martes, 4 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 8





Ya preparada para marchar, Pedro la observó sin apenas creer que todas sus pertenencias cupieran en media mochila, ya que la otra mitad eran las cosas de la perra.


—¿Nos vamos? —le preguntó, después de que ella hubiera echado un último vistazo al apartamento.


Paula asintió y, después de tirar la basura y darle las llaves al señor Connell, lo ayudó a meter a la perra en el asiento de atrás del coche y ella ocupó de nuevo el delantero.


—¿Dónde vamos? —quiso saber cuando él puso el motor en marcha.


—A mi casa.


Paula se tomó un momento para asimilar la noticia.


—Pensé que conocías un lugar donde podíamos quedarnos Kiko y yo.


—Sí, mi casa.


—Pero…


—Si fueras tú sola, podría haberte encontrado otra cosa, pero con tu perra… por llamarla algo, es imposible. Así que solo hay una opción.


—Tú casa.


—Exacto.


Apenas había tráfico, así que apenas veinte minutos después, Pedro estaba metiendo el coche en el garaje de su casa, adonde entraron por la cocina.


Paula se quedó en la puerta.


—¿Puede entrar Kiko?


—Claro. Ya te dije que aquí era bienvenida.


—Gracias.


Fue entonces cuando Pedro vio bien a la «perra» bajo las potentes luces halógenas de la cocina. Era un animal precioso, esbelto y con un bonito pelaje gris y blanco que terminaba en una cola gruesa y rizada. Miraba a su alrededor con evidente resquemor. Pedro tenía la sensación de que, de no haber sido por Paula, hacía mucho que Kiko se habría rendido a su triste destino.


—¿Y ahora qué? —le preguntó Paula, mirándolo con el mismo recelo que la perra.


—¿Qué necesita para estar cómoda?


—Tranquilidad y espacio. Si se siente encerrada, mordisquea todo lo que encuentra.


Pedro cerró los ojos, imaginando lo que podría hacer con alguna de las antigüedades que había en la casa.


—Tu apartamento estaba en perfecto estado y no era precisamente espacioso.


—Es que para ella era su guari… su refugio —corrigió rápidamente.


—Ya. Dime una cosa, Paula. ¿Cómo demonios conseguiste meterla en tu apartamento?


—De madrugada y sin hacer ningún ruido.


—¿Y nadie la veía cuando la sacabas a pasear? ¿Nunca se quejaban porque ladrara o aullara?


—Intentaba salir siempre cuando estaba oscuro, pero supongo que sí que hacía ruido porque nos han echado —dedujo, encogiéndose de hombros—. Pero no importa. A Kiko no le gusta mucho la ciudad y yo no tenía intención de quedarme mucho, solo hasta que terminara la búsqueda. Después íbamos a mudarnos a un lugar más tranquilo.


—Buena idea. Supongo que serás consciente de que, si alguien te descubre con ella, la matarán.


—Tengo los papeles.


Pedro la miró enarcando una ceja e hizo una pausa.


—Te acuerdas de lo mal que mientes, ¿verdad?


Por primera vez apareció en su rostro una sonrisa.


—Estoy intentando mejorar.


En la mente de Pedro surgió de pronto la imagen de su difunta esposa.


—No, por favor. Me gustas mucho más como eres —hizo una pausa y luego le ofreció algo de comer.


—No, gracias.


—¿Y Kiko querrá comer algo?


—No, estará bien hasta por la mañana.


—Entonces vamos. Puedes utilizar una habitación que hay en esta planta que tiene una puerta al patio.


—¿Está vallado?


—Sí. Mi primo Nicolò tiene un San Bernardo que es un experto en huir y aquí no consigue huir.


—Veamos sí también funciona con Kiko.


Pedro no quiso perder más tiempo con la conversación porque era evidente que Paula estaba agotada, así que la llevó a la habitación que le había mencionado, que era al menos tres veces más grande que su apartamento. Al entrar la vio cojear un poco.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Sí —se frotó el muslo—. Me rompí la pierna de niña, pero solo me molesta cuando estoy muy cansada.


—A mi hermano Ramiro le pasa algo parecido.


—Lo siento por él —dijo y luego dio una vuelta sobre sí misma, observando la habitación—. Esto es increíble.


—Nada es demasiado bueno para mí prometida.


Ella lo miró unos segundos, como tratando de interpretar la expresión de su rostro, pero luego se limitó a decir:
—Gracias, Pedro.


Él no pudo resistirse. Se acercó a ella y le levantó la cara suavemente, lo que provocó una especie de gruñido de desaprobación por parte de la perra.


—Necesita tiempo para confiar en ti —explicó Paula.


—No sé por qué, pero me da la sensación de que tú también —dijo Pedro, acariciándole la mejilla.


—Puede que tengas razón.


Se inclinó sobre ella y le rozó suavemente los labios. De la boca de Paula salió un leve gemido casi inaudible, pero que denotaba pasión, deseo y placer. Y quizá también cierto arrepentimiento. Pedro deseaba locamente estrecharla en sus brazos y perderse en su suavidad. Ella se acercó un poco más, pero en realidad lo que la hizo moverse fue el agotamiento, más que el deseo.


—Supongo que no es un buen momento —susurró mientras se apartaba, muy a su pesar.


—La historia de mi vida —respondió Paula.


Pedro apoyó la frente en la de ella.


—Además le prometí a Primo que no te desabrocharía ni un botón más esta noche.


—Pensé que te había dicho de aquí en adelante, no solo esta noche —opinó ella—. Y creo recordar que tú estuviste de acuerdo.


—En realidad lo que le prometí fue que no te tocaría hasta haberte puesto un anillo en el dedo —dijo, dando un paso atrás, y esbozó una pícara sonrisa—. En cuanto llegue el lunes voy a ponerte ese anillo y entonces puedes prepararte para que te desabroche todos los botones.




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