martes, 13 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 8





A pesar de haber estado gran parte de la noche mirando al techo de la habitación, Paula despertó a la mañana siguiente con renovado entusiasmo. Iban a tomar un helicóptero para ir a la península de Kari Kari, donde los hombres jugarían un partido de golf antes de reunirse con las señoras para comer. Y habría un coche esperando para que, mientras tanto, Paula les hiciese un recorrido guiado por los lugares turísticos.


¿Cómo reaccionaría Pedro cuando la viese?, se preguntó mientras se arreglaba el pelo con el secador, dejando que cayese en ondas sobre sus hombros. En casa se hubiera hecho una coleta, pero aquella mañana había despertado imbuida de una nueva sensación de feminidad y, después de años conteniendo el deseo de arreglarse, era hora de liberarse.


Le dio un poco de pena ver que los invitados ya estaban en el comedor, pero el sentimiento desapareció cuando Pedro levantó la cabeza y lanzó sobre ella una mirada que podía haber quemado el aire.


Evidentemente, el tiempo que se había tomado para elegir la blusa de seda color fucsia, a juego con una camisola, y el pantalón gris claro había merecido la pena. Aunque por eso hubiera llegado un poquito tarde a desayunar.


El vuelo en helicóptero hasta la península de Kari Kari fue emocionante y el piloto eligió una ruta siguiendo toda la costa. Una vez allí los hombres fueron recibidos por sus caddies que se los llevaron en carritos de golf, mientras las mujeres tomaban un te con pasteles, antes de dar comienzo a su pequeña expedición.


Paula les mostró unos folletos de la zona y, durante un rato, discutieron lo que iban a hacer mientras los hombres jugaban al golf.


A las señoras les encantó el lago Ohia y sus árboles kauri fosilizados, que habían quedado expuestos cuando el lago fue secado a principios del siglo xx. Después de pasar por Kaitaia y Ahipara, en el sur, volvieron al campo de golf para recoger a los hombres.


Paula tenía que hacer un esfuerzo para no pisar el acelerador. Estaba deseando volver a ver a Pedro, comprobar si la mirada que habían intercambiado esa mañana contenía una promesa o era sólo cosa suya.


Y no se llevó una desilusión. Los tres hombres estaban tomando una copa de vino en porche del club y en cuanto Paula apareció los ojos azules de Pedro se clavaron en ella, haciendo que temblase por dentro.


Le resultaba increíble aquella reacción instantánea. Un par de besos y podía hacerla temblar como una hoja. ¿Qué pasaría si hiciera algo más?, se preguntó.


Cuando se sentó en la silla que Pedro había apartado para ella, Paula cerró las piernas en un vano intento de contener el intenso cosquilleo de deseo.


La tarde pasó como un borrón. Cada movimiento que hacía llamaba su atención, cada palabra que decía le parecía interesante. Y más tarde, cuando volvían a Russell, se sentía tan excitada que temía que los demás se dieran cuenta.


Paula se regañó a sí misma por portarse como una adolescente enamorada... ¿Enamorada? No, un momento, eso era una tontería.


Encandilada quizá. Sí, definitivamente Pedro la tenía encandilada.


Lo cual creaba otra serie de problemas. Por ejemplo, ¿Qué iba a pasar con su relación profesional? Si tenía una aventura con él, ¿cuál sería el precio? Ella, que había pasado los últimos diez años de su vida siendo la chica invisible de repente se sentía más visible que nadie.


«Deja de pensar», se dijo a sí misma. Lo de la noche anterior había sido una aberración.


Cuando todos volvieron a reunirse para cenar casi se había convencido a sí misma de que había imaginado los besos de la noche anterior. Pedro se mostraba como un anfitrión solícito con los invitados, que se lamentaban porque aquélla sería su última noche en Nueva Zelanda.


Habían optado por una barbacoa tradicional y, mientras daba una vuelta a los langostinos en el plato caliente, Paula lo devora con la mirada. La camisa destacaba la anchura de sus hombros y los pantalones de color piedra marcaban un trasero perfecto cuando inclinó para tomar una cerveza.


Pero tenía que controlarse, pensó, entran en la cocina para tomar una bandeja de langostinos mientras los filetes se marinaban un plato.


‐¿Lo estás pasando bien? ‐murmuró Pedro cuando le pasó la bandeja.


‐Ha sido un día estupendo ‐dijo ella‐ creo que también ellos lo han pasado bien


‐Sí, gracias por hacer un buen trabajo.


‐Para eso me pagas ‐respondió Paula.


Aunque mientras lo decía recordó para qué la pagaba. O para qué creía pagarla.


Como acompañante, con unos límites muy borrosos. ¿Era eso lo que había pasado la noche anterior? Tenía que serlo y sería una idiota si pensara que un hombre como Pedro Alfonso esperaría algo más de una persona como ella. Sí, su abuelo había sido un ídolo nacional, pero ahora vivían modestamente. Desde luego, ella no era la clase de persona que movía en los círculos en los que se movía Pedro Alfonso.


Y; de repente, su alegría se esfumó. Sería bueno volver a casa y retomar la realidad de la rutina diaria.


Se preguntó entonces cómo estaría su abuelo. ¿Habría logrado no ir al casino? En realidad, no le había hecho una promesa y ella había estado tan ocupada el fin de semana que apenas había podido pensar en él.


Después de las once, los invitados se retiraron a sus habitaciones y Pedro y ella se quedaron solos en el porche. .


Debería estar cansada, pensó, pero sabía que si no se libraba de aquella ansiedad, dormir sería imposible.


‐Creo que voy nadar un rato ‐murmuró, levantándose de la silla.


Pero Pedro la sujetó por la muñeca.


‐Me parece muy buena idea.


‐Voy a ponerme el bañador.


‐Si es necesario... ‐sonrió él‐. Entonces yo también tendré que ponerme el mío. No quiero que te asustes.


Paula no sabía si estaba bromeando o no, de modo que no dijo nada.


Una vez en su habitación, sacó el biquini y el albornoz de la bolsa de viaje... pero entonces vaciló. Sí, Pedro la había visto en biquini antes, pero estaban rodeados de gente. Y al recordar su reacción ante las atenciones del empleado del barco, tuvo que sonreír.


No le había gustado que otro hombre la mirase y ese gesto posesivo no era el de un hombre que sólo buscaba una acompañante pagada, ¿no?


Y luego estaban los besos de la noche anterior... y que le hubiera pedido que no siguiera escondiéndose.


Cuando volvió a la piscina, Paula casi se había convencido a sí misma de que Pedro estaba loco por ella. La idea era emocionante y aterradora al mismo tiempo y solo podía hacer una cosa: lanzarse de cabeza.


Y eso hizo, literalmente. Pedro aún no había vuelto al porche, de modo que aproveche para tirarse a la piscina, esperando que el agua fresca aclaras e sus ideas. Estaba haciendo un largo cuando sintió que el vello de su nuca se erizaba. Pedro estaba mirándola.


Cuando llegó al otro lado, él estaba sentado en el borde, sus largas piernas dentro del agua.


‐¿No te apetece nadar un rato?


‐Entre otras cosas ‐contesto el, enigmáticamente‐. Echamos una carrera? Seis largos.


‐¿Quieres echar una carrera? –sonrió Paula‐. ¿Y qué recibirá el ganador?


‐Un beso.


‐Ah, ¿entonces quién será el ganador y quien el perdedor?


‐Te lo preguntaré después de haber ganado ‐dijo él.


‐Eso ya lo veremos.


Paula se dio impulso desde el borde y empezó a nadar con todas sus fuerzas, decidida a ser la ganadora de aquel pequeño reto. Pedro no tardó mucho en alcanzada, pero en lugar de seguir adelante se quedó a su lado.


Poco acostumbrada a tan intenso ejercicio Paula estaba sin respiración, pero cuando los dos llegaron al otro lado, tocando el borde al mismo tiempo, Pedro parecía tan tranquilo.


Ella se quedó parada un momento, intentando recuperar el aliento.


‐Has hecho trampa ‐lo acusó‐. Podrías haberme ganado fácilmente.


‐Yo nunca hago trampas.


Las ondas del agua acariciaban su estómago mientras Pedro se acercaba a ella. El pelo empapado, pegado a su cabeza, parecía más oscuro de lo habitual, destacando el azul de sus ojos... clavados en ella con tal intensidad que su corazón pareció desbocarse.


‐Y siempre gano ‐dijo luego, tomándola por la cintura.


Por instinto, Paula se arqueó hacia él y Pedro aprovechó para iniciar el beso. Sus labios eran frescos y firmes y, de inmediato se vio perdida en el calor de su boca.


Entonces sintió un tironcito en la espalda y, un segundo después, la parte superior de su biquini había desaparecido. Un poco asustada, dejo escapar un gemido, sus pechos aplastados contra el torso masculino.


Pedro se apartó, pero no antes de que notase el duro bulto bajo el bañador. Miró su cara, su cuello y, por fin, su pechos desnudos, los pezones endureciéndose bajo su ardiente mirada.


‐Eres preciosa.


Y, por primera vez en mucho tiempo, Paula se sentía preciosa. Debería sentirse avergonzada, pero en lugar de eso se sentía como una mujer deseable. Y cuando Pedro inclinó la cabeza para tomar un pezón entre los labios se le doblaron las piernas.


La tomó luego por la cintura con un brazo atrayéndola hacia él, y Paula enredó las piernas con las suyas mientras Pedro metía un pezón en su boca, tirando, chupando y haciendo que perdiera la cabeza.


Suspirando, pasó las manos por sus hombros, por su sólido torso, rozando suavemente sus pezones con las uñas. Y notó que experimentaba un escalofrío.


‐Vamos a salir de la piscina ‐dijo Pedro con voz ronca, llevándola hacia la escalerilla.


Un escalofrío de anticipación la recorrió cuando él agarró la escalerilla de metal, imaginando esas manos grandes y morenas sobre cuerpo...
No tardaría mucho, pensó. Y debía confesar que estaba deseando.


Pedro la guió hasta la ducha y abrió el grifo tomando la pastilla de jabón y pasándola por sus pechos una y otra vez, volviéndola loca de deseo.


Luego bajó una mano y la metió en la braguita del biquini...


‐Quiero probarte aquí ‐murmuró, su voz apenas un susurro
Y; de repente, Paula no podía esperar más.


‐Yo también ‐asintió, pasando las manos por sus hombros y los largos músculos de sus brazos antes de ponerlas sobre su abdomen.


Cuando llegó a la cinturilla del bañador, no vaciló. Metió la mano bajo el elástico y tiró de él hacia abajo. Sin dudar un momento, se puso en cuclillas para acariciar sus piernas, los fuertes músculos de sus muslos y sus nalgas... pasando los dedos por su entrepierna, hacia la erguida evidencia de su deseo.


Lo envolvió en su mano y el calor aterciopelado del miembro masculino la llenó de deseo. Cuando pasó los dedos por la punta fue recompensada por un gemido ronco y, animada, inclinó la cabeza hacia delante, rozando su erección con la lengua.


Sintió el escalofrío que lo recorrió de arriba abajo, la tensión de sus piernas y sus nalgas mientras intentaba sostenerse.


Paula movió la lengua haciendo círculos antes de cerrar los labios sobre la punta para tomarlo en su boca. Cuando los dedos de Pedro se cerraron sobre su pelo mojado repitió la acción una y otra vez, acariciándolo con la mano al mismo tiempo.


Pedro tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse mientras los labios de Paula, su lengua, su boca, le hacían cosas inexplicablemente eróticas.


Pero el instinto se lo llevó todo por delante e incapaz de contenerse se dejó ir. Sintió como si el orgasmo naciera en la planta de sus pies y lo recorriese desde allí, los espasmos musculares haciendo que tuviera que agarrarse a la pared de la ducha.


Había sido como un terremoto, mental y físicamente.


Pedro tiró de su mano mientras sentía los últimos estremecimientos de un orgasmo que había dejado absolutamente saciado, pero hambriento.


Deslizando una mano por su espalda, empezó a acariciar sus nalgas, apretándolas y tirando de ella hacia delante al mismo tiempo. Estaba empezando a excitarse de nuevo.


Tirando del biquini hacia abajo, dejó caer la prenda al suelo y notó que Paula lo apartó de una patada. Cuando por fin estuvo desnuda a su lado pasó los dedos por su espina dorsal, por el pelo mojado, la curva de su cuello...


‐Gracias ‐le dijo al oído, antes de tomar labios de nuevo, poniendo en aquel beso la promesa de darle el mismo placer o más.


Sentía una conexión que no había experimentado nunca. 


Una conexión que le parecía bien y mal al mismo tiempo.


Pero intentó dejar de pensar en ello, concentrando su atención en acariciada durante un segundo más, antes de cerrar el grifo de la ducha.


Luego, tomando las toallas que habían dejado en el césped, envolvió a Paula con una y se puso la otra a la cintura para después llevada en brazos a su dormitorio.


‐El pelo... lo tengo empapado ‐protestó ella cuando iba a dejada sobre la cama. 


‐Espera ‐Pedro la dejó de pie y se quitó la toalla para secárselo‐¿Satisfecha?


Paula sonrió.


‐No del todo ‐le dijo, soltando luego una risita avergonzada.‐parece que el trabajo me espera ‐sonrió Pedro entonces, empujándola suavemente hasta que sus piernas rozaron el colchón. Después de tumbada, se colocó encima y enredó los dedos con los suyos, experimentando una sensación de poder que no había experimentado nunca.


Ella le había dado el más íntimo de los placeres... ahora era el momento de devolver el favor.





ROJO: CAPITULO 7




Pararon en la isla Urupukapuka para comer.


La playa, de arena dorada, estaba bañada por el sol y la gente del ferry preparó sombrillas y toallas antes de servir el aperitivo.


Pedro observaba a Paula charlando con sus invitados, preguntándoles por sus familias y haciendo los apropiados gestos de admiración cuando sacaron las fotos de sus hijos... en el caso de los Schuster, de sus nietos.


Era un enigma, desde luego. De día era una persona, la secretaria perfecta, tranquila, discreta, capaz. Pero por la noche era alguien completamente diferente. Se convertía en la clase de mujer que salía con un hombre como Lee Ling.


La clase de mujer que tenía deudas de juego y dependía de un prestamista. Una sirena, sensual, atrayente. Y él deseaba ese lado de Paula como no había deseado nada en toda su vida.


Entonces se movió, incómodo, tomando un sorbo de agua mineral.


Llegaría al fondo del enigma, pensó, y descubriría cuál de esas mujeres era la auténtica Paula. Porque mientras una se encargaba de que su negocio funcionara perfectamente, la otra amenazaba la existencia de la empresa Alfonso.


Paula tenía información privilegiada que podría vender a su principal competidor, la corporación Tremont. Si le debía dinero a Ling, ¿podría convencerla aquel hombre para que le vendiera sus secretos a Josh Tremont? O algo peor... ¿sería Paula la espía de Tremont? ¿Su adicción al juego sería tan grave como para serle desleal a Industrias Alfonso?


No, la lógica lo obligaba a rechazar tal idea. Ling no sabía que Paula trabajase para él cuando los vio juntos. Tal vez, sencillamente se había jugado demasiado dinero en el casino y tenía que pagar deudas.


Pero ninguna de las circunstancias le resultaba precisamente atractiva y, de repente perdió el apetito.


De vuelta en Russell, los invitados se quedaron descansando un rato en sus respectivas villas y luego se reunieron de nuevo para toma un aperitivo en el porche antes de ir a Paihia.


Mientras esperaban en el porche, Paula rió suavemente.


‐¿De qué te ríes?


‐Menos mal que sólo es un fin de semana. Si esto siguiera así engordaría cinco kilos. No hacemos más que comer.


Pedro observó sus pechos, presionando suavemente la tela del vestido multicolor. Aunque no era tan llamativo como el vestido rojo que había llevado en el casino, lo excitaba de todas formas.


Paula era increíblemente atractiva vestida así y debería decirle que dejase de usar esos trajes aburridos para ir a la oficina.


‐Dudo que tengas que preocuparte por eso. Tú eres... perfecta tal como eres. 


‐Gracias ‐dijo ella.


Pedro se sintió satisfecho al ver que se ruborizaba. Pero se le ocurrió entonces que esa capacidad de ponerse colorada por un simple halago no pegaba nada con la Paula a la que había visto en el casino esa noche. La mujer del vestido rojo no se pondría colorada por nada. Al menos, ésa era la impresión que le había dado.


Pero la Paula que él conocía de la oficina era una criatura reservada.


Mucho más parecida a la mujer que tenía delante, con aquel vestido de colores. Ni demasiado revelador, ni demasiado discreto, pero aun así resultaba increíblemente atractivo.


Apoyado en la barandilla, se quedó mirando mientras ella colocaba la bandeja de las copas. No parecía gustarle mucho que la mirasen...


No, el vestido rojo de la otra noche no tenía nada que ver con la mujer elegante que había frente a él. Se le ocurrió entonces que sabía muy poco sobre su vida personal. El no solía interesarse por la vida personal de sus empleados pero, de repente, estaba muy interesado por la de Paula.



La tarde resultó muy agradable y terminaron en el paseo marítimo de Paihia, antes de tomar el ferry de vuelta a Russell. Tras despedirse de los invitados, Paula se dirigía a su dormitorio cuando Pedro la sorprendió deteniéndola en el pasillo.


‐¿Dónde vas?


‐A mi habitación.


«A la cama», pensó. El día en la playa, el viaje en ferry y la tensión que sentía estando a lado de Pedro la habían dejado agotada.


‐Es muy temprano. Ven, vamos a tomar una copa en el porche.


Paula iba a decir que no, pero recordó que le estaba pagando por su compañía; lo que ella quisiera en ese momento no tema importancia.


‐Si insistes...


La luz de la piscina estaba encendida y el agua brillaba de manera invitadora. Sería un maravilla darse un baño antes de irse a la cama hacer un par de largos, sentir la suavidad del agua acariciando su piel. Tal vez entonces sería capaz de relajarse un poco.


‐¿Qué quieres tomar, un coñac?


‐Muy bien, gracias.


‐Qué afable ‐murmuró Pedro‐. Muy interesante, cuando algo me dice que no te apetece nada ser afable conmigo.


‐Eres mi jefe y me pagas por estar aquí. ¿Por que iba a ser antipática? Ya has dejado bien claro que mi trabajo es tenerte contento.


‐Ah, sí, pero no, hemos dejado claro por qué. 


Pedro se acerco con dos copas de coñac en la mano y Paula tembló cuando el roce de sus dedos envió un escalofrío de algo que no quena identificar por todo su cuerpo.


Le había pasado lo mismo por la mañana, cuando subió la cremallera del traje de neopreno.


Decía quererla allí como acompañante, pero los habla instalado a los dos en el mismo dormitorio. ¿Era una prueba o eso era lo que quería de verdad?


Paula levantó la copa para llevársela a los labios.


‐Dime, ¿por qué es tan importante tu trabajo?


‐¿Por qué es importante para la gente? Me gusta mi trabajo y sería una tonta si lo perdiera.


‐¿Entonces por qué te arriesgas a hacerlo? Paula se asustó.


‐¿Arriesgarme?


‐Saliendo con un hombre como Ling.


‐Pensé que había dejado claro que salga con quien salga fuera de horas de trabajo no es asunto tuyo.


‐Pero tú sí eres asunto mío. Trabajas para mí, dices que te gusta tu trabajo... ¿y si yo pusiera como condición para que siguieras trabajando conmigo que no salieras con... indeseables?


‐¿Te refieres a Lee? Lee Ling es un hombre de negocios como otro cualquiera y no es ningún secreto a qué se dedica. ¿Por que es un indeseable?


‐Es la clase de hombre que utilizaría a cualquiera para conseguir lo que quiere. ¿Eso no te molesta?


La implicación de que estaba utilizándola a ella la irritó, pero intentó que su voz sonase calmada:
‐¿Y tú eres tan diferente a él? ¿No es eso le que estás haciendo ahora mismo?


Había dado en el blanco y lo vio cuando Pedro frunció el ceño, molesto.


Pero en un segundo el enfado desapareció. 


‐Sí, tienes razón ‐murmuro, levantando su copa‐. ¿Qué estás
escondiendo, Paula?


Esa pregunta la sorprendió de tal forma que tuvo que esperar unos segundos para recuperar la compostura antes de responder:
‐No te entiendo.


‐En el trabajo te escondes detrás de ropa ancha y sin ningún atractivo, incluso escondes tus ojos bajo unas lentillas oscuras –dijo él, dando un paso adelante para levantar su barbilla con un dedo‐. ¿Por qué harías eso teniendo unos ojos verdes tan bonitos? Y tu pelo...


Pedro enredó los dedos en los sedosos mechones, sujetando su nuca con dedos firmes. Y el roce la hizo sentir un escalofrío que la recorrió de arriba abajo.


El miedo se mezclaba con el placer mientras Pedro masajeaba suavemente su nunca y Paula tuvo que disimular un gemido. Pero entonces, tan rápido como había empezado, Pedro la soltó de nuevo.


‐¿Y bien?


‐No me gusta llamar la atención ‐consiguió decir ella. ‐¿Por qué?


Paula cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, incomoda. Estaba demasiado cerca. A pesar del aire fresco de la noche, podía sentir el calor de su cuerpo, podía oler su colonia.


‐Es complicado ‐dijo por fin. Era algo que no solía contar y, sin embargo, algo la empujaba a hacerla‐. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía trece años. Yo iba con ellos, pero por una jugarreta del destino escapé sin un solo rasguño. Mis padres murieron en el acto y yo me quedé sin nadie, así que mi abuelo me acogió en su casa. Y por... en fin, circunstancias, la noticia del accidente salió en todos los periódicos, recordándome la tragedia cada día. Durante un tiempo me costó mucho trabajo acostumbrarme y seguir viviendo.


‐¿Qué circunstancias?


‐Eso es algo de lo que no me gusta hablar ‐respondió Paula, apartando la mirada.


La atención de los medios de comunicación, debido a la fama de su abuelo, no la dejaba olvidar la tragedia del accidente y, tal vez para escapar del dolor, Paula empezó a portarse como una adolescente rebelde. A pesar de los ruegos de su abuelo, su comportamiento había sido menos que recomendable y cuando por fin fue demasiado lejos los periódicos se encargaron de contarlo a los cuatro vientos: la habían pillado con un grupo de amigos en un coche robado.


Jamás olvidaría la expresión de su abuelo cuando la policía la llevó de vuelta a casa... el alivio porque estaba bien mezclado con un profunda desolación.


Aquella noche le había dejado las cosas bien claras: o dejaba de comportarse como una gamberra o la entregaría a las autoridades. Sólo se tenían el uno al otro, le dijo, pero si no estaba dispuesta a respetar su casa y respetado a él, no la quería a su lado.


Hugo le recordó entonces la última vez que la policía había estado en su casa, la noche que fueron a avisarle de que un conductor borracho había chocado con el coche de su hijo. Y le de que, por mucho que la quisiera, no quería tener, que pasar por eso otra vez.


Esa había sido la llamada de atención que necesitaba.


Después de la discusión, Hugo había aceptado que cambiase de colegio para alejarse de las malas compañías, pero sólo cuando Paula le juró solemnemente que intentaría estudiar y mejorar sus notas.


Y ella se había esforzado más que nunca.


Había dejado de teñirse el pelo de un color diferente cada semana, de llevar ropa llamativa y a veces escandalosa y había estudiado como nunca para mejorar sus notas, mezclándose con los demás y sin llamar la atención.


Y, después de siete años, sus antecedentes por mal comportamiento habían sido borrados de los archivos de la policía, de modo que nadie tenía por qué enterarse de su pasado.


‐Después del accidente ‐siguió Paula, sacudiendo la cabeza‐ decidí que lo mejor sería pasar desapercibida.


‐Es un crimen.


Ella lo miró, perpleja. ¿Había dicho todo eso en voz alta? ‐¿Cómo?


Pedro tomó su mano y tiró de ella.


‐Es un crimen que escondas esos ojos ‐murmuró, pasando un dedo por la curva de sus cejas.


Paula sabía que podía apartarse, romper el contacto entre ellos, pero no era capaz. Los dedos de Pedro seguían viajando por su cara, sus mejillas, la curva de su garganta... deslizándose hasta el escote del vestido.


‐Esconder tu cuerpo ‐siguió, con voz ronca. Cuando bajó la mano para acariciar sus pechos por encima de la tela del vestido, Paula sintió que se encendía. Sus pezones se endurecieron, casi dolorosamente, presionando contra el encaje del sujetador.


Arqueó la espalda, apretándose instintivamente contra la palma de su mano, disfrutando de su calor. Al poner la suya sobre el torso masculino se dio cuenta de que respiraba agitadamente, que los latidos de su corazón se habían acelerado.


‐¿Lo sientes? ‐murmuró Pedro‐. Eso es lo que me haces.


Pedro...


‐Dime que pare, Paula. Porque si no lo dices voy a hacer lo que debería haber hecho anoche: voy a besarte.


Aunque su vida dependiera de ello no habría sido capaz de decir nada. Y él debió darse cuenta de que se había rendido porque inclinó la cabeza y buscó sus labios.


Sensaciones, colores, sabores... todo explotó dentro de ella. 


El roce de su lengua provocó un bola de luz bajo sus párpados cerrados, el sabor del coñac mezclado con el sabor de Pedro.


Y Paula se abrió para él, dejando que explorase el interior de su boca mientras aplastaba sus labios apasionadamente. Un torbellino de fuego líquido recorría sus venas mientras apretaba contra él y sentía cada músculo de su cuerpo como jamás le había ocurrido antes con ningún otro hombre. 


Experimentaba un ansia que exigía ser saciada de inmediato.


Paula movió las caderas, empujando su pelvis contra la dura evidencia de su deseo por ella.


Llevaba tanto tiempo intentando ser invisible que era gratificante saber que podía despertar tal respuesta, de modo que levantó las manos para sujetar su cabeza, como si no pudiera soportar la idea de que se apartase.


Pedro empezó a besar su cuello ansiosamente, el placer mientras rozaba con la lengua el sensible punto entre su garganta y su oreja haciendo que sus músculos interiores se contrajeran, dejándola sin aire.


Y entonces empezó a desabrochar la cremallera del vestido, apartando la tela y sujetando sus brazos mientras mordisqueaba suavemente sus hombros.


Paula intentó liberarse de la restricción del vestido, dejando que la prenda cayese hasta su cintura para levantar las manos y desabrochar su camisa. Tenía que tocar su piel dorada, esa piel que la había atormentado por la mañana en el ferry. Necesitaba pasar los dedos por su abdomen... y más abajo.


Pero Pedro se apartó, soltando sus manos para volver a ponerle el vestido.


Mientras volvía a subir la cremallera le dio un beso en la sien y la sujetó así, por la cintura, hasta que los dos empezaron a respirar con normalidad.


‐No te escondas más, ¿de acuerdo? No te escondas para mí, prométemelo.


‐Te lo prometo ‐susurró ella, confusa.


Despacio, Pedro la apartó de sí.


‐Mañana tenemos muchas cosas que hacer. Será mejor que nos vayamos a la cama.


Le dio un beso cuando llegaron a la puerta de su habitación, pero después se alejó.


‐Nos vemos por la mañana. Que duerma bien.


Paula era incapaz de conciliar el sueño dando vueltas y vueltas en la cama hasta que, frustrada, apartó las sábanas y se acercó a la ventana.


Pedro Alfonso la había besado. En fin... no tenía tanta importancia.


Pero sí la tenía. Era tremendamente importante. Porque, de repente, Paula sabía que un beso en la oscuridad del porche no iba a ser suficiente para ninguno de los dos.