sábado, 8 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 20




La semana siguiente fue una de las más increíbles de su vida. Hacer el amor con Pedro no habría tenido por qué cambiarlo todo. Pero lo hizo. Cuando se paraba a pensarlo, y procuraba no hacerlo a menudo, se daba cuenta de que no se trataba del sexo en sí, sino de la intimidad que compartían y que le había dado una nueva dimensión a su relación.


Se pasaban horas charlando de cualquier cosa y de todo, excepto de los temas que Paula evitaba para que Pedro no la relacionara con Laura. Arte. Ciencia. Literatura. El negocio de las joyas…


¿Cómo era posible que nadie lo considerara una persona distante?


incluso lo había descubierto hablando con la perra en un par de ocasiones.


—Ya me contarás algún día lo que te responde —bromeó aquella vez al oírlo hablar con Kiko.


—Es un secreto entre ella y yo —respondió Pedro y le dejó la comida en el suelo—. ¿Has terminado de hacer la maleta para ir al lago?


—Sí. No hay mucho que guardar, a pesar de todo lo que me ha regalado tu madre.


—Parece haberse empeñado en renovar tu vestuario.


Paula sonrió con tristeza.


—Me preocupa porque no sabe que nuestro compromiso es una farsa y no quiero que gaste tanto dinero en mí sin saber que nunca voy a ser su nuera. No está bien.


Pedro se volvió a mirarla de frente.


—Ya hemos hablado de esto.


Entonces sí comprendió que algunos se sintiesen intimidados por él.


—En ese caso, utilizaré solo algunas cosas y así podrás devolverle las demás cuando yo me haya ido.


—¿A qué viene ese empeño en hablar de marcharte?


—Pues… —hizo un esfuerzo para poder seguir hablando—. Se me ha ocurrido que esta reunión en el lago podría ser un buen momento para nuestra ruptura.


—¿Delante de toda mi familia?


—¿Es una mala idea?


—Muy mala. Estoy seguro de que todo el mundo se pondría de tu parte en cualquier pelea.


—Más que una pelea, yo había pensado en anunciar algo.


—Yo no hago ninguna de esas cosas en público, y mucho menos delante de toda mi familia —dio un paso hacia ella y la miró a los ojos—. ¿Es que ya te has aburrido, Paula?


—¡No! ¿Cómo puedes pensar eso?


—No sé, ¿quizá porque quieres romper el compromiso después de solo una semana?


—Por si no te quedó claro anoche, no estoy aburrida —aseguró, sonrojándose al recordar lo que habían compartido la noche anterior—. Ni mucho menos.


—Me alegra oír eso. ¿Entonces…?


—Lo que ocurre es que tengo miedo —como de costumbre, 


Paula no tardó en decir la verdad.


—¿Miedo? ¿De mí?


—¡No! —se abrazó a él para demostrárselo—. No se te ocurra pensar eso. Jamás.


—¿Entonces de qué tienes miedo?


No quería decírselo, pero no veía otra alternativa. Quizá si lo comprendía, la dejara marchar antes de que fuera demasiado tarde.


—Me da miedo alargar el compromiso y que me resulte muy doloroso cuando llegue el momento de marcharme.


En los ojos de Pedro apareció un brillo oscuro e intenso. 


Cualquiera que lo conociera se daría cuenta de que no era distante, sino que se empeñaba en controlar férreamente sus emociones. En realidad nunca había conocido a un hombre tan sensible y apasionado, pero había aprendido a no demostrar jamás lo que sentía.


—No voy a dejar que te marches —dijo él con un suave susurro—. No puedo permitirlo.


No le dio oportunidad de responder. La estrechó en sus brazos y, en lugar de llevarla a la habitación de invitados, subió la escalera hasta su propio dormitorio. Nunca habían hecho el amor allí, por lo que Paula había llegado a la conclusión de que aquél era su terreno y no quería compartirlo con ella.


Una vez allí, Paula miró a su alrededor con curiosidad. La decoración confirmó la idea que tenía de él. Los muebles eran muy masculinos y robustos, pero el ambiente general era también elegante y cálido. Si le hubiesen mostrado cien habitaciones y le hubiesen preguntado cuál era la de Pedro, habría elegido aquélla sin dudarlo.


De pronto se dio cuenta de que estaba observándola con una intensa mirada que le recordó a la de Kiko.


—Bienvenida a mi guarida —le dijo Pedro.


—¿Y quién soy yo, tu Caperucita Roja?


Paula esbozó una sonrisa, pero al ver que se acercaba quitándose la camisa, dejó de sonreír y se dejó llevar por la necesidad de sentirlo dentro de su cuerpo, de dejarse poseer y poseerlo también.


—¿Aún no sabes quién eres? ¿De verdad no te has dado cuenta?


En ese momento lo comprendió. Supo quién era él para ella y ella para él.


Era su pareja.


Al llevarla allí, había bajado la guardia y le había permitido entrar en el lugar más privado de su casa… y de sí mismo.


Mientras disfrutaba de sus caricias, Paula se moría de dolor. 


Pedro por fin se había abierto a ella y dentro de pocas semanas, o quizá días, ella iba a acabar con su confianza y con cualquier esperanza de que algún día pudiera amarla.








PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 19





Paula se movió y gimió de dolor cuando sintió las protestas de sus músculos.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro.


Ella levantó la mirada.


—Es una sensación muy extraña —le explicó—. El cuerpo me pide que no me mueva, pero hay ciertas partes que están diciendo: «Otra vez». Sería una loca si hiciese caso a esas partes.


—Comprendo.


Pedro se dispuso a levantarse de la cama, pero entonces ella lo agarró del brazo.


—Llámame loca.


En el rostro de Pedro apareció una pícara sonrisa.


—Los dos estamos locos.


Paula se echó en sus brazos como si fuese su lugar por naturaleza, y quizá fuese así, a pesar de todas las complicaciones. Pedro había sido tan dulce con ella, tan atento; se había esforzado tanto en que disfrutara al máximo de su primera experiencia sexual. No importaba lo que ocurriera en el futuro, Paula siempre tendría el recuerdo de aquella noche.


—Gracias —le dijo.


—¿Por qué?


—Por ser perfecto… al menos para mí.


Tardó unos segundos en responder.


—Es un placer.


Paula sí tenía experiencia en besos y podía decir que ninguno estaba a la altura de los de Pedro. Conseguía seducirla con apenas rozarle los labios; no hacía falta nada más para que lo deseara con todas sus fuerzas. Un solo beso y Paula sabía que estaba hecha para él. Un solo beso y supo que…


Lo amaba.


Aquello le cortó la respiración. No. No era posible. Le puso las manos en los hombros para apartarlo y alejarse de él.


Necesitaba aire. Una cosa era el sexo y otra muy distinta el amor. ¿Cómo había podido ser tan tonta?


—¿Paula? ¿Qué pasa, preciosa? —preguntó, tratando de agarrarla.


Ella esquivó su mano. Había sido esa mano precisamente lo que había dado lugar a todos los problemas con solo tocarla. 


La mano que la había hecho caer en el Infierno.


Se envolvió en la toalla, de pronto era consciente de su desnudez.


—¿Cómo vamos a salir de ésta? —le preguntó.


—¿Salir de qué?


Paula levantó la mano y la agitó. El diamante lanzó su brillo de fuego en todas direcciones.


—De todo esto. Del compromiso. ¿Cuál es tu estrategia?


—No lo sé. ¿Qué más da? —dio unos golpecitos en el colchón—. Vuelve a la cama. No hay ninguna prisa.


Aquello avivó el pánico de Paula.


—¿Cómo que no lo sabes? Tienes que tener un plan. Tú siempre tienes un plan.


Pedro la miró detenidamente.


—¿A qué viene tanta prisa?


—Necesito saber cómo va a acabar esto. Y cuándo.


Él también se levantó de la cama y fue a ponerse los pantalones que había dejado tirados en el suelo.


—¿Te estás arrepintiendo?


—No me arrepiento de haber hecho el amor contigo, si es eso lo que me preguntas.


—Ya —murmuró, con ironía.


—Lo digo en serio —insistió ella—. No me arrepiento en absoluto.


—¿Entonces? —dejó a un lado los pantalones y la agarró por los hombros para abrazarla—. Estábamos besándonos y te pones a hablar de planes para poner fin al compromiso. ¿Qué demonios te ha pasado?


Paula apretó los labios para frenar las palabras, pero no aguantó más de veinte minutos antes de soltar la verdad.


—Me ha gustado.


Pedro la miró sin comprender nada.


—¿Que te ha gustado qué?


—Hacer el amor contigo.


—Eso está bien —dijo, sonriendo—. A mí también me ha gustado.


—No, no lo entiendes —intentó apartarse de sus brazos, pero él no la dejó. ¿Por qué demonios habría elegido ese momento para tener tal conversación, con él completamente desnudo?—. Me ha gustado mucho hacer el amor contigo.


—A mí también.


Paula gruñó de frustración.


—¿Tengo que decírtelo con más claridad?


—Parece que sí.


—Me ha gustado tanto que quiero volver a hacerlo, lo más a menudo posible.


—No me extraña que quieras poner fin al compromiso —volvió a la ironía—. ¿Quién querría hacer el amor lo más a menudo posible?


—Ya basta, Pedro —sintió con horror que empezaban a agolpársele las lágrimas en los ojos—. Se supone que eres una persona lógica. ¿No se te ha ocurrido que, si seguimos haciendo lo que acabamos de hacer, puede que sea difícil parar?


—¿Quién ha dicho nada de parar?


—¿Es que no lo entiendes? Eso es lo que suele pasar cuando se rompe un compromiso, que los prometidos dejan de hacer el amor —hizo un mohín, algo que no hacía desde los tres años—. Y yo no quiero dejar de hacerlo. ¿Qué pasará cuando llegue el momento y no queramos parar?


—Lo que suele pasar es que esos sentimientos desaparecen poco a poco —lo dijo con tal sencillez que el dolor que le provocó fue aún peor—. Lo que ocurre es que nunca has pasado por esa etapa de las relaciones, pero fíate de mí. Sé por experiencia que el sexo, por bueno que sea, y las joyas no bastan para que una mujer quiera seguir con una relación una vez que sale del dormitorio.


Eso no tenía ningún sentido.


—Ahora soy yo la que no entiende nada. He entendido que crees que la atracción física va desapareciendo gradualmente, pero lo que no comprendo es qué tiene eso que ver con lo demás. ¿Qué tienen que ver las joyas?


—¿De verdad no sabes lo que tienen que ver las joyas con el sexo? —le preguntó después de soltar una fría carcajada.


—No. Y si tú crees que hay alguna relación entre ambas cosas es porque has estado con las mujeres que no debías.



Eso lo dejó callado unos segundos.


—Debo reconocer que ahí tienes razón.


—Escucha, a mí no me importan las joyas lo más mínimo. Si el sexo falla, no creo que las joyas puedan solucionar el problema. Lo que quiero que me digas es qué va a pasar al salir del dormitorio que estropeará la relación.


—Supongo que tiene que ver con el hecho de que soy un solitario —explicó con calma—. Demasiado independiente. Sin domesticar y distante.


Aquella retahíla de palabras sonaba a que Pedro estaba citando a alguien.


—¿Es así como te describía Laura? —le preguntó, indignada.


—Pero no es la única —se frotó la cara—. ¿Cómo demonios hemos acabado hablando de esto?


—A ver si lo he entendido… ¿Crees que cuando me aburra del sexo contigo, querré dejarte?


—Sí —dijo y esbozó una seductora sonrisa—. Haré todo lo que esté en mi mano para que no te aburras.


—¿Y ésa es tu estrategia? ¿Un día desapareceré y le dirás a tu familia que me he aburrido y me he ido?


—Yo no doy explicaciones a mi familia.


Paula enarcó una ceja.


—Yo creo que vas a tener que hacerlo cuando yo me vaya —no protestó, así que seguramente estaba de acuerdo con ella—. Haremos una cosa, yo me encargaré de la ruptura.


—¿Y cómo piensas hacerlo?


Qué tonta. Debería haber previsto que se lo preguntaría.


—Es mejor que no lo sepas.


Pedro cruzó los brazos sobre el pecho. Allí desnudo y con esa mirada, Paula comprendió que algunas mujeres se sintieran intimidadas por él. Pero ella no.


—No dejaré que me engañes —le advirtió con ferocidad.


—No se me había pasado por la cabeza.


—Está bien —parecía convencido por su sinceridad—. Dame alguna pista para que pueda decidir si puede funcionar o no.


—Confía en mí, funcionará. No solo lo creerán, sino que te apoyarán y no tendrás que preocuparte por que vuelvan a intentar encontrarte esposa —le dijo mirándolo fijamente a los ojos mientras se preguntaba si podría ver la tristeza que sentía al pensar en el futuro.


Enseguida comprobó que sí lo había visto.


—¿Qué ocurre, Paula? ¿Estás enferma o algo así?


—No, no es nada de eso —le aseguró. Tenía que cambiar de tema antes de que la obligara a decir la verdad. Le puso las manos en el pecho y lo llevó hacia la cama—. ¿Por qué zanjamos la discusión por el momento y te aseguras de que no me aburra?


Cayeron juntos y riéndose sobre el colchón. Paula decidió no pensar más en el futuro y disfrutar de cada segundo que pudiera estar con él hasta que descubriera quién era ella y lo que quería de él. Le horrorizaba pensar que eso pudiera hacerlo aún más solitario de lo que ya era. Si eso ocurría, jamás podría perdonarse por ello. Pero quizá él lo comprendiera y quisiera ayudarla.


Y quizá los cerdos empezaran a volar.


—¿Qué piensas? —le preguntó él de pronto.


—Nada importante —dijo Paula, con una sonrisa forzada.


—Sea lo que sea, te ha puesto triste.


—Entonces haz que piense en otra cosa.


No fue necesario insistir. Pedro se apoderó de su boca con un beso apasionado que hizo desaparecer todos los pensamientos de su mente y solo pudo sentir. El roce de sus labios, volviéndola loca de deseo. Las caricias de su mano, de esos dedos mágicos que la llenaban de placer.


Se rindió a ese placer, a sensaciones que exploró con una curiosidad que a él parecía resultarle increíblemente excitante. Nunca se había parado a pensar lo duras que podían ser algunas partes del cuerpo masculino y lo flexibles y sensibles que eran otras.


Se rieron mientras ella lo acariciaba con audacia, hasta que Paula lo miró a los ojos y dijo:
—Me cuesta imaginar que pudiera aburrirme contigo.


Él tardó unos segundos en responder.


—Yo tampoco creo que pueda aburrirme contigo.


Lo que había comenzado como un encuentro divertido y desenfadado se volvió entonces más intenso y profundo, con ciertos matices agridulces. Paula lo besó y luego empezó a recorrer su cuerpo con los labios y la lengua, dándole suaves mordiscos. En los brazos, el pecho, el vientre y siguió bajando hasta la fuente misma del deseo.


Pedro no le permitió que se quedara allí tanto como habría deseado porque decidió comenzar él la exploración hasta que ambos se unieron en un solo ser. Con las manos entrelazadas, como antes. Paula sabía por qué, lo veía en sus ojos y en la emoción que relejaban y que él no se atrevía a expresar. Aunque Pedroe lo habría negado con furia, latía entre ambos y no dejaba lugar a dudas.


Paula se abrió a él, se rindió a la explosión de pasión que la arrastró como una hoja en una ráfaga de aire. Empujada hacia una sensación increíble y perfecta, porque no estaba sola. Estaba con Pedro.


La gente lo llamaba lobo solitario y él había respondido a su reputación hasta el punto de creérselo. Pero había algo que nunca se había parado a pensar, algo que quizá no sabía o había olvidado. Pero ella sí lo sabía porque también ella era una loba solitaria.


Los lobos se emparejan para toda la vida.






viernes, 7 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 18





Paula no podía permitir que terminara así. No quería que terminara. Llevaba mucho tiempo esperando al hombre adecuado y, a pesar de todo, no podía imaginarse hacer el amor con nadie que no fuera Pedro. Echó mano a la lámpara y la encendió, después se quedó helada ante su propio atrevimiento.


Él también se había quedado helado y la miraba sin pestañear.


Allí estaba, con un conjunto de sujetador y tanga de seda azul que era lo más atrevido que se había puesto en su vida.


El sujetador tenía un escote muy bajo que prácticamente servía sus pequeños pechos para que Pedro los observara a placer. Pero el tanga era aún más atrevido, pues se componía de un minúsculo triángulo de seda semitransparente que solo servía para atraer la atención sobre unas caderas poco femeninas y el delta de sus muslos. Si se giraba solo un centímetro, podría verle también el trasero.


Fue como si Pedro le hubiese leído la mente.


—Date la vuelta —le pidió con voz gutural y empapada en deseo.


Paula lo hizo y sintió el calor de su mirada sobre la piel. 


Cuando volvió a mirarlo comprobó que no se había movido.


¿Por qué no reaccionaba? ¿Por qué no la tomaba en sus brazos y la llevaba de vuelta a la cama?


—¿Pedro? —le preguntó con ansiedad.


—Quítatelo todo. No quiero que nada se interponga entre nosotros.


Eso no era lo que había planeado.


—Pensé que…


—No quiero que te quede ninguna duda pendiente. Si quieres hacer el amor conmigo, si estás completamente segura, quítate el resto de la ropa.


Paula comprendió lo que quería decir. No era que no quisiera tocarla, el deseo ardía en su mirada. Pero no iba a hacerlo hasta que le asegurase de que había tomado la decisión libremente, sin que él la convenciese con sus besos tentadores y sus expertas caricias.


Paula sonrió y esa vez no titubeó. Se llevó la mano a la espalda y se desabrochó el sujetador, que cayó lentamente por sus brazos para después desaparecer en la sombra que había a sus pies. Pedro soltó una especie de gemido.


—¿Estás seguro de que no quieres encargarte personalmente de esto último? —lo desafió ella.


Dio un paso adelante, pero después se detuvo.


—Paula… —le imploró.


Decidió dejar de torturarlo y quitarse el tanga.


—Por favor, Pedro —le dijo, con la prenda en la mano—. Hazme el amor.


No fue necesario que dijera nada más. Se acercó a ella con dos zancadas y la envolvió en sus brazos. Cayeron sobre el colchón al tiempo que sus bocas se fundían en un beso. 


Paula hundió los dedos en su pelo, agarrándolo con fuerza, como si tuviera miedo de que se marchara. Qué tontería, pensó Pedro. Ahora que la tenía desnuda y en sus brazos, tenía intención de mantenerla así todo el tiempo posible. Lo más importante era conseguir que Paula disfrutase al máximo de la experiencia.


—Creo que llevo demasiada ropa —murmuró Pedro.


Ella se echó a reír suavemente, de un modo que lo volvió loco.


—A lo mejor puedo ayudarte.


Empezó a desabrocharle los botones de la camisa, que le quitó en cuanto pudo para después acariciarle el pecho e ir bajando más tarde por el abdomen.


—Yo me encargo de eso —le dijo él cuando sintió que había llegado al cinturón.


—Me gustaría hacerlo —confesó ella—. A riesgo de espantarte, debo decir que nunca he desnudado a ningún hombre.


El efecto de aquella confesión fue justo el contrario de espantarlo. Quería que Paula lo experimentara todo, todo lo que ella desease y le diera placer. Solo esperaba no morir durante el proceso.


—Si hago algo que te haga sentir incómoda, dímelo y pararé.


—No creo que eso sea posible —bromeó ella.


—Es en serio, Paula. Quiero que esto sea lo más perfecto posible.


Paula dejó lo que estaba haciendo y le tomó el rostro entre las manos.


—El sexo no tiene por qué ser perfecto.


—¿No? —preguntó él con una carcajada—. Entonces he estado perdiendo el tiempo durante años.


—Así es —replicó ella—. Lo que tiene que ser perfecto es la persona con la que haces el amor.


Pedro cerró los ojos y tragó saliva.


—No digas eso, preciosa, porque yo no soy perfecto.


—No, no lo eres —confirmó ella y se echó a reír al ver la repentina tensión que apareció en el rostro de Pedro—. Pero en estos momentos, para mí sí lo eres. El hombre perfecto, el lugar perfecto y el momento perfecto.


—Sin presiones —bromeó también él.


Paula volvió a echarse a reír. Después se encargó de la ropa que le quedaba puesta. La luna se colaba en la habitación, iluminando su cuerpo. Sus ojos azules brillaban casi con la misma fuerza que el satélite y con una belleza que podía competir con cualquier piedra preciosa de las que poseía la familia.


Pedro la observó con curiosidad. ¿Habría sido siempre tan menuda, tan delicada? ¿Cómo era posible que alguien tan etéreo tuviera tanta personalidad? Recorrió los ángulos de su rostro, deleitándose en la belleza de sus pómulos, de la nariz y de sus labios carnosos.


—Creo que nunca había visto a nadie tan hermoso —le dijo.


Pero ella meneó la cabeza.


—Hay muchas mujeres más bellas.


Él puso fin a sus protestas con un beso.


—Para mí, no —le dijo después—. ¿Quieres que te lo demuestre?


Paula abrió los ojos de par en par y asintió.


—Si insistes.


—Insisto.


Le puso las manos en los pechos y después se inclinó a saborearlos lentamente, rozándole los pezones con los dientes. La oyó gemir mientras le separaba las piernas y ella hacía un sorprendente baile con sus manos, en lugares inesperados.


Aquello se convirtió en un juego en el que ambos intentaban distraer al otro y hacer que la excitación aumentase. Pedro descubrió que tenía mucha sensibilidad en las piernas y que, si la acariciaba desde la rodilla hasta el húmedo centro de su cuerpo, se estremecía de placer.


El juego llegó a su fin cuando ella coló la mano entre ambos y lo agarró.


—Paula, no creo que pueda esperar más —le advirtió.


Pedro sacó el preservativo que había dejado en la mesilla de noche con gran previsión. Un segundo después se había colocado sobre ella, entre sus muslos. Paula levantó las rodillas, abriéndose a él. Pero Pedro no la tomó de inmediato, sino que aminoró el paso para que el final fuese tan maravilloso como todo lo anterior. Se abrió camino suavemente con la mano.


Ella se estremeció y levantó las caderas hacia él.


Pedro, por favor —le imploró—. Hazme el amor.


Se zambulló en ella y la hizo suya mientras sus manos se entrelazaban igual que sus cuerpos. El calor se disparó y fue aumentando con cada movimiento.


Paula levantó las caderas para sentirlo aún más mientras entonaba su canción de sirena, llamándolo con una voz que fue directa al corazón de Pedro, a su alma. Y se quedó allí. 


Su dulce voz, su mirada cautivadora. La fuerza de su cuerpo lo envolvió. Lo apresó y no lo dejaba marchar.


Jamás había sentido nada parecido a aquello. Con ninguna otra mujer. Era como si la unión de los cuerpos, hubiese unido también el resto de su ser y hubiese creado una conexión que Pedro nunca hubiera creído posible. Sintió un tremendo calor en la palma de la mano y de pronto se dio cuenta de algo.


Después de aquella noche, nunca más volvería a ser el mismo.