lunes, 17 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 23




Creo que quiero rosas blancas —dijo Paula una semana más tarde cuando estaba escogiendo las flores que quería para su ramo de novia.


Pedro y ella estaban en la floristería. Habían escogido rosas y hiedra para los adornos de las mesas.


—¿Lo ves? —dijo él—. No me necesitas para esto.


No, seguramente no, pensó Paula. Pero ¿acaso no consistía en aquello planear una boda? ¿En que la pareja fuera cómplice también en esos asuntos? Ella viajaría a Daytona el viernes. ¿Le daría aquella separación de fin de semana una mejor perspectiva?


Quería casarse con Pedro. Lo amaba. Pero ahí estaba el
problema. Ella lo amaba pero él a ella no. Siempre la trataba con respeto y se le veía apasionado cuando se besaban. 


Tras un matrimonio en el que el amor se había convertido en traición debería estar contenta con los términos de aquella relación.


—Han elegido muy bien —dijo la florista con una sonrisa—. Ahora tenemos que elegir el lazo. Les traeré unas muestras.


—¿Cómo puedes dedicarte a esto? —preguntó Pedro con una mueca.


—Me gusta escoger los detalles —aseguró ella riendo—. El toque adecuado.


Al sonido de la palabra «toque», Paula vio en sus ojos aquel
destello de pasión y supo que no tardarían mucho en hacer el amor.


Pero cuando lo hicieran no habría vuelta atrás. En aquel momento le entregaría su alma y su corazón, y por eso tenía que estar absolutamente segura antes de hacerlo.


—He matriculado a las niñas en la guardaría para el próximo
otoño —dijo entonces para cambiar de tema.


—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Pedro, borrando de su rostro cualquier expresión de deseo.


—¿No crees que ya es hora de que amplíen un poco sus
horizontes?


—¿Horizontes? Ahora se tienen la una a la otra. Tienen a su
mamá y me tienen a mí.


—A eso me refiero exactamente —insistió Paula—. Necesitan algo más. Yo puedo enseñarles los números, las letras y los colores, pero necesitan relacionarse con otros niños. Mariana ha estado muy aislada.


—La hemos cuidado muy bien —replicó Pedro con sequedad.


—Eso ya lo sé —respondió Paula con voz suave, apretándole suavemente el hombro—. Has hecho un trabajo maravilloso con ella. Pero hay un momento en que empiezan a necesitar algo más que a sus padres.


—No van a ir a ningún sitio. Todavía no. ¿Haces esto porque
quieres tener más tiempo para trabajar?


El hecho de que Pedro pensara que quería «colocar» a las niñas con alguien le dolió.


—No. Esto no tiene nada que ver con trabajar. Se trata de
enriquecer sus vidas.


La florista apareció de nuevo y se acercó al mostrador con una cesta llena de lazos colgada del brazo.


—¿Han escogido ya el color de los vestidos de las damas de
honor?


—Todavía no. Ya volveremos cuando tengamos el tema más
avanzado.


Paula miró de reojo a Pedro. Estaba muy serio. De camino a
Willow Creek no dijo ni una sola palabra. Ella no fue capaz de discernir si estaba enfadado o simplemente pensativo.


Cuando llegaron a casa encontraron a Eleanora y a las niñas
fuera. La madre de Pedro estaba trasplantando flores mientras Abril y Mariana jugaban con una caja llena de tierra.


—¿Qué estáis haciendo, niñas? —preguntó Paula cuando
estuvieron a su lado.


—Ayudar a la abuela —respondió Mariana sin apartar la vista del montón de tierra que estaba juntando.


—¿Qué os parecería jugar con otros niños? —dijo entonces
Pedro, colocándose al lado de Paula.


—Yo jugaba con los niños en el parque —aseguró Abril alzando la vista.


Paula no tenía intención de decir ni una palabra. Pedro había sacado el tema y pensaba dejarle manejar la situación a él.


—¿Y te gustaba?


Abril asintió con la cabeza.


—Mariana, ¿a ti qué te parece?


—¿Vendrá Abril también? —preguntó la niña inclinando
ligeramente la cabeza.


—Claro —contestó Pedro.


—Vale.


Pedro se puso de pie y tras decirle a su madre si no le importaba cuidar unos minutos más de las niñas, guió a Paula a la cocina.


—No termino de acostumbrarme a ti —le espetó una vez dentro.


—¿A qué te refieres?


—En primer lugar, no estoy acostumbrado a compartir la
responsabilidad sobre Mariana. Me resulta difícil.


—Lo siento, pero tengo que decirte lo que creo que es justo.


—Lo sé. Y quiero que lo hagas. Pero no esperes que esté de
acuerdo contigo siempre en un primer momento.


—Debí haberte consultado antes de matricularlas —reconoció Paula con una sonrisa.


Un instante después, Pedro estaba besándola de nuevo.



****


Pedro y Paula se tomaron su tiempo aquella noche al acostar a las niñas. Después de que ella hubiera dado un beso a Mariana y él hubo abrazado a Abril, Paula sintió sus ojos clavados en ella. El recuerdo de sus besos la había perseguido durante todo el día. Sus besos le habían dicho exactamente lo que Pedro quería.


Y cuando salieron del cuarto de las niñas, Paula también supo lo que quería.


—¿Te apetece pasar un rato en el establo? —le preguntó él
deteniéndola suavemente con una mano al salir al pasillo.


—¿Sola o a solas contigo? —bromeó Paula.


Pedro la atrajo hacia sí y la besó apasionadamente.


—A solas conmigo, por supuesto —aseguró con voz grave.


El dormitorio de Pedro estaba a sólo unos metros del suyo, pero dentro de la casa estarían demasiado pendientes de todo y todos.


—A solas contigo suena bien —dijo Paula sin respiración.


Camino al establo, él le rodeó la cintura con el brazo y aquel
contacto provocó que el cuerpo de Paula se pusiera en ebullición. Las estrellas brillaban con fuerza, semejantes a miles de cristales de luz.


Parecían pequeñas bombillas que le indicaran el camino hacia el futuro.


La luna llena facilitaba la visión mientras caminaban por el sendero de gravilla.


Paula pensaba que irían a la parte inferior del establo, donde
había cuadras vacías. Pero para su sorpresa, Pedro abrió la puerta de la parte superior y la sostuvo para que ella entrara. Había paja embalada en los rincones y se distinguía un olor a noche, a heno y a madera antigua.


—¿Dónde vamos? —preguntó Paula con voz queda.


—No hace falta que susurres —respondió Pedro con una
mueca—. Sólo los caballos pueden oírnos. Ven, te enseñaré algo.


Pedro tomó una escalera que había al fondo y, tras asegurarse de que estaba firme, la apoyó contra la pared y levantó una trampilla que llevaba a un nivel superior.


—¿Qué hay ahí arriba?


—El altillo. Esta tarde traje un par de mantas y las coloqué allí.


Pedro había planeado bien aquello y Paula se dio cuenta de que había estado pensando en hacer el amor con ella desde hacía tiempo.


Eso la hizo sentirse deseada, aunque le hubiera gustado que hubiera algo más que deseo.


—Sube con cuidado —le aconsejó Pedro.


Cuando Paula llegó hasta el altillo, él la siguió. Había dejado la luz de abajo encendida, y además abrió la ventanita de arriba, a través de la cual se colaba la luz de la luna y las estrellas. Hacía una nochemmaravillosa. Paula sintió que se le formaba un nudo en la garganta.


Pedro llevaba puestos aquella noche una camiseta y pantalones vaqueros. Cuando extendió la manta sobre la base de heno, Paula observó el movimiento de los músculos de sus hombros y toda ella se estremeció. Quería acariciarlo. Quería tocarlo por todas partes. Y quería que él hiciera lo mismo.


Pedro se giró un instante y sus miradas se cruzaron. A Paula se le secó la boca.


—Ven aquí —susurró él tumbándose sobre la manta y palmeando suavemente el hueco que tenía al lado.


Cuando Paula ocupó el espacio que Pedro le indicaba, la abrazó y la atrajo hacia sí. Apoyó la barbilla sobre su cabeza y no dijo nada más. Se limitó a escuchar cómo respiraban al unísono.


—Quiero hablarte de mi matrimonio —dijo Paula de pronto.


No sabía muy bien cómo le había surgido aquella idea, pero sabía que no podría hacer el amor con Pedro hasta que él no conociera su verdad.


—Eric tuvo una aventura cuando yo estaba embarazada —
comenzó a decir.


Paula sintió cómo el cuerpo de Pedro se ponía tenso, pero
continuó hablando.


—Las señales estaban ahí. Se había comprado ropa nueva,
llevaba un corte de pelo distinto y pasaba más tiempo fuera de casa. Al principio decía que tenía mucho trabajo y yo lo creí. Pero entonces empezaron a llamar a casa y colgaban y encontré un recibo de la tarjeta de crédito a su nombre por la compra de flores, bombones y una gargantilla de diamantes. Yo no quería creerlo. Pasé un tiempo negándolo todo. Incluso cuando encontré el recibo me dije a mí misma que tal vez pensara regalarme la gargantilla cuando naciera el bebé.
Pero entonces encontré un colorete en su coche y se lo solté todo. Él no lo negó. Sólo se excusó. Dijo que el embarazo me había cambiado y que tenía el presentimiento de que el centro de nuestras atenciones iría a parar al bebé a partir de entonces. Enfrentarse a la paternidad era una gran responsabilidad y él tenía la sensación de que estaba huyendo de ella. Yo traté de mantener la calma. Traté de ser racional. Sabía que gritar y llorar no serviría de nada, aunque eso fuera lo que tenía ganas de hacer. Le pregunté si quería el divorcio. Para mi sorpresa me dijo que no. Insistía en que me amaba.


Paula miró por la ventana para observar durante unos segundos la luna y las estrellas.


—Yo quise creerlo. Aunque mi confianza y mi autoestima se
resquebrajaron aquel día, igual que mi corazón. Pero yo no podía dejar de pensar en el bebé y en el modo en que mi padre se había marchado, dejando a mi madre sola para criarme. Así que accedí a quedarme con Eric y volver a intentarlo.


—¿Por qué no me habías contado esto antes? —protestó Pedro.


—Porque no quería parecer estúpida ni débil.


—Seguir con él no fue una debilidad. Fue una valentía —aseguró Pedro acariciándole el cabello—. Tú querías que Abril tuviera un padre y una madre. Pero tengo la sensación de que no lo conseguiste.


—No, no lo conseguí. Eric siempre estaba fuera de la ciudad. Lo llamé cuando me puse de parto, pero me dijo que no podía cancelar sus reuniones. Cuando Abril nació. Quiero decir... Mariana —se corrigió sacudiendo la cabeza—. Los bebés necesitan muchos cuidados, así que me centré en la niña. Entonces un día, cuando Abril tenía seis meses, Eric fue al médico para hacerse un análisis de sangre porque se sentía muy cansado. Y allí estaba el cáncer. No podía dejarle pasar solo por todo aquello. Ya no había nada entre nosotros, pero era mi marido y el padre de Abril.


—Debió ser muy duro para ti —susurró Pedro atrayéndola hacia sí—. Eres una mujer increíble.


Sus palabras fueron como un bálsamo para todo lo que había tenido que pasar. Paula había recuperado por sí misma la autoestima, pero era agradable ver un reflejo de admiración en los ojos de otra persona, escucharlo en otra voz.


Entonces Pedro la besó suavemente. Sus labios decían que lo comprendía todo, su lengua le dio a entender que la admiraba y que la deseaba. Sus manos le acariciaron la espalda arriba y abajo, acercándola a él hasta que pudo sentir los latidos de su corazón del mismo modo que su erección.


—¿Deseas esto tanto como yo? —preguntó Pedro con la
respiración agitada, dejando un instante de besarla.


—Sí.





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