viernes, 4 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 2




Cuando Paula Chaves salió de la casa, Pedro Alfonso se sintió confuso y desconcertado. No solo había conseguido perturbarle, sino también excitarle.


Se quitó el sombrero Stetson y lo dejó colgado del perchero que había en la entrada de la cocina. Se pasó la mano por la cara como tratando de reconocerse a sí mismo. Sabía que era otro hombre después de lo que había ocurrido en abril. 


Ya no podría volver a componer música y mucho menos cantar.


Entró en el cuarto de estar y se quedó mirando la guitarra que estaba apoyada en el escritorio.


¿Cómo podía componer canciones cuando sabía que una chica de trece años había resultado muerta después de uno de sus conciertos? ¿Cómo podía escribir canciones cuando las revistas sensacionalistas e incluso la prensa seria le presentaban como una celebridad a la que no le importaba lo más mínimo lo que pudiera pasarle a la gente de a pie?


Su vida se había convertido en un verdadero caos de la noche a la mañana.


Oyó que alguien llamaba a la puerta. Giró la cabeza, pensando que sería la chica de la limpieza, seguramente se habría olvidado algo.


Tenía que reconocer que no le disgustaría volver a verla. Era una joven muy atractiva. Tenía el pelo rubio y sedoso, los ojos de un color azul casi violeta y un cuerpo que satisfaría las fantasías eróticas del hombre más exigente.


Tal vez le hubiera reconocido. ¿Sabría guardar un secreto?


Se dirigió al vestíbulo y abrió la puerta.


No sabría decir si se sintió aliviado o decepcionado cuando vio a Daniel Traub, la única persona que sabía, hasta entonces, que él vivía en aquella casa.


—He visto un coche saliendo de la casa. ¿Quién era? —preguntó Daniel, entrando en la cocina y dejando en la mesa unas bandejas con comida china.


—Era la chica de la limpieza. Estaba aún aquí cuando regresé de mi paseo por la montaña.


—Vaya, vaya…


—Pero hicimos una especie de trato. Ella me prometió que no se lo contaría a nadie.


—¿Y tú qué le vas a dar a cambio? —preguntó Daniel con aire cauteloso.


Daniel hacía un año que se había trasladado a Thunder Canyon. Estaba felizmente casado y tenía una niña de casi tres años. Pedro y él habían ido juntos de niños a la escuela en Midland, Texas. Se conocían demasiado bien como para andarse con rodeos.


—La chica estaba recogiendo del suelo algo que se le había caído, cuando yo entré. Se mostró muy asustada, pensando que podría perder su trabajo si iba a quejarme a la agencia. Así que le propuse un trato: si ella no contaba a nadie que me había visto en esta casa yo tampoco iría a la agencia a quejarme de ella. Me pareció una persona en la que se podía confiar.


—¿Cuánto tiempo estuviste hablando con ella?


—El tiempo justo para recoger el café del suelo y echarlo a la basura.


Daniel comenzó a abrir las bandejas de comida que había comprado y miró a su amigo con aire aún más receloso que antes.


—Entonces, ¿qué? ¿Te ha caído bien esa chica por alguna razón? ¿Qué edad tiene?


—No soy muy bueno calculando la edad de las personas, pero diría que puede tener unos veintiocho o veintinueve años. Y sí, tienes razón, me ha caído bien.


—Está bien —dijo Daniel mirando a Pedro con una sonrisa de complicidad.


—Está bien, ¿qué? —exclamó Pedro con gesto malhumorado.


—Me parece una buena noticia que hayas decidido volver a la vida y que, por fin, te hayas dado cuenta de que no puedes seguir viviendo eternamente en esta montaña. Llevas aquí ya cuatro meses, Pedro. Y en todo ese tiempo no has visto a nadie más que a Erika y a mí. Ni siquiera tienes un teléfono en esta casa para poder hablar con tu madre, tu abogado, tu manager o alguno de tu grupo de música. Yo tengo que actuar de intermediario. Por cierto, tu madre me ha llamado para quejarse de que apenas hablas con ella.


—Sabes que hablo con mi madre todas las semanas. Aquí, en la montaña, no hay cobertura y para hablar con el móvil tengo que bajar hasta la carretera. ¿Qué ocurre? ¿Te has cansado ya de trasmitirme los mensajes?


Daniel abrió un cajón de la cocina con gesto imperturbable. 


Sacó un cucharón y lo metió en una bandeja de cartón que parecía tener pollo lo mein: unas tiras de carne de pollo con verduras y fideos muy finos.


—No, no es eso, y tú lo sabes. Erika y yo sabemos que necesitas tiempo y tranquilidad. Tienes que mantenerte alejado de esos paparazzi que te persiguen como perros de presa. Pero en algún momento tendrás que volver a la vida y enfrentarte al mundo y a los problemas.


Pedro miró de nuevo a su guitarra.


—Ahora no. Aún no es el momento —replicó él, pensando que tal vez ya no lo sería nunca.


Daniel sacó unos tenedores del cajón y se volvió hacia su amigo con gesto sonriente.


—¿De qué color tenía los ojos?



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