miércoles, 5 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 10




Pedro se quedó estupefacto.


—¿Qué demonios habéis hecho con mi prometida?


—Hemos hecho lo que hacen las mujeres para hacerse amigas —dijo Elisa—. Irse de compras.


—Es una transformación —explicó Nonna con orgullo—. Tú eres un hombre, es lógico que no lo entiendas.


Paula lo miró.


—¿No te gusta? —le preguntó con voz neutra—. Tu madre y tu abuela han dedicado mucho tiempo y dinero.


Pedro titubeó. De acuerdo. Se adentraba en territorio peligroso, un territorio que le resultaba familiar y que había creído conocer bien, hasta el punto de ser capaz de sortear las trampas. Pero aquello era algo nuevo, algo que, a pesar de sus distintas relaciones serias y de un matrimonio, no había previsto.


—Estás preciosa —y era cierto. Solo que también estaba… distinta.


Paula apretó los labios.


—¿Pero?


Detrás de ella, Nonna y su madre lo observaban atentamente.


—Pero nada —mintió. Tenía que recuperar el control de la situación y, para ello, lo primero que debía hacer era librarse de su madre y de su abuela—. Es tarde. Os agradezco mucho que hayáis pasado todo el día con Paula y que la hayáis hecho sentir como una más de la familia.


—Por supuesto —dijo Nonna—. Porque muy pronto lo será.


—No tan pronto —replicó él—. Todo esto del Infierno es muy nuevo para nosotros. Necesitamos un poco de tiempo para conocernos antes de casarnos.


Nonna se volvió a mirarlo.


—¿Y dónde va a quedarse durante ese tiempo?


—Aquí, en la habitación de invitados.


La abuela meneó la cabeza.


—Eso no está bien y lo sabes.


Pedro le lanzó una mirada intimidatoria que no le sirvió de nada.


—¿Crees que voy a romper la promesa que le he hecho a Primo?


Nonna levantó un hombro, en un gesto muy italiano.


—Es muy difícil resistirse al Infierno. Pero, bueno, veremos qué opina Primo.


Cómo no. Después de despedirse de ellas, fue en busca de Paula y la encontró en la cocina, preparando café. Sin darse cuenta, se quedó en la puerta, observándola, fascinado por su elegancia. Se movía como si siguiera una coreografía inspirada en una melodía que nadie más oía. ¿Qué se sentiría bailando con ella? Seguro que era una maravilla. La idea de estrecharla en sus brazos mientras se movían al unísono despertó en él un deseo completamente nuevo, un anhelo que no había sentido jamás por ninguna mujer.


En su mente apareció entonces otra imagen, otro tipo de baile en el que también participarían los dos, pero esa vez en la cama. ¿Cómo se movería Paula haciendo el amor? ¿Sería lenta y armoniosa como en ese momento, o tendría un ritmo rápido y feroz que los dejaría a ambos sin aliento?


—¿Un café?


Pedro tardó unos segundos en volver a la realidad.


—Gracias.


Paula sirvió dos tazas.


—¿De verdad te parece tan horrible?


No se dio cuenta de a qué se refería hasta que la vio mover el pelo con cierta timidez.


—No, no me parece horrible. Te queda muy bien. 


Era cierto. Tenía el pelo largo y liso y, las dos veces que la había visto, lo había llevado recogido de un modo u otro. Ahora sin embargo lo llevaba más corto y con un peinado que había hecho aparecer unos suaves rizos que realzaban la elegancia de sus rasgos. No había muchas mujeres que pudieran llevar el cabello tan corto. A ella, sin embargo, el atrevido peinado le daba un aire aún más mágico.


—¿Y la ropa? —siguió preguntándole Paula.


—Supongo que me gustarías más sin ella.


Se volvió a mirarlo, sorprendida, pero enseguida sonrió.


—Ha hablado un hombre.


—Sí.


Tenía que admitir que su madre había hecho muy buen trabajo impulsando aquella transformación. Elisa tenía un talento especial para descubrir la verdadera naturaleza de la gente y animarlos a cambiar para ser ellos mismos, en lugar de seguir las modas sin pararse a pensar si les favorecían o no. Pero, al margen de la ayuda de su madre, la esencia era de Paula.


—¿Cómo te ha convencido para que aceptaras la ropa y la sesión en la peluquería?


Paula se ocultó tras la taza de café, pero Pedro vio el rubor de sus mejillas.


—No es fácil decirle que no a tu madre. Empezó diciéndome que era un regalo de compromiso, yo al principio dije que no porque ni siquiera estamos prometidos oficialmente —dejó la taza y lo miró con absoluta confusión—. La verdad es que no sé muy bien qué pasó después de eso. De repente me encontré con un regalo de precompromiso, o de bienvenida a la familia… no sé.


—Y con una transformación —añadió él.


—Exacto. ¿Siempre es así?


—Más o menos. Es una especie de torbellino que se lleva todo por delante. No hay manera de resistirse a ella.


Paula meneó la cabeza.


—Yo no he podido hacerlo.


—Pero te sienta muy bien.


—Gracias —agarró de nuevo la taza y lo observó a través del humo del café—. Ahora sé de dónde has sacado algunas cosas. Eres igual que ella.


—No digas tonterías… yo soy mucho peor.


Paula se echó a reír, soltando toda la tensión.


—Gracias por avisarme —en ese momento entró Kiko y fue a sentarse a los pies de Paula—. ¿Qué tal te ha ido con ella?


—Digamos que nos vamos entendiendo —dijo Pedro con satisfacción.


—O sea, que le has dado más carne.


No se molestó en negarlo, sobre todo porque era verdad.


—La comida es un vínculo de unión muy importante para mi familia. Ya lo verás mañana.


—¿Mañana? —preguntó, alarmada aunque no del todo sorprendida—. ¿Qué pasa mañana?


—Todos los domingos cenamos en casa de Primo.


—¿Toda la familia?


—Los que pueden.


—¿Y quién podrá mañana?


—Depende de las semanas. Lo sabremos cuando lleguemos allí, pero supongo que mis padres, alguno de mis hermanos, mi hermana, Gianna, y un par de primos.


Paula se levantó y se puso a lavar las dos copas, pero Pedro se dio cuenta de que estaba molesta porque sus movimientos ya no eran armónicos, sino bruscos.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


Se volvió a mirarlo.


—Escucha. Tú no me conoces y yo a ti tampoco. Nos hemos metido en esta locura sin pararnos a pensarlo bien. Todo está yendo muy deprisa y ni siquiera nos hemos parado a pensar en los detalles o a idear un buen plan. No creo que vaya a salir bien.


—Seguro que mi madre y Nonna te han acribillado a preguntas durante todo el día, ¿verdad?


—Algo así.


—Y les habrás contado algo de tu vida.


—Algunas cosas. No mucho.


A juzgar por la expresión de su rostro, había compartido con ellas lo mínimo que había podido.


—Está claro que nada de lo que les has dicho ha hecho que se alarmaran. Así que supongo que yo tampoco lo haré.


Paula se mordisqueó el labio inferior, un gesto que a Pedro ya empezaba a resultarle familiar.


—Te propongo una cosa. ¿Por qué no dedicamos esta noche y mañana a conocernos un poco mejor y, si llegamos a la conclusión de que esto no va a salir bien, nos olvidamos de todo —vaya, parecía que solo había conseguido molestarla más—. ¿Qué pasa ahora?


—Tu madre se ha gastado una fortuna en mí. No puedo marcharme así como así. Se lo debo.


—Yo se lo devolveré.


—Entonces te lo deberé a ti.


—Podrás devolvérmelo trabajando en Alfonsos, o puede servir como pago por tu tiempo.


—No me gusta aprovecharme de ese modo —replicó con firmeza.


—Nunca he dicho tal cosa.


Era evidente que se sentía frustrada.


—Hay cosas de mí que no sabes —empezó a caminar de un lado al otro de la cocina y Kiko la siguió—. Tu oferta de trabajo y tus besos me dejaron tan sorprendida que no he tenido tiempo de pararme a pensar. O a… explicarte ciertas cosas.


Pedro se centró en lo que más le había llamado la atención de lo que había dicho.


—¿Mis besos?


—Sabes a qué me refiero. Sé que no es más que química, atracción sexual, pero yo no… nunca… —se pasó las manos por el pelo y despeinada estaba aún más atractiva—. Digamos que no me dejo llevar por la química. Pero todo esto del Infierno me hizo perder la cabeza.


Pedro se puso serio porque era evidente que estaba verdaderamente disgustada.


—No pasa nada, Paula.


—Claro que pasa —dijo casi gritando y eso alertó a Kiko, que lo miró con ferocidad, dispuesta a atacar en cualquier momento—. Lo siento.


Pedro no habría sabido decir si la disculpa iba dirigida a él o a la perra. Era hora de aplicar la lógica propia de los Alfonso.


—Dijiste que habías venido a San Francisco a buscar a alguien. ¿Es eso lo que te preocupa? ¿Crees que este trabajo va a distraerte de tu búsqueda?


—Sí. No —se agachó junto a Kiko y hundió la cabeza en el cuello del animal—. Esa búsqueda es solo uno de los motivos por los que estoy aquí.


—Puedes continuar buscando mientras trabajas para mí. Incluso, quizá yo pueda ayudarte. Conozco a alguien al que se le da muy bien encontrar gente, el que comprobó tus datos anoche.


—Es… complicado.


—¿No confías en mí lo suficiente para decirme por qué o de quién se trata?


—No —respondió en voz baja.


—Está bien.


Se acercó a ella y se agachó a su lado. Kiko lo miró con tranquilidad esa vez. Pedro le agarró la mano y, con solo rozarla, volvió a sentir aquella extraña conexión.


Se negaba a aceptar que pudiera tratarse del Infierno, pero tampoco podía negar que había algo que los unía, algo muy intenso.


—Te sugiero que hagamos lo que les hemos dicho a Nonna y a mi madre que íbamos a hacer —le dijo suavemente—. Vamos a tomarnos las cosas con calma, vamos a ir conociéndonos. Tú puedes contarme lo que quieras de ti misma y yo haré lo mismo.


Paula lo miró a los ojos.


—¿Un intercambio? ¿Historia por historia?


—Eso es.


Lo pensó unos segundos antes de asentir.


—De acuerdo. ¿Quién empieza?


—Lo echaremos a suerte. ¿Te parece bien?


Una nueva pausa.


—Sí.


—Propongo que preparemos algo de cena y abramos una botella de vino. Seguro que así nos resulta más fácil compartir nuestros secretos.


—Muy bien.


Se pusieron a trabajar en equipo. Pedro preparó la carne que no le había dado a Kiko y Paula hizo una ensalada. 


Prepararon la mesa en el patio.


—Seguro que Kiko también quiere cenar, al menos eso es lo que me ha dicho —bromeó Pedro mientras abría la botella de vino.


—¿Kiko habla?


—¿A ti no te habla? Yo apenas he podido hacerla callar en todo el día.


Paula se echó a reír, sin rastro ya de la tensión de antes, y observó encantada como Pedro daba de comer a su perra, sin que el animal se alterara lo más mínimo.


—La mimas demasiado —lo acusó.


—Es solo para que no me coma a mí. Esta noche es casi luna llena.


—No es un lobo —murmuró Paula.


—Mientes muy mal.


—Tengo que trabajar en eso.


—No lo hagas —le pidió con voz seria—. Estuve casado con una experta en la materia, así que no sabes cuánto agradezco que tú no mientas.


Por algún motivo sus palabras surtieron el efecto opuesto al esperado. Paula se puso en pie y lo miró con desesperación.


—Te equivocas. Soy una mentirosa. Todo esto es una mentira. Nuestra relación es mentira y yo te he mentido por omisión. Si supieras la verdad, me echarías de tu
casa ahora mismo —cerró los ojos y meneó la cabeza—. Quizá deberías hacerlo. Puede que Kiko y yo debamos marcharnos antes de ir más lejos.





martes, 4 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 9





Paula se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. 


Retiró las sábanas, se levantó de la cama y miró a su alrededor sin comprender nada, hasta que se dio cuenta de que no estaba en su apartamento, sino en un lugar desconocido mucho más elegante y lujoso. Un lugar que nada tenía que ver con lo que ella conocía.


Entonces lo recordó todo. El despido. La proposición de Pedro. El sorprendente roce de su mano. El beso, aún más sorprendente. Y, por último, la llegada a su casa con Kiko. Volvieron a llamar.


—Un momento —dijo.


Abrió la puerta del dormitorio, pero allí no había nadie; estaban llamando a otra puerta, más lejos. Comenzó a caminar hacia allí hasta que descubrió que era en la puerta principal de la casa. E insistían bastante. Paula se quedó allí unos segundos, pensando en si debía o no abrir. Decidió que era mejor no hacerlo, puesto que no era su casa. Por desgracia, la inesperada visita tenía llave y la utilizó.


La puerta se abrió y apareció una mujer.


—¿Pedro? —la mujer vio a Paula y abrió los ojos de par en par—. Vaya, lo siento mucho. Nonna me dijo…


—¿Qué ocurre, Elisa?


Paula cerró los ojos al reconocer la voz de Nonna. Aquello no iba bien.


—Creo que hemos llegado en un mal momento —explicó Elisa—. Pedro tiene visita.


Nonna respondió algo en italiano, tras lo cual se abrió la puerta de golpe y entró la matriarca de la familia.


—¿Paula? Qué sorpresa encontrare aquí.


—Para mí también lo es —admitió Paula.


—¿Qué demonios ocurre? ¿Es que uno no puede dormir tranquilo? —se oyó la voz de Pedro y luego apareció él en lo alto de la escalera que llevaba al segundo piso—. ¿Mamá, Nonna, qué hacéis aquí?


Allí estaba, con las manos apoyadas en la cadera, el pecho desnudo y unos pantalones deportivos anchos. Paula lo miró, hipnotizada. Jamás había visto nada tan hermoso.


—Ay, Dios.


Las palabras salieron de su boca sin que ella pudiera impedirlo y, junto a ellas, su sentido común y todas las neuronas de su cerebro. Pero lo más humillante fue que la madre de Pedro la oyó y sonrió.


Pero… el cuerpo de Pedro era una obra de arte, así de simple. Tenía los hombros anchos, los brazos musculados, aunque eso ya lo había sospechado el día anterior cuando la había levantado del suelo y la había llevado al sofá de su oficina. Y su abdomen era una tableta de chocolate que no le habría importado nada pasarse la noche saboreando.


—Veníamos a hablar contigo para ver cuándo podíamos conocer a Paula —explicó Elisa—. Pero ¡sorpresa! Ya la hemos conocido.


Pedro se pasó las manos por el pelo y, por el modo en que movió los labios, Paula imaginó que estaba maldiciendo entre dientes.


—Voy a vestirme y bajo enseguida —se fijó en Paula—. Te recomiendo que hagas lo mismo.


—Ah, sí —miró con horror los pantalones cortos y la camiseta vieja que llevaba—. Discúlpenme.


Se encerró en el dormitorio, donde la esperaba Kiko, acurrucada en un rincón.


—¿Qué te parece si salimos al patio otra vez, a ver qué te parece a la luz del día? —le propuso.


Sacó a la perra y estuvo con ella hasta estar bien segura de que la valla resistiría cualquier intento de huida. Después se puso la primera ropa limpia que encontró, aunque no pudo evitar que estuviera arrugada al haber estado metida en la mochila.


Una vez fuera del dormitorio, Kiko y ella siguieron el aroma del café. Encontró a Pedro y a las dos mujeres hablando acaloradamente en voz baja y en italiano, por lo que solo pudo imaginar el tema de la conversación. Se callaron en cuanto la vieron, pero la tensión era evidente.


Paula sonrió y fingió no notar nada.


—Quería darte las gracias otra vez por ofrecerme que me quedara aquí. De no ser por ti, seguramente Kiko y yo habríamos tenido que pasar la noche en la calle después de que nos echaran del apartamento.


—¿De qué habla? —preguntó Nonna bruscamente.


—Es lo que trataba de explicarte —empezó a decir Pedro.


—Preferiría que me lo explicara Paula —lo interrumpió su abuela de inmediato.


—En mi apartamento no está permitido tener animales, ayer descubrieron que tenía a Kiko y nos echaron. Por suerte Pedro insistió en que viniéramos aquí. Si no hubiese sido por él… —se encogió de hombros—. No disponía de tiempo para encontrar un lugar en el que aceptaran perros, así que Pedro pensó que lo mejor era que pasáramos aquí la noche. Es una suerte que el patio tenga una valla tan alta. A prueba de Kiko.


Pedro hizo una mueca.


—Después de anoche, no sé si alegrarme o no.


—¿Anoche? —preguntó Elisa con desconfianza.


—Había luna llena —respondió Pedro mirando a Kiko, como si eso lo explicara todo.


—¿Te importaría que le diera algo de comer? —intervino Paula rápidamente—. Necesitaría un poco de carne cruda para mezclársela con el pienso, si es posible.


—Claro —Pedro fue hasta la nevera y buscó en el interior—. Antes de que llegaras, Nonna y mi madre me estaban diciendo que les gustaría pasar el día contigo para conocerte mejor.


Con la cabeza metida en el refrigerador, Paula no podía interpretar su voz ni la expresión de su rostro.


—Pensaba buscar trabajo —dijo ella.


—Ya tendrás tiempo para eso el lunes —respondió Pedro, con un paquete de carne en la mano—. Además, es posible que pueda ofrecerte algún empleo en Alfonsos.


—Me parece que no…


—Perfecto —dijo entonces Elisa con una amable sonrisa en los labios—. Este compromiso es tan repentino que me ha dejado de piedra.


—Ya somos dos —admitió Paula con total sinceridad.


—Bueno, entonces tendremos tiempo de recuperarnos de la sorpresa —sugirió Elisa.


Paula miró a Pedro, que estaba cortando la carne.


—No lo creo, a menos que el señor Organizar y Conquistar tenga pensado cambiar de personalidad.


Las dos mujeres se miraron y luego sonrieron.


—Parece que conoces muy bien a Pedro, lo cual es impresionante teniendo en cuenta que no os habíais visto nunca hasta ayer —comentó Nonna.


—Puede que sea porque no se molesta en esconder ese rasgo de su personalidad —respondió Paula.


—Por si no os habéis dado cuenta, estoy aquí delante, oyendo lo que decís —dijo Pedro.


Mezcló la carne con el pienso para perros bajo la atenta mirada de Kiko y luego lo puso en un cuenco en el suelo. Kiko lo olfateó detenidamente antes de dar cuenta de la comida.


—Tienes un perro muy peculiar —dijo Elisa, frunciendo ligeramente el ceño—. Si no fuera una locura, diría que es un…


—Era de mi madre —la interrumpió Paula.


Pedro intervino enseguida para salvar a Paula.


—Supongo que tendré que cuidar de Kiko.


Paula lo miró aliviada. Había veces que resultaba muy útil que se hiciera cargo de las cosas.


—¿Te importa?


—¿Crees que me devorará?


—No lo creo.


Pedro enarcó una ceja.


—No pareces muy segura.


Paula se sonrojó.


—Es muy buena, ya lo verás.


Elisa decidió no darle tiempo de buscar una excusa para no salir con ellas, puso en pie a todo el mundo y llevó a Nonna y a Paula hacia la puerta. Una vez allí, se despidió de su hijo con un cariñoso beso que él devolvió con el mismo cariño y, unos segundos después, estaban las tres metidas en el coche de Elisa rumbo a la ciudad. Paula no pudo evitar mirar hacia atrás, a la casa de Pedro.


—No te preocupes, Paula —le dijo Elisa, que había visto el gesto—. Cuando quieras darte cuenta, estarás de vuelta sana y salva.


Claro. Lo que le preocupaba era lo que pudiera ocurrir hasta entonces. ¿Cómo demonios se había metido en aquel lío? 


Hasta hacía unas horas había sido libre como un pájaro, sin ningún tipo de compromisos y sin hombres. Con un solo objetivo en la vida: encontrar a su padre.


Y ahora… Ahora tenía un prometido con una familia enorme y se suponía que tenía que pasar el día haciéndose amiga de dos desconocidas. De la excuñada de Laura, ni más ni menos. Todo eso sin mencionar el extraño dolor que tenía en la palma de la mano. Se lo frotó y, por algún motivo, al verla, Nonna y Elisa sonrieron de nuevo.


Paula lanzó un suspiro. Qué familia tan extraña. Casi tanto como la suya.




PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 8





Ya preparada para marchar, Pedro la observó sin apenas creer que todas sus pertenencias cupieran en media mochila, ya que la otra mitad eran las cosas de la perra.


—¿Nos vamos? —le preguntó, después de que ella hubiera echado un último vistazo al apartamento.


Paula asintió y, después de tirar la basura y darle las llaves al señor Connell, lo ayudó a meter a la perra en el asiento de atrás del coche y ella ocupó de nuevo el delantero.


—¿Dónde vamos? —quiso saber cuando él puso el motor en marcha.


—A mi casa.


Paula se tomó un momento para asimilar la noticia.


—Pensé que conocías un lugar donde podíamos quedarnos Kiko y yo.


—Sí, mi casa.


—Pero…


—Si fueras tú sola, podría haberte encontrado otra cosa, pero con tu perra… por llamarla algo, es imposible. Así que solo hay una opción.


—Tú casa.


—Exacto.


Apenas había tráfico, así que apenas veinte minutos después, Pedro estaba metiendo el coche en el garaje de su casa, adonde entraron por la cocina.


Paula se quedó en la puerta.


—¿Puede entrar Kiko?


—Claro. Ya te dije que aquí era bienvenida.


—Gracias.


Fue entonces cuando Pedro vio bien a la «perra» bajo las potentes luces halógenas de la cocina. Era un animal precioso, esbelto y con un bonito pelaje gris y blanco que terminaba en una cola gruesa y rizada. Miraba a su alrededor con evidente resquemor. Pedro tenía la sensación de que, de no haber sido por Paula, hacía mucho que Kiko se habría rendido a su triste destino.


—¿Y ahora qué? —le preguntó Paula, mirándolo con el mismo recelo que la perra.


—¿Qué necesita para estar cómoda?


—Tranquilidad y espacio. Si se siente encerrada, mordisquea todo lo que encuentra.


Pedro cerró los ojos, imaginando lo que podría hacer con alguna de las antigüedades que había en la casa.


—Tu apartamento estaba en perfecto estado y no era precisamente espacioso.


—Es que para ella era su guari… su refugio —corrigió rápidamente.


—Ya. Dime una cosa, Paula. ¿Cómo demonios conseguiste meterla en tu apartamento?


—De madrugada y sin hacer ningún ruido.


—¿Y nadie la veía cuando la sacabas a pasear? ¿Nunca se quejaban porque ladrara o aullara?


—Intentaba salir siempre cuando estaba oscuro, pero supongo que sí que hacía ruido porque nos han echado —dedujo, encogiéndose de hombros—. Pero no importa. A Kiko no le gusta mucho la ciudad y yo no tenía intención de quedarme mucho, solo hasta que terminara la búsqueda. Después íbamos a mudarnos a un lugar más tranquilo.


—Buena idea. Supongo que serás consciente de que, si alguien te descubre con ella, la matarán.


—Tengo los papeles.


Pedro la miró enarcando una ceja e hizo una pausa.


—Te acuerdas de lo mal que mientes, ¿verdad?


Por primera vez apareció en su rostro una sonrisa.


—Estoy intentando mejorar.


En la mente de Pedro surgió de pronto la imagen de su difunta esposa.


—No, por favor. Me gustas mucho más como eres —hizo una pausa y luego le ofreció algo de comer.


—No, gracias.


—¿Y Kiko querrá comer algo?


—No, estará bien hasta por la mañana.


—Entonces vamos. Puedes utilizar una habitación que hay en esta planta que tiene una puerta al patio.


—¿Está vallado?


—Sí. Mi primo Nicolò tiene un San Bernardo que es un experto en huir y aquí no consigue huir.


—Veamos sí también funciona con Kiko.


Pedro no quiso perder más tiempo con la conversación porque era evidente que Paula estaba agotada, así que la llevó a la habitación que le había mencionado, que era al menos tres veces más grande que su apartamento. Al entrar la vio cojear un poco.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Sí —se frotó el muslo—. Me rompí la pierna de niña, pero solo me molesta cuando estoy muy cansada.


—A mi hermano Ramiro le pasa algo parecido.


—Lo siento por él —dijo y luego dio una vuelta sobre sí misma, observando la habitación—. Esto es increíble.


—Nada es demasiado bueno para mí prometida.


Ella lo miró unos segundos, como tratando de interpretar la expresión de su rostro, pero luego se limitó a decir:
—Gracias, Pedro.


Él no pudo resistirse. Se acercó a ella y le levantó la cara suavemente, lo que provocó una especie de gruñido de desaprobación por parte de la perra.


—Necesita tiempo para confiar en ti —explicó Paula.


—No sé por qué, pero me da la sensación de que tú también —dijo Pedro, acariciándole la mejilla.


—Puede que tengas razón.


Se inclinó sobre ella y le rozó suavemente los labios. De la boca de Paula salió un leve gemido casi inaudible, pero que denotaba pasión, deseo y placer. Y quizá también cierto arrepentimiento. Pedro deseaba locamente estrecharla en sus brazos y perderse en su suavidad. Ella se acercó un poco más, pero en realidad lo que la hizo moverse fue el agotamiento, más que el deseo.


—Supongo que no es un buen momento —susurró mientras se apartaba, muy a su pesar.


—La historia de mi vida —respondió Paula.


Pedro apoyó la frente en la de ella.


—Además le prometí a Primo que no te desabrocharía ni un botón más esta noche.


—Pensé que te había dicho de aquí en adelante, no solo esta noche —opinó ella—. Y creo recordar que tú estuviste de acuerdo.


—En realidad lo que le prometí fue que no te tocaría hasta haberte puesto un anillo en el dedo —dijo, dando un paso atrás, y esbozó una pícara sonrisa—. En cuanto llegue el lunes voy a ponerte ese anillo y entonces puedes prepararte para que te desabroche todos los botones.