—Pues ahora estás un poco lejos de tu tierra, ¿no?


Él comprendió que ella esperaba que le diera más explicaciones, pero él no estaba seguro de que fuera el momento adecuado para confesarle ciertas cosas.


—¿Y qué me dices de ti? ¿De dónde eres?


—De Bozeman.


Bozeman estaba a media hora de camino al este de Thunder Canyon. Pero, a decir verdad, él estaba más interesado en saber otras cosas de ella que en averiguar dónde había nacido.


—No es mi intención ofenderte, pero no sé cómo preguntarte qué tipo de relación mantienes con el padre de Joaquin.


—El padre de Joaquin murió antes de que él naciera.


—Lo siento.


Antes de que Pedro pudiera hacerle otra pregunta, Joaquin apareció de nuevo en la puerta y se sentó de un salto en la silla.


—Ya estoy limpito —dijo el niño.


Paula sonrió a su hijo, tratando de sobreponerse al estado de confusión en que la había dejado la pregunta de Pedro. Él también estaba algo desconcertado. No podía haberse imaginado que viviera sola con su hijo cuando insistió esa mañana en cenar con ella. De lo que no le cabía ninguna duda era de que era una buena madre.


Aquella era una situación nueva para él. Nunca había salido con una mujer que tuviera un hijo. Aunque tampoco podía decir, con propiedad, que estuviera saliendo realmente con Paula. Simplemente estaba cenando con ella… y con su hijo.


Apenas cabían los tres en la pequeña mesa de la cocina. 


Pedro trataba de encogerse para ocupar el menor espacio posible, pero no sabía donde poner las piernas y, en cuanto se movía un poco hacia un lado, acababa dando con el codo a Joaquin o a Paula. El niño se reía mucho. Se lo estaba pasando en grande. Tenía las manos y la boca llenas de churretes de la salsa a la barbacoa y del puré de patatas que se le caía de la cuchara de vez en cuando.


Pedro se limpió los dedos en la servilleta y miró a Paula que parecía disfrutar de la cena.


—Dime, ¿qué te parecen las costillas?


—Excelentes —dijo ella encogiéndose de hombros—, pero la salsa es prácticamente la misma que la que ponemos en el LipSmackin’ Ribs. Tengo que admitir que el pan de maíz es maravilloso, pero no estoy dispuesta a incluirlo en mi dieta diaria. No quiero engordar varios kilos y tener que comprarme ropa nueva dos tallas más grande.


Pedro la miró de arriba abajo con cara de experto en valoración de siluetas femeninas.


—Por eso no tienes que preocuparte —dijo él con voz grave, como si fuera toda una autoridad en la materia.


Paula se puso tan colorada que él llegó a pensar que no debía estar muy acostumbrada a recibir ese tipo de elogios. 


Vio entonces que tenía una pequeña mancha de salsa en el labio superior y, sin pensárselo dos veces, se inclinó hacia ella y se la limpió, pasándole la yema del pulgar por el labio. 


Nunca pensó que un gesto tan simple pudiera llegar a ser tan sensual.


Ambos se quedaron callados. Paula no se apartó y él se dio cuenta entonces de la atracción recíproca que estaba naciendo entre ellos. Sintió una sensación muy grata al contacto de su piel, pero pensó que era demasiado pronto para besarla.


Paula tenía un hijo y él tenía una vida tan caótica que ninguna mujer querría tener una relación estable con él.


Apartó la mano de mala gana, tomó la servilleta y se dirigió a Joaquin.


—Creo que te va a quedar un bigote de salsa de barbacoa para siempre si no te lo quitas ahora mismo —dijo Pedro limpiándole la boca con la servilleta—. Y esas manos van a necesitar también un poco de agua y jabón.


—Eso es lo mismo que me dice mi abuelo —dijo el niño.


Pedro miró a Paula como esperando alguna explicación.


—Joaquin se queda con los padres de Eduardo mientras yo estoy trabajando. Eduardo y yo nunca llegamos a casarnos, pero ellos siempre me han tratado como a una hija.


Pedro vio la expresión del rostro de Paula y pensó que tal vez ella creyera que la estaba juzgando por ser una madre soltera. Como si él estuviera en disposición de juzgar a alguien.


—Estoy lleno —anunció Joaquin de repente.


—¿No quieres un poco de tarta de manzana? —le preguntó su madre.


—Ahora no —dijo el niño, bajándose de la silla—. ¿Puede jugar Pedro un poco conmigo?


—Eso tendrás que preguntárselo a él —respondió Paula mirando a Pedro con una sonrisa.


—Me gustaría mucho jugar contigo. Pero antes tendrás que enseñarme.


—Tomaremos el café y la tarta después de que Joaquin se haya ido a la cama — dijo Paula.


—Me parece una buena idea.





viernes, 4 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 3




A la mañana siguiente, Paula salió de Mops & Brooms, la agencia de servicios de limpieza. Llevaba a Joaquin de la mano. Miró aturdida el tráfico que circulaba en ambas direcciones por Oak Avenue. ¡Los de la agencia la acababan de despedir! Le habían dado una excusa muy amable aunque muy poco convincente, pero ella adivinaba la verdadera razón.


El niño, viendo a su madre ensimismada en sus pensamientos, le tiró de la mano para que le hiciera más caso. Tenía el pelo castaño y los ojos azules como ella.


—¿Me vas a llevar ahora al colegio?


Paula tenía ya organizadas las actividades del día. Llevaría a Joaquin al colegio. Los Lambert irían a recogerlo a la salida. 


Olga y Manuel, los padres de Eduardo, se ofrecían siempre gustosos a quedarse con el niño cuando ella tenía que ir a trabajar.


Aquel viernes tenía que ir de once a cuatro al restaurante LipSmackin’ Ribs. Ese día no tenía el turno de noche. Hasta entonces, con el trabajo que le proporcionaba la agencia de limpieza y su empleo como camarera en el restaurante, había conseguido salir adelante. Pero ahora, que la habían despedido de Mops & Brooms, no tenía claro cómo llegaría a fin de mes.


—Sí —respondió ella, mirando a su hijo con ternura.


Paula no podía aún creer que el «hombre de la montaña» la hubiera traicionado y hubiera ido a quejarse a la agencia. Habían hecho un trato. Aún podía recordar el calor de su mano, el perfume a campo que emanaba de su cuerpo varonil y la sobriedad de su mirada.


Lo tendría que haber pensado mejor antes de fiarse de un desconocido. Ahora tendría que buscarse otro trabajo que pudiera simultanear con el del restaurante. Y eso no sería nada fácil.


Caminaba por Oak Avenue con Joaquin de la mano, cuando vio un todoterreno de color gris plateado deteniéndose en la acera junto al parquímetro. El vehículo se parecía mucho al que había visto en el garaje de la casa de la montaña.


Reconoció entonces al hombre de la montaña. Llevaba el sombrero calado y se había puesto gafas de sol. Se bajó del vehículo y se dirigió hacia la agencia Mops & Brooms. ¿Qué iría a hacer allí? ¿No le había hecho ya bastante daño?


Él se detuvo en seco al verla.


—Hola. No esperaba verte por aquí —dijo él a modo de saludo con una leve sonrisa.


—Yo tampoco —respondió ella con frialdad.


Paula no podía verle los ojos. Lo único que veía era su propia imagen reflejada en los espejos de las gafas.


—Está la mañana un poco fría, ¿verdad? —exclamó él tratando de relajar la tensión que había advertido en ella—. ¿Es hijo tuyo? —preguntó él, al no ver ningún anillo en su mano.


¿Por qué estaba tratando de ser amable, después de lo que le había hecho?, se preguntó ella.


—Me llamo Joaquin —respondió el niño muy orgulloso.


Paula no pudo ocultar su contrariedad. Le había dicho muchas veces a su hijo que no hablase ni se acercase a un extraño, pero era obvio que el niño no le había hecho ningún caso.


—Joaquin es un nombre muy bonito. ¿Adónde vas con esa mochila tan moderna? ¡Vaya, pero si tiene a Bob Esponja! Supongo que ibas a la escuela, ¿no?


—Sí —respondió Joaquin—. Voy a preescolar. Mamá dice que tengo que portarme bien. No sé si me va a gustar mucho. Pero me ha dicho también que podré dibujar y pintar. Y eso ya me gusta más.


El hombre de la montaña no pudo evitar una sonrisa. 


Paula agarró entonces a Joaquin de la mano y se encaminó con él hacia el coche.


—Si vas a preescolar, eso significa que debes tener… cuatro años —dijo el hombre.


—No, soy más mayor. Tengo ya cuatro años y medio —respondió Joaquin—. Mi cumpleaños es en febrero. Mamá dice que yo fui su regalo de San Valentín.


Paula pudo ver el esfuerzo que el hombre tuvo que hacer para no echarse a reír de nuevo. Pero ella solo quería seguir su camino, a pesar de que seguía sintiendo aquella extraña atracción por él y de que sabía que aquello era una insensatez.


¿Cómo podía sentir una cosa así por un hombre que había sido el causante de que la hubieran despedido? Y sin embargo, él se estaba comportando con toda naturalidad como si nada hubiera pasado.


—Tenemos que irnos —dijo ella con frialdad.


Él, sin embargo, no se apartó y se quedó mirándola unos segundos fijamente como tratando de descubrir la causa por la que se estaba comportando con él de aquella forma tan fría.


—Siento lo de ayer. Creo que tuve una reacción desproporcionada cuando entré y te vi en casa. No debería haber sido tan… grosero.


Paula no conseguía entenderlo. ¿Se estaba disculpando por haberse comportado de forma grosera con ella cuando había sido el responsable de que la hubieran despedido?


Joaquin, consciente de que había pasado a un segundo plano, trató de recuperar su protagonismo tirándole al hombre de la manga de la camisa.


—Mamá y yo nos levantamos esta mañana temprano para venir aquí. Pero a ella la han despedido y ahora no sabe qué hacer.


El hombre, sorprendido, se quitó las gafas de sol y se las metió en un bolsillo de la camisa.


—Así que esa es la razón por la que has estado comportándote conmigo de esa manera tan fría. Porque crees que yo me he quejado a la agencia de servicios de limpieza, ¿no es verdad?


—¿Y no es así? —dijo ella con voz temblorosa.


—No. Había venido a la agencia precisamente para todo lo contrario. Iba a proponerles que te aumentaran el sueldo, por todo lo que has hecho por mí. Además, te hice una promesa ayer, ¿no lo recuerdas?


—Las palabras se las lleva el viento —replicó ella, recordando la de veces que Eduardo le había prometido casarse con ella, pero luego había encontrado siempre alguna excusa para darle largas.


—Yo mantengo mis promesas. ¿Qué ha pasado?


—El gerente de la agencia me dijo que el negocio no iba muy bien y que tenía que prescindir de parte del personal. Y como yo era de las últimas que había entrado…


—Sí, son tiempos difíciles para todos. Pero, si quieres, yo podría conseguir que te readmitieran.


Ella se quedó mirando al hombre de los ojos verdes, preguntándose por qué mostraba ese interés por ella.


Joaquin se estaba aburriendo como una ostra, con aquella conversación de mayores.


—¿Nos vamos ya? —dijo el niño—. Tú también puedes venir con nosotros.


—Joaquin, estoy segura de que este señor tendrá cosas más importantes que hacer.


—Me encantaría ver todas esas cosas que aprendes en el colegio —dijo el hombre, y luego añadió mirando de nuevo a Paula—: ¿Qué te parece si almorzamos juntos? Así podríamos seguir hablando de tu trabajo con más tranquilidad.


—Oh, no. No puedo. Empiezo en mi otro empleo a las once. Trabajo de camarera en el LipSmackin’ Ribs —dijo ella con toda naturalidad, y luego añadió al ver cómo él fruncía el ceño con un gesto de contrariedad—. Tengo que pagar las facturas del mes.


En los últimos cuatro años, había tenido todo tipo de empleos para sacar adelante a su hijo, desde peluquera de perros hasta ayudante en un salón de belleza.


Y no se avergonzaba de nada, pues todo lo hacía por su hijo.


—Creo que he vuelto a meter la pata —dijo él, moviendo la cabeza a uno y otro lado—. El caso es que soy amigo de Daniel Traub y resulta que su primo DJ es el propietario del Rib Shack, el restaurante rival del LipSmackin’ Ribs, donde tú trabajas. No me gustaría poner el pie en ese restaurante, pero, ¿por qué no nos vemos cuando termines de trabajar?


—Tendré que ir a recoger a Joaquin a casa de un matrimonio que cuida de él cuando estoy trabajando.


—¿Tal vez podamos tomar entonces un café durante el descanso? —dijo él con una sonrisa.


Cada vez que veía sonreír a aquel hombre, ella sentía como si, en vez de sangre, corriera por sus venas una especie de fluido pastoso y caliente, parecido a la mantequilla derretida. Estaba confusa por la insistencia que demostraba en salir con ella. Habían pasado ya siete años desde aquella primera cita que tuvo con Eduardo. Y desde el día de su trágico accidente, hacía ya casi cinco años, no había vuelto a salir con ningún hombre.


Pero aquel hombre de la montaña parecía tener algo especial.


—Puedes llamar a Daniel si necesitas referencias mías —dijo él, sacando una tarjeta de visita de su cartera y dándosela en la mano.


Era del doctor Daniel Traub. Ella había oído hablar de él en el restaurante. Al parecer se trataba de un médico que además era heredero de una empresa petrolífera. Había dos números en la tarjeta. Estuvo tentada de llamar al primero, pero su sentido común le dijo que no debía aceptar aquella invitación. Además, con qué cara iba a presentarse en casa de los padres de Eduardo a pedirles que se quedasen con su nieto porque ella tenía una cita con un hombre.


Había oído que el doctor Traub había abierto una clínica en Thunder Canyon, en el centro de la ciudad. Era un ciudadano muy respetable. Su hermano Javier, en cambio, había protagonizado una escena bastante desagradable durante el banquete de bodas de su otro hermano, Claudio, el pasado mes de junio.


—Ni siquiera sé su nombre —dijo ella sin levantar la mirada de la tarjeta de Daniel.


—Me llamo Pedro —respondió él, tras unos instantes de duda.


—¿Solo Pedro?


—Sí, solo Pedro. Por ahora.


Ella podía tener muchos defectos, pero entre ellos no estaba el ser impulsiva.


¿Cómo iba a serlo teniendo un hijo a su cargo? Pero en la situación en que estaba, tras haber perdido uno de sus dos trabajos y con un horizonte bastante oscuro, se sintió menos prudente de lo habitual. Aunque no tanto como para aceptar quedarse a solas con aquel hombre tan apuesto.


—¿Por qué no vienes esta noche a cenar a mi apartamento? Joaquin nos haría compañía —dijo ella, pensando que eso acabaría disuadiéndole.


Imaginó que él pondría alguna excusa y se marcharía de allí con viento fresco.


Pero estaba muy equivocada si pensaba que él iba a hacer una cosa así.


Él se quedó un buen rato pensativo, como para darle a entender que estaba sopesando la invitación y que tal vez pudiera rechazarla, pero finalmente dijo algo que ella nunca hubiera esperado.


—Me parece bien. Pero yo llevaré la comida. No quiero que después de volver del restaurante tengas que seguir trabajando para nosotros.


Ella se le quedó mirando asombrada. ¿A qué hombre, al que una mujer le había invitado a su casa, se le ocurriría llevar la comida?


—¡Qué bien! —dijo el niño, radiante de alegría—. Te enseñaré mis juguetes. Mamá dice que tengo juguetes por toda la casa.


—Sí, me gustará mucho verlos —dijo Pedro muy sonriente, mirando a Paula, que no parecía poder apartar de él la mirada.


Iba a invitar a cenar a un extraño en su apartamento. ¿Se estaría volviendo loca?


—¿Te arrepientes ahora? —preguntó Pedro, con gesto serio, como si le estuviese leyendo el pensamiento—. Está bien, toma, llama a Daniel —dijo él, sacando el móvil del bolsillo—. No empieza la consulta hasta las nueve.


Paula se quedó mirando pensativa el teléfono de Pedro. Ella no tenía móvil, a pesar de que había pensado, más de una vez, comprarse uno. Marcó el número de Daniel Traub, antes de que pudiera cambiar de opinión.


—Hola, Pedro. ¿Qué tal…? —respondió una voz al otro lado de la línea.


—No soy Pedro —le interrumpió ella en seguida—. Soy Paula Chaves. Pedro me ha dado su nombre como referencia. Vamos a cenar juntos esta noche y me gustaría saber… Bueno, tengo un hijo y…


Hubo un breve silencio. Luego se oyó la voz serena del doctor Traub.


—Respondo de Pedro. Nos conocemos desde pequeños. Es un buen amigo y siempre ha estado a mi lado cuando le he necesitado. Y además le gustan mucho los niños. ¿Desea saber alguna cosa más de él?


Todo, pensó ella. Pero no fue eso lo que dijo.


—No, eso es todo por ahora. Gracias.


—Si necesita cualquier cosa, ya sabe mi número. No dude en llamarme.


Paula colgó y miró a Pedro.


—Despejadas todas las dudas —dijo ella con una sonrisa, y luego añadió tras darle la dirección de su apartamento—: ¿Te parece bien a las siete?


—Muy bien.


Ella le devolvió el móvil. Al hacerlo, sus manos se rozaron levemente. Ella se apartó en seguida como si hubiera sentido una corriente eléctrica atravesándole el cuerpo.


Tenía una cita esa noche con un extraño del que desconocía su apellido pero del que tenía muy buenas referencias.





UNA CANCION: CAPITULO 2




Cuando Paula Chaves salió de la casa, Pedro Alfonso se sintió confuso y desconcertado. No solo había conseguido perturbarle, sino también excitarle.


Se quitó el sombrero Stetson y lo dejó colgado del perchero que había en la entrada de la cocina. Se pasó la mano por la cara como tratando de reconocerse a sí mismo. Sabía que era otro hombre después de lo que había ocurrido en abril. 


Ya no podría volver a componer música y mucho menos cantar.


Entró en el cuarto de estar y se quedó mirando la guitarra que estaba apoyada en el escritorio.


¿Cómo podía componer canciones cuando sabía que una chica de trece años había resultado muerta después de uno de sus conciertos? ¿Cómo podía escribir canciones cuando las revistas sensacionalistas e incluso la prensa seria le presentaban como una celebridad a la que no le importaba lo más mínimo lo que pudiera pasarle a la gente de a pie?


Su vida se había convertido en un verdadero caos de la noche a la mañana.


Oyó que alguien llamaba a la puerta. Giró la cabeza, pensando que sería la chica de la limpieza, seguramente se habría olvidado algo.


Tenía que reconocer que no le disgustaría volver a verla. Era una joven muy atractiva. Tenía el pelo rubio y sedoso, los ojos de un color azul casi violeta y un cuerpo que satisfaría las fantasías eróticas del hombre más exigente.


Tal vez le hubiera reconocido. ¿Sabría guardar un secreto?


Se dirigió al vestíbulo y abrió la puerta.


No sabría decir si se sintió aliviado o decepcionado cuando vio a Daniel Traub, la única persona que sabía, hasta entonces, que él vivía en aquella casa.


—He visto un coche saliendo de la casa. ¿Quién era? —preguntó Daniel, entrando en la cocina y dejando en la mesa unas bandejas con comida china.


—Era la chica de la limpieza. Estaba aún aquí cuando regresé de mi paseo por la montaña.


—Vaya, vaya…


—Pero hicimos una especie de trato. Ella me prometió que no se lo contaría a nadie.


—¿Y tú qué le vas a dar a cambio? —preguntó Daniel con aire cauteloso.


Daniel hacía un año que se había trasladado a Thunder Canyon. Estaba felizmente casado y tenía una niña de casi tres años. Pedro y él habían ido juntos de niños a la escuela en Midland, Texas. Se conocían demasiado bien como para andarse con rodeos.


—La chica estaba recogiendo del suelo algo que se le había caído, cuando yo entré. Se mostró muy asustada, pensando que podría perder su trabajo si iba a quejarme a la agencia. Así que le propuse un trato: si ella no contaba a nadie que me había visto en esta casa yo tampoco iría a la agencia a quejarme de ella. Me pareció una persona en la que se podía confiar.


—¿Cuánto tiempo estuviste hablando con ella?


—El tiempo justo para recoger el café del suelo y echarlo a la basura.


Daniel comenzó a abrir las bandejas de comida que había comprado y miró a su amigo con aire aún más receloso que antes.


—Entonces, ¿qué? ¿Te ha caído bien esa chica por alguna razón? ¿Qué edad tiene?


—No soy muy bueno calculando la edad de las personas, pero diría que puede tener unos veintiocho o veintinueve años. Y sí, tienes razón, me ha caído bien.


—Está bien —dijo Daniel mirando a Pedro con una sonrisa de complicidad.


—Está bien, ¿qué? —exclamó Pedro con gesto malhumorado.


—Me parece una buena noticia que hayas decidido volver a la vida y que, por fin, te hayas dado cuenta de que no puedes seguir viviendo eternamente en esta montaña. Llevas aquí ya cuatro meses, Pedro. Y en todo ese tiempo no has visto a nadie más que a Erika y a mí. Ni siquiera tienes un teléfono en esta casa para poder hablar con tu madre, tu abogado, tu manager o alguno de tu grupo de música. Yo tengo que actuar de intermediario. Por cierto, tu madre me ha llamado para quejarse de que apenas hablas con ella.


—Sabes que hablo con mi madre todas las semanas. Aquí, en la montaña, no hay cobertura y para hablar con el móvil tengo que bajar hasta la carretera. ¿Qué ocurre? ¿Te has cansado ya de trasmitirme los mensajes?


Daniel abrió un cajón de la cocina con gesto imperturbable. 


Sacó un cucharón y lo metió en una bandeja de cartón que parecía tener pollo lo mein: unas tiras de carne de pollo con verduras y fideos muy finos.


—No, no es eso, y tú lo sabes. Erika y yo sabemos que necesitas tiempo y tranquilidad. Tienes que mantenerte alejado de esos paparazzi que te persiguen como perros de presa. Pero en algún momento tendrás que volver a la vida y enfrentarte al mundo y a los problemas.


Pedro miró de nuevo a su guitarra.


—Ahora no. Aún no es el momento —replicó él, pensando que tal vez ya no lo sería nunca.


Daniel sacó unos tenedores del cajón y se volvió hacia su amigo con gesto sonriente.


—¿De qué color tenía los ojos?