sábado, 5 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 4




Pedro estaba algo nervioso cuando llegó a la casa de Paula Chaves, situada en la segunda planta de un bloque de apartamentos.


Ella no sabía quién era él. Podía, por tanto, empezar desde cero, como si iniciara una nueva vida. La prensa se había cebado con la historia de la muerte de la joven Ashley Tuller. Después de aquel trágico suceso, sus amigos habían tratado de ayudarle a superar el trance, invitándole a cenar o a tomar un café a media tarde.


Pero la prensa sensacionalista había aprovechado para publicar su foto saliendo de casa de uno de uno de sus amigos. El cantante country se divierte mientras una familia llora, decía el pie de la foto. Se publicaron otros titulares, igualmente tendenciosos, acompañando viejas fotos de otros tiempos. Hasta que llegó un momento en que él no pudo aguantar más y decidió marcharse a Montana para escapar de todo aquello.


Ahora, sin embargo…


Cuando Paula abrió la puerta, Pedro sintió un extraño vacío en el estómago.


La primera vez que la había visto iba con una sencilla camiseta de color amarillo y unos pantalones vaqueros, y el pelo recogido. Por la mañana, la había visto con los mismos vaqueros y una camisa Oxford blanca. Esa noche, sin embargo, llevaba una falda de color crema por encima de la rodilla y una blusa roja de seda. Y llevaba el pelo suelto. Su espléndida melena rubia le caía libremente por los hombros. 


Sintió la sangre circulando por sus venas a una velocidad por encima del límite permitido.


Tenía que tratar de controlarse. Después de todo, iban a tener de carabina a un niño de cuatro años y medio.


—Hola —dijo Pedro a modo de saludo, tratando de no decir ninguna inconveniencia.


—Vamos, entra —respondió ella con una sonrisa.


Pedro llevaba en la mano una bolsa de comida que había comprado en el restaurante de DJ. Se dirigió a la cocina y la dejó en la mesa. Miró a su alrededor. La cocina era pequeña, pero muy acogedora. Y estaba muy bien puesta, con sus cortinas de color café con flores estampadas en verde, a juego con los manteles y las fundas de las sillas. Se veía que los electrodomésticos no eran nuevos, pero todo estaba limpio e inmaculado, desde el blanco crudo de las encimeras hasta el verde pálido de las baldosas del suelo.


—Un apartamento muy bonito.


—Es pequeño, pero a nosotros nos gusta.


Se quedaron mirándose unos segundos sin que ninguno de los dos dijera nada, pero conscientes de la química que empezaba a surgir entre ellos. Él, para romper la tensión, señaló finalmente con la mano a los paquetes que había dejado en la mesa.


—He traído estas costillas del restaurante de DJ para que puedas comparar.


—¿Quieres que juzgue cuál de los dos restaurantes es el que las hace mejor?


—Sí. Aunque yo ya sé cuál es.


Ella se echó a reír y él escuchó el sonido de su sonrisa como si fuera una música celestial.


Se quitó las gafas de sol que llevaba puestas y las colgó del bolsillo de la camisa, esperando que ella le reconociera, al verle ahora de cerca, sin gafas ni sombrero. Pero ella se dio media vuelta, se dirigió al frigorífico y sacó una jarra de té frío.


Joaquin entró corriendo en la cocina en ese momento.


—No puedes ver ahora mis juguetes porque mamá me ha mandado que los recogiera todos.


—No quería que te tropezases con alguno al entrar —replicó Paula con otra de sus sonrisas.


Pedro la miró fijamente, preguntándose si habría sido una buena idea ir a cenar a esa casa. Cada vez que ella sonreía y se miraban a los ojos le daba la impresión de que la habitación se ponía a dar vueltas alrededor de ellos.


—¿Podemos comer ya? —dijo el niño—. Aquí hay algo que huele muy bien.


—Tenemos costillas a la barbacoa y puré de patatas —dijo Pedro sonriendo—. Y para acompañarlo: judías verdes, pan de maíz y una tarta de manzana recién hecha.


—¡Qué bien! —exclamó Joaquin, con los ojos como platos.


—¡Todo un banquete! —dijo Paula—. ¿Te has encargado tú de comprarlo todo?


—En el restaurante de DJ, uno puede encontrar cualquier cosa que desee.


Pedro había visto los carteles publicitarios del LipSmackin’ Ribs, en el que aparecía su dueño, Woody Paulson, señalando con el dedo las ofertas del restaurante que, a su juicio, no tenían ni punto de comparación con las de DJ.


Paula abrió un armario de la cocina, sacó unos platos y los puso en la mesa.


—¿Tomas té o prefieres una cerveza?


—Prefiero el té, gracias —respondió Pedro, consciente de que esa noche necesitaba mantener la cabeza despejada.


—Voy a lavarme las manos —dijo Joaquin, dirigiéndose al cuarto de baño.


—Buen chico —afirmó su madre, felicitándole.


Cuando estuvieron solos, Pedro se dirigió a ella con aire misterioso.


—¿Qué te dijo Daniel de mí cuando le llamaste? ¿He pasado la prueba?


—Aún no he dictado el veredicto —comentó ella con una irónica sonrisa.


Pedro recordó entonces el juicio que tenía abierto. La sentencia podría cambiar la vida de muchas personas.


Debió poner una expresión tan seria que Paula se vio en la necesidad de quitar algo de hierro al asunto.


—No te lo tomes así. Solo estaba bromeando. Además, me gusta formarme mi propia opinión de las personas.


—Así es como debe ser —replicó él, acercándose un poco más a ella.


Paula se quedó mirando su boca. Pedro había pensado en afeitarse para la ocasión, pero finalmente había desistido. Hasta hacía unos meses, siempre había tenido un aspecto pulcro y aseado, con el pelo corto y la cara bien afeitada, pero últimamente se había convertido realmente en otra persona, con la que se encontraba más a gusto cada día.


Paula tomó la jarra y sirvió el té en los vasos.


—El doctor Traub me dijo que respondía de ti totalmente. Que os conocéis desde niños y que has demostrado ser uno de sus mejores amigos, estando a su lado siempre que te ha necesitado. ¡Ah!, y me dijo también que te gustaban mucho los niños.


Pedro siempre había tenido a gala gozar de la amistad de Daniel. Y ahora más que nunca.


—Daniel es muy generoso. No sé si sabré estar a la altura de las circunstancias.


—Estoy convencida de que sí. El doctor Traub es de Texas, ¿verdad? Los dos tenéis un marcado acento tejano.


—Daniel y yo somos de Midland.


—Pues ahora estás un poco lejos de tu tierra, ¿no?


Él comprendió que ella esperaba que le diera más explicaciones, pero él no estaba seguro de que fuera el momento adecuado para confesarle ciertas cosas.


—¿Y qué me dices de ti? ¿De dónde eres?


—De Bozeman.


Bozeman estaba a media hora de camino al este de Thunder Canyon. Pero, a decir verdad, él estaba más interesado en saber otras cosas de ella que en averiguar dónde había nacido.


—No es mi intención ofenderte, pero no sé cómo preguntarte qué tipo de relación mantienes con el padre de Joaquin.


—El padre de Joaquin murió antes de que él naciera.


—Lo siento.


Antes de que Pedro pudiera hacerle otra pregunta, Joaquin apareció de nuevo en la puerta y se sentó de un salto en la silla.


—Ya estoy limpito —dijo el niño.


Paula sonrió a su hijo, tratando de sobreponerse al estado de confusión en que la había dejado la pregunta de Pedro. Él también estaba algo desconcertado. No podía haberse imaginado que viviera sola con su hijo cuando insistió esa mañana en cenar con ella. De lo que no le cabía ninguna duda era de que era una buena madre.


Aquella era una situación nueva para él. Nunca había salido con una mujer que tuviera un hijo. Aunque tampoco podía decir, con propiedad, que estuviera saliendo realmente con Paula. Simplemente estaba cenando con ella… y con su hijo.


Apenas cabían los tres en la pequeña mesa de la cocina. 


Pedro trataba de encogerse para ocupar el menor espacio posible, pero no sabía donde poner las piernas y, en cuanto se movía un poco hacia un lado, acababa dando con el codo a Joaquin o a Paula. El niño se reía mucho. Se lo estaba pasando en grande. Tenía las manos y la boca llenas de churretes de la salsa a la barbacoa y del puré de patatas que se le caía de la cuchara de vez en cuando.


Pedro se limpió los dedos en la servilleta y miró a Paula que parecía disfrutar de la cena.


—Dime, ¿qué te parecen las costillas?


—Excelentes —dijo ella encogiéndose de hombros—, pero la salsa es prácticamente la misma que la que ponemos en el LipSmackin’ Ribs. Tengo que admitir que el pan de maíz es maravilloso, pero no estoy dispuesta a incluirlo en mi dieta diaria. No quiero engordar varios kilos y tener que comprarme ropa nueva dos tallas más grande.


Pedro la miró de arriba abajo con cara de experto en valoración de siluetas femeninas.


—Por eso no tienes que preocuparte —dijo él con voz grave, como si fuera toda una autoridad en la materia.


Paula se puso tan colorada que él llegó a pensar que no debía estar muy acostumbrada a recibir ese tipo de elogios. 


Vio entonces que tenía una pequeña mancha de salsa en el labio superior y, sin pensárselo dos veces, se inclinó hacia ella y se la limpió, pasándole la yema del pulgar por el labio. 


Nunca pensó que un gesto tan simple pudiera llegar a ser tan sensual.


Ambos se quedaron callados. Paula no se apartó y él se dio cuenta entonces de la atracción recíproca que estaba naciendo entre ellos. Sintió una sensación muy grata al contacto de su piel, pero pensó que era demasiado pronto para besarla.


Paula tenía un hijo y él tenía una vida tan caótica que ninguna mujer querría tener una relación estable con él.


Apartó la mano de mala gana, tomó la servilleta y se dirigió a Joaquin.


—Creo que te va a quedar un bigote de salsa de barbacoa para siempre si no te lo quitas ahora mismo —dijo Pedro limpiándole la boca con la servilleta—. Y esas manos van a necesitar también un poco de agua y jabón.


—Eso es lo mismo que me dice mi abuelo —dijo el niño.


Pedro miró a Paula como esperando alguna explicación.


—Joaquin se queda con los padres de Eduardo mientras yo estoy trabajando. Eduardo y yo nunca llegamos a casarnos, pero ellos siempre me han tratado como a una hija.


Pedro vio la expresión del rostro de Paula y pensó que tal vez ella creyera que la estaba juzgando por ser una madre soltera. Como si él estuviera en disposición de juzgar a alguien.


—Estoy lleno —anunció Joaquin de repente.


—¿No quieres un poco de tarta de manzana? —le preguntó su madre.


—Ahora no —dijo el niño, bajándose de la silla—. ¿Puede jugar Pedro un poco conmigo?


—Eso tendrás que preguntárselo a él —respondió Paula mirando a Pedro con una sonrisa.


—Me gustaría mucho jugar contigo. Pero antes tendrás que enseñarme.


—Tomaremos el café y la tarta después de que Joaquin se haya ido a la cama — dijo Paula.


—Me parece una buena idea.





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