viernes, 7 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 18





Paula no podía permitir que terminara así. No quería que terminara. Llevaba mucho tiempo esperando al hombre adecuado y, a pesar de todo, no podía imaginarse hacer el amor con nadie que no fuera Pedro. Echó mano a la lámpara y la encendió, después se quedó helada ante su propio atrevimiento.


Él también se había quedado helado y la miraba sin pestañear.


Allí estaba, con un conjunto de sujetador y tanga de seda azul que era lo más atrevido que se había puesto en su vida.


El sujetador tenía un escote muy bajo que prácticamente servía sus pequeños pechos para que Pedro los observara a placer. Pero el tanga era aún más atrevido, pues se componía de un minúsculo triángulo de seda semitransparente que solo servía para atraer la atención sobre unas caderas poco femeninas y el delta de sus muslos. Si se giraba solo un centímetro, podría verle también el trasero.


Fue como si Pedro le hubiese leído la mente.


—Date la vuelta —le pidió con voz gutural y empapada en deseo.


Paula lo hizo y sintió el calor de su mirada sobre la piel. 


Cuando volvió a mirarlo comprobó que no se había movido.


¿Por qué no reaccionaba? ¿Por qué no la tomaba en sus brazos y la llevaba de vuelta a la cama?


—¿Pedro? —le preguntó con ansiedad.


—Quítatelo todo. No quiero que nada se interponga entre nosotros.


Eso no era lo que había planeado.


—Pensé que…


—No quiero que te quede ninguna duda pendiente. Si quieres hacer el amor conmigo, si estás completamente segura, quítate el resto de la ropa.


Paula comprendió lo que quería decir. No era que no quisiera tocarla, el deseo ardía en su mirada. Pero no iba a hacerlo hasta que le asegurase de que había tomado la decisión libremente, sin que él la convenciese con sus besos tentadores y sus expertas caricias.


Paula sonrió y esa vez no titubeó. Se llevó la mano a la espalda y se desabrochó el sujetador, que cayó lentamente por sus brazos para después desaparecer en la sombra que había a sus pies. Pedro soltó una especie de gemido.


—¿Estás seguro de que no quieres encargarte personalmente de esto último? —lo desafió ella.


Dio un paso adelante, pero después se detuvo.


—Paula… —le imploró.


Decidió dejar de torturarlo y quitarse el tanga.


—Por favor, Pedro —le dijo, con la prenda en la mano—. Hazme el amor.


No fue necesario que dijera nada más. Se acercó a ella con dos zancadas y la envolvió en sus brazos. Cayeron sobre el colchón al tiempo que sus bocas se fundían en un beso. 


Paula hundió los dedos en su pelo, agarrándolo con fuerza, como si tuviera miedo de que se marchara. Qué tontería, pensó Pedro. Ahora que la tenía desnuda y en sus brazos, tenía intención de mantenerla así todo el tiempo posible. Lo más importante era conseguir que Paula disfrutase al máximo de la experiencia.


—Creo que llevo demasiada ropa —murmuró Pedro.


Ella se echó a reír suavemente, de un modo que lo volvió loco.


—A lo mejor puedo ayudarte.


Empezó a desabrocharle los botones de la camisa, que le quitó en cuanto pudo para después acariciarle el pecho e ir bajando más tarde por el abdomen.


—Yo me encargo de eso —le dijo él cuando sintió que había llegado al cinturón.


—Me gustaría hacerlo —confesó ella—. A riesgo de espantarte, debo decir que nunca he desnudado a ningún hombre.


El efecto de aquella confesión fue justo el contrario de espantarlo. Quería que Paula lo experimentara todo, todo lo que ella desease y le diera placer. Solo esperaba no morir durante el proceso.


—Si hago algo que te haga sentir incómoda, dímelo y pararé.


—No creo que eso sea posible —bromeó ella.


—Es en serio, Paula. Quiero que esto sea lo más perfecto posible.


Paula dejó lo que estaba haciendo y le tomó el rostro entre las manos.


—El sexo no tiene por qué ser perfecto.


—¿No? —preguntó él con una carcajada—. Entonces he estado perdiendo el tiempo durante años.


—Así es —replicó ella—. Lo que tiene que ser perfecto es la persona con la que haces el amor.


Pedro cerró los ojos y tragó saliva.


—No digas eso, preciosa, porque yo no soy perfecto.


—No, no lo eres —confirmó ella y se echó a reír al ver la repentina tensión que apareció en el rostro de Pedro—. Pero en estos momentos, para mí sí lo eres. El hombre perfecto, el lugar perfecto y el momento perfecto.


—Sin presiones —bromeó también él.


Paula volvió a echarse a reír. Después se encargó de la ropa que le quedaba puesta. La luna se colaba en la habitación, iluminando su cuerpo. Sus ojos azules brillaban casi con la misma fuerza que el satélite y con una belleza que podía competir con cualquier piedra preciosa de las que poseía la familia.


Pedro la observó con curiosidad. ¿Habría sido siempre tan menuda, tan delicada? ¿Cómo era posible que alguien tan etéreo tuviera tanta personalidad? Recorrió los ángulos de su rostro, deleitándose en la belleza de sus pómulos, de la nariz y de sus labios carnosos.


—Creo que nunca había visto a nadie tan hermoso —le dijo.


Pero ella meneó la cabeza.


—Hay muchas mujeres más bellas.


Él puso fin a sus protestas con un beso.


—Para mí, no —le dijo después—. ¿Quieres que te lo demuestre?


Paula abrió los ojos de par en par y asintió.


—Si insistes.


—Insisto.


Le puso las manos en los pechos y después se inclinó a saborearlos lentamente, rozándole los pezones con los dientes. La oyó gemir mientras le separaba las piernas y ella hacía un sorprendente baile con sus manos, en lugares inesperados.


Aquello se convirtió en un juego en el que ambos intentaban distraer al otro y hacer que la excitación aumentase. Pedro descubrió que tenía mucha sensibilidad en las piernas y que, si la acariciaba desde la rodilla hasta el húmedo centro de su cuerpo, se estremecía de placer.


El juego llegó a su fin cuando ella coló la mano entre ambos y lo agarró.


—Paula, no creo que pueda esperar más —le advirtió.


Pedro sacó el preservativo que había dejado en la mesilla de noche con gran previsión. Un segundo después se había colocado sobre ella, entre sus muslos. Paula levantó las rodillas, abriéndose a él. Pero Pedro no la tomó de inmediato, sino que aminoró el paso para que el final fuese tan maravilloso como todo lo anterior. Se abrió camino suavemente con la mano.


Ella se estremeció y levantó las caderas hacia él.


Pedro, por favor —le imploró—. Hazme el amor.


Se zambulló en ella y la hizo suya mientras sus manos se entrelazaban igual que sus cuerpos. El calor se disparó y fue aumentando con cada movimiento.


Paula levantó las caderas para sentirlo aún más mientras entonaba su canción de sirena, llamándolo con una voz que fue directa al corazón de Pedro, a su alma. Y se quedó allí. 


Su dulce voz, su mirada cautivadora. La fuerza de su cuerpo lo envolvió. Lo apresó y no lo dejaba marchar.


Jamás había sentido nada parecido a aquello. Con ninguna otra mujer. Era como si la unión de los cuerpos, hubiese unido también el resto de su ser y hubiese creado una conexión que Pedro nunca hubiera creído posible. Sintió un tremendo calor en la palma de la mano y de pronto se dio cuenta de algo.


Después de aquella noche, nunca más volvería a ser el mismo.







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