Creo que quiero rosas blancas —dijo Paula una semana más tarde cuando estaba escogiendo las flores que quería para su ramo de novia.
Pedro y ella estaban en la floristería. Habían escogido rosas y hiedra para los adornos de las mesas.
—¿Lo ves? —dijo él—. No me necesitas para esto.
No, seguramente no, pensó Paula. Pero ¿acaso no consistía en aquello planear una boda? ¿En que la pareja fuera cómplice también en esos asuntos? Ella viajaría a Daytona el viernes. ¿Le daría aquella separación de fin de semana una mejor perspectiva?
Quería casarse con Pedro. Lo amaba. Pero ahí estaba el
problema. Ella lo amaba pero él a ella no. Siempre la trataba con respeto y se le veía apasionado cuando se besaban.
Tras un matrimonio en el que el amor se había convertido en traición debería estar contenta con los términos de aquella relación.
—Han elegido muy bien —dijo la florista con una sonrisa—. Ahora tenemos que elegir el lazo. Les traeré unas muestras.
—¿Cómo puedes dedicarte a esto? —preguntó Pedro con una mueca.
—Me gusta escoger los detalles —aseguró ella riendo—. El toque adecuado.
Al sonido de la palabra «toque», Paula vio en sus ojos aquel
destello de pasión y supo que no tardarían mucho en hacer el amor.
Pero cuando lo hicieran no habría vuelta atrás. En aquel momento le entregaría su alma y su corazón, y por eso tenía que estar absolutamente segura antes de hacerlo.
—He matriculado a las niñas en la guardaría para el próximo
otoño —dijo entonces para cambiar de tema.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Pedro, borrando de su rostro cualquier expresión de deseo.
—¿No crees que ya es hora de que amplíen un poco sus
horizontes?
—¿Horizontes? Ahora se tienen la una a la otra. Tienen a su
mamá y me tienen a mí.
—A eso me refiero exactamente —insistió Paula—. Necesitan algo más. Yo puedo enseñarles los números, las letras y los colores, pero necesitan relacionarse con otros niños. Mariana ha estado muy aislada.
—La hemos cuidado muy bien —replicó Pedro con sequedad.
—Eso ya lo sé —respondió Paula con voz suave, apretándole suavemente el hombro—. Has hecho un trabajo maravilloso con ella. Pero hay un momento en que empiezan a necesitar algo más que a sus padres.
—No van a ir a ningún sitio. Todavía no. ¿Haces esto porque
quieres tener más tiempo para trabajar?
El hecho de que Pedro pensara que quería «colocar» a las niñas con alguien le dolió.
—No. Esto no tiene nada que ver con trabajar. Se trata de
enriquecer sus vidas.
La florista apareció de nuevo y se acercó al mostrador con una cesta llena de lazos colgada del brazo.
—¿Han escogido ya el color de los vestidos de las damas de
honor?
—Todavía no. Ya volveremos cuando tengamos el tema más
avanzado.
Paula miró de reojo a Pedro. Estaba muy serio. De camino a
Willow Creek no dijo ni una sola palabra. Ella no fue capaz de discernir si estaba enfadado o simplemente pensativo.
Cuando llegaron a casa encontraron a Eleanora y a las niñas
fuera. La madre de Pedro estaba trasplantando flores mientras Abril y Mariana jugaban con una caja llena de tierra.
—¿Qué estáis haciendo, niñas? —preguntó Paula cuando
estuvieron a su lado.
—Ayudar a la abuela —respondió Mariana sin apartar la vista del montón de tierra que estaba juntando.
—¿Qué os parecería jugar con otros niños? —dijo entonces
Pedro, colocándose al lado de Paula.
—Yo jugaba con los niños en el parque —aseguró Abril alzando la vista.
Paula no tenía intención de decir ni una palabra. Pedro había sacado el tema y pensaba dejarle manejar la situación a él.
—¿Y te gustaba?
Abril asintió con la cabeza.
—Mariana, ¿a ti qué te parece?
—¿Vendrá Abril también? —preguntó la niña inclinando
ligeramente la cabeza.
—Claro —contestó Pedro.
—Vale.
Pedro se puso de pie y tras decirle a su madre si no le importaba cuidar unos minutos más de las niñas, guió a Paula a la cocina.
—No termino de acostumbrarme a ti —le espetó una vez dentro.
—¿A qué te refieres?
—En primer lugar, no estoy acostumbrado a compartir la
responsabilidad sobre Mariana. Me resulta difícil.
—Lo siento, pero tengo que decirte lo que creo que es justo.
—Lo sé. Y quiero que lo hagas. Pero no esperes que esté de
acuerdo contigo siempre en un primer momento.
—Debí haberte consultado antes de matricularlas —reconoció Paula con una sonrisa.
Un instante después, Pedro estaba besándola de nuevo.
****
Pedro y Paula se tomaron su tiempo aquella noche al acostar a las niñas. Después de que ella hubiera dado un beso a Mariana y él hubo abrazado a Abril, Paula sintió sus ojos clavados en ella. El recuerdo de sus besos la había perseguido durante todo el día. Sus besos le habían dicho exactamente lo que Pedro quería.
Y cuando salieron del cuarto de las niñas, Paula también supo lo que quería.
—¿Te apetece pasar un rato en el establo? —le preguntó él
deteniéndola suavemente con una mano al salir al pasillo.
—¿Sola o a solas contigo? —bromeó Paula.
Pedro la atrajo hacia sí y la besó apasionadamente.
—A solas conmigo, por supuesto —aseguró con voz grave.
El dormitorio de Pedro estaba a sólo unos metros del suyo, pero dentro de la casa estarían demasiado pendientes de todo y todos.
—A solas contigo suena bien —dijo Paula sin respiración.
Camino al establo, él le rodeó la cintura con el brazo y aquel
contacto provocó que el cuerpo de Paula se pusiera en ebullición. Las estrellas brillaban con fuerza, semejantes a miles de cristales de luz.
Parecían pequeñas bombillas que le indicaran el camino hacia el futuro.
La luna llena facilitaba la visión mientras caminaban por el sendero de gravilla.
Paula pensaba que irían a la parte inferior del establo, donde
había cuadras vacías. Pero para su sorpresa, Pedro abrió la puerta de la parte superior y la sostuvo para que ella entrara. Había paja embalada en los rincones y se distinguía un olor a noche, a heno y a madera antigua.
—¿Dónde vamos? —preguntó Paula con voz queda.
—No hace falta que susurres —respondió Pedro con una
mueca—. Sólo los caballos pueden oírnos. Ven, te enseñaré algo.
Pedro tomó una escalera que había al fondo y, tras asegurarse de que estaba firme, la apoyó contra la pared y levantó una trampilla que llevaba a un nivel superior.
—¿Qué hay ahí arriba?
—El altillo. Esta tarde traje un par de mantas y las coloqué allí.
Pedro había planeado bien aquello y Paula se dio cuenta de que había estado pensando en hacer el amor con ella desde hacía tiempo.
Eso la hizo sentirse deseada, aunque le hubiera gustado que hubiera algo más que deseo.
—Sube con cuidado —le aconsejó Pedro.
Cuando Paula llegó hasta el altillo, él la siguió. Había dejado la luz de abajo encendida, y además abrió la ventanita de arriba, a través de la cual se colaba la luz de la luna y las estrellas. Hacía una nochemmaravillosa. Paula sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
Pedro llevaba puestos aquella noche una camiseta y pantalones vaqueros. Cuando extendió la manta sobre la base de heno, Paula observó el movimiento de los músculos de sus hombros y toda ella se estremeció. Quería acariciarlo. Quería tocarlo por todas partes. Y quería que él hiciera lo mismo.
Pedro se giró un instante y sus miradas se cruzaron. A Paula se le secó la boca.
—Ven aquí —susurró él tumbándose sobre la manta y palmeando suavemente el hueco que tenía al lado.
Cuando Paula ocupó el espacio que Pedro le indicaba, la abrazó y la atrajo hacia sí. Apoyó la barbilla sobre su cabeza y no dijo nada más. Se limitó a escuchar cómo respiraban al unísono.
—Quiero hablarte de mi matrimonio —dijo Paula de pronto.
No sabía muy bien cómo le había surgido aquella idea, pero sabía que no podría hacer el amor con Pedro hasta que él no conociera su verdad.
—Eric tuvo una aventura cuando yo estaba embarazada —
comenzó a decir.
Paula sintió cómo el cuerpo de Pedro se ponía tenso, pero
continuó hablando.
—Las señales estaban ahí. Se había comprado ropa nueva,
llevaba un corte de pelo distinto y pasaba más tiempo fuera de casa. Al principio decía que tenía mucho trabajo y yo lo creí. Pero entonces empezaron a llamar a casa y colgaban y encontré un recibo de la tarjeta de crédito a su nombre por la compra de flores, bombones y una gargantilla de diamantes. Yo no quería creerlo. Pasé un tiempo negándolo todo. Incluso cuando encontré el recibo me dije a mí misma que tal vez pensara regalarme la gargantilla cuando naciera el bebé.
Pero entonces encontré un colorete en su coche y se lo solté todo. Él no lo negó. Sólo se excusó. Dijo que el embarazo me había cambiado y que tenía el presentimiento de que el centro de nuestras atenciones iría a parar al bebé a partir de entonces. Enfrentarse a la paternidad era una gran responsabilidad y él tenía la sensación de que estaba huyendo de ella. Yo traté de mantener la calma. Traté de ser racional. Sabía que gritar y llorar no serviría de nada, aunque eso fuera lo que tenía ganas de hacer. Le pregunté si quería el divorcio. Para mi sorpresa me dijo que no. Insistía en que me amaba.
Paula miró por la ventana para observar durante unos segundos la luna y las estrellas.
—Yo quise creerlo. Aunque mi confianza y mi autoestima se
resquebrajaron aquel día, igual que mi corazón. Pero yo no podía dejar de pensar en el bebé y en el modo en que mi padre se había marchado, dejando a mi madre sola para criarme. Así que accedí a quedarme con Eric y volver a intentarlo.
—¿Por qué no me habías contado esto antes? —protestó Pedro.
—Porque no quería parecer estúpida ni débil.
—Seguir con él no fue una debilidad. Fue una valentía —aseguró Pedro acariciándole el cabello—. Tú querías que Abril tuviera un padre y una madre. Pero tengo la sensación de que no lo conseguiste.
—No, no lo conseguí. Eric siempre estaba fuera de la ciudad. Lo llamé cuando me puse de parto, pero me dijo que no podía cancelar sus reuniones. Cuando Abril nació. Quiero decir... Mariana —se corrigió sacudiendo la cabeza—. Los bebés necesitan muchos cuidados, así que me centré en la niña. Entonces un día, cuando Abril tenía seis meses, Eric fue al médico para hacerse un análisis de sangre porque se sentía muy cansado. Y allí estaba el cáncer. No podía dejarle pasar solo por todo aquello. Ya no había nada entre nosotros, pero era mi marido y el padre de Abril.
—Debió ser muy duro para ti —susurró Pedro atrayéndola hacia sí—. Eres una mujer increíble.
Sus palabras fueron como un bálsamo para todo lo que había tenido que pasar. Paula había recuperado por sí misma la autoestima, pero era agradable ver un reflejo de admiración en los ojos de otra persona, escucharlo en otra voz.
Entonces Pedro la besó suavemente. Sus labios decían que lo comprendía todo, su lengua le dio a entender que la admiraba y que la deseaba. Sus manos le acariciaron la espalda arriba y abajo, acercándola a él hasta que pudo sentir los latidos de su corazón del mismo modo que su erección.
—¿Deseas esto tanto como yo? —preguntó Pedro con la
respiración agitada, dejando un instante de besarla.
—Sí.
Impactada por la propuesta matrimonial de Pedro, Paula sólo pudo pensar en una pregunta.
—¿Por qué?
Él permaneció impasible ante aquella pregunta. Pero así era
Pedro. A menos que se tratara de Abril y de Mariana, siempre se mostraba estoico.
—Estamos viviendo una situación insostenible que tiene mala solución. ¿Las niñas deberían vivir contigo o conmigo? ¿Cómo, dónde y cuándo? Creo que el matrimonio nos ofrecerá la solución perfecta.
—El matrimonio no suele ser una solución —protestó Paula
recordando el suyo.
—Seamos sinceros, Paula: Entre nosotros hay una química
tremenda. ¿Por qué luchar contra ella? ¿Por qué no tomarnos el matrimonio como un acuerdo de negocios que nos beneficia a ambos?
—¿Un acuerdo de negocios?
Pedro pareció frustrado durante unos instantes y luego se
encogió de hombros.
—Será mucho más que eso, por supuesto, porque empezaríamos a compartir nuestras vidas. Dormiríamos juntos, comeríamos juntos y nos ocuparíamos los dos de las niñas. Esas cosas unen.
Sí, esas cosas unían, pensó Paula. Pero, ¿y el amor? ¿Y el anhelo de encontrar el alma gemela?
En lo más profundo de su corazón, una parte de ella pensaba que Pedro podría ser la suya.
****
Todavía había algo de penumbra en el dormitorio de Jillian
cuando alguien llamó con los nudillos.
—¿Paula? —preguntó Pedro en voz baja entreabriendo la puerta.
La tarde anterior habían regresado en silencio de la excursión y durante la cena, ella se había mostrado esquiva y algo tímida con él. Al escuchar ahora su voz, su primer impulso fue preocuparse por las niñas.
—¿Qué ocurre?
—Quiero enseñarte algo —dijo Pedro entrando en su dormitorio vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta—. Ponte la bata y las zapatillas.
—Pero yo...
—Date prisa o te lo perderás. Te espero en el pasillo.
Sin tener ni la menor idea de qué querría enseñarle, Paula corrió al cuarto de baño, se lavó los dientes, se pasó un cepillo por el pelo, agarró la bata de color rosado y se la ató fuertemente mientras se ponía las zapatillas.
—Sólo tenemos diez minutos —le dijo Pedro cuando salió al
pasillo, agarrándola de la mano y sonriendo como un niño pequeño que tuviera un secreto.
Paula se dejó guiar por las escaleras. Al llegar a la cocina salieron por la puerta de atrás. Durante el camino, Pedro había recogido su cortavientos y se lo había colocado a ella alrededor de los hombros.
Tras abrochárselo, Paula se sintió algo avergonzada porque
seguramente tendría un aspecto horrible. Tomó a Pedro del brazo y caminaron hacia el espacio que había entre el arroyo y la bodega.
Entonces lo vio. El cielo estaba teñido de naranja y púrpura y se fue transformando en rosa mientras el sol rompía en el horizonte.
Paula no recordaba cuánto tiempo hacía que no veía un amanecer.
—El de ayer fue espectacular —comentó Pedro pasándole el brazo por el hombro—. Pensé que te gustaría verlo hoy.
Paula fue consciente de lo a gusto que se sentía con su abrazo.
Amaba a aquel hombre. ¿Se estaría engañando al pensar que podrían ser un matrimonio feliz? ¿Se estaría engañando al pensar que algún día podría llegar a olvidar a su anterior esposa?
—He estado pensando en tu proposición —dijo ella cuando el sol subió un poco más en el horizonte y dio comienzo el día.
No podía decirle que lo amaba. Ese amor se convertiría para
Pedro en una carga que no estaría dispuesto a llevar. Podría llegar a ser un impedimento para la relación que estaban intentando construir.
Pero Paula sabía que tenían metas comunes y que miraban en la misma dirección.
—Creo que el matrimonio nos dará a ambos lo que queremos.
—¿Qué es lo que tú quieres, Paula? —le preguntó él tras guardar silencio durante unos segundos.
—Quiero un hogar para Mariana y Abril. Quiero sentirme a
salvo y segura, y saber lo que el mañana me deparará.
—¿Y quieres pasar las noches conmigo, igual que los días? — preguntó Pedro levantándole suavemente la barbilla.
La pasión que destilaban sus ojos la hizo ver que la deseaba, y ella también lo deseaba a él.
—Sí.
Los besos de Pedro siempre habían sido seductoramente
sensuales. La seducían para llevarla hacia la pasión, se metían en su cuerpo y creaban en su interior imágenes que no podía borrar. Esta vez, cuando Pedro la estrechó entre sus brazos y le selló los labios con los suyos fue distinto. No hubo mimos. Sólo hubo deseo masculino y pasión. Eso la halagó y la excitó, aunque también la hizo temer respecto a las intenciones que Pedro tenía con ella. No era hombre de medias tintas. Cuando sucedió lo de Eric, Paula se había preguntado qué era lo había hecho mal. Tal vez no le había dado a su marido lo que necesitaba. Tal vez no le había complacido en la cama. Ahora, aquel viejo temor volvía a asustarla.
Paula se apartó de Pedro. Necesitaba saber qué esperaba de ella antes de ir más lejos.
—Vamos a jurar unos votos, Pedro —dijo mirándolo a los ojos—. Necesito saber qué significa eso para ti.
Los ojos de Pedro se llenaron de una ternura y un cariño que ella no les había visto nunca.
—Esos votos significan que miraré por tus intereses como si
fueran los míos. Significan que te seré fiel.
Paula amaba a Pedro, y, que Dios la ayudara, estaba empezando a confiar en él. Tras la muerte de Eric había prometido no volver a fiarse nunca más de un hombre.
—No tenemos por qué precipitarnos —le aseguró Pedro—.
Podemos planear la boda para otoño. Y en cuanto a dormir juntos, puedo esperar hasta que estés preparada. Te deseo, Paula, pero no soy un cavernícola. No voy a obligarte a hacer nada que tú no quieras hacer.
—Gracias —murmuró ella.
En aquel momento fue consciente de lo nerviosa que hasta
entonces le había puesto aquella situación. Todavía tenían que conocerse mejor, y las niñas tenían también que acostumbrarse a la idea.
—Creo que a Mariana y a Abril les encantará la idea.
—Sí, yo también lo creo —asintió Pedro.
—¿Y qué me dices de tu madre? ¿Cómo crees que se lo tomará?
—Lo averiguaremos cuando se lo contemos —aseguró él
abrazándola—. Has tomado la decisión correcta, Paula. Ya lo verás.
Mientras caminaban de regreso a la casa tomados de la mano, Paula se preguntó cuándo había sido la última vez que se había sentido tan feliz. Durante los últimos años el trabajo la había llenado. Quería a Abril con toda su alma y todo su corazón. Pero parecía como si la felicidad se le escapara. Ahora sentía como si la estuviera rozando con las yemas de los dedos.
Cuando regresaron, Eleanora estaba en la cocina preparando galletas.
—Os habéis levantado los dos muy temprano —dijo mirando de reojo el camisón de Paula, la bata y la chaqueta que tenía sobre los hombros.
—Pedro quería enseñarme el amanecer.
—Yo me levanto todos los días antes del alba y no se me había ocurrido nunca salir a verlo —musitó Eleanora—. Tal vez debería hacerlo mañana.
—Tenemos que decirte algo —dijo Pedro mientras Paula dudaba si quitarse el cortavientos o dejárselo puesto.
Eleanora los miró a ambos con gesto expectante y dejó de remover la mezcla que estaba preparando.
—Vamos a casarnos.
Ella no dijo nada durante unos segundos, y finalmente preguntó:
—¿Cuándo?
—En otoño —intervino Paula—. Todavía no tenemos fecha
exacta.
—Los viñedos están muy bonitos en otoño —aseguró la otra
mujer volviendo a batir la mezcla.
—¿No vas a felicitarnos? —le preguntó Pedro.
Esta vez, Eleanora dejó el cacharro y la cuchara de madera sobre la encimera, se acercó a su hijo y lo abrazó. Luego hizo lo mismo con Paula.
—Felicidades a los dos. Lo digo de verdad. Supongo que
tendremos que hablar de cómo vamos a vivir y...
—No tiene por qué cambiar nada —aseguró Pedro mirando a Paula.
Vio en sus ojos que ella estaba de acuerdo. Eleanora y Paula habían alcanzado una especie de acuerdo al vivir bajo el mismo techo, pero de todas maneras...
—Tal vez por ahora no cambie, pero cuando estéis recién
casados querréis estar solos —insistió su madre—. Había pensado reformar la casa de invitados para Paula, pero puede ser un buen sitio para mí.
—No vamos a sacarte de tu propia casa —se apresuró a decir Paula.
—Hay sitio de sobra —protestó Pedro—. Podríamos comprarte una parcela y construir nuestra propia casa. Tenemos tiempo para pensarlo.
Pedro se giró hacia Paula y la besó fugazmente en los labios.
—Tengo que ir a la bodega.
—¿No desayunas? —le preguntó su madre.
—Ya tomaré luego unas galletas de esas que estás preparando.
Y dicho aquello salió a toda prisa de la casa, dejando a Paula a solas con su madre.
—Será mejor que vaya a vestirme —murmuró la joven.
—Espera, Paula.
Ella se puso tensa para recibir lo que venía después, pero no
estaba preparada para lo que Eleanora le dijo.
—No hagas esto sólo porque sea conveniente. Los matrimonios de convivencia se convierten en matrimonios tristes.
—Ya lo sé —respondió ella con sinceridad—. Yo seguí casada con mi marido porque estaba embarazada, porque creía que el bebé debía tener a sus padres juntos.
—¿Qué ocurrió entre tu marido y tú?
—Eric tuvo una aventura.
—¿Lo sabe Pedro?
Paula negó con la cabeza y se preguntó por qué se lo habría
contado a Eleanora y no a Pedro.
—Creo que tenemos muchas más cosas en común de las que imaginaba —aseguró Eleanora tras estudiarla detenidamente durante unos segundos.
—Mi matrimonio con Pedro no será meramente de conveniencia —le confesó Paula—. Guardo hacia él sentimientos muy profundos que se hacen más fuertes cada día.
Eleanora pareció satisfecha con aquella explicación.
—Creo que tú le haces mucho bien —aseguró la mujer
dirigiéndose a un armario para sacar una sartén—. No le das todo lo que quiere.
—Con Eric hice muchas concesiones. He aprendido la lección.
—Fran no era una mujer fuerte —confesó Eleanora vertiendo la masa que había preparado sobre la sartén—. No era fuerte como tú. Siempre se atenía a los deseos de Pedro. No lo animaba a hacer cosas nuevas. Tú sí. Y lo cierto es que entre ellos no vi nunca las chispas que saltan entre vosotros. Ellos eran muy buenos amigos, y eso es necesario en un matrimonio. Pero está muy bien ser algo más que eso.
Siguiendo un impulso, Paula se acercó a ella y le dio un abrazo.
—¿A qué viene eso? —gruñó Eleanora.
—Creo que me va a gustar tenerte como suegra.
—Espera a que llevéis casados un par de años, a ver si dices lo mismo.
Las dos mujeres se sonrieron la una a la otra y Pedro sintió como si hubiera encontrado su lugar en el mundo.